No eran sólo los vivos.
Estaban haciendo gaitas cuando se lo dijo un vecino.
—Debería darte vergüenza propagar mentiras baratas, Rouffat —dijo el padre de Kemal. De todos modos, todavía con el punzón en la mano, salió corriendo del pueblo. Kemal fue tras sus pasos.
Habían enyesado las lápidas de todas las tumbas. Habían escrito nuevos nombres en algunas lápidas y habían dejado otras vacías. Al abuelo de Kemal le habían puesto un nombre nuevo. Su abuela había quedado en el anonimato. Su padre se arrodilló junto a otra lápida, más pequeña, y pasó los dedos sobre el yeso fresco. Cada vez se congregaba más gente y Kemal vio que más adelante, en la misma fila, un hombre golpeaba la lápida de su padre con una azada. El hombre rompió la lápida en pedazos y empezó a cavar.
El padre de Kemal clavó el escoplo en la lápida que había delante de él hasta que el yeso se deshizo. Y, después de que su padre se chupara los dedos y puliera cada letra, Kemal vio su viejo nombre en la tumba. Su padre limpió las fechas. Pero esa tumba no era la tumba de Kemal, y calculó que el niño que yacía en ella nunca había llegado a la mitad de su edad.
En la misma fila, el hombre de la azada, ahora sin camisa, con barro hasta los codos, sacó unos huesos del suelo y los dejó uno a uno sobre la camisa que había a su lado.