Llovió mientras esperaban el autobús. No había marquesina en la plaza y no tenían paraguas, así que el padre de Kemal había llevado pieles de cabra. Sostenía una, con la mano temblando, sobre su madre, pero aun así la lluvia pasaba. Kemal sabía que todas las miradas recaerían sobre ellos —mira qué blanca está Zeynep, diría la gente de su madre, mira cómo la enfermedad le ha comido las entrañas, cómo la ha maldecido Alá—, así que se escondió lejos bajo su piel de cabra, observando. No soplaba el viento, pero aun así su madre agarraba los bordes de su velo con una mano. La otra sujetaba su vestido, con la bolsa de nailon debajo, imaginaba Kemal. Parecía una cabra moteada, la pobre y enferma Zeynep, echando bocanadas de vaho en el aire frío, con el vestido seco en unas partes y húmedo en otras.
Cuando el autobús llegó, su padre bajó la piel de cabra y toda la lluvia que había recogido la piel cayó sobre su madre. Hubo risas, así que en el autobús Kemal se sentó detrás, lejos de sus padres. Todo olía a velos húmedos, a bigotes húmedos, y la respiración de la gente empañaba las ventanas. Con la manga, Kemal limpió una pupila diminuta y observó los ríos de barro que corrían por las pendientes, hasta que la ventanilla volvió a empañarse. El autobús paró unas cuantas veces para recoger a más gente, unas cuantas para que su madre pudiera vomitar en los arbustos. Kemal se escondía bajo la apestosa piel de cabra y escuchaba.
—Anoche tuve un sueño —decía un hombre—. Estoy en una cola, esperando algo. Tengo la boca seca de sudor y me ruge el estómago. La cola es larga, te digo: no es una cola sino una ristra de gente. Y lo único que oigo es un llanto que te pone los pelos de punta como el tabaco en flor. Sólo que no es llanto, sino un millón de estómagos que rugen, hambrientos por la espera. Finalmente llega mi turno y frente a mí está mi abuelo: un gigante, te digo, con el bigote encerado y brillante como una herradura engrasada, con unos extremos curvos del tamaño de los cuernos de un carnero. Detrás de mi abuelo, anchas como el mundo, brillan las puertas del cielo. En su mano veo una bandeja de higos, tan maduros que su miel fluye de ellos en forma de río, y en su otra mano una bandeja de espinas, la amarga fruta del infierno. «¿Cómo te llamas, chico?», me pregunta mi abuelo, y su voz hace que me tiemblen las rodillas, y los higos maduros hacen que el estómago me ruja más todavía. Le digo cómo me llamo. «Soy Mehmed —respondo—, así que dame un higo, abuelo. Déjame pasar por las buenas puertas». «Mehmed, ¿eh?», dice el gigante. Entonces sus bigotes se desenroscan, te digo, y se convierten en manos, en las manos de mi madre, y llevan una bola de espinas a mis labios. «Eso es una bola de espinas, abuelo», grito, y el gigante se echa a reír.
»—Bueno, entonces cámbiale el nombre, traidor. Llámalo «higo» y disfruta con él en el Yahannam.
Las mujeres del autobús empezaron a llorar. Pero los hombres, a quienes la historia había divertido más que asustado, aplaudieron con una risa estruendosa. «No escuches a ese borracho», le dijo un viejo a Kemal. Debió de verla temblar bajo la piel de cabra. Tenía los labios cortados por la sed y le rugía el estómago. Entonces el anciano se retorció el bigote, se inclinó y le preguntó: «¿Cómo te llamas, chico?», y a su alrededor los hombres se echaron a reír otra vez.