XII

Trabajaban en las gaitas. Día y noche sin descanso. Cuando los dedos de Kemal sangraban, su padre ya no los besaba.

—A mí también me sangran los dedos —le decía.

Empezó a beber, pese al Corán y a su propia opinión. A veces, cansada, Kemal hacía un agujero demasiado grande en el puntero, rompía una lengüeta, partía una boquilla.

—Es ese nuevo nombre que te han puesto lo que te hace torpe —le decía su padre, furioso—. Para hacer gaitas necesitas un nombre de hombre. —Al principio le daba una colleja, pero no tardó en soltar la mano. No pasaba un día sin que le pegara.

El dinero que desenterraron no era suficiente para cien pieles, así que una noche su padre la llevó a las granjas de cabras para robar cabritos.

No había luna cuando salieron del pueblo. Un viento cálido soplaba en sus caras, una corriente del Mar Blanco, y los labios de Kemal se agrietaban más cuanto más los lamía. Así que siguió lamiendo: la sal y las algas, tan limpias tras el hedor de su madre. Subieron a una colina y cruzaron un campo. El viento empezó a oler a almizcle. A lo lejos vieron el brillo disperso de una hoguera, alta y repleta de madera de pino. En torno a ese fuego, Kemal lo sabía, los pastores estaban demasiado borrachos para darse cuenta de que se acercaban. Los perros empezaron a ladrar, pero, en cuanto el viento arrojó los olores familiares a sus hocicos, volvieron a quedar en silencio. Era el campo al que iba el padre de Kemal cuando compraba pieles para mehs. Eran los perros con los que jugaba Kemal, en los que se montaba como si fueran mulas, los perros que una vez le habían lamido todo el cuerpo cuando, siendo un bebé, su padre la había bañado en un abrevadero lleno de leche de cabra junto a esa misma fogata.

En los arbustos que delimitaban el campo, Kemal apretó la navaja entre los dientes y saltó. Se quedó en silencio entre el rebaño, cabras dormidas que mascaban en sueños y movían las orejas. Veía el fuego entre los arbustos y oía los ronquidos de los pastores, los gimoteos de los perros, vagos, el viento que soplaba apagado entre las filas gemelas de arbustos. En la oscuridad, su padre buscaba cabritos. Sólo los cabritos podían servir para los mehs de una gaita. Una cabra mayor, lista para aparearse, apestaba tanto que ni el agua de rosas hubiera podido arreglarlo.

Kemal avanzó en la oscuridad a cuatro patas, con la navaja entre los dientes, mientras le caía la saliva. Se acercó a un cabrito y, como le había enseñado su padre, lo tendió con el lomo contra el suelo, se sentó sobre sus patas traseras y agarró las delanteras con una mano. El cabrito no chilló ni cuando le hizo un agujero en el vientre. Kemal respiró el hedor. El cabrito agitó las orejas. Kemal hundió la mano profundamente en el animal, y el calor húmedo paralizó sus dedos igual que los cuernos de los caracoles se paralizan cuando los tocas. Se abrió paso en torno al estómago, un meh inflado con hierba a medio digerir en vez de aire. Después atrapó el corazón del cabrito, entre dos latidos. El cabrito pataleó levemente. Estiró el cuello cuando ella apresó su hocico.

En la oscuridad, oía a su padre arrastrando el vientre sobre la hierba corta, parando corazones de cabra. Su nariz silbaba, cargada de paja y flores, su respiración era profunda y constante, un soniquete regular. No podía ni necesitaba verlo. No podía imaginar que esa misma mano podía golpearla. En la oscuridad, era tal como Kemal lo recordaría siempre.

A partir de esa noche, empezó a dormir en el taller, sobre los montones de pieles de cabra robadas, y en sueños veía ejes, lengüetas, punteros, mehs, como corazones que latían en sus puños cerrados. Y en su sueño era el corazón de su madre el que apretaba, y por eso apretaba más fuerte.