El padre de Kemal le afeitaba la cabeza, aunque a Kemal no le gustaba. No le gustaba verse en el espejo. Le gustaba el pelo de su madre: las gruesas trenzas negras que caían como cuerdas bajo el velo. Pero no tenía permiso para tocar esas trenzas y tampoco le permitían peinarlas.
—Basta de tonterías —había dicho su padre una vez, cuando, bajo el toldo, Kemal peinaba el pelo de su madre mientras su madre hacía lana para patucos—. Las gaitas esperan.
Los niños del pueblo se burlaban de Kemal porque su cabeza brillaba como la de un lagarto, porque olía a cabra y porque su padre estaba loco. Tenía que estarlo, le decían, o, de lo contrario, ¿por qué le habría puesto a su hija un nombre de chico? Y, si Kemal era de verdad una chica, ¿por qué no llevaba shamiya? ¿No sabía que Alá odiaba a las chicas sin velo? ¿Que había mandado una plaga de larvas hambrientas para que incubaran en sus sesos y se comieran sus entrañas?
—Tonterías —decía su padre cuando Kemal le preguntaba—. Eres una fabricante de gaitas. Para hacer gaitas, necesitas un nombre de hombre.
Después la llevó a la mezquita y, cuando el hodja no quiso dejarla entrar, cuando gritó: «¡Estás enfadando a Alá!», su padre se rió ruidosamente y la empujó hacia dentro. Kemal rezó con él y después, en el taller, su padre le enseñó versos del Corán que ella recitaba mientras trabajaba en las gaitas, para que el trabajo fluyera con ligereza, para que la música sonara con dulzura.
Kemal tenía seis años cuando su padre le hizo construir su propia gaita: lo bastante pequeña como para que pudiera rodearla con el brazo, para que pudiera apretarla con el codo. Durante meses eso es lo único que le enseñó: cómo mantener un tono constante; sin melodía, sólo aire entrando y saliendo en un flujo regular. Al principio Kemal no podía hacerlo. En la cama, sostenía su almohada como un meh y la apretaba, ni demasiado fuerte ni demasiado suavemente, hasta que un día su padre posó su palma polvorienta sobre su cabeza afeitada.
—Eso es —le dijo.
Un día, le dijo, podría olvidar hasta su propio nombre, pero nunca olvidaría cómo apretar la gaita. Después cubrió las ventanas con periódicos viejos, cogió una kava gayda y la llenó de aire.
—No pienses —le dijo—, limítate a seguir.
El chirrido explotó: las canciones eran demasiado grandes para la pequeña cabaña, anhelaban cielo y campo. Golpearon, chocaron, se esparcieron y después se acurrucaron en el rincón, como perros que reconocían a su dueño.
—Ahora —le dijo su padre— eres un conquistador de canciones.
Y así tocaron juntos, día tras día, muchas horas. Bailaban alrededor del torno, con sombras de palabras en sus rostros: el pecho de Kemal ardía y sus dedos se inflaban como las raíces de los dientes enfermos. Y emergían de la cabaña renacidos: salían al aire fresco y a atardeceres tan bruscos que Kemal tenía que buscar refugio en los brazos de su padre o quedarse totalmente ciega.
Pero él no le daba refugio.
—Los abrazos son para las niñas —le decía.