En el edificio de la milicia, la cola ocupaba tres pisos. Kemal tuvo que esperar junto a su madre. En el pasillo estaba oscuro y Kemal no podía ver colores ni bordes claros, y así su madre parecía casi tranquila por primera vez en todo un año. Quería darle la mano y decirle que no agarrase tan fuerte el velo, que no se preocupara por una cabeza sin pelo. En cambio, sostuvo un cuaderno que alguien le había dado, donde había páginas y páginas de nombres. Nombres de verdad. Búlgaros: Aleksandra, Anelia, Anna, Borislava, Boryana, Vanya, Vesselina, Vyara.
Pasaron tres horas antes de que estuvieran al principio de la cola.
—Pase lo que pase aquí —dijo su padre—, debes olvidarlo. —Entonces Kemal entró en una habitación, con un escritorio y un hombre detrás que escribía nombres en un libro, con un ficus muerto en un rincón, con un retrato inclinado de Todor Zhivkov en la pared, con el suelo manchado de barro por las botas de la gente.
—¿Qué nombre has elegido? —le preguntó el hombre, que se humedeció los dedos y pasó una página, sin mirar. Ella le dijo que ya tenía un nombre. Que nadie podía obligarla a cambiárselo. Ningún Partido, ninguna milicia.
—Hay cuatrocientas personas esperando detrás de ti —dijo el hombre, mirándola finalmente.
Así que ella dijo: «Vyara» y el hombre lo escribió en su gran libro.
En el camino de regreso a casa, repitió una y otra vez su nuevo nombre, observando su rostro en la ventanilla, y más allá de la ventanilla, la montaña, su cabeza cubierta por un velo, su rostro tapado por un manto de lluvia y niebla. No era un mal nombre, el nuevo, pensó, y lo siguió repitiendo. Después recordó que su padre había bajado la piel de cabra y que había mojado a su madre. Se echó a reír. Y riendo caminó hasta su asiento y se sentó entre ellos.
Esperaba ver a su padre enfadado, iracundo. En cambio, miraba en silencio por la ventana. Ya era un hombre distinto, pensó Kemal, y puso una mano sobre su rodilla y otra sobre la de su madre.
—Encantada de conoceros —les dijo—. ¿Quiénes sois ahora?