Una semana después de la anulación de los encargos, un sargento de la milicia se pasó por el taller. Lo sentaron bajo el emparrado y el padre de Kemal la mandó llenar un cubo de agua del pozo. Llenó una jarra para el sargento y otra para su padre, y observó cómo su padre levantaba su jarra con manos temblorosas y cómo el sargento bebía con sorbos de pájaro.
—Buena agua —le dijo el sargento—, tenía sed.
Ella mantenía la mirada en la pistola de su cinturón y no dijo nada. Su padre se aclaró la garganta y le pidió más agua.
—Hay órdenes del Partido —empezó el sargento—, directamente del Politburó. Un asunto desafortunado, pero no hay manera de evitarlo. He ido toda la mañana de puerta en puerta, informando a la gente. Si me preguntan mi opinión, es un asunto feo, pero nadie me pregunta. Son órdenes del Partido, directamente del Politburó. —Y las explicó: todos los turcos, pomacos y otros recibirían nuevos nombres, búlgaros. Si vivías en Bulgaria, dijo, tenías que tener un nombre búlgaro. Si no te gustaba, nadie te impedía marcharte a Turquía—. Tenéis que estar mañana en la plaza. Los autobuses os llevarán a la ciudad para que os saquéis los nuevos pasaportes.
—Nachalstvo, mi mujer está enferma en la cama y no puede ir en autobús.
—Nadie me pregunta —dijo el sargento, se puso en pie e hizo el saludo militar.