Yuki y yo llegamos a Bulgaria tres meses antes de nuestra cita en el hospital, sobre todo para tener tiempo de recuperarnos del jet lag, pero también para llegar antes del calor del verano y no tener que comprar billetes en temporada alta. Pasamos la primera semana en Sofía, con mis padres, y las cosas fueron sorprendentemente bien, teniendo en cuenta las circunstancias. Cuando se enteraron de que íbamos, mis padres equiparon mi habitación con una cama nueva y un aparato de aire acondicionado. Pero el aparato tenía un defecto de fábrica y la nueva pieza tardaría un mes en llegar. Por la noche, Yuki se quejaba del calor y cuando abría la ventana le molestaban el bulevar, los ladridos de los perros callejeros y los borrachos que habían convertido la parada de autobús en su lugar de reunión.
Yuki no durmió en unas cuantas noches seguidas. Se sentaba en la cama y apretaba el mando del aparato de aire acondicionado y el aparato hacía ruido pero no enfriaba.
—Son los nervios —le dije. Le recordé que hacía unos días había fumado su último cigarrillo delante de O’Hare. Me recordó que su maleta no había llegado con nosotros a Sofía. Que cuando por fin llegó, faltaban su cepillo de dientes, sus zapatillas azules Starter, la caja de chicles de nicotina.
—Esas cosas pasan —le aseguré—. Además, te he comprado chicle búlgaro. Igual de bueno, y probablemente mejor.
Sacó un trozo y lo masticó vehementemente un rato. Hundió el pulgar, con la uña mordisqueada al igual que las otras, en el mando.
—Basura búlgara —dijo—, no funciona. Aquí no funciona nada.
Se echó a llorar. Le dije que estaba equivocada. Algunas cosas, sí, pero no todas. Algunas cosas, le dije, debían funcionar. Merecíamos un respiro, le dije, porque éramos buena gente y a la gente buena le ocurrían cosas buenas, tarde o temprano. Dije tonterías así un rato y ella contestó:
—Estás diciendo tonterías. Para.
Dijo que yo no sabía nada. Si hubiera sabido algo, dijo, no me habría casado con ella.
Entonces mi madre llamó a la puerta. Me alegró que tuviera la audacia de llamar a la puerta a las cuatro de la mañana.
—Dile a Yuki que le he traído una tila —ordenó mi madre, y se abrió paso en la semioscuridad para dejar la bandeja en la mesilla—. Lipov chay, Yuki —dijo en búlgaro—. La ayudará a dormir. Dile eso. Lleva miel de acacia. ¿Por qué no se lo dices?
Se lo dije y Yuki, que se había escondido bajo la sábana, se asomó para asentir, agradecida.
—¿He…? —dijo mi madre y levantó una ceja—. ¿Estabais?
Dije que no.
—No he dicho que estuvierais… —dijo, mientras esperaba que Yuki se bebiera la tila—. Después de todo, en vuestras condiciones, ¿qué sentido tiene?
La mañana siguiente le pedí a mi padre el viejo Moskvich y al atardecer Yuki y yo estábamos doscientos kilómetros al norte, en la vieja casa de mis abuelos en el pueblo.
* * *
Nos habíamos enterado del programa de fecundación in vitro de Sofía el año anterior, a través de una amiga de mi madre, una maestra cuarentona que, tras muchos años de esterilidad, finalmente era madre de gemelos: Lazar y Leopold, o algún disparate de nombres que sonaban igual.
Para entonces Yuki y yo llevábamos dieciocho meses casados e intentando concebir. Consultamos a un médico en Chicago, un búlgaro que mis amigos en O’Hare nos habían recomendado. Resultó que había algo raro en las trompas de Falopio de Yuki. Le resultaría muy difícil, explicó el médico, quedarse embarazada de forma natural, aunque, por todos los medios, dijo, seguid intentándolo. Sería más fácil probar otros métodos, pero, por supuesto, requerían grandes sumas. Yo cargo maletas en O’Hare. Yuki es camarera en un restaurante barato de sushi, imaginativamente llamado Tokyo Sushi, y además cuida a niños estadounidenses, cuyos padres consideran beneficioso que hable a sus hijos en japonés. No podemos reunir grandes sumas.
Una llamada telefónica de Japón reveló perspectivas todavía más lúgubres y me vi obligado a involucrar a mis padres. Entonces mi madre todavía no quería hablar conmigo, así que cuando descolgó tuve que esperar a que mi padre cogiera el teléfono. Eso desperdició casi un minuto de una tarjeta telefónica cara. «¿Qué hora es en Chicago?» y «¿Qué tiempo hace?» desperdiciaron otro. Siete años en Estados Unidos y sus preguntas eran las mismas; también mis respuestas. Ocho horas menos. Hace viento.
—Tengo que hablaros de Yuki —le dije. Oía la voz de mi madre en el otro extremo del cuarto, como un fantasma de otra dimensión, dando instrucciones a mi padre sobre lo que debía decir y esperando que le contara las cosas que yo decía.
—Dile a mamá que se acerque al teléfono —dije.
—Dile que me invite a su boda la próxima vez —le oí decir.
—No habrá próxima vez —dije, y observé cómo desaparecían más valiosos segundos.
—Quizá la haya —dijo mi padre. Le pidió a mi madre que repitiera algo y luego me lo dijo.
Les hablé de los problemas que teníamos.
—Me lo esperaba —dijo mi madre, y colgué antes de que mi padre pudiera hablar.
El problema de Yuki —al menos, lo que enfurece a mis padres todavía más que el hecho de que no sea una buena chica búlgara— es su edad. Que tenga cuatro años más que yo parece tener un efecto devastador sobre ellos.
—No podéis culparla de eso —les dije cuando volví a llamar.
—Te culpamos a ti —oí a mi madre.
—Y a tus malas decisiones —añadió mi padre.
Volví a colgar. Más centavos de mi tarjeta desperdiciados. Repetimos la charada varias veces antes de que mi madre prometiera investigar.
—También estamos pensando en la adopción —dije.
Esta vez mi padre no esperó instrucciones.
—Tonterías —dijo—. Nuestra semilla no debe perderse. ¿Me oyes?
Una semana después, mi madre me llamó para contarme las noticias de Lazar y Leopold.
—Costará tres mil dólares —dijo.
—Podemos reunir eso —respondí.
—Corre de nuestra cuenta —dijo ella—. Un regalo de boda.
* * *
Mis abuelos habían muerto, pero incluso antes de llegar a Bulgaria sabía que llevaría a Yuki a ver su casa de vacaciones. Desde los cinco años, había pasado todos mis veranos allí: dos habitaciones, una cocina, un desván con un techo inclinado demasiado bajo para ir de pie, media hectárea de huerto como jardín. En el pueblo había un río y por encima del pueblo estaba la montaña. No se podía pedir más.
Llevamos nuestras bolsas a la puerta principal y, mientras yo luchaba con la cerradura, Yuki mascaba un chicle de nicotina y hacía fotografías del jardín y del retrete exterior. Me hizo una foto cuando luchaba con la cerradura y otra cuando llevaba las bolsas al oscuro pasillo.
—Por favor, para con las fotos —le dije.
Metió la cámara en la funda.
—¿Estás bien? —preguntó.
Recorrí las habitaciones y abrí las ventanas. Subí al desván y abrí la ventana y luego abrí la ventana del sótano. En el salón, me senté en la cama de mi abuela y Yuki se sentó en la de mi abuelo. No dijimos nada en mucho rato. Observé los cerezos, los melocotoneros, los manzanos y los ciruelos del huerto. Ahora parecían muertos, totalmente secos. El sol se escondía tras el gigantesco nogal y lo observé: naranja sobre las ramas desnudas. Empezaba a oler mejor dentro.
—Mis padres estuvieron aquí la semana pasada —dije. Habían ido para limpiar la casa y llevar sábanas limpias. Mi padre había hecho un sendero hasta el retrete en el huerto.
—Es bonito —dijo Yuki—. La casa es muy bonita.
—Ésta es la cama de mi abuela —dije—. Aquí dormía yo.
Después le enseñé a Yuki un colgador en el rincón, un perchero de madera, con una chaqueta de lana y un par de pantalones azules.
—Éstos son los pantalones de mi abuelo.
* * *
No teníamos nada para comer, así que fuimos calle abajo hasta la casa de una vecina, una anciana que era amiga de mi abuela. La mujer lloró y me besó en las mejillas. Temía que quisiera besar a Yuki. Los japoneses, especialmente los desconocidos, no se besan tanto como nosotros.
—Dios mío —dijo la mujer, y aplaudió—. Qué pequeña es. —Después estudió a Yuki, de la cabeza a los pies. Yuki sonreía, totalmente roja.
—No son tan amarillos —me dijo al final la mujer.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Yuki.
—¿Qué ha dicho? —preguntó la mujer. Inevitablemente, se lanzó hacia delante con inesperada agilidad y cogió las manos de Yuki. Las besó y luego besó a Yuki en las mejillas. Yuki se dejó hacer, pero se limpió la cara cuando la anciana no miraba.
Después todo el mundo salió para ver a Yuki. Había muchas caras que yo no reconocía, muchos niños y mujeres jóvenes. Nos sentaron en una mesa en el patio, bajo el emparrado, lleno de capullos verdes.
—Tu familia ha crecido, abuela —le dije a la mujer. Todos observaban a Yuki, todos brillaban de excitación. Una niña pequeña se acercó, tocó a Yuki en la rodilla y se marchó riendo.
—Me siento fatal —dijo Yuki.
—¿Qué ha dicho? —preguntó alguien. Querían saber si era japonés.
No les dije que hablábamos en inglés. Trajeron la cena y comimos bajo el emparrado, con el cielo casi oscuro y la luna grande y todavía roja, baja sobre las colinas.
—¿Esto es una cámara, Yuki? —preguntó un niño. Pronunció su nombre perfectamente. Yuki le enseñó el pequeño aparato y le hizo una foto. Todo el mundo se reunió para ver la imagen en la foto de detrás.
—¿Podemos hacernos una foto contigo, Yuki? —dijo alguien.
—Yuki, ¿has probado la rakia búlgara? —preguntó alguien.
—Abuela —dijo otro—, trae rakia para Yuki.
* * *
Yuki y yo nos conocimos en la cinta transportadora número ocho. Su maleta no había llegado de Tokio y ella parecía a punto de llorar.
—Son cosas que pasan —la tranquilicé.
Acababa de terminar mi turno, pero la llevé a la oficina de su aerolínea para que pudiera hacer una reclamación y la ayudé a pasar al principio de la cola. Mis amigos búlgaros silbaron mientras sus altos tacones resonaban en la sala. Le pregunté si quería un café y dijo que lo único que quería era un cigarrillo e irse a casa y quizá darse un baño. La imaginé en el baño: sus hombros brillantes sobre la espuma del agua y su pelo largo y negro recogido en un moño.
Hablé con ella mientras encendía un cigarrillo fuera y encendí otro cuando me lo ofreció. Había ido a Estados Unidos hacía cuatro años, dijo, para estudiar arte. Quería dedicarse a la animación pero estaba harta de Japón, de que tuvieras que conocer a gente para conseguir un buen trabajo. Por supuesto, había un problema: el tipo de animación que quería hacer era mejor en Japón que en Estados Unidos. Ahora que estaba terminando la carrera tenía que decidir…
Empecé a toser. Distraído por su cercanía, había inhalado por error. Tiré el cigarrillo a mis pies. Se echó a reír. Se dobló y se dio una palmada en la rodilla: así de fuerte se reía.
—¿Nunca habías fumado?
Negué con la cabeza.
—¿De verdad? ¿Nunca?
—Nunca —dije.
—¿Por qué lo has hecho, entonces? —preguntó, aunque estoy seguro de que sabía por qué. Siguió riéndose de mí y no me importó en absoluto. Le pedí que terminara su historia, pero ya no escuchaba lo que decía. Tenía miedo de que al final simplemente me dijera adiós y se alejara, de que cuando terminase su historia se disolviera como el humo—. Estás muy pálido —dijo, y buscó un sitio donde tirar la colilla—. Háblame de ti —preguntó—. ¿Qué haces tú en Estados Unidos?
Así que se lo conté. Cargaba las maletas de otra gente en Estados Unidos. Descargaba las maletas de otra gente. Vivía en un pequeño apartamento con otros dos búlgaros y ahorraba dinero para ir a la universidad. Había llegado a Estados Unidos cinco años antes, tras obtener un permiso de residencia.
El día en que conseguí mi permiso de residencia hubo una tormenta en Sofía: un viento salvaje, un diluvio de verano. Había llegado a casa del trabajo, empapado, y había encontrado el grueso sobre en el buzón como un corazón demasiado grande para su pecho. «Estimado ganador», empezaba la carta.
Subí corriendo ocho pisos y encontré a mis padres mirando la lluvia desde la ventana del salón. Mi madre lloró cuando se lo dije.
—¿Cuándo lo hiciste? —preguntó mi madre—. ¿Por qué no nos lo habías dicho?
—No pensaba que fuera a ganar el sorteo.
—Ahora, un poco de calma —dijo mi padre—. Siéntate. Vamos a hablar. ¿Cuáles son tus razones? ¿Qué te falta aquí? ¿Eres desgraciado? No pasas hambre. Tienes una habitación, un ordenador con internet. Tienes un trabajo. Vamos a hablar. ¿Cuáles son tus razones?
—Tengo veintisiete años. No puedo seguir viviendo con mis padres. Mi trabajo…
—Tienes toda la razón —convino mi padre. Asintió y se frotó la barbilla—. Te encontraremos un sitio. Uno de mis compañeros alquila un apartamento.
—Taté —dije—, no quiero que vosotros me lo encontréis. Quiero probar suerte en América. ¿Lo entiendes?
No dijo nada. Rodeó a mi madre con un brazo y no dijo nada.
* * *
Después de comer lo que nuestros vecinos habían traído, decidí enseñarle el pueblo a Yuki. Nos turnamos con la cámara. Posó junto a una casa donde yo jugaba mucho de niño. La casa estaba en ruinas. Había muchas esquelas en las puertas y Yuki me preguntó qué eran. Le dije que en Bulgaria cuando alguien moría la familia hacía una nekrolog, una hoja con el nombre y la foto del difunto, y un poema breve y triste debajo. La gente pegaba esa esquela en sus puertas, en los postes de la luz y en sus pueblos o ciudades para que los que hubieran conocido al muerto se enterasen.
—Hacemos algo parecido en Japón —dijo Yuki, mirando de cerca la cara de un anciano, borrosa por la lluvia—. Pero sin fotos. Ponemos una nota en la entrada de la casa de los muertos. Fulano ha muerto, el funeral será a tal hora, en tal sitio. A menudo la gente roba en esas casas —dijo, y me cogió la cámara. Me hizo posar bajo un viejo tilo—. Acechan fuera, esperan a que pase la procesión, después entran a robar. Cuando mi tío murió, mi tía pidió a su vecino que vigilara mientras todo el mundo estaba en el entierro.
Hice el típico signo de la paz que Yuki hacía con cada foto, para burlarme de ella.
—¿Y si el vecino también quería ir al funeral?
—Nadie quiere ir a los funerales —dijo Yuki.
Hicimos más fotos. Seguimos la calle hasta la plaza. Un viejo Lada cargado de gitanos pasó zumbando, envuelto en una nube de polvo. Tocaron el claxon.
—Ten mucho cuidado —le dije a Yuki—. Si oyes que viene un coche, échate a un lado. Siempre, ¿entiendes?
Asintió.
—No sabía que había gitanos en el pueblo —dije.
—¿Gitanos? ¿Eran gitanos? —Se excitó. Siempre había querido ver gitanos de verdad, hechiceras de ojos oscuros bailando descalzas en torno a altas hogueras y violinistas cuyos dedos volaban por los mástiles tan deprisa que sólo un pacto con el diablo podía explicar su increíble destreza.
—Pero eso sólo sucede en los cuentos de hadas, Yuki.
Se mostró inflexible. Tenía que llevarla a ver a los gitanos a toda costa, dijo, dejar que los fotografiara. Yo no tenía intención de hacer algo así.
—Vale —dije—. Quizá luego.
Era un poco después de mediodía y la gente volvía a casa del campo. Yuki saludaba a todo el mundo con una sonrisa y todo el mundo le devolvía la sonrisa y se nos quedaba mirando un buen rato después de que hubiéramos pasado.
—No lo entiendo —dijo Yuki—. ¿Por qué les parezco tan interesante?
Hicimos fotos de la plaza, del puente y del río, apenas un chorro que pasaba debajo, y después de la fuente con cinco caños: uno por cada partisano del pueblo que había muerto en 1944.
—¿Qué pasó en 1944? —me preguntó Yuki—. En Bulgaria, quiero decir.
Se quedó junto a la fuente. El agua se salía de la pila; las hojas secas la habrían atascado. El agua apenas brotaba de dos de los caños, que habían golpeado con algo. Yuki hizo la señal de la paz cuando hice la foto.
—Ese año los partisanos comunistas tomaron el poder —dije—. Pero no sin luchar. Muchos de ellos murieron.
—¿Por qué han golpeado los caños?
—No lo sé —dije—. Cuando el comunismo cayó, la gente se volvió más valiente. Supongo que así es como alguien ha demostrado que no le gusta el Partido.
Con dos dedos Yuki cogió un cazo atado a la fuente con una cadena oxidada. El cazo era verde, salvo el borde, que labios sedientos habían besado durante más de sesenta años. Allí el metal brillaba, tan puro como el día en que se había forjado. Yuki se acercó el cazo a la nariz, lo olió y lo dejó colgando de la cadena.
—Parece que los hayan golpeado con una piedra.
Cogí el cazo y bebí del agua fría de las montañas.
—Bueno —dije—, ¿cómo los golpearías tú, Yuki?
Compramos comida en la tienda de la plaza; después, cuando caminábamos calle arriba, la gente nos llamaba para que fuéramos a sus puertas y nos daba bolsas de tomates, de una temprana variedad de invernadero, algo rosada, que aunque no era tan buena como los tomates de verano era un millón de veces más dulce que los que comprábamos en Estados Unidos. Los vecinos nos dieron queso, pan y una botella de vino tinto. Tomamos un buen almuerzo en nuestro patio. Bebimos parte del vino.
—Esto me gusta mucho —dijo Yuki.
—Qué bien —dije. La abracé y la besé en la cabeza. Me rodeó con los brazos y nos quedamos abrazados en el patio—. Recuerda —dije—, a la gente buena le pasan cosas buenas. ¿Vale? Mírame —dije, y levantó la mirada—. ¿Vale?
* * *
Yuki y yo nos habíamos casado rápidamente, por poco dinero y sin mucho lío. Eso no significa que no fantaseáramos con una boda de verdad. Y luego otra en Tokio. Y una tercera en Sofía. Pero tuvimos que acelerar las cosas no sólo por la falta de dinero. Después de licenciarse en la universidad, Yuki perdería su visado de estudiante. Mi permiso de residencia le permitiría quedarse en Chicago sin tener que esconderse.
Llamé a mis padres para decirles que íbamos a casarnos. Les dije quién era Yuki, lo buena que era conmigo —y para mí—, lo mucho que nos queríamos.
—No puedo creer que nos lo digas ahora —dijo mi padre.
—No quería gafarlo —le dije, lo que era cierto—. Ya sabéis la suerte que tengo.
—¿De dónde has dicho que era? —preguntó mi madre, y se lo dije.
—Al menos no es negra —dijo mi madre.
* * *
Por la tarde llevé a Yuki al río. Caminamos por el agua, que todavía estaba fría. Después nos sentamos en las rocas y vimos a algunos chicos del pueblo que chapoteaban en una poza poco profunda. Había una veintena y sus bicicletas, aparcadas una junto a otra en la carretera, brillaban al sol. Otro coche pasó zumbando como un loco y pitó, y debajo los niños gritaron y saludaron como si el coche pudiera verlos.
—Saltaré con ellos —dije.
—No, no te atreves.
Me quité la camisa y los pantalones, caminé hacia la poza y salté. El agua estaba fría y grité. Arriba Yuki se echó a reír e hizo su amada señal de la paz.
—Está muy fría —les dije a los niños.
—No. Sólo tienes que moverte —dijeron.
Chapoteamos. Se me subieron a los hombros, con los pies llenos de barro, y me agarraron del cuello, del pelo y de las orejas.
—¡Mis orejas! —chillé y Yuki volvió a reírse. Notaba que se preparaba para hacer una foto. Se levantó en lo alto de la ladera y se inclinó hacia delante.
—¡Para! —grité. Salí corriendo de la poza y trepé por las rocas.
—¿Qué te pasa? —preguntó.
—Me has asustado. No te inclines así.
—Loco —dijo.
Me besó. La besé en el vientre. Observamos las pisadas que yo había dejado en las rocas secas, me vestí y volvimos a casa. Le pregunté si quería ver algo histórico. La llevé al pajar y aparté a paladas un montón de paja seca de un rincón. Debajo había una vieja puerta de madera, con grandes letras pintadas como a brochazos.
—¿Qué pone? —me preguntó Yuki.
Conocía la puerta por mi padre, porque mi abuelo nunca hablaba de esas cosas. En la mañana del 9 de septiembre de 1944, un puñado de muchachos imberbes, recién salidos de los bosques tras ocultarse en refugios durante meses, llamaron a la puerta de mi tatarabuelo. Le informaron de que todas sus propiedades —cincuenta vacas, cien ovejas y sus tierras, trescientas decáreas— pertenecían a partir de ese momento al Partido Comunista y que pasarían a formar parte de la granja colectiva. El Partido Comunista, dijeron, había tomado el poder y gobernaba Bulgaria.
Mi tatarabuelo pidió que lo excusaran un momento y volvió con su escopeta. No sé qué pasó exactamente, pero terminó matando a uno de los chicos. Tres días después, los camaradas volvieron, formaron un tribunal popular improvisado y ahorcaron a mi tatarabuelo en la rama más baja del nogal. Hicieron que mi abuelo, que entonces andaba por la veintena, observara y sacase conclusiones sobre su propio futuro. Los camaradas escribieron KULAK en las puertas, con grandes letras de alquitrán, para que todo el que pasara supiese que la nuestra era una familia de enemigos de clase.
Cuando tenía doce años, mi padre me llevó al pajar y me enseñó las puertas, que mi abuelo había arrancado de las bisagras y guardado ocultas bajo la paja. Recuerdo que no sentí nada especial al leer las letras, con el alquitrán corrido en goterones como cebolletas de las que hubieran brotado raíces. Pero en aquel momento, con Yuki a mi lado, sentí algo que no podía explicar, algo que, de repente, no quería transmitirle.
—No sé qué dice —le expliqué.
—Estás loco —dijo.
* * *
Me quedé sin ideas para el resto de la tarde, así que Yuki me preguntó si podía conducir el Moskvich. No vi razón para que no lo hiciera. Le hice una foto junto al coche, después otra en la que estaba dentro y sacaba la mano por una ventana eternamente condenada a permanecer sólo entreabierta.
—Podríamos ir a ver a los gitanos —dijo.
Pero yo le dije que condujese por la carretera, fuera del pueblo. Al principio cambiaba de marcha torpemente, apretando los dientes, pero pronto le cogió el tranquillo.
—No es tan malo como esperaba —dijo.
Yo le conté que el motor del Moskvich era una copia del BMW, así que, en realidad, estábamos conduciendo un BMW.
—Se parece más al coche de los Picapiedra.
—¿Los Picapiedra? ¿De verdad, Yuki? ¿Ése es tu mejor chiste?
La carretera continuaba por la montaña, con un denso bosque de pinos a un lado y debajo el barranco, por donde fluía el río. Cuando pasamos junto a las bicicletas de los niños, Yuki tocó el claxon. Condujimos unos cuatro kilómetros y le dije que se echara a un lado, donde sobresalía una enorme tubería de cemento que, cuando llovía, arrojaba agua de las colinas al barranco.
Nos apoyamos en el capó y observamos los pinos, que crecían por todas partes, las colinas en llamas por el sol poniente. Recordé que mi abuela me llevaba a coger setas después de las lluvias, y que una vez llenamos dos sacos tan grandes que apenas pudimos llevarlos a casa, impulsados, supongo, por todos los tarros de conserva que prepararíamos para el invierno. Pero en casa descubrimos que las setas se habían ahogado en su propia leche azul: dobles venenosos de las setas comestibles, que ni siquiera las cabras del vecino se comerían.
Quería compartir ese recuerdo con Yuki, pero no sabía los nombres de las setas comestibles ni de sus dobles venenosos en inglés.
—¿Por qué vivimos en Estados Unidos? —le pregunté—. ¿Me lo puedes explicar? Si es por el dinero, no ganamos nada de dinero. Tenemos otros sitios adonde ir. Podríamos mudarnos aquí.
—No sé —dijo Yuki—. No me veo viviendo aquí. Aquí no tengo nada que hacer.
—Éste es un buen sitio para criar a un hijo —dije.
—Quizá.
La miré.
—No digas esas cosas si no las dices de verdad.
—A ver cómo van las cosas el mes que viene —dijo—. No hablemos de eso ahora. No lo gafemos. —Se metió un chicle de nicotina en la boca y lo masticó en silencio—. Es como si en realidad ya no necesitara esto. Estoy bien sin los chicles.
—Nos pasarán cosas buenas, Yuki —le recordé. Nos subimos al coche y condujo hacia el pueblo. Las marchas raspaban cuando cambiaba.
—Baja en punto muerto. Es el estilo búlgaro. Ahorra gasolina.
Dejó el coche en punto muerto y bajamos más deprisa, sin ruido. Le cogí la mano. Me sentía muy bien con nuestra situación.
—Me siento muy bien con nuestra situación —dije.
—Yo también —dijo ella, y se volvió para mirarme.
El chico también debía de circular en la bicicleta sin mirar. Pero Yuki lo vio cuando todavía estábamos a una buena distancia. Giró el volante y pisó el freno. Las llantas se bloquearon y nos deslizamos con un chirrido, fuera de la carretera y hacia una zanja. Nos dimos con una piedra, pero no fue un mal golpe. Yuki estaba bien y yo estaba bien. Nos miramos el uno al otro para asegurarnos. Apagó el motor y salimos.
El chico estaba tumbado en un lado de la carretera, con la bicicleta a unos pasos de distancia sobre la hierba. Era un niño pequeño, con el pelo oscuro, la piel oscura. No tendría más de diez años.
—Oh, Dios mío —dijo Yuki, y se echó a llorar. Pero el chico se incorporó y se frotó la cabeza.
—Estoy bien —dijo y me miró a mí y luego a Yuki.
Ella se arrodilló y lo besó en las mejillas, en la frente, lo cubrió de besos.
—Aléjate de él —dije—. No lo toques.
—Eres muy guapa —le dijo el niño. Se frotó la cabeza.
Le dije al niño que se quedara donde estaba, después le dije a Yuki que volviera al coche. Había dejado de besarle pero no quería irse. Ya no lloraba. Observaba al niño.
—¿De verdad estás bien? —pregunté.
—Sí, baté, estoy perfecto.
—¿Te has dado en la cabeza?
—A lo mejor. Pero no me duele.
—¿Cómo están tus brazos? ¿Algo roto?
—No —dijo el chico. Movió los brazos. Se tocó las piernas para comprobar. Sonrió a Yuki.
—Tenemos que llevarlo al hospital —dijo ella.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Assencho.
—Vamos a llevarte al hospital, Assencho. Le pediremos a un médico que te vea la cabeza.
El chico se puso en pie. Parecía estar bien de verdad. No temblaba ni cojeaba. No le habíamos atropellado. Se había caído de su bicicleta, una Balkanche naranja, como la que yo llevaba de niño. En la hierba, el chico intentó ajustar la cadena, que se había salido.
—Deja que te ayude —dije. Me arrodillé y puse la bicicleta de lado. Sostuve un extremo de la cadena y el chico el otro y la estiramos para alinearla contra el plató. Cuando terminamos, mis dedos y los del chico estaban negros de grasa.
—Vamos —le dije, y me limpié los dedos en la hierba—. Pondremos la bici en el maletero y te llevaremos a casa.
El chico tiró de su bici.
—Mi padre me pegará si se entera de que estaba aquí. Tendría que estar ayudando a mi hermano con la leña. Pero, si llego pronto al río, los otros niños no me dejan nadar con ellos. Espero a que se vayan todos. Después tengo la poza para mí solo. Y está más caliente por la tarde. El agua está más caliente.
El chico habló así, excitado, un rato.
—¿Qué dice? —dijo Yuki. Estaba sentada en medio de la carretera, así que le dije que se levantara y volviera al coche. El chico se montó en la bici.
—Escucha, Assencho —dije.
—Adiós, baté —dijo el chico. Movió la mano hacia Yuki, tocó el timbre de su bici y se alejó por la carretera.
Nos sentamos en la hierba y pasamos mucho rato sin decir nada. Intenté limpiarme los dedos. Yuki sacó un poco de chicle.
—Pero ¿no le hemos dado? —preguntó y le dije que no, no le habíamos dado.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Íbamos demasiado rápido. Sería diferente si le hubiéramos dado.
—Deberíamos haberlo llevado al hospital. ¿Por qué has dejado que se vaya?
—Ha subido a la bici y se ha marchado. Lo has visto. Estaba bien. No temblaba.
—No, no temblaba —dijo. Se limpió las mejillas. Me subí al coche y encendí el motor. El coche arrancó sin problemas. Salí de la zanja. El parachoques estaba doblado donde habíamos chocado con la piedra y parte de la pintura había saltado.
—¿El chico era gitano? —preguntó Yuki mientras conducía montaña abajo, pero no estoy seguro de que dijera eso.
* * *
Esa noche no dormimos. En la cama, escuchábamos los ratones en el desván, el viento en las ramas del nogal, los pinos montaña arriba. Estábamos rígidos y no nos dábamos la mano.
—Hablemos de algo —dijo Yuki. Se incorporó en la cama. Hablamos de algunas cosas. De lo dulces que estaban los tomates. De lo que estarían haciendo nuestros amigos en Chicago.
—No sirve de nada —dijo ella. Se vistió y salió.
No la seguí inmediatamente. Observé el nogal por la ventana y por alguna razón, quizá porque la montaña estaba escondida detrás de las nubes, pensé en mi tatarabuelo. Nunca había pensado en él, pero ahora lo hacía. Después me llevé los dedos a la nariz y olisqueé el débil olor de grasa de la cadena de la bicicleta, indeleble. Recordé que el chico había sonreído a Yuki, que había dicho que era guapa. Hasta entonces nadie se lo había dicho. Pero yo pensaba que lo era. Mucho. Pensé en cómo se había montado el chico en su bicicleta. En que no había temblado en absoluto y en que no le dolía la cabeza.
—Estoy seguro de que está bien —le dije a Yuki, que estaba sentada en la puerta del patio y mascaba chicle—. Podemos preguntar por él mañana.
—Me muero por un cigarrillo —dijo.
Me senté a su lado. Quería tocarla, pero no lo hice.
* * *
No hubo necesidad de preguntar al vecino en el desayuno. Vino a traernos algo de buhti y miel y se sentó mientras comíamos.
—Dejad que os cuente lo que pasó —dijo—. El hijo de los gitanos llegó a casa anoche y su padre le pegó. Quiero decir con un palo, le pegó, le dio de verdad. Y después el niño se fue a la cama, se tumbó y cerró los ojos. No han podido despertarle. El médico ha ido a verlo y ha dicho que estaba en coma. Así de fuerte le pegó su padre.
No estoy realmente seguro de lo que hicimos esa tarde. No salimos de casa y no hablamos. «Por favor, tráeme tabaco», fue todo lo que consiguió decir Yuki, y en cierto momento caminé hacia la plaza y me alegré de salir de casa por fin. Le traje unos paquetes.
—¿Has oído lo del niño? —me preguntó la cajera—. Una historia horrible —dijo—. Y el padre… —Negó con la cabeza—. Quería ahogarse en el río.
Cuando volvía, delante de casa, vi que un vecino inspeccionaba el Moskvich.
—Zdrasti, amerikanets —dijo el vecino. Llevaba una gran sartén en las manos—. ¿Dónde os habéis chocado con el coche?
Murmuré algo. Ya estaba así, dije, lo había hecho mi padre.
—He oído que Yuki no estaba muy bien —dijo el vecino—. He oído que no tenía buena pinta por la mañana. Casi no ha comido nada. Así que mi mujer le ha hecho una de sus banitsas. Con huevos extra y mantequilla.
Le di las gracias y cogí la sartén.
—¿Todo bien, amerikanets? —dijo.
—Estoy bien —dije—. Gracias, estamos bien.
* * *
Después de tres días en los que Yuki y yo apenas comimos, dormimos o hablamos, el niño murió. Nos enteramos a través de una vecina. Realmente no había mucho más que decir. El niño había muerto.
—¿Está hablando del niño? —preguntó Yuki mientras la vecina hablaba.
—Sí —contesté.
—¿Qué dice?
—Está muerto. Ha muerto esta mañana.
Yuki no lloró. Se quedó muy callada, y yo me quedé callado hasta que la vecina se marchó.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
—No podemos hacer nada. El niño ha muerto.
—Ya lo sé. Deja de decirlo. Ya lo sé. Pero tenemos que decírselo. ¿No tenemos que decírselo?
No sabíamos qué hacer. Estábamos en el limbo, ingrávidos, flotando en un espacio vacío. Estábamos muy asustados. Yo nunca había estado tan asustado.
Después, a primera hora de la tarde, alguien llamó a las puertas y vimos por la ventana un carro con un burro y un gitano junto al carro. Yuki soltó un grito. Me clavó sus uñas mordisqueadas en el brazo. Durante un minuto observamos cómo el hombre arrugaba su gorra en sus grandes manos. No llevaba zapatos, eso podía verlo; pantalones azules de trabajo, una camiseta de marinero a rayas azules y blancas. Tenía la piel muy oscura, por el sol, y su calva brillaba de sudor. Durante un minuto lo observamos y pensé que debíamos escondernos hasta que se fuera.
—Abre las puertas —dijo Yuki, y me envió solo.
Abrí las puertas.
—¿Es usted…? —preguntó el hombre. Se acercó.
—Sí, sí —dije—. Soy el americano, sí.
El hombre se disculpó.
—Disculpe —dijo—. Siento molestarle. —Hablaba deprisa, como si tuviera miedo de no poder volver a hablar si se paraba—. Mi hijo acaba de morir —dijo—. Lo enterraremos mañana y no tenemos una foto suya. Nunca le hemos hecho una foto. Mi mujer no quiere mirarme a la cara, pero sé que le gustaría que viniera. Hemos oído, alguien nos ha dicho —no sé si Tenyo u otro—, alguien nos ha dicho que ustedes hacen fotos. Su mujer hace fotos. ¿Era Tenyo? No era Tenyo, creo que no. —El hombre me miró en silencio, con la gorra en la mano.
Le dije que esperase. Le dije que volvería enseguida. Di la vuelta a la esquina y me incliné, caí al suelo. Quería vomitar, pero no podía. Era así de horrible. En la casa, le dije a Yuki lo que el hombre había venido a pedir.
—No podemos decir que no —dijo—. No tenemos derecho a decir que no. Pero no puedo ir contigo. No puedo soportarlo.
—Tú vienes —dije—. No vas a dejarme solo. ¿Me has oído, Yuki? Iremos juntos. —Encendimos la cámara. Comprobamos que las pilas estaban cargadas. Comprobamos que había espacio en la tarjeta de memoria. Comprobamos que la cinta no estuviera enredada.
El gitano miraba el Moskvich. Asintió hacia mi mujer. Le besó la mano. Nos dio las gracias. Volvió a disculparse.
—Un coche muy bueno —dijo, mirando el Moskvich. Pasó la mano por el bollo del parachoques—. Puedo arreglarle esto. Tráigalo a mi casa. Me vendría bien algo de trabajo.
Nos invitó a su carro. Me alivió no tener que conducir. Ayudó a Yuki a subir. Nos sentamos detrás y dio un latigazo al burro.
—Diy —dijo—. Diy, Marko. Arre.
El carro hacía ruido. Cruzamos el pueblo y la gente nos miraba al pasar. El sol seguía alto, no había viento y el aire estaba cargado, insoportablemente caliente. Toqué el hombro de Yuki, pero se apartó. Estaba pálida y tenía los labios secos. Parecía sedienta. Tenía la cámara en el regazo y la cogía con las dos manos, igual que cuando había sujetado una gallina viva en casa del vecino, con miedo de que agitara las alas o se echara a volar.
—Tenemos que decírselo —dijo. Susurraba.
—No puede entenderte.
—Tenemos que decírselo.
Los gitanos vivían en el otro extremo del pueblo. Habían hecho una pequeña aldea. La casa del hombre no estaba, ni de lejos, tan mal como esperaba. Tenían una antena parabólica, un patio con flores. Había mucha gente en el patio, y coches por toda la calle, con matrículas de otros sitios. Cada vez llegaban más visitantes y el aire olía a col hervida y tubo de escape.
El gitano sólo habló una vez, justo antes de que saliéramos, y no supe si hablaba con nosotros.
—No sé cómo pasó —dijo—. ¿Cómo pasó?
Entramos al patio y todo el mundo se levantó para saludarnos. Todos iban de negro, incluso los niños. Algunas de las mujeres sollozaban detrás de chales negros. Uno a uno, los hombres venían hacia nosotros y nos daban la mano.
—¿Por qué hacen eso? —preguntó Yuri.
—No lo sé —dije. Quería correr. Quería darme la vuelta y no volver la vista atrás. Nos llevaron al interior de la casa. Cruzamos una cortina de cuentas de bambú, con moscas que se posaban en las hileras, esperando que una mano les diera paso.
—Las moscas —oí que decía una voz cuando entrábamos. Vi que se colaban unas cuantas. Toda la casa olía a la col que había notado antes. En el pasillo caminamos junto a un gran espejo redondo cubierto con una sábana blanca, para que el alma sin cuerpo del niño no se viera a sí misma. En las cocinas había mujeres que hacían ensaladas y removían ollas. Alguien limpiaba pescado y también lo olí. Las mujeres nos miraban cuando pasábamos y asentían. Yuki me buscó la mano. Nos dimos la mano mientras nos llevaban hacia la habitación con el niño.
El niño yacía en una pequeña cama, y tenía el mismo aspecto que en nuestro recuerdo. Su madre estaba sentada en una silla a su lado y apartaba las moscas que se le posaban en la cara con un periódico. No nos miró. Sacudió el periódico. Durante un instante se ajustó el cuello con su mano libre. El chico llevaba unos pantalones negros, un jersey marrón, una camisa blanca. Unos zapatos negros, que habían intentado limpiar. El pelo elegantemente peinado con raya. Parecía que en cualquier momento podía incorporarse, frotarse la cabeza y sonreír. Busqué moratones en su cara, pero no vi ninguno. Tenía los dedos entrelazados y reconocí las manchas de grasa que su madre había intentado quitar, sin éxito.
Escondí mis propios dedos cerrando el puño. Yuki empezó a llorar. Parecía que eso era lo que esperaban las mujeres. Se quitaron los velos de la cabeza, los movieron en el aire y gimieron como gaitas en una lluvia de velos. Pero la madre las hizo callar.
—Malditas seáis, malas pécoras. Lo estáis asustando. Nos está mirando y lo estáis asustando con vuestros gemidos.
—Yuki —dijo el padre. Conocía su nombre. Lo pronunció perfectamente—. ¿Éste es un buen sitio para la foto? ¿O está demasiado oscuro?
Mi mujer no estaba en condiciones de responder. Me resultaba muy difícil hablar, pero dije que estaba demasiado oscuro. Nuestra cámara era barata, dije, y hacía malas fotos en interiores. El flash era malo. Tuve que obligarme a cerrar la boca. Tuve que forzarme a quedarme callado.
Llevé a Yuki afuera de la mano. Le dije que respirase hondo. Alguien trajo agua y ella bebió. Pidió más. Se echó un poco en la cara. Finalmente sacaron al niño.
Todo el mundo se amontonó a los lados como si el niño y la gente fueran imanes que se enfrentaban por el mismo polo. Trajeron una silla y sentaron al niño.
Veía lo que intentaban hacer.
—Oh, no —dije. No había esperado que hicieran algo así.
—No pueden —dijo Yuki—. No está…
Pero trajeron almohadas para aguantar su cuerpo. Sus hermanos y hermanas se pusieron junto a él y lo mantuvieron erguido. Después la madre se unió a sus hijos a un lado y su padre al otro, pero ella le dijo algo en un idioma que no pude entender. Él respondió. Le rogó, pero ella dijo no, no, no. Lo echó de la foto.
Con cuidado de no enseñar mis dedos manchados de grasa, los mantuve encerrados en la pantalla LCD: una caja en la que sus imágenes bidimensionales permanecerían unidas para siempre, en la que el tiempo no existía, y donde tampoco existía la necesidad de respirar. En la caja no estaban ni vivos ni muertos. Sólo una quietud completa.
—Estamos listos —dijo por fin la madre—. Haz la foto.
* * *
Los gitanos insistieron en que nos quedásemos a cenar. Montaron una mesa larga en el patio y empezaron a traer comida. Pusieron ladrillos en el suelo y largas tablas en los ladrillos para sentarse.
—No —dije.
—Né, né, né —dijo Yuki. Movía las manos.
—No podéis decir que no —dijo el padre—. Sentaos. No podéis decir que no.
Nos sentamos casi en medio de la mesa. Nos dimos la mano. La gente se apelotonaba en las tablas, como gordas golondrinas en un cable.
—Comed todo lo que queráis —dijo la madre—. Esto es col fresca. Esto es sopa de cordero. Esto es pescado de río, así que cuidado con las espinas. Todo está muy bueno.
Nadie hablaba. Sólo oíamos el sonido de las cucharas contra los platos de metal, el sonido de chuparse los dedos. Alguien succionaba el tuétano de un hueso y fuera, en la carretera, sonó el timbre de una bicicleta.
—¿Es bonita América? —nos preguntó un hombre.
—En realidad, no —dije.
—¿Es bonito Japón?
—No he estado. Me gustaría ir.
—Irás —dijo otro hombre—. Todavía eres joven. Tienes el mundo a los pies.
—Intentamos tener un bebé —dije. No sé por qué lo dije. No debería haberlo hecho. No era el momento ni el lugar. Pero no pude evitarlo. Yuki me estaba mirando. Para, me decían sus ojos—. No podemos concebir —dije—. Llevamos mucho tiempo intentándolo, pero no podemos. Iremos al hospital la semana que viene. Lo intentaremos in vitro. ¿Sabéis lo que es eso?
—Claro —dijo el gitano.
—Puedo daros unas hierbas —dijo una mujer—. Hoja de frambuesa, ortiga, damiana. Deberían ayudar. Siempre van bien.
—¿De verdad? —respondí—. ¿De verdad que lo harías?
La mujer se puso en pie.
—Ahora vuelvo —dijo.
—¿Qué haces? —me preguntó Yuki—. Te lo ruego, vámonos. No aguanto más.
La contuve.
—Espera —dije—. Un minuto. Espera.
La mujer volvió con una pequeña bolsa de hierbas.
—Hiérvelas como si fueran té. Que lo beba. Después que los médicos hagan lo que tengan que hacer.
Le di las gracias. Cogí la bolsa y le expliqué a Yuki de qué iba la cosa.
La mujer le sonrió.
—¿Tienes problemas, mi niña? —dijo—. ¿Te importa? —Se sentó entre los dos—. No te importa, ¿verdad? —dijo, y puso la mano sobre el vientre de Yuki. Yuki no protestó. Cerró los ojos. Su cara se quedó muy quieta. La mujer trazó círculos con la mano sobre el estómago de Yuki y sus callos se enganchaban en el vestido de Yuki y lo movían un poco. Después la mujer dejó la mano quieta.
—Ahí está —dijo la mujer—. Ahí lo tienes.
* * *
Era de noche cuando nos levantamos para marcharnos.
—No podéis iros aún —dijo el padre, pero no nos detuvo—. ¿Vendréis mañana?
—Sí —dije—. Estaremos en el cementerio a las diez. Iremos a la ciudad justo después e imprimiremos la foto.
—Gracias —dijo el padre. Me cogió del hombro—. Por favor, ven dentro conmigo —dijo—. Deja a tu mujer un momento. No le pasará nada. Pero coge la cámara. —Miré a Yuki. Sabía que no quería que la dejara sola.
—Está bien —dijo ella. Se sentó otra vez a la mesa y llenó su vaso de gaseosa y vino tinto.
El padre me llevó a la habitación de su hijo. Dos chicas mayores estaban sentadas junto a la cama, a la luz de una pequeña lámpara de aceite cuyo reflejo en el espejo también estaba tapado con un pañuelo. Las chicas se fueron y sus sombras se extendieron en la pared, como hierba alta cortada y barrida por una racha de viento. El padre se arrodilló junto al niño y le puso la mano en el hombro.
—Una foto rápida antes de que mi mujer nos vea —dijo.
Los enfoqué con la cámara y observé su imagen rugosa en la pantalla. La mitad del rostro del niño que estaba cerca de la luz tenía un color amarillo brillante, casi destellaba. Los gitanos habían puesto dos monedas en sus ojos para evitar que se abrieran y una de las monedas, la que estaba más cerca de la luz, brillaba como la pupila de un gato. La otra moneda estaba oscura y todo ese lado de la cara del niño era más oscuro; su pecho y sus manos rígidamente unidas con los dedos manchados eran todavía más oscuros, y sus zapatos eran casi invisibles en la oscuridad, lejos de la lámpara de aceite.
Apreté el botón y el flash se disparó, y en la fotografía tanto el padre como el hijo quedaron inundados de luz. Todo brillaba.
El padre miró la pequeña pantalla.
—¿Es un rasguño? —dijo—. ¿Por qué hay rasguño? —Había visto algo que yo no veía en la cara fotografiada del niño—. No tiene un rasguño en la cara —dijo—. Ni un rasguño en la cara.
Miré más intensamente la pantalla y luego al niño.
—Es una pestaña —dije.
El padre fue a verlo por sí mismo. Se chupó un dedo y recogió la pestaña de la cara del niño. No sabía qué hacer con ella. Luego, con su mano libre, sacó un pañuelo del bolsillo, dejó en él la pestaña y la envolvió.
Observé cómo lo hacía y supe que, si no se lo contaba en ese momento, no lo haría nunca. Y que, si no se lo decía, no me lo perdonaría nunca, ni en mil años.
Vino hacia mí y se acercó para besarme las manos. No notó las manchas de grasa.
* * *
En nuestro patio, Yuki sacó un cigarrillo. Pero no lo encendió. Nos sentamos en el umbral de la puerta, ella jugaba con su mechero. Lo encendía y miraba la llama en silencio, hasta que la llama le quemaba el dedo, y luego dejaba que el fuego se apagase.
—Tenemos que imprimir la foto esta noche —dijo, y tiró el cigarrillo apagado a sus pies—. Haremos una nekrolog y la pegaremos por el pueblo.
Le dije que eran más de las nueve. Sería difícil encontrar una impresora en la ciudad.
—Encontraremos algo. Un cibercafé. Tiene que haber algo abierto.
—Vale —dije—. Podemos hacerlo.
—Pero no iremos al funeral mañana. Imprimiremos la foto y se la llevaremos esta noche. No iremos mañana.
Acepté. Le dije que debíamos irnos; teníamos un largo camino por delante. Pero no se movió.
—Sólo un poco más —dijo.
Yo notaba que esperaba que le pasara el brazo alrededor del cuello, que la besara en la frente. A la gente buena, Yuki, quería que le dijera, le pasan cosas buenas.
Pero en ese momento no podía decirle algo así. No podía sacar la cámara, como habría hecho al final de unas agradables vacaciones, y ponerla en el capó del maltrecho coche para una foto final memorable. No podía pedirle, mientras jugaba con el cronómetro, que se echara un poco a la derecha, sí, justo ahí, Yuki, para que yo tenga sitio a tu lado, para que se vean la casa, el huerto y el establo detrás de nosotros.
Me había quedado callado ante el gitano, callado ante las puertas en el establo. Un momento después, fui a buscar las llaves del coche y, mientras Yuki hacía las maletas, doblé los pantalones de mi abuelo y los metí en un cajón para que no cogieran polvo. Comprobé que todas las puertas y ventanas estuvieran cerradas. Yuki esperó en el coche mientras yo peleaba con el cerrojo. Frente a la puerta, me permití una mirada final al huerto, al nogal. Pero no me permití pensar en el niño, nuestro niño, ni en los veranos que tendrían que pasar antes de que pudiésemos volver al pueblo.
—¿Lo llevamos todo? —pregunté—. ¿Todas las bolsas? ¿El tabaco?
—No necesito tabaco —dijo—. Lo he tirado. —Mascaba un chicle de nicotina.
Encendí el motor. Ella se dio la vuelta y buscó entre el equipaje. Sacó unas cosas y metió otras. Al final cogió la bolsa de hierbas que nos había dado la gitana. La acunó en su regazo.
—Está todo —dijo—. Ahora podemos irnos.