El padre de Kemal hacía gaitas en los montes Ródope. Kaba gaydi, las llamaban: enormes en los brazos del gaitero, con un canto bajo, monótono, lúgubre. Se había construido un taller en el patio y guardaba la cuna de Kemal en el taller, mientras agujereaba punteros y lengüetas, mientras perforaba pieles de cabra y las transformaba en mehs para sus gaitas.
—Deja que respire en medio del serrín —le decía a su madre—. Deja que fluya con su sangre y que su corazón lo bombee.
Cuando Kemal era todavía muy pequeña, su padre la sentó en una silla de tres patas en un rincón y le puso un escoplo en la mano. Le enseñó a trazar pequeños semicírculos en los lados de un puntero y después le dijo que hiciera sus propios dibujos. «Que sean bonitos», le dijo, y así, día tras día, mientras él se inclinaba sobre su torno, Kemal hacía diminutas medias lunas y puntos como estrellas lejanas en un cielo de madera. A veces se pillaba los dedos, a veces se cortaba. Pero nunca lloraba. Dejaba las herramientas en el suelo, caminaba hacia su padre y le llevaba el dedo a los labios, el polvo rojo y pegajoso, para que él chupara la sangre sucia, para que escupiera el dolor al suelo. Después él le decía que lo pisara, como si aplastara la cabeza de una serpiente con el tacón.
Cuando Kemal creció un poco, su padre le enseñó a elegir madera para los punteros. La llevaba fuera del pueblo, por la carretera estrecha que llevaba a los campos de tabaco, y más allá, por los campos, buscando cornejos. Si llegaban al árbol correcto, su padre hundía los dientes en una rama, la probaba y Kemal también la probaba. Cuanto más amargo era el sabor, le dijo su padre, más dura sería la madera. Cuanto más dura fuese la madera, más suave cantaría. Sólo la madera muy dura podía hacer música. Después él talaba el árbol con un hacha y podaba las ramas, que Kemal ataba y llevaba a casa en brazos. Dejaban que los tallos se secaran en el taller porque, para hacer música, aprendió Kemal, la madera debía estar seca.
Una vez, en invierno, amontonaron un puñado de ramas heladas en un rincón y las dejaron allí unos días, en la tibia cabaña. Una mañana Kemal vio que las ramas habían florecido: gruesas flores blancas que olían a heces de perro. «Esto es un presagio», le dijo su padre, y ella le ayudó a prender fuego al montón.