Cuando la cogió en brazos por primera vez, cabía como una piedra en la palma de su mano. Una palma amarilla, manchada por colgar hojas de tabaco a secar, y ella cubierta de sangre, ciega y callada. No gritaba cuando la cogió su padre. No respiraba. Entonces sólo era una piedra ensangrentada. Así que su padre la sacudió y le dio una bofetada, y entonces ella gritó y respiró.
La alzó hacia el techo como si Dios anduviera mal de la vista y no pudiese verla allí donde estaba. La llamó por su nombre, Kemal, que era su propio nombre, en realidad, el nombre de su padre, y luego lo repitió, como un cántico orgulloso, para asegurarse de que en la Yanna el ángel había oído bien y había escrito su nombre correctamente en el gran libro.
—No puedes ponerle a tu hija un nombre de hombre —dijo el hodja.
—Es demasiado tarde —respondió su padre—. Está escrito.