IV

Cuando Kemal tenía diez años, su madre se marchó a la ciudad. Antes de irse, se detuvo ante la habitación de Kemal y le hizo apartar la gaita.

—No me encuentro bien —le dijo su madre, y le puso una mano en el vientre—. Dame un beso y me encontraré mejor.

Tenía la cara amarilla y, cuando Kemal la besó, su sudor sabía a flores de cornejo.

—¿Te encuentras mejor? —le preguntó Kemal.

—Me encuentro mejor —respondió su madre.

Después, el padre de Kemal pasó una semana encerrado en el taller. Pero el torno no giraba y el martillo permanecía en silencio. No dejaba entrar a Kemal por mucho que rogara. Ella hervía leche y maíz para cenar, y cada noche dejaba un cuenco de madera en el umbral. Las gachas siempre tenían grumos —su madre nunca le había enseñado a cocinar bien— pero, aun así, por las mañanas encontraba el cuenco vacío, lavado y lleno con el desayuno. Daba de comer a las gallinas y, aunque un par murieron de algo, en general lo hizo bien. Trabajaba en el huerto con la azada. Observaba a los murciélagos construyendo redes en la noche azul y escuchaba al hodja, que llamaba a todo el mundo a la oración desde el minarete. Echaba de menos el serrín y el frío de los escoplos. Y no había nadie con quien hablar. Así que a veces, cuando el silencio era demasiado denso, Kemal subía más arriba del pueblo, del barranco y del río, y tocaba la gaita. Sus canciones brotaban como aullidos y chocaban contra las cimas de las montañas y volvían apagadas, como si hubiera otra gaita que soplara en respuesta, como si su padre tocara desde lo alto de las montañas.

La segunda semana, el padre de Kemal salió de la cabaña convertido en otro hombre. La cogió en brazos y ella intentó arrancarle la barba, para ver si su verdadero rostro no estaba escondido detrás. La llevó a la mezquita para rezar por su madre, pero Kemal rezaba por otras cosas: rezaba por que no volviera a cerrar el taller; rezaba por que se afeitara la barba.