Una chica sin pechos irrumpe en la cafetería para decirnos que el gobierno ha caído y hoy no habrá clase. Alguien le tira una botella para que cierre la puerta. Fuera hace cinco grados bajo cero pero en la cafetería del colegio se está perfectamente. Hemos estado despiertos toda la noche, bebiendo licor de menta y mastika, y jugando a svarka. Muy temprano, Gogo ha sacado un treinta y tres contra un chico rico que había apostado su reloj y su busca a un par de ases, así que durante el resto de la noche hemos estado recibiendo mensajes de los padres del chico. Dechko, ¿dónde estás? Dechko, ven a casa.

—¿Te imaginas a mis padres mandándome mensajes? —me pregunta Gogo.

—¿Qué es tan difícil de imaginar? ¿Qué tú tengas un busca o que ellos te llamen «dechko»?

No es que los padres de Gogo pasen de él. Pero está su hermano mayor, que siempre los tiene de los nervios. En cuanto a mis padres, digamos que no los he visto en cuatro días, culpemos a mi padre por ello y dejémoslo ahí.

La chica cierra la puerta y va a la barra para pedir un ViK. No está mal, quizá un poco paticorta. Se bebe el vodka y se limpia la boca con la manga. Después se bebe su kola con sorbos diminutos.

—Kopche, mira ese perro —dice Gogo, y le grita—: Guau, guau.

Ahora nos llamamos así uno al otro. Kopche, que significa «botón». Antes era: «Qué pasa, shnur. Cable». Antes: «Qué pasa, shprangel», que ni siquiera es una palabra. ¿Por qué? No lo sé, son tonterías. Hemos renunciado a nuestros nombres. No más Radoslav, no más Georgi. Me pusieron ese nombre por mi abuelo, a quien a su vez se lo pusieron por el suyo, pero ¿y qué?

—Kopche, vigila mis fichas —digo y me voy del café para mear. Un cristal estalla detrás de mí y Bay Petko, el dueño, maldice a quien lo haya tirado. Es una mañana muy fría, glacial, y la calles que hay más allá de la valla del colegio ya están llenas de gente, una riada sucia. La veo girar, un caos de rostros, brazos y piernas, y los cánticos, altos y airados, resuenan en mi cabeza. ¡Abajo los rojos! Cherveni boklutsi. ¡Basura comunista!

Es enero de 1997 y el gobierno ha vuelto a caer. No es una gran sorpresa. La primera vez que cayó yo tenía siete años. Noviembre de 1989. Fue un colapso espectacular: el final del comunismo. En casa estábamos pegados a la tele, mientras con una voz monótona un pez gordo del Partido declaraba que el jefe del Partido, Todor Zhivkov, iba a abandonar el poder. El propio Zhivkov estaba sentado a la izquierda de la plataforma, con la mirada vacía, dirigida a algo que sólo él podía ver, sin pestañear, con la boca entreabierta y brillando de baba como si fuera una vaca.

—Dios mío, esos cabrones lo han drogado —dijo mi padre, y mordió la cola seca de un arenque encurtido.

—Pensaba que gobernaría para siempre —dijo mi madre.

—No, muchas gracias —dijo mi padre, y me apuntó con el arenque como si fuera un dedo momificado—. ¿Lo estás viendo, Rado? Esto es importante. Asegúrate de que lo recuerdas. Como si yo olvidase algo alguna vez.

Después la gente ahogó las calles en protestas masivas y los muros se derrumbaron por toda Europa del Este. Bulgaria celebró sus primeras elecciones democráticas y desde entonces los gobiernos han caído como peras podridas. 1990, 1992, 1994. Hiperinflación, devaluación. Ahora mi padre gana quince mil levas al mes y una barra de pan cuesta seiscientas levas. Y los ceros se siguen amontonando.

A veces me parece que las cosas no pueden empeorar. Sin duda, nos hemos hundido todo lo que uno puede hundirse. Sin duda, deberíamos estar intentanto salir del fondo, pataleando hacia arriba para escapar del pantano.

La semana pasada, dice Gogo, su hermano pegó a su madre. Ella no le quería decir dónde había guardado el dinero, así que él rompió una silla y le pegó con una pata. Cuando su padre llegó a casa, el hermano de Gogo estaba en un rincón, temblando y mordiéndose los dedos. El padre de Gogo lo sacó a la calle a rastras, encontró al camello y le compró la dosis. Le compró una jeringuilla limpia, lo dejó en un banco y volvió a casa para cuidar de su mujer.

Terrible historia, ¿no? ¿Y qué hizo Gogo para echar una mano? Unos días después encontró el dinero que su madre había enterrado en la maceta del ficus y culpó del robo a su hermano, que, naturalmente, no estaba en condiciones de negar nada. Pero, se podría decir, para eso están los amigos, ¿no? Unas palabras de reproche, algún consejo sensato por mi parte y el bien quedará restaurado. Devolviendo el dinero, nos separaremos del fondo fangoso, aunque sólo sea por un momento.

Nos gastamos el dinero en dos botellas de vodka, tres barras de pan, jugamos a la lotería y apostamos el resto a las cartas. Jugar a la lotería fue idea mía.

—A veces tengo la sensación —le dije a Gogo mientras rascaba las cruces en las diminutas casillas del boleto— de que las cosas no pueden empeorar. Tendremos un respiro, kopche. Espera y verás.

* * *

Así que ahora estoy meando en el muro del colegio, con los manifestantes cantando al otro lado de la valla, cuando me ve el guardia. Acaba de poner un cerrojo en el colegio para indicar que está cerrado y corre hacia mí, gruñendo.

—Tranquilo, abuelo —le digo—. ¿No ves que estoy dibujando una estrella?

Es sabido que varias veces me he tomado grandes molestias para mear en el muro del colegio. Una vez fui en tranvía desde el Palacio de Cultura hasta el colegio, aguantándome durante tanto rato que la polla me ardió durante horas. Mi padre dijo que había echado una piedra y que probablemente tenía más en los riñones. Que debería beber más agua.

—¡Te la voy a cortar, Rado! —grita el guardia.

—¿Quieres morderla?

Se apoya en las rodillas para coger aire.

—El Increíble Rado —me llama, aunque le he dicho un millón de veces que no me llame así. Su respiración escapa en bruscas nubes contra el frío, como las almas de las palabras que está a punto de decir—. No puedes ni echar un chorro recto, tienes que mear en zigzag, drogado.

—No me drogo, abuelo —le digo—. Bebo vodka del Doctor, el que viene con vitamina C.

Me subo la bragueta y me ofrece un cigarrillo. Fumamos mientras la niebla de la mañana se despliega a nuestro alrededor, y los niños llegan y ven que el colegio está cerrado. El abuelo no está mal para ser un viejo. Estuvo en el ejército, era conductor de jeeps UAZ, pero durante los años de hambre lo pillaron robando provisiones de la brigada de tanques, le dieron una paliza y lo echaron a la calle. Me dijo que llevaba seis meses robando latas de carne de búfalo cuando lo pillaron. Las latas tenían treinta años pero la carne, dijo, era más jugosa que el pollo. Una lata de treinta años: el doble de mi edad.

—¿Algún bolo este mes? —dice el abuelo, y me da un codazo en las costillas—. ¿El Increíble Rado volverá a honrarnos a los viejos pedorros del club de jubilados con su regalo?

—Déjalo, abuelo, ¿quieres?

—Era hablar por hablar, Rado —dice—. Intentaba ser amable. —Se saca una piedra del bolsillo y me la pasa—. ¿Notas cuánta libertad tiene dentro? —pregunta.

Después me dice que su sobrino, un camionero que viaja a menudo a Alemania, la trajo el otro día.

—Un trozo del muro —dice—. ¿Te lo puedes creer? Sacaré por lo menos diez mil levas.

—No, abuelo —digo—. No me lo creo. Esto es pizarra. Una roca metamórfica. El muro era de hormigón, como nuestros bloques de pisos. ¿No has visto esas fotos de soldados rusos alineando paneles unos junto a otros?

—No tengo tiempo para fotos —dice el abuelo y se mete la piedra—. Eres un diablo inteligente. Pero alguien estúpido podría pagar. —Y se inclina y me susurra al oído—: Hablando de diablos, ¿tienes algo que vender? ¿Una moneda? ¿Una cuchara de plata?

Me lo quito de encima.

—He oído que el gobierno ha caído.

Con eso basta para que el abuelo pique. Empieza su perorata sobre lo mucho que odia al gobierno y dice que un día quiere colarse en los cuarteles, robar un blindado BTR —un tanque, incluso— y estrellarlo contra el Parlamento.

—Creo que tendré buen aspecto aplastado en un tanque —dice—. Me pega una muerte gloriosa y heroica. Que les den por culo, Rado, vamos a por un tanque. —Y entonces me da la lata para que vaya con él a las protestas. Hoy habrá un millón de personas en la calle. Toda Sofía—. No tengo a nadie más.

—Estás enfermo, abuelo —le digo, y le explico que la política es kitsch.

—Tu polla sí que es kitsch —dice.

Vuelvo al café y busco a Gogo. Pero Gogo se ha ido y me tumbo en un rincón, sobre un montón de chaquetas y carteras, y cierro los ojos un momento.

* * *

Soy el chico más listo que conocerás en toda tu vida. Así que, en este contexto, supongo que soy increíble. Pero no soy listo para la ciencia, y ni siquiera para la calle. Lo que ocurre es que nunca olvido nada. Una vez salí en el periódico: «NIÑO PRODIGIO: Una extraordinaria memoria convierte a un niño en una enciclopedia andante». Tenía seis años. El reportero vino a nuestro apartamento en la pequeña ciudad en la que vivíamos antes de trasladarnos a Sofía. Empezó con las preguntas inmediatamente.

—¿Cuántos metros hay en una milla? ¿Cuántos pies en un metro? Mi hija nació el 21 de marzo de 1980, ¿qué día es ése? ¿Qué significa la señal de tráfico B1? ¿Cuántos elementos tiene la tabla periódica? ¿Qué elemento es el número treinta y dos?

No me gustaban sus preguntas. Para empezar, me daba pena que no supiera qué día había nacido su hija. Rado es un niño atento, decía el artículo, interesado por todo lo que forma parte de un sistema. Sólo tenía dos años cuando memorizó las ciento diez señales de tráfico, así como el alfabeto latino y el cirílico. A los tres años, dice su padre, le dieron un atlas y memorizó todos los países del mundo, todas las capitales, todas las banderas. Delante de este reportero, Rado dibuja con un lápiz la bandera de Camerún y luego explica qué franja es verde, cuál roja, cuál amarilla. La estrella en el centro, explica, también es amarilla. Después traza un diagrama de la mano humana y nombra todos los huesos. A la pregunta de qué quiere ser de mayor Rado responde: Cosmonauta, como Georgi Ivanov, el primer búlgaro en el espacio. Soyuz 33 desde Baikonur, 10 de abril, 1979, a las 17:34… Pequeño camarada, un futuro brillante te espera.

Al año siguiente mis padres se mudaron a Sofía con la esperanza de meterme en un colegio de niños superdotados. Pero no superé el examen de acceso y me matricularon en el colegio del barrio. Cuando llevaba dos meses en primero, nos subieron tanto el alquiler que tuvimos que irnos a un barrio más barato. He cambiado de colegio once veces a causa del alquiler. Al final mi padre me llevó al ayuntamiento. «Este chico —dijo— tiene una memoria prodigiosa, pero no tiene un sitio donde vivir». Me mandó hacer una demostración: leí un fragmento de un libro que alguien había dejado por ahí, Principios de contabilidad para no contables, y lo recité al revés palabra por palabra. Después le enseñó a todo el mundo el recorte del periódico y todos se rieron.

—Si tuviera usted diez hijos —dijo un funcionario—, quizá podríamos darle un piso. Pero ahora son los gitanos, con sus innumerables descendientes, los que tienen preferencia.

—¿Diez hijos como éste? —dijo mi padre escandalizado—. No, muchas gracias.

Nos fuimos de allí, todavía sin hogar. Una semana después, más o menos, un amigo de mi padre lo llevó a un apartamento de las afueras donde había visto que no vivía nadie. Y nos mudamos. Así de simple, sin permiso. Trece gitanos viven debajo en un piso de dos dormitorios. Tatarabuelos y una chica de catorce años que da de mamar a su segundo hijo, pero al menos no tenemos que mudarnos. Hasta que nos pillen y nos echen.

Pequeño camarada, te espera un futuro brillante… Nunca he tenido un profesor que me diga eso. Pero tuve un profesor que me dijo: «Impresionante, Rado, puedes calcular el número pi hasta cincuenta cifras decimales. Tenemos calculadoras para eso, y ahora —dijo— también tenemos internet».

* * *

Alguien me da una patada en las botas.

—Despierta, kopche.

—Estoy despierto.

Le doy la mano a Gogo y me ayuda a levantarme. Me duelen todos los músculos y todavía estoy algo borracho por el licor de menta y mastika. Fumamos en el patio del colegio y vemos las calles hirviendo y el cielo blanco por encima, listo para nevar.

—El abuelo me ha dicho que hoy habría un millón de personas en la calle.

—La gente me importa una mierda —dice Gogo—. Kopche, mi hermano tiene problemas de verdad. Nos ha jodido a todos. Lo ha empeñado todo. Mi tele Sony, el frigorífico, el horno. Ha empeñado mi puta cama. Tengo que dormir en el suelo.

Me echo a reír y después le pido disculpas. Una cosa que he aprendido de nuestros políticos es que puedes decir o hacer cualquier cosa, si después pides disculpas. O antes, como ocurre a menudo.

—Necesito dinero rápido, inmediatamente —dice Gogo—. El caramierda de la casa de empeños no nos quiere devolver los muebles. Mi hermano tiene el mono y no tenemos dinero para comprarle nada. Lo tenemos encadenado al radiador, lo que es una estupidez. Sólo tiene que tirar del tubo una vez y toda la casa se inundará.

—Anda, para, kopche —digo—. Ya he tenido suficiente con tu hermano. Es demasiado.

—Te lo digo en serio. Tenemos que ayudarle. El otro día —sigue— mi madre me llevó a una iglesia, Sveti Sedmochislenitsi. Llevó pan y vino para que los bendijera el sacerdote. Le pagó para que echara agua bendita en algunas camisas y pantalones de mi hermano. Apuesto a que habría llevado a mi hermano si hubiera podido. Para hacerle un exorcismo, ya sabes, como en la película. Compró velas por cinco mil levas y dejó otras cinco en una caja de madera. Me dio un puñado de monedas para que las dejara en los iconos. Dijo: Si la moneda se pega al cristal, lo que pidas en la oración podría hacerse realidad. Ni siquiera dijo se hará. Dijo podría hacerse. Me dijo que rezase por mi hermano y que pidiera buenos deseos.

—¿Qué deseo pediste?

—No estar en la puta iglesia.

Enciende otro cigarrillo con el que acaba de terminar y me mira. Un espejo. Tiene los ojos rojos por el humo, la cara amarilla por el frío, los labios apretados.

En la calle, alguien grita que todos los comunistas son maricones.

—Dime algo que no sepa —digo.

—Vale, te lo digo —dice Gogo—. En esa iglesia, sobre el trono de madera, hay una cruz. Es una cruz de oro y tú, kopche, vas a ayudarme a robarla.

* * *

Gogo y yo hemos convertido el robo en una especie de misión humanitaria. Robamos con nobleza, a regañadientes, con repulsión. No lo hacemos por nosotros, por supuesto, porque eso sería bajo. Robamos por el hermano de Gogo. Le compramos heroína, pagamos la fianza para sacarle de la cárcel, compramos entradas de partidos de fútbol para que se sienta una persona normal y tenga una diversión saludable. Pero la mitad de las veces se nos olvida pasarle el dinero. Por ejemplo, en realidad no lo sacamos de la cárcel. Decidimos que le vendría bien un poco de disciplina. ¿Cómo podíamos saber que los matones de uniforme le darían una paliza y le romperían la nariz?

Gogo y yo robamos cosas y las vendemos, generalmente al abuelo. Nos colamos en el aula de biología y cogimos la calavera que nuestro profesor usaba de cenicero. Después el abuelo dijo que la había revendido en el mercado negro, diciendo que era una calavera auténtica del levantamiento comunista de 1944. No se impresionó mucho cuando le dije que la calavera pertenecía a Toshko Afrikanski, un chimpancé del zoo de Sofía. «Eso no se vendería muy bien, ¿verdad? —dijo—. Escucha, Rado: un zapato, sin la historia adecuada que lo apoye, no es nada, no vale una mierda. Pero dices que es el zapato con que Jruschov dio aquellos golpes en la mesa y el precio sube hasta al menos diez mil. He vendido cinco de ésos, y dos eran zapatillas. Hasta la mierda, con la historia adecuada, se vuelve importante». Y después me pone objetos robados en la mano y me pide que los dote de historia y significado.

Gogo y yo hemos robado frascos y pipetas del aula de química que después el abuelo ha vendido como frascos y pipetas nazis, traídos a Bulgaria tras la caída de Berlín (la razón por la que se habían introducido en nuestro país era tan misteriosa como el ácido que había borrado las esvásticas). Hemos robado cables de alambre de cobre del laboratorio de física (un resto soviético de la primavera de Praga), un mapa de las guerras de los Balcanes (¡ganga, primera edición!), un globo terráqueo (con la URSS todavía completa y fuerte). En Bulgaria hay actualmente un mercado negro para todo, parece.

Pero Gogo y yo no somos ladrones. Apropiadores, quizá. Fabricantes de mitos. Pero ladrones sería muy bajo. Hay que trazar la línea en algún sitio, y me he dado cuenta de que trazar líneas es igual que disculparse. A veces puedes trazar la línea después del acto.

* * *

«¡Basura comunista!», canta Gogo, y avanzamos con la masa torrencial. Es excitante, como ir de camino a un buen partido de fútbol. Es gracioso que piense eso, porque algunos de los cánticos, ahora me doy cuenta, son en realidad cánticos de fútbol. Sólo que hemos sustituido el nombre del equipo rival por el del Partido, el del árbitro por el del primer ministro. La mayoría de la gente que va con nosotros es joven. Justo delante una niña pequeña protesta ante su padre. «No puedo respirar», gimotea. Él se la sube a los hombros y observo su cola de caballo ondeando como una bandera de los tiempos de los kanes: una cola de caballo sobre una lanza. «No te oigo», dice su padre y la niña grita: «¡Basura roja! ¡Mierda roja!» y todos los que hay alrededor se ríen. Ella disfruta con la atención. «Di: ¡rojos hijos de puta!», le dice Gogo y ella grita: «Cherveni putki». Más gente se ríe. El viento golpea en los balcones que hay encima de nosotros, agita la ropa helada en los tendederos y después la niña se queja de que tiene frío. Su padre la baja y oigo su pequeña voz maldiciendo mucho después de que el torrente se la haya llevado.

Estamos junto al monumento a Levski cuando Gogo me dice que tiene que comer algo, cualquier cosa, o se morirá. Mi estómago también ruge. Me marea el calor de todos estos cuerpos, así que nos abrimos paso a codazos para salir de la manifestación.

Hay una panadería a la vuelta de la esquina. El olor del pan me nubla la vista.

—Hemos cerrado —nos dice la dependienta, y se abrocha el abrigo con imperdibles. Tras ella veo panes de molde enteros, con un brillo dorado.

—Gospozho, sólo necesitamos una barra —digo. Espero que gospozho —«señora»— ablande ese corazón que desprecia el comunismo. Pero en secreto desearía que fuera nuestra camarada —drugarka— para poder comer gratis, como hacíamos cuando éramos niños, cuando las panaderías pertenecían al Estado y los cajeros te daban pan y no les importaba perder dinero.

—Tengo que ir a protestar —dice—. Pero vale. Mil levas. —Y se ata una bufanda al cuello.

—Gospozho —dice Gogo—, andamos cortos de pasta. Pero este chaval es un niño prodigio. Puede hacerte un número por una barra.

—He visto bastantes números para seis vidas —dice la señora. Pero me mide con ojos avariciosos—. ¿Quién ganará las elecciones al Parlamento? No, espera. ¿Cuál es la combinación ganadora en la lotería?

Me encojo de hombros.

—No soy esa clase de prodigio —digo.

La señora sale del mostrador y se prepara para cerrar la puerta.

—Claro. Eres de otra clase. En la Bulgaria de hoy, todo el mundo es un prodigio —dice, y nos echa.

—¿Por qué demonios no hemos cogido una barra y nos hemos ido corriendo? —le pregunto a Gogo.

—No somos así. Nuestros antepasados murieron por el pan. No podemos robar pan.

Esa forma de hablar es rara en Gogo. Pero, cuando tienes hambre, toda tu historia se revela claramente ante tus ojos, aunque sólo sea por un instante. De todas formas, supongo que Gogo tiene parte de razón. Algunas cosas son más grandes que nosotros. «Lo esencial» es una de ellas. Nasashtniyat, «lo esencial», así es como llamamos al pan aquí en Bulgaria. Nadie es más grande que el pan. Dichos y proverbios, volumen 35, página 124.

—Gogo —digo para añadir mi propio proverbio—, nadie da pan gratis.

* * *

Cuando yo era todavía muy pequeño, mi padre me llamaba a veces a la mesa, donde él y sus amigos tomaban la enésima botella de vodka y los omnipresentes arenques. Cogían el periódico del día y leían con voz ronca y borracha pasajes enteros, a veces páginas, que yo repetía de memoria de la misma manera arrastrada y borracha, palabra por palabra. Imagino que fue en uno de esos momentos de embriagada claridad cuando alguien sugirió a mi padre que me enviara a Sofía, a estudiar en el colegio de niños superdotados.

Hay un colegio así en Sofía, donde, al menos en teoría, niños talentosos son elegidos por medio de un riguroso examen y después su don —científico, humanitario, artístico— puede florecer y producir una fruta dulce y jugosa.

«Si descubren que tu hijo es de verdad un genio», debió de decirle su amigo, y mi padre debió de interrumpirle inmediatamente: «¿Qué quieres decir con si? ¿Qué quieres decir con de verdad? ¡Míralo! ¡Está claro!».

—Da igual, cuando descubran que tiene un don, llevarán a toda la familia a Sofía. Os comprarán un apartamento, os darán buenos trabajos a ti y a tu mujer. Cuidarán de él.

—Lo haremos —debió de decir mi padre, dando un puñetazo de determinación en la mesa—. Pero no por nuestro beneficio. No, camarada, muchas gracias. No somos así. Lo haremos por su propio bien.

Pero todavía era demasiado pequeño para entrar en el colegio y mi padre decidió aprovechar el tiempo que quedaba para que mi nombre se oyera por toda la Patria. Desenterró algunos arcaicos libros de texto —historia, química, física—, visitó todos los colegios de la ciudad y convenció a algunos profesores para que nos dejaran interrumpir sus clases. Me sentaba en una silla frente a la mirada aburrida de los alumnos de décimo curso y pasaba la lección de los libros que habíamos traído. Siempre era yo quien cargaba los pesados libros, porque mi padre insistía en que el esfuerzo físico desarrollaría mi capacidad de conocimiento. «Abrid el libro por cualquier página —les decía a los alumnos— y leed en voz alta. Mi hijo lo repetirá como un eco milagroso». Los alumnos leían, uno tras otro. Dejábamos que pasara un rato y yo repetía palabras cuyo significado no entendía, pero cuyos sonidos se habían grabado eternamente en mis oídos. «El cuadrado del periodo orbital de un planeta es directamente proporcional al cubo de la longitud del semieje mayor de su órbita elíptica. La valencia es una medida de la cantidad de enlaces químicos formados por los átomos de un elemento químico. Pi es la decimosexta letra del alfabeto griego».

Los estudiantes daban un desganado aplauso. La profesora me pasaba la mano por la cabeza. «Mirad, vagos —decía a la clase—, un niño de cinco años os ha hecho parecer idiotas», como si la memoria de todo el mundo tuviera que ser una esponja que lo retiene todo. Después, mi padre y yo almorzábamos en la cafetería del colegio y llenábamos de musaka o gyuvech los tarros que habíamos escondido bajo nuestros abrigos y a eso lo llamábamos «cena».

—Cuando entres en ese colegio de Sofía, nunca tendremos que comer lo mismo dos veces. Nunca tendremos vecinos ruidosos y borrachos, porque el gobierno nos dará un piso en un bloque caro. Las cosas se pondrán esplendorosas cuando nos mudemos a Sofía. Espera y verás.

Cuando el periódico de la ciudad escribió sobre mí, mi padre compró docenas de ejemplares para dárselos a sus amigos. Incluso le mandó uno a su amigo por correspondencia, alguien que vivía en Ekaterinburgo y con quien no había cruzado cartas en treinta años.

Hice los exámenes del colegio para niños superdotados en la primavera del 89. Me negaron la admisión dos meses después. Recuerdo esperar en el coche con mi madre mientras mi padre llevaba el artículo del periódico al despacho del director para pedir explicaciones. Una alambrada de espino separaba el colegio del resto del mundo, y caminé y pegué la cara a los postes. Veía un campo de fútbol, una cancha de tenis al otro lado. «Estaría bien estudiar aquí», le dije a mi madre, y ella se echó a llorar.

Mi padre no dijo nada cuando volvió del colegio. Fumaba un cigarrillo tras otro, pero no abría la ventana porque llovía y no quería que el respaldo anatómico de cuentas de bambú de su asiento se mojara.

—Han dicho que no es lo bastante especial —le dijo por fin a mi madre. Esperábamos a que el semáforo cambiara y se giró y me miró entre el humo, mientras, a medida que hablaba, le salía más humo por la nariz—. ¿Es verdad? —me preguntó.

Años después descubrimos que el proceso de admisión al colegio era una estafa. Que para entrar se necesitaban contactos. Era un lugar donde todos los miembros de alto nivel del Partido enviaban a sus hijos a estudiar. Pero entonces no lo sabíamos.

—Ahora no podemos irnos de Sofía —dijo mi padre, y se volvió para mirarme de nuevo, aunque esta vez el coche estaba en movimiento—. Harás los exámenes el año que viene. Demostrarás que eres especial.

Asentí, totalmente avergonzado.

Ese noviembre, después de treinta y cinco años como primer secretario del Partido Comunista Búlgaro, Todor Zhivkov abandonó el poder. Muchos vieron en eso una grieta en el muro y la gente salió en masa a la calle. A continuación vino un invierno frío y oscuro, pero mi padre veía algo muy prometedor en nuestra situación. Por las noches nos sentábamos a la luz de una vela, esperando que volviera la electricidad, y mi padre fumaba y hablaba del brillante futuro que nos esperaba. «Las cosas se pondrán esplendorosas para nosotros —decía—. Este niño tiene un don. Tienen que reconocerlo».

Pero la primavera siguiente ni siquiera me permitieron hacer el examen de entrada. «No puede pedir entrar si ya le han rechazado una vez», le dijo a mi padre un funcionario. «Pero nos dijeron que podíamos», protestó mi padre, sin éxito alguno.

Yo estaba muy contento con la situación. Detestaba Sofía. Soñaba con volver a nuestra pequeña ciudad, a nuestro apartamento y las hectáreas de bosque que se extendían por encima, con los ciervos y los conejos, con las campanillas de invierno que mi madre y yo recogíamos cuando la nieve empezaba a fundirse en marzo.

—No podemos rendirnos —dijo mi padre una noche, y dio un puñetazo en la mesa—. No, muchas gracias. Tenemos que reagruparnos, eso es todo. Hay una oportunidad que debemos aprovechar. Por fin hay libre mercado. La gente pagará para ver tu don. —Acercó un cigarrillo a la vela y fumó un tiempo en silencio—. ¿Por qué no puedes ser otra clase de genio? —dijo finalmente. Luego dijo—: Dile a tu madre que deje de llorar y prepare la cena. Después vuelve y ayúdame a pensar una forma de presentarte a la gente. Estoy pensando en algo sencillo: «Señoras y señores, ante ustedes el Increíble Rado…».

* * *

La riada nos arrastra hasta el edificio del Parlamento, donde el abuelo quería estrellarse como un kamikaze con un tanque. Una doble fila de policías lo rodea, pero la mayoría de ellos parecen medio dormidos, parecen estudiantes de décimo curso apoyados en sus escudos con un cansancio apático. Llevan aquí fuera tanto tiempo —cuatro días— que parece que han perdido todo interés. Gogo los saluda en consonancia: «Cerdos, matones, putos ushevs», pero ni siquiera entonces reaccionan. Uno me pregunta si llevo hora. Su reloj, dice, se ha parado.

—¿Tengo pinta de que me importe? —le digo, y después le pregunto lo mismo a Gogo.

—No, kopche, no te importa una mierda.

La multitud se divide en dos ríos, porque delante del Parlamento se levanta un enorme montón de piedras. Un montón enorme. Alguien ha clavado una bandera en lo alto, blanca, verde y roja, pero la bandera se ha helado como unos calzoncillos en un tendedero.

Me doy cuenta ahora de que todo el mundo lleva una piedra. A medida que pasa, la gente deja las piedras y el montón se hace inmenso, feo, como una pila de cuerpos rotos. Sé que no es la manera más novedosa de describirlo, pero es lo que me parece a mí: manos y pies sobre calaveras y torsos.

Le pregunto a Gogo si sabe de qué va todo esto.

—¿No lo sabe el Increíble Rado? —dice.

Y yo digo:

—Sí, sí, muy gracioso. —Le digo que hace unos días que no estoy en casa—. ¿Te acuerdas?— No he visto la tele como él, en una bonita y grande Trinitron de Sony.

—Oh, que te den por culo, kopche. Esa tele es lo primero que voy a recuperar. —Me dice que toda esta charada de construcción forma parte de la protesta civilizada. Se decidió que la gente debería dejar las piedras así, en vez de tirarlas como bestias salvajes. Es un mensaje para los políticos que hay dentro.

—Kopche, no tenemos piedras —digo.

Una mujer que está justo al lado abre su bolso. «Tengo algunas de sobra», dice. Su bolso es una cantera. Dejamos cada uno una piedra en el montón y pienso: vaya mensaje. Queridas señoras, queridos señores, miembros del Parlamento, no estamos satisfechos. Nuestros bolsillos están llenos de piedras, no de dinero. Arreglen esta injusticia. Todavía somos educados, pero también estamos hambrientos. Aquí hay algunas de las piedras que llevamos, en un montón.

Nos hemos vuelto muy dóciles, mucho peores que las ovejas. Pero supongo que quinientos años de dominio otomano le hacen eso a un pueblo. Y después cuarenta y cinco años de yugo comunista. Eso es lo que me cabrea mientras nos alejamos del montón de piedras. Antes no éramos así. Fuimos fieros jinetes. Irrumpimos con fuerza desde Oriente, disparábamos flechas y montábamos al revés, firmamos tratados con Bizancio, conquistamos a los eslavos. Tío, me habría gustado vivir entonces. Cuando se rompían los tratados íbamos a la guerra. Kan Krum el Terrible mató a Nicéforo, uno de los pocos emperadores griegos que murió en el campo de batalla, y convirtió su cráneo perfectamente humano en una copa para beber vino. El zar Simeón el Grande derrotó a León el Sabio y cortó la nariz a cinco mil de sus hombres. Porque sí, sólo para insultarlo. Y no éramos solamente una fuerza bruta: cuando la Gran Moravia encarceló a los primeros apóstoles que trabajaban en la creación de nuestro alfabeto, los rescatamos y dejamos que transcribieran libros en la seguridad de nuestra tierra. Los siete apóstoles del alfabeto cirílico. Sedmochislenitsi. Eran unos tipos increíbles. ¿Y ahora qué? Un montón de piedras. Las piedras están hechas para romper cráneos y ahora las ponemos como si fueran flores.

—Kopche —dice Gogo—. Pareces un pelargonio en el que se haya meado alguien.

Es una expresión bastante común, pero aun así me río. Seguimos caminando y recuerdo que en nuestro bloque unos vecinos apartaban sus macetas de ficus, de pelargonio, de la escalera, y que a veces Gogo y yo nos meábamos en las macetas. Finalmente los vecinos metieron sus plantas quemadas dentro y nunca volvieron a ponerlas en la escalera. Y después descubro que no lo hacía con Gogo sino con otro chico cuyo nombre no puedo recordar, en otro bloque de pisos de hace mucho, mucho tiempo.

—Deberíamos volver a hacerlo, kopche —digo.

—¿Hacer qué? —pregunta Gogo.

* * *

Éste es mi chiste favorito de todos los tiempos. Nadie se ríe cuando lo cuento. Un circo. Casi al final del espectáculo. El presentador dice: «Y ahora, señoras y señores, con ustedes el niño de la memoria prodigiosa». Redoble de tambores. Un niño pequeño sale al circo y durante diez segundos mira bruscamente las primeras filas. Silencio absoluto. Entonces el presentador dice: «Y ahora el niño de la memoria prodigiosa meará en las dos primeras filas». La gente empieza a correr y el presentador dice: «No tiene sentido correr, señoras y señores. No hay escapatoria. El niño de la memoria prodigiosa ya los ha memorizado a todos ustedes».

* * *

—¡Drugarki i drugari, queridos camaradas, ante ustedes: el Increíble Rado!

Así es como mi padre me presenta al público. Durante los últimos siete años, al menos una vez por semana. Residencias de ancianos, clubes de jubilados de barrio: el ingeniero jubilado, el soldador jubilado, el operario de grúa jubilado. Ahí estoy, en una sala que huele a ambientador de lavanda, delante de dos filas de sillas de ruedas, barbillas temblonas, tubos colgando, bolsas de orina, haciendo mis números mnemotécnicos para provocar un aplauso débil, parkinsoniano. Y, después, mi padre empieza su ronda entre las filas, con un tarro vacío de tres litros en la mano. La etiqueta del tarro está casi totalmente pelada y en el espacio en blanco mi padre ha garabateado con atrevimiento: «Fondo para la beca del Increíble Rado». Pero, si miras atentamente, verás una esquina de la etiqueta original y entonces lo sabrás: el tarro estaba lleno de coliflor encurtida. Mi padre sigue con su ronda, cortejando a las pobres ancianas, seduciendo a los pobres ancianos. Y a veces, una semana u otra, consigue medio llenar el tarro con billetes arrugados.

Durante siete años hemos recorrido clubes de jubilados así. Hemos leído los mismos viejos libros de texto que mi padre encontró en el sótano, junto a los arenques encurtidos: historia, química, física. Una vez se lo dije todo. Le solté: «En siete años un mono aprendería a recitar la tabla periódica».

—Hay suficientes cambios en el país tal como van las cosas —dijo mi padre—. Nos va bien. ¿Por qué estropearlo?

Y sigue paseando entre las filas, con el tarro en la mano. Siempre vuelve a los mismos, porque la gente está demasiado senil para recordar si ha dejado algo o no. Lo observo desde un lateral y me pregunto: ¿éste es el futuro brillante del que habló a la luz de la vela? ¿Es éste el porvenir esplendoroso que profetizó? Y a veces, una semana u otra, estoy convencido de que en su cabeza nos limitamos a jugar con las cartas que nos han tocado lo mejor que podemos. «La vida nos ha dado nísperos —dice mi padre alguna vez—. Montones y montones de nísperos, duros y verdes. Podemos amargarnos. Podemos llorar. O podemos esperar a que la fruta se pudra y convertirla en mermelada».

Me pregunto si sabes lo que son los nísperos. Si alguna vez te has metido en un huerto cooperativo con hileras e hileras de árboles bajos, con las ramas cargadas de fruta, te has llenado los bolsillos y el pecho de la camisa, y después te ha perseguido el vigilante del huerto y te ha disparado con una escopeta de sal, y has dejado caer nísperos marrones detrás de ti cuando corrías como un cabritillo asustado. Me pregunto si has comido la fruta, chupado el jugo ácido y masticado la semilla, y después lo has lamentado, porque tienes las encías hinchadas y te duele la garganta, porque el chico cuyo nombre no puedes recordar recibió un tiro en el culo y después, en casa, su padre le pegó por estropear los únicos pantalones buenos que tenía. Kopche, estoy cansado de esperar que los nísperos se pudran.

—Te lo juro, kopche —dice Gogo, y me coge del hombro—. No tengo ni idea de qué estás hablando.

* * *

Seguimos andando, cantando. Alguien me da un globo azul. El extremo está atado en un nudo y helado por la saliva de quien lo haya hinchado. Ahora el azul es el color de la democracia. Gogo agita una banderilla de papel. El cielo sobre nosotros está más blanco y va a nevar en cualquier momento.

Veo una cruz negra sobre las ramas heladas de los sauces, ramas con brotes amarillos que cuelgan como cabello rubio. Veo una cúpula, un vientre hinchado con piel cenicienta. Veo un campanario. Veo la iglesia de los Siete Apóstoles. La iglesia con la cruz que vamos a robar. Y en la plaza que hay delante de la iglesia y entre las ramas, la gente agita grandes banderas azules. Parece que el abuelo tenía razón, que todo el mundo ha salido. Somos más de los que la tierra puede soportar.

Los líderes democráticos están en las escaleras de la iglesia y uno de ellos grita por un micrófono. No distingo sus palabras, salvo cuando chilla: «¡Comunista el que no bote!». A nuestro alrededor todo el mundo empieza a saltar.

—¿Eres un rojo, kopche? —gruñe Gogo—. No seas un rojo. ¡Salta!

Yo también empiezo a saltar, sobre todo para calentarme. Y de repente me doy cuenta de que el gruñido de Gogo, ese sonido hambriento y extraño, es exactamente igual que su risa.

Me siento desmayado de hambre. Nos abrimos paso a codazos hasta llegar a un lateral de la iglesia y nos quedamos junto a una ventana. Las ventanas están a nuestra altura, lo que es bueno, pero están valladas con unas rejas negras. Apoyo mi cara en las rejas e intento mirar el interior. El cristal está tintado y no veo nada, salvo mi débil reflejo.

Tiramos de las rejas de metal, que no sirven más que de decoración, y las desmontamos. Después Gogo se envuelve el puño en la manga y rompe el cristal. La gente que hay a nuestro alrededor observa, pero a nadie le importa lo suficiente como para detenernos. Y pronto el megáfono los invita a seguir saltando y se ponen a saltar.

—Muy bien, kopche —dice Gogo. Se santigua como alguien que nunca lo hubiera hecho, de izquierda a derecha. Se mete en la iglesia y lo sigo.

El interior está oscuro y frío y en silencio. Es como si todas las voces de la plaza fueran viento en un pozo. Está el aullido de las palabras, pero no su sustancia. Las palabras pierden su significado en esta iglesia y, por un momento, Gogo y yo nos quedamos en el centro, paralizados. El olor de las velas impregna la atmósfera, pero no hay ninguna en los candelabros, ni en las bandejas de arena para los difuntos: sólo hay cera helada en los soportes de metal, sólo arena helada.

—Qué silencio —digo, y observo cómo mi aliento se aleja flotando en la penumbra.

—Escucha —dice Gogo—. Shhhhh, kopche, escucha. —Y entonces suelta un eructo hambriento.

—Cerdo —me río.

Mártires y vírgenes, querubines y palomas nos observan con pío aburrimiento. A un lado veo el trono del arzobispo —sus intrincados dibujos de madera, los cuatro animales de la revelación, el ternero, el león, toda la panda— y por encima del trono, en lo alto, lujosa en la oscuridad, y de dos codos de largo, la cruz dorada.

—Eh, Black Trinitron, allá voy —dice Gogo, y salta sobre los brazos del trono. Coge la cruz por los brazos. Tira y empuja. La cruz lanza un torturado crujido, mientras Gogo deja que todo su peso suelte la base.

Es como cuando llegaban nuevas canastas al colegio y nosotros no descansábamos hasta que las habíamos arrancado de las tablas: sin ninguna buena razón, realmente, sólo porque podíamos, por fastidiar.

Caen juntos al suelo. Gogo se levanta, gira la cabeza a un lado y otro y se cruje el cuello. Sopla el polvo de la cruz y el polvo se queda un momento a su alrededor, como un halo que la corriente dispersa. Con la cruz en la mano, Gogo es como una matrona que sabe exactamente cuánto pesa el recién nacido.

—No me jodas —dice—. Esta mierda es de madera.

Examinamos la cruz a la luz de la ventana: la pintura amarilla, ni siquiera pan de oro, se pela y la madera que hay debajo es negra y porosa como un fémur con osteoporosis. Hay carcoma aquí y allá en los pequeños poros, enroscada para pasar el frío del invierno.

—¿Ahora qué? —empiezo a decir, pero Gogo ya ha apartado la cruz e intenta abrir la caja de las donaciones. Pero la caja está vacía. Hasta han limpiado las monedas que había en algunos de los iconos.

—Joder, kopche, ésta es la iglesia equivocada —dice Gogo. Intenta rodear con los brazos un icono de Bogoroditsa y su hijo—. ¿Crees que podremos sacarlo?

No, el icono es demasiado grande. Necesitamos algo caro, pero lo bastante pequeño como para ocultarlo en nuestros abrigos y llevarlo entre la multitud sin que se note. Digo:

—Ahí, detrás de esa pared de madera. —Y lo llevo hacia el iconostasio. Paso la mano por las caras pintadas, por las puertas de madera. Hay un cerrojo en una de las puertas pero, como la cruz, la madera es muy frágil. Sólo necesita una patada.

El santuario es aún más oscuro y frío. Reconozco un altar cubierto con una tela gruesa y roja, y sobre ella un candelabro dorado, una copa dorada, una bandeja dorada. Tienen el peso perfecto.

—Bog si, kopche —dice Gogo, y me da un beso en la cabeza—. ¡Eres un dios!

—Aparta, maricón —le digo. Empiezo a sentirme realmente bien. Me empieza a correr la sangre. Me meto la camisa por dentro, me aprieto el pantalón y lleno la cavidad con lo que he saqueado. Al principio el oro está agradablemente frío contra mi piel, luego templado.

—Mira —dice Gogo, y coge una cruz de oro de verdad. La besa. Se la frota en la manga y se la mete en la chaqueta.

Con los ojos acostumbrados a la oscuridad, reconozco una mesa en un rincón, y sobre la mesa algo largo y abultado, envuelto en la misma tela del altar.

Sé inmediatamente lo que es. Llamo a Gogo y nos quedamos junto al cadáver envuelto, la momia de un santo, una reliquia sagrada. Su cara parece casi viva, anormalmente bien conservada.

—Se considera una bendición besar la reliquia —digo—. Vamos, kopche. Dale un muerdo.

—Estás enfermo, ¿lo sabías? —dice Gogo. Mira asqueado el cadáver, y luego echa un vistazo a su alrededor. Encuentra dos grandes bolsas de nailon al final de la mesa y busca en el interior.

Me pregunto qué hizo este hombre para merecer tan alta estima: la santidad y una capa sobre una mesa en la iglesia. Me acerco y olisqueo sus mejillas. Un santo debería oler a incienso y mirra. Este santo no huele a nada de eso. Pero ¿qué demonios? No nos vendría mal algo de suerte.

—Espera, kopche, esto no está bien —dice Gogo, mientras sigue buscando en las bolsas.

Beso la mejilla arrugada, seca, muy fría.

Y entonces un suspiro sale del santo, un gemido bajo y largo, y un hedor a carne podrida de su boca abierta.

Retrocedemos. Las cosas que hemos robado suenan en nuestros abrigos.

—Casi se me para el corazón, joder —digo. Intento quitármelo de encima; una horda de carcomas, húmedas y resbaladizas, me baja por la espalda. Me limpio los labios en la manga, lo hago otra vez.

—Éste no es un santo, sabelotodo de mierda —dice Gogo, y saca ropas de una de las bolsas: una camiseta, unos calzoncillos largos y blancos, un jersey de lana—. Mira esto —dice, y busca en la otra: una hogaza de pan, una garrafa de vino, un tarro de trigo hervido—. Es como lo que le trajo mi madre al sacerdote para que bendijera a mi hermano.

Nos acercamos a hurtadillas hacia el santo, que gruñe. Su boca se cierra y se abre, sus ojos se vuelven hacia nosotros. Unos ojos negros y abultados. Eso es todo lo que es este viejo capullo humano, un par de ojos que primero observan a Gogo y luego a mí.

Digo:

—Viejo… —Pero no sé qué más decir.

—Oye, abuelo —dice Gogo y chasquea los dedos—. Shhh, alo. Mírame. ¿Cómo te llamas? ¿Llevas mucho aquí?

Los ojos parpadean, la boca se abre, se cierra, vuelve a abrirse. El hedor es insoportable.

—¿Qué tal tu beso? —dice Gogo, y me mira—. Donjuán.

Cojo la garrafa y doy un buen trago de vino. Me limpio, me seco los labios, repito.

—Lo trajeron aquí para que el sacerdote lo bendijera —digo—. Para que se curase. Después se fueron. ¿No es eso, abuelo? ¿Te abandonaron?

Gogo saca la garrafa y bebe. Observamos al hombre capullo.

Si yo fuera él, creo, habría perdido la cabeza. Tirado como una larva en esa capa, moviendo sólo los ojos y la boca. Me pregunto si este hombre sabe que lo abandonaron aquí para que muriera. ¿Guarda rencor a los que lo dejaron? ¿Recuerda algo? Espero, por su bien, que no le quede memoria: de quién es, de dónde está. Espero que sea mi opuesto.

Gogo enciende un cigarrillo y me dice que observe. Lleva el cigarrillo hasta los labios del viejo y deja que dé una calada. El humo sale por la nariz del hombre, se le llenan los ojos, tose.

—Fumabas, ¿verdad, abuelo? —dice Gogo—. Eso es lo que acabó contigo. —Saca la hogaza de la toalla e intenta partir un trozo con la rodilla—. ¿Esto es una hogaza o una piedra? Hostia. —Muerde un trozo y se lo escupe en la mano. Lo acerca a los labios del viejo y el viejo lo chupa hasta que el trozo se convierte en una masa. Después el viejo chupa los dedos de Gogo—. Esto es asqueroso, kopche —dice Gogo, y se limpia los dedos en el abrigo.

—Basta —digo—. Ya me has oído, Gogo. Basta ya.

Pero Gogo parte otro trozo.

—¿Quién es mi santo hambriento? —dice—. ¿Eres tú mi santito hambriento?

Después acerca la garrafa a los labios del hombre, pero no los toca. Le echa el vino desde cierta distancia. El viejo bebe. El vino corre rojo por los surcos de su cuello arrugado.

—Mírate, abuelo —dice finalmente Gogo, feliz consigo mismo—. Vaya santo estás hecho. —Y empieza a reír, gruñendo.

No sé qué pensar.

Toco la capa.

—Maldita sea, kopche, está empapado.

—Está bien.

—Y una mierda.

—Bueno, cámbialo entonces, niño prodigio.

Y entonces me doy cuenta: eso es exactamente lo que tengo que hacer. Retiro el borde de la capa para sacar al hombre.

—Hostia.

—Joder, cúbrelo. Huele que apesta.

Doy unos cuantos sorbos y puedo notar los contornos de mi esófago y de mi estómago, arrasados, mientras el vino fluye por ellos. Dejo las ropas de la bolsa encima de la mesa: los calzoncillos, los pantalones, los calcetines, el jersey de punto.

Le pido a Gogo la navaja. Me observa, sonriendo y bebiendo, mientras corto las ropas del viejo. Los primeros años después de mudarnos a Sofía no teníamos dinero para la gasolina que nos hacía falta para volver a nuestra pequeña ciudad y visitar a mi abuela regularmente. Sólo íbamos a verla dos veces al año. La segunda vez era en verano. La encontramos en el suelo de la cocina tan rígida que mi padre tuvo que cortarle el vestido y luego la ropa interior con mis tijeras del Patito Feo, que yo usaba en la guardería. Ese olor y esa imagen se quedan contigo. No se necesita una memoria prodigiosa para conservarlos.

—Ayúdame a llevarlo al altar —digo.

—¿Adónde? —Pero Gogo me ayuda—. Nunca he llevado a un hombre que pesara menos —dice cuando dejamos al hombre en la tela limpia—. ¿Y has visto una piel más blanca?

—Me pregunto qué le pasa —digo. Sacudo todas las migas de la tela y empiezo a limpiar el pecho del hombre.

—Yo apuesto por el cáncer —dice Gogo. Coge unas telas de la iglesia del altar o, más bien, algo que parece una bufanda larga y ancha, y él también empieza a limpiar al hombre. El viejo gime. Espero que agradezca nuestra ayuda.

—¿De qué te ríes? —dice Gogo.

Me encojo de hombros.

—No me río.

—Y una mierda que no.

Señalo la entrepierna del viejo.

—Es una buena polla —dice Gogo—. No tiene nada de gracioso. —Me mira—. Como si tú la tuvieras más grande.

Los brazos del hombre no son más que piel y huesos, y los sujeto mientras Gogo intenta ponerle la camisa limpia. Temo que los brazos se disloquen si los estiro hacia atrás un poco más.

—Hostia —dice Gogo. Tiene la cara sudorosa y roja y se la limpia en la camisa—. No puedo ni meter una mano en la manga.

Después de la camisa, conseguimos ponerle los ceñidos calzoncillos blancos, como los pantalones que llevaban los soldados de Napoleón. Después los pantalones de lana, después el jersey. Bebo más vino.

—Me siento genial —digo. Doy un paso atrás para echar una buena mirada al hombre, bien vestido, limpio, sereno en el altar. Estoy orgulloso. Estoy satisfecho conmigo mismo—. Dios, tengo hambre.

Bebo un poco para reunir valor y avanzo en zigzag hacia el altar.

—Abuelo —digo—. ¿Te sientes mejor? ¿Más limpio? —Pongo la cara a un puño de distancia de la suya. Gogo se acerca.

—No creo que el abuelo esté respirando —dice. Pellizca la nariz del viejo y la mantiene así.

—¿Cómo lo sabes?

—Le estoy pellizcando la nariz.

—No le pellizques la nariz.

Lo suelta y nos quedamos muy quietos, esperando.

—Parece que eso tampoco ayuda —dice.

* * *

La corriente es más fuerte donde nos sentamos, en el suelo, apoyados contra el iconostasio.

—Me siento fatal —digo.

Gogo rompe un trozo de pan y me lo pone en la mano. Comemos, bebemos.

—¿Ahora te sientes mejor?

Claro que no. Me duele la garganta. Me noto las encías hinchadas. El candelabro de oro se me clava en las costillas como una lanza, pero no puedo sacarlo. Se ha enganchado en mi camisa y dejo de tirar.

Le pregunto a Gogo si piensa que hemos matado al hombre.

—Estoy bastante seguro de que sí —contesta. Dice que si estuviera tirado en su propia mierda, todo piel y huesos, rezaría por morir—. Quizá rezó para que apareciéramos y lo liberásemos. ¿Has pensado en eso?

Intento mantener el altar y el viejo muerto a la vista, pero tanto el altar como el hombre oscilan en un baile feo y silencioso. El vino marca el ritmo, agitándose en la garrafa.

—¿A qué crees que se dedicaba? —digo—. ¿Crees que quería a sus hijos? ¿Crees que tuvo una buena vida?

—¿Crees que me preocupa? —dice Gogo—. ¿Crees que importa? Míralo, kopche, está muerto. —Da un cabezazo en la pared de madera—. Esto es demasiado para mí. Tengo las manos cubiertas de mierda. Huélelas —dice, y me pone las manos en la cara.

—¿Cuándo he dicho que no me lo creyera? —Lo aparto.

—Hostia, Rado —sigue—, ¿qué sentido tiene esto? En cuanto lleve a casa mi tele chula y sexy, mi hermano volverá a empeñarla. Preferiría estar arruinado y dormir en el suelo. —Y Gogo tira la copa, la cruz y la bandeja que se ha metido en la camisa. Una tras otra golpean algo en la penumbra, rebotan y ruedan con un ladrido metálico.

—Dejaría aquí a mi hermano —dice Gogo—. Lo traería aquí y lo dejaría tirado —dice otras cosas, pero no lo escucho.

—¿Sabes, Gogo? —digo—. Es una tontería. Escúchame. El otro día estábamos en un club de jubilados, mi padre y yo, escucha… Estoy escribiendo una fórmula en la pizarra: «El valor de r es igual a p partido por 1 más épsilon por el coseno de zeta —ya sabes—. La órbita que describe cada planeta es una elipse con el Sol en uno de sus focos». Así que lo escribo tal como lo he memorizado, tal como lo he visto en el viejo libro de texto que mi padre me dio hace mucho tiempo. Estoy demostrando algo. Una vieja ha abierto el libro por esa página por casualidad veinte minutos antes y estoy demostrando mi don. «¿Qué significa épsilon?», me pregunta la mujer cuando termino. Nadie me lo ha preguntado nunca. «Vamos —dice—, si realmente eres tan increíble, deberías saberlo». Bueno, a la mierda. Mira, la explicación estaba en la página siguiente del libro y esa página faltaba, estaba arrancada. Resulta que la mujer era profesora de física. Pregunta: «¿Y qué hay de la tercera ley de Newton de la que has hablado? ¿Entiendes lo que esa ley nos dice sobre el mundo?».

—¿Por qué me cuentas todo esto? —dice Gogo. Intenta levantarse, pero se cae de culo.

—Espera, escucha. Mi padre viene hacia mí al terminar. «Bueno —dice—, a lo mejor ya está bien». Quiere decir que quizá, después de todo, no necesitamos añadir nuevos libros al número. Quiere decir que quizá mi memoria no es lo bastante buena para los libros nuevos. Quiere decir que quizá había una razón para que no entrara en ese colegio. No sabía que faltaba una página. Así que sólo dijo: «Bueno, a lo mejor ya está bien».

—Bueno —dice Gogo—, a lo mejor ya está bien. —Levanta la garrafa y la sacude, vacía. Tres litros de vino consagrado, desaparecidos.

—¿Qué has dicho? —digo.

—¿Ves? Precisamente —dice, gruñendo.

Pero no lo veo. No veo nada.

—La cosa es, kopche —dice Gogo—, que te has aprendido de memoria unos libros antiguos: historia, geografía, lo que sea. Tienes un artículo que dice que eres genial, pero, aparte de eso, ¿qué has hecho? Claro, has matado a un viejo en una iglesia, pero, quiero decir, ¿qué has hecho de verdad?

—¿Qué hay de tu tía? ¿Tu tía no cuenta?

—El Gracioso Rado, ¿ése es tu nombre ahora?

Nada de esto me parece divertido.

—Espera un minuto, kopche —digo—. ¿Me estás diciendo que tienes dudas de que sea el chico más listo que ha existido? —Me levanto, me tropiezo, vuelvo a caerme. Quiero mover el dedo delante de su cara, pero no sé si su cara está donde se mueve mi dedo—. La última palabra de la Biblia es «Amén» —digo—. La primera es «En». El ojo del avestruz es más grande que su cerebro. En Inglaterra todos los cisnes pertenecen a la reina. Winston Churchill nació en un baño de mujeres durante un baile. Stalin no tenía madre. Lo parió su tía. Hitler nació con la dentadura completa, incluyendo cuatro empastes y una corona.

—Ah, sí —dice Gogo—, la prensa amarilla es un pozo de conocimiento.

—Un pozo amarillo —digo, y oigo el aullido del viento y la multitud que canta. Entonces algo, como un grillo, empieza a chisporrotear en mi bolsillo. Es el busca del chico rico que hemos ganado jugando a las cartas. «Ven a casa, dechko —dice el mensaje—. Mamá ha hecho albóndigas».

—Mamá ha hecho albóndigas —digo, y tiro el busca a la penumbra. Lo repito una y otra vez, hasta que el mensaje se pudre lejos de las palabras—. Kopche —digo—, vigila mis fichas. Voy a mear, ¿vale?

No sé cómo consigo levantarme. Con un rápido tirón me saco la camisa por fuera y el candelabro cae a mis pies. Intento darle una patada, pero fallo. Intento abrir las puertas, pero no puedo. Parece que ahora sólo hay un camino para mí: hacia arriba. No puedo mear en la iglesia. Así que empiezo a subir por la escalera, esos peldaños de madera, y busco macetas de pelargonio. Pero los vecinos deben de guardar las macetas bajo llave. Así que subo, hasta que ya no queda ningún sitio al que subir, hasta que el viento me corta la cara. Estoy donde cuelgan las campanas.

Nieva mucho, copazos blancos. Debajo de mí están los sauces y la gente: un millón de personas a mis pies, dos millones, ocho millones. Mis búlgaros.

Sería bonito, pienso, que alguien tocara las campanas. Un gesto metamórfico. No, quiero decir «metafórico». Pero me limito a mirar cómo cae la nieve y a la gente que sigue saltando como si fueran grillos en mi bolsillo y a mis pies.

Saltad, pobres cabrones enfermos, o hermanos, más bien. Mamá ha hecho albóndigas para todos. Saltad cuando os lo ordene. Cuando levante la mano. Demostrad que queréis un cambio. Que no sois rojos.

—Gogo —grito—, ¿todavía dudas? Mira lo que puedo hacer.

Subo al pretil, me desabrocho la cremallera. Mi cinturón golpea la barandilla como una lengua de cobre.

Lo siento, queridos búlgaros. Ahí está: tenéis mis disculpas de antemano. Pero os he memorizado a todos. A todos y cada uno de vosotros. Y, cuidado, pueblo mío. Este chico tiene piedras en los riñones.