No es que mi abuela me anime a robar a los británicos. Pero sabe que no puedo evitarlo. Así que, cuando camino bajo el emparrado, levanta la vista del periódico y dice: «Maria, hoy han visto a la Missis en la tienda con unos pendientes nuevos. Perlas de verdad».
Me dice que ate el final de una rama suelta de la parra y mientras la ato mi abuela dice:
—No digo nada, ya sabes. Pero podíamos ir a partes iguales.
Le echo esa mirada. Dice:
—¿Sesenta y cuarenta?
Y luego vuelve al periódico. Pasa una página humedeciéndose los dedos para pasar la siguiente, como si la tinta sobre sus yemas fuera miel.
Sé para qué necesita el dinero. Doblará los billetes con cuidado, los envolverá en un viejo artículo sobre la cría del cerdo y cerrará el sobre con dos tiras de celo. Después le mandará el sobre a mi madre para que no llame en un par de meses.
Voy a dar de comer a las gallinas, para no pensar en los pendientes, pero todo son perlas ante mis ojos. Recojo cuatro huevos. Dos de ellos son bastante grandes y los limpio en el delantal, después los dejo en una cesta. Recojo unas dalias, blancas, como le gustan a la Missis, y las meto en la cesta. Después, en el sótano, lleno con rakia de mi abuelo una pequeña botella, y eso también va a la cesta.
La Missis está tomando el sol en su jardín y sus piernas, largas y suaves, reflejan el sol como si estuvieran cubiertas de la mejor hojalata que puede venderte un gitano.
—Hola, Mary, dura-bura-dura-bura —dice la Missis en inglés. Parece aburrida y deprimida como siempre, pero cuando se quita las gafas de sol le brillan los ojos. Es un perro ruso, saliva al verme. Sabe que siempre traigo cestas.
Primero da un sorbo diminuto, pero es la rakia de mi abuelo —buena uva, buena barrica de roble oscuro—, así que se bebe la mitad de la botella. Treinta y tres años y mujer, y bebé más que el tío Pesho. Y el tío Pesho conduce el autobús del pueblo.
—¿Está el Míster en casa? —le pregunto. Niega con la cabeza. Los pendientes tienen un tintineo caro. Las perlas brillan al sol y yo casi me ahogo.
—Bébaselo, Missis —digo, y me siento en el borde de la butaca del salón.
La Missis es la mujer más desgraciada a la que he robado nunca. Para empezar, hace que la llamemos «Missis», pero no es británica. El búlgaro es su lengua materna, tiene acento suave, del norte, pero cuando habla sus frases están llenas de sonidos extraños, con palabras que no significan nada en nuestro pueblo. Pasea por los caminos de tierra con un parasol que nunca se abre, se empolva la nariz mientras espera a que el camión del pan pase por su casa. Le pide al camarero bebidas con nombres ingleses y pone los ojos en blanco cuando él le sirve licor de menta y mastika. Pero aun así se lo bebe. Cuando la Missis se marcha del bar, con el pan en una bolsa de red y sus altos tacones tintineando, todos los borrachos del pueblo babean tras sus pantorrillas, y todas las campesinas ante su naturaleza sofisticada. La Missis es muy guapa, no hay duda, aunque creo que tiene el cuello demasiado largo (hecho para lucir joyas, dice mi abuela). Pero creo que la Missis sería aún más guapa si no fingiera ser otra mujer. La he visto a la vuelta de una esquina, cuando pensaba que no la veía nadie, hundiendo los dientes en el canto del pan y dándole un mordisco descuidado. La he visto pisar una cagada de búfalo en la calle y soltar un buen taco. Me gusta mucho más así. A veces me pregunto si su aire deprimido es otra impostura. Especialmente desde que volvió de su último viaje a la ciudad, sus suspiros han triplicado su duración. Pero, claro, he visto al tratante de cuero gritando por la calle: «¡Compro cuero, compro cuero!», y, a veces, cuando el Míster no está, lo he visto colarse en la casa de la Missis. Sale en treinta minutos. Siempre. Lo he cronometrado. Y sé que ningún fingimiento justifica acostarse con tratantes de cuero. Al menos su tristeza parece bastante auténtica.
—Eh, Missis —digo y muevo la butaca del salón un poco—, ¿quién toma el sol con las joyas puestas, eh?
Finge una sonrisa y cierra los labios. Es una mujer agradable, pero ahora pienso en lo fácil que es robar un par de pendientes de perlas a un par de orejas borrachas.
* * *
Los británicos, como nos gusta llamarlos, llegaron a nuestro pueblo hace dos años, cuando yo tenía dieciséis. Primero oímos que alguien había comprado la casa de enfrente. Después llegaron los obreros y destriparon la casa. Tiraron las entrañas al vertedero, sillas, mesas, estanterías. Encalaron la fachada, pusieron nuevos marcos para las ventanas, aluminio, colocaron nuevas puertas, nuevas rejas. Rastrillaron el jardín. Plantaron semillas. Trasplantaron arbustos de boj y cerezos. Cuando los cerezos florecieron llegaron los británicos. La Missis y el Míster.
El Míster es un siglo más viejo que la Missis y habla un búlgaro decente. Tiene la cara arrugada, pero los ojos azules. Lleva trajes blancos y sombreros blancos hechos de perritos. Pensé que están hechos de perritos porque una vez me dejó tocar el ala y eran igual de suaves. Algunos dicen que era espía y se rumorea que el Míster vivió muchos años en Sofía, trabajando en la embajada. La mayoría de la gente lo llama 007 y él se ríe, mostrando unos dientes perfectos, pero yo lo llamo «Míster». Lo de 007 es muy vulgar, nada aristocrático.
«¿Qué sabes tú de los aristócratas?», dice mi abuela, pero sabe que no soy una campesina, sabe que nací en la ciudad. Nací el invierno siguiente a la caída de los soviéticos. En realidad no me importan dos mierdas que cayeran los soviéticos, pero mi abuela me hace aprender esas cosas porque dice que debería conocer mi historia. Creo que por su parte es bastante tonto decirlo, teniendo en cuenta la cantidad de cosas que me ha ocultado. Historias personales, sobre todo. Pero mi abuela me sigue enseñando como si no hubiera un mañana, como si yo no supiese cuándo se derribó el muro de Berlín, o por qué se construyó.
El invierno en que nací, dice mi abuela, los lobos vagaban por las calles y se llevaban bebés. Dice que el dinero era papel higiénico, los cupones eran el nuevo dinero y había que hacer cola durante días enteros para recibir los cupones. Con trescientos cupones podías comprar una barra de pan. Con quinientos, queso. Dice que un lobo se llevó a mi padre y se le comió la polla. Y después, dice: cuando tu padre volvió a casa era un hombre sin polla.
Ahora mi padre trabaja en Inglaterra. No lo conozco, pero me gustaría. Me gustaría mandarle una carta y contarle cómo van las cosas por aquí, en nuestro pueblo. Supongo que se ha olvidado de nuestro idioma, pero a veces voy con la Missis y estoy a punto de decirle: oiga, Missis, ¿y si…?
Después lo pienso mejor. Soy la hija de mi madre, lo que quiere decir que soy una perra. Miento y robo. No puedo evitarlo. Si dejara de robar, mis pulmones se llenarían de pegamento mágico. C-200. Y no puedo respirar. Además, soy mezquina con la gente sin motivo. No siempre, claro. Sólo cuando importa. «Maria, por el amor de Dios —dice mi abuela—, te puse ese nombre para que pudieras ser como la madre de Jesús». Pero siempre me tienta. Mira esos pendientes, fíjate en esa cartera. Después le manda el dinero a mi madre. Así que le digo: «Abuela, no seas idiota. También le pusiste ese nombre y mírala: trescientos sesenta días al año fuera y pidiendo dinero los otros cinco». Y le digo: «Abuela, ¿la madre de Jesús habría dejado a su hijo en el orfanato? ¿Su abuela lo habría ido a buscar, para criarlo y hacer de él un salvador? Y abuela, ¿por qué me cogiste a mí y dejaste a mi hermana allí, como una huérfana?».
* * *
En verano, los martes y los sábados. Entonces es cuando hay autobuses, uno por la mañana y otro por la tarde. Cuando tenemos clase, sólo los sábados. A veces me salto la clase para ir, pero pocas veces, porque mi abuela se enfada conmigo por rechazar el conocimiento. Dice que sólo los hombres pueden permitirse no tener educación.
—Las mujeres —dice— necesitan desarrollar el cerebro.
—¿Ah, sí? —digo yo—. ¿Y qué pasa con Magda? Su celebro no está nada desarrollado, pero siempre está bien alimentada, lleva ropa bonita y duerme en sábanas bonitas. La tele que ve es de plasma.
—Oye —dice mi abuela—, no seas mala.
En la estación de autobuses le pago al conductor, el tío Pesho, y dice:
—Mariyke, ¿has robado un banco?
Me meto el dinero en el bolsillo. Treinta levas. Los otros veinte se los quedó mi abuela, después de que vendiera los pendientes. Y dos son para el billete, ida y vuelta. El autobús está vacío y tengo frío, tan temprano por la mañana.
—¿No puedes encender la calefacción, tío?
Se vuelve y me mira, luego mira mi camisa.
—Veo que tienes frío. Me gusta. Y, riéndose, pone el autobús en marcha y nos vamos.
Es un buen hombre, el tío Pesho, hace diez años que me conoce. Y me lleva en su autobús desde hace siete. Fue por entonces cuando empecé a ver a Magda. Antes no sabía nada de ella. Nueve años. Días, noches, veranos, inviernos. Me iba a la cama y me despertaba por la mañana, nadaba en el río, trabajaba en el campo, iba a clase, sin tener ni idea. Entonces, cuando mi abuela me lo dijo, fue como si lo hubiera sabido siempre. Como si no lo supiera, pero como si lo hubiera sabido. Como cuando los viejos dicen que pronto va a llover porque les duelen las rodillas. Sólo que mis rodillas me dolían después de la lluvia. Debía de notarse porque un día mi abuela dijo:
—Vale, vale, un día te llevaré. Pero para.
Magda era diminuta. Una cabeza más pequeña que yo, y su cara así, retorcida. Tenía la lengua como hinchada. Yo no podía dejar de mirar su lengua en movimiento y la baba que le caía por la barbilla. Mi abuela la limpiaba con una servilleta como si llevara mucho tiempo haciéndolo. Luego le pregunté:
—¿Cuánto hace que vienes?
Y ella dijo:
—Vengo de vez en cuando, una vez al mes desde hace tres años.
—¿Por qué tres?
—No podía pasarme la vida sin dormir —dijo—. Pensaba que sí. Pero no podía.
Cuando nos vimos por primera vez, Magda me pasó las manos por toda la cara. Sus manos pegajosas recorrieron mis mejillas, mis orejas. Me metió el dedo en la nariz.
—¡Sácalo!
—Te está conociendo —dijo mi abuela.
No puedes conocer a alguien metiéndole el dedo en la nariz. Pero si alguien te mete el dedo en la nariz, aprendes algunas cosas sobre él. Se llama «implicación simple». Lo estudiamos en matemáticas.
Intento enseñarle algunas cosas a Magda, ya que no somos hombres y no podemos permitirnos lo contrario. Le llevo mis libros y la siento en un rincón de una habitación agradable que huele a arroz con leche y canela y le enseño algunas cosas. En matemáticas va bien. Sabe multiplicar. Al principio era 1 × 1, 1 × 2, y nunca pasábamos del dos, todo era igual a dos. 5 × 7, 9 × 8, todo era dos. Pero ahora lo entiende. Pilla la historia. Le gustan las cosas más sencillas, historias inventadas, poemas, pero es muy mala en lengua. Y no puede escribir bien ni aunque le vaya la vida en ello. Hay una letra en concreto que simplemente no puede escribir. Ж.
Ж es el cadalso del que colgará Magda. Le digo: «Chica, tienes dieciséis años y tu Ж parece una rana muerta». Y se ríe. Al menos se ríe. Sus palabras pueden ser un balbuceo y simplemente estúpidas a veces, pero su risa es como una campanilla de invierno, y no hay nada estúpido en ella.
Ahora, en el autobús, el tío Pesho me llama.
—Mariyke, ¿quieres sentarte en mis rodillas? ¿Conducir el autobús?
Es lo que hacía cuando era pequeña. Me sentaba en sus rodillas y agarraba el volante y conducía. Así que digo:
—Vale, ¿por qué no?
—Porque no me gusta por dónde van mis pensamientos.
Me siento en sus rodillas y el autobús avanza y después él sube la mano. Me pellizca el pezón y se ríe y le digo: «Pederas, déjame salir». Se ríe, se ríe. Y me pongo de pie y le doy una patada en la rodilla y el autobús se sale de la carretera. Tiro del freno de mano y todo son tuercas y tornillos que suenan por debajo de nosotros, y humo. El autobús se para. Aprieto el botón, salgo por la puerta y ya estoy a dos colinas de distancia.
Después lloro un poco. Calla, digo, y me doy una bofetada. Darte una bofetada es muy efectivo en casos de llanto. Se lo vi a hacer a una mujer en una película estadounidense. Así que ya casi no quedan lágrimas cuando un coche avanza hacia mí por la carretera. El coche se detiene, la ventanilla baja.
—Mary, ¿eres tú?
El Míster abre la puerta y salto dentro sin decir una palabra.
—¿Vas al orfanato? —dice. Habla igual que Magda. Las palabras son las correctas, pero con algo raro, lisiado, en cada una.
—Sí —digo.
—Deja que te lleve —responde el Míster.
Mi abuela está secretamente enamorada del Míster. Y odia a la Missis con toda su alma. Vimos esa película que se llama Zorba el griego y mi abuela dijo: «Espero que la Missis se muera como esa puta vieja, para que entremos en casa a robarle, y nos llevemos los jarrones y las joyas y hasta su camisón, todavía caliente. Espero que los campesinos la pillen con el tratante de cuero y que, como en la película, le corten el cuello de lado a lado por infiel». Entonces no habrá más Missis, y todo será Míster. Piel blanca y ojos azules. Pelo suave. El Míster es igual que el caballero de la película, el escritor. Claro que más viejo, pero más apuesto, por su edad. Por sus trajes blancos y sus sombreros suaves. Por sus ojos.
Pongo mi mano sobre la suya mientras cambia de marcha. «Querida niña», dice, y añade algo sobre lo fría que tengo la mano. Pero no estoy escuchando.
—Es un coche bonito, Míster. —Tiene la mano caliente y noto cómo se mueven sus nudillos y sus músculos.
—¿Qué tal está tu hermana? —me pregunta el Míster. Lo sabe todo sobre ella. Da dinero al orfanato, echa dinero a paletadas. Por pura amabilidad, creo, aunque una vez mi abuela me dijo que tenía que ver con impuestos y cosas así—. Pobre chica —dice.
—Ahora no es tan pobre, ¿no? —digo. Quiero decir que les ha comprado nuevas cunas, cortinas nuevas. ¡Les ha comprado un microondas! Pero, por supuesto, no lo digo. Mantengo mi mano sobre la suya y me alegro de que las colinas sean colinas y de que la carretera serpentee de la forma en que lo hace, para que el cambio de marchas gire tanto como lo hace. Así sus nudillos se mueven.
—¿Sabe que se mea en la cama? —digo por decir algo—. Tiene dieciséis años.
—Sois gemelas, ¿no?
—Nadie lo nota. Me pregunto si ella lo sabe. Su cara es toda así y la mía… —Me miro en el espejo. ¡Joder! Me aparto hacia un lado y busco un pañuelo de papel en mis bolsillos.
—Toma —dice el Míster y me pasa su pañuelo de tela.
—¿Por qué no me lo ha dicho antes? —Me limpio el rímel.
—Es sólo un poco —me dice.
Me arde la cara y casi digo: Pare el coche, deje que me vaya. Pero saca un cigarrillo, lo enciende con el mechero del coche, después deja el mechero en su sitio. Un Davidoff. Y el mechero es tan brillante. Me falta el aire.
—Lo siento —digo.
—No pasa nada. Es normal que te emociones cuando hablas de tu hermana.
Después llegamos y alarga la mano para abrir la puerta. Huele a pino.
—Esta puerta se atasca —dice, y la abre.
—Gracias. —Mientras echa ceniza por la ventanilla, cojo el mechero y lo escondo en mi bolsillo—. ¿Puedo quedarme con el pañuelo? —digo.
—Quédatelo. Y saluda a tu abuela. —Y en su cara asoma una gran sonrisa salida de la nada.
* * *
Hoy le pregunto lecciones viejas. Estamos sentadas en un rincón y ella está inquieta como siempre, meciéndose hacia delante y atrás en su silla, la mirada en la ventana. «Magda, ¿cuándo se fundó Bulgaria?». «Seiscientos ochenta y uno», dice. Aprieta los labios, la lengua hinchada se mueve. La baba le asoma.
—El año 2007 es cuando Bulgaria se termina —dice la abuela—. Cuando entremos en la UE, Bulgaria se termina. ¿Sabes qué es la UE?
—UE, UE —repite.
—Deja de decirlo. Parece que no sepas hablar.
—EU —se ríe.
—Ven. —Limpio la baba de su barbilla y después pienso: Oh, mierda, es el pañuelo del Míster. Has estropeado el pañuelo del Míster.
Hacemos un dictado. Se muerde la lengua y escribe, con diligencia, y a nuestro alrededor los niños corren y juegan, y les digo que bajen el volumen de la tele. Todos esos niños son normales, aunque son huérfanos. Pero Magda está aquí porque no hay otro sitio donde pueda estar. Al menos cerca de nuestro pueblo.
Mi madre nos dejó a las dos aquí. Entonces el edificio era un desastre y no tenía teles ni cortinas. Había lobos en las calles y mi madre tenía miedo de que se nos llevaran y nos trajo aquí para que estuviéramos seguras. Mi abuela dice eso y los ojos se le llenan de lágrimas y yo siempre pienso: Abuela, me estás tomando el pelo. Y ahora veo cómo Magda mastica su propia lengua y escribe letras diminutas y pienso: ¿Y si ese profesor me hubiera pegado a mí? Teníamos la misma edad, dos años. ¿Magda vendría a verme, a enseñarme cosas? Una habitación bonita, canela, almohadas blandas. Hoy estaban comiendo sándwiches de jamón y queso cuando he llegado. Y cuando el Míster hizo esa gran donación, Magda se sentó en sus rodillas y él le acarició el pelo y las mejillas. En un mundo paralelo, quizá no estuviera tan mal.
Terminamos de escribir y Magda levanta la vista. Se ríe tontamente y se me acerca. Cuando habla me escupe a la cara.
—Tengo algo vivo en la tripa —me dice.
* * *
Me han dicho que mi padre se llama Hristo. No le culpo por haber huido. Probablemente debería culparle, pero no lo hago. Es natural, en realidad. Deja la semilla y corre, sigue adelante para dejar la semilla otra vez. Pero ¿una madre que traiciona a sus hijos? ¿Sangre que traiciona a su sangre? Eso es bajo. Así que todo mi odio se dirige a mi madre y no queda nada para nadie más. Al menos mi padre nunca llama. Nunca dice: ¿Cómo está mi niña preciosa? A lo que siempre respondo: Masticando su propia lengua. Y lo más triste es que mi madre ni siquiera entiende lo que le digo. Nunca ha visto a Magda. Nunca, desde que la abandonó. Así que si llama me tiene un minuto al teléfono, lo he cronometrado. «¿Cómo te trata la vida?», dice textualmente. Cómo te trata la vida… Nunca se ha hecho una pregunta más estúpida. La vida no te trata. Es la gente la que lo hace.
Y después el teléfono pasa a mi abuela. Cinco minutos. Terminado. Y, después, mi abuela busca un artículo viejo para envolver lo que haya pedido mi madre.
Pero no puede ser cualquier artículo viejo. Mi abuela nunca tira un periódico. Y lee los periódicos viejos. Los lee en el jardín una y otra vez. A veces me llama y dice: «Escucha: el secretario general pasó diez minutos atando globos rojos para el Día del Niño. ¿Ves qué bien lo expresó tu abuelo?». Supongo que mi abuelo sabía expresarse bien. Pero ¿por qué tiene que guardar siempre esos periódicos por todas partes?
La primera vez que le dije al Míster que mi padre trabajaba en Inglaterra, me preguntó en qué ciudad y respondí:
—Londres, claro.
Como si me ofendiera que me lo preguntase, como diciendo que mi padre no trabajaría en cualquier sitio. Le dije que mi padre supervisaba construcciones y que había supervisado la construcción de esa gran noria, la del Támesis. Los ojos del Míster casi salieron volando.
—Vaya, tu padre es muy importante —dijo.
Y yo estaba como ofendida otra vez: «¿Usted cree?».
El Míster cree que debería escribirle una carta a mi padre. Dije:
—No pasa nada, Míster. Mi padre debe de tener otros hijos ahora, y su propia missis.
—¿Y eso no te da pena? —preguntó el Míster.
—No, está bien.
Pero por dentro era: ¿Tú qué crees?
A veces pienso en mi padre. Y no consigo quitarme esa estúpida noria de la cabeza, ahora que he mentido sobre ella. Veo a mi padre junto a la noria con sus nuevos hijos y su nueva missis. Siempre es de noche y la noria siempre está iluminada y girando. El Támesis huele a sandía. Mi hermana está conmigo, naturalmente, y nos escondemos junto a un puesto donde venden jamón y queso. Mi padre se sube un niño a los hombros y levanta al otro, como una garrafa de rakia, y los lleva a una cesta en la noria. Su missis se ríe, de verdad, con el cuello largo y perlas en las orejas. «Dura-bura», dice mi padre en inglés, lo que significa: Ahora vamos a pasarlo bien. Y entonces mi hermana se vuelve hacia mí y dice: «Maldita sea, Maria, ¿por qué siempre tiene que ser así? Éste es tu sueño. Mejóralo». Y, cuando lo dice, de repente somos transportadas a la noria, cien metros por encima del suelo, y caminamos por su estructura metálica, desenroscando una bombilla tras otra. No hay peligro de caer. La gravedad no existe. Sólo nuestra gravedad. Y las bombillas siguen brillando después de que nos las metamos en los bolsillos, y nuestros bolsillos brillan con un millón de bombillas robadas y encendidas, luciérnagas ardientes tan fuertes que nos levantan sobre sus alas. Después volamos, mi hermana y yo, iluminadas, de la mano, sobre el Támesis. «Esto sí que es un sueño», dice.
* * *
Violación del reglamento número…, párrafo número…, punto número… sobre eso habla monótonamente la directora del orfanato. Estoy sentada en su despacho, esperando un buen momento para robarle un bolígrafo. Un Bic naranja con un tapón azul mordisqueado. En resumen, van a echar a Magda a la calle.
—No tiene dónde ir —digo.
—Por supuesto que sí —me responde la directora, sonriendo.
Cuando vuelvo a casa en autobús no puedo pensar en otra cosa. ¿Y si el bebé es como Magda? Lengua hinchada, balbuceos inarticulados. Sé que ella no es así por eso, pero ¿y si con su sangre o su leche le pasa esa hinchazón al bebé? No sería justo. ¿Y cómo recibirá la noticia mi abuela? ¿Un derrame cerebral? ¿Un ataque al corazón? Un bebé necesita comida para estar tranquilo, ropas, una cuna. Un bebé necesita algo mejor que Magda, mi abuela y yo.
En el pueblo, busco al Míster. Un espía de su categoría, con sus contactos en Sofía, sabrá que hacer. Pero el Míster no está en casa y la Missis está tomando el sol.
—Hello, Mary —dice con voz fingida.
—Dios mío, Missis, tiene que ayudarme.
Lo suelto antes de darme cuenta. Y no sé qué hacer con las manos, el pelo, las uñas. La Missis me sienta en una gran mesa de roble en el interior y veo mi cara distorsionada en la mesa, con el sol deslizándose sobre la madera. Reconozco esa cara y me paso las manos por las mejillas como si quisiera suavizarlas. Con pasos ligeros, la Missis flota hasta la encimera.
—¿Un cóctel? —dice.
Para ahorrar tiempo, le he dicho que he visto al tratante de cuero entrar y salir de su casa y le he prometido que no se lo contaré al Míster si me ayuda. Se pone sobria de repente. Con los labios apretados, coge la coctelera como si fuera un cuello y quisiera estrangularlo. Echa la bebida en dos copas altas, después añade unas olivas extra a mi bebida.
—Eres una víbora cotilla —dice—. Me gustan las chicas así.
Nos bebemos las copas.
—No hay nada que no arregle una copa —dice la Missis mientras yo intento calmar el ardor de mi garganta—. Entonces, ¿qué quieres, Marche?
Le cuento todo lo que hay que contar.
Chasquea la lengua, pasa un dedo por el borde del vaso y de repente está viva. Su somnolencia se ha evaporado, tiene las mejillas rosadas, los ojos brillantes.
—Cuéntame más. ¿Quién es el padre? ¿Dónde y cuándo? Quiero saberlo todo…
—El padre no importa, y no sé nada del resto.
La Missis saca el labio inferior.
—No eres nada divertida. Me paso el día escuchando las paredes y ahora, por fin, algo de emoción. Y tú no lo sabes… Tienes que enterarte…
—Preferiría hablar con el Míster.
—¿Ah, sí? —dice. Chupa el vaso. Entonces se le ocurre algo—. ¿Crees que el bebé será como ella? Ya sabes… Eso sería muy triste. No podemos dejar que pasen cosas así.
—¿Cómo?
Durante un tiempo juega con las perlas de su collar y oigo el ruido que hacen.
—Deshaciéndonos de él —dice—. Eso debería bastar.
Vuelve a la encimera.
—Yo lo hice un par de veces —dice—. Me ayudó mucho. —Bebe de un trago la copa que ha preparado y trae otra a la mesa—. Conozco a un médico muy bueno. Muy apuesto. Y no tenéis que ir a Sofía a verlo. Sólo ir a la ciudad. Pero os costará mil dólares.
—Nunca tendremos mil dólares —digo. Pero entonces se revela una posibilidad tan clara como la risa de Magda—. A menos que escribamos a mi padre.
La Missis piensa en algo un momento. Aplaude.
—Claro. Una carta a tu padre.
Y va a buscar papel bueno, de lujo, para que mi padre sepa que hablamos en serio. Saco el Bic naranja.
—Le escribiremos en inglés por si tu padre ha olvidado nuestro idioma.
—Y en el margen en búlgaro —digo—, por si es lo bastante idiota como para no haber aprendido el suyo.
La carta dice: Tатко, Магда забременя. Гонят я от пансиона. Молим те за помощ. Абортът струва скъпо. Прати пари в плик до баба. Желаем ти много здраве. Мария и Магда. La Missis la traduce. Me dice que la copie yo misma, será más adecuado.
No sé escribir en inglés, aunque lo estudiamos en la escuela, pero no es muy difícil de copiar. Al menos sobre el papel las palabras son palabras. Papá, Magda está embarazada. Van a echarla de la residencia. Te pedimos ayuda. El aborto cuesta mucho dinero. Mándaselo a la abuela en un sobre. Esperamos que estés bien de salud. Magda.
Cuando termino, la Missis inspecciona lo escrito.
—Error —dice, y me enseña dónde me he saltado una letra—. Otra vez.
Lo copio otra vez y dice: «Error», y trae más hojas y copio una y otra vez y es error, error, error. La Missis va por el quinto cóctel cuando empieza a llorar.
—Oh, vaya —dice, e intenta reír.
Después se queda callada, pero noto que quiere hablar.
—Missis —digo.
—Conocía a una chica muy guapa. Una buena estudiante de la escuela de idiomas. Servía copas a los extranjeros en el hotel Balkan Tourist para tener algo de dinero. Su padre era un borracho que se lo gastaba todo. Una noche, un viejo cabrón inglés pidió a la chica que le preparase un Resucitador de Cadáveres. La chica no tenía ni idea de lo que era eso.
Agita su vaso.
—No está tan mal. Sólo es una operación. No notas nada. —Y entonces, así, como si se hubiera dado una bofetada en la cara, la Missis recupera la compostura—. Vamos, ahora, acaba la carta.
La copio unas cuantas veces más y debo de cometer pequeños errores, lo que es raro, porque no veo qué he escrito mal. Finalmente me dice:
—Dame el boli y alarga la mano.
Me golpea en la mano con el boli una y otra vez. «Así es como se aprende inglés. Así es como te casas con el Míster y te haces rica. ¿Qué? ¿Crees que no sé que me robas? Mis zapatos, mis pendientes, mis collares. Eres una zorra ladrona, ¿verdad?».
Duele. Pero no pienso apartar los dedos. Deja que te pegue. Deja que me pegue por una vez. Vamos, Missis. No es nada.
Cuando termina de pegarme, la Missis se calma. Parece pensar en algo un tiempo. Con la espalda estirada y rígida, deja la habitación y vuelve con un fajo de billetes.
—Olvida la carta —dice, y deja el fajo frente a ella en la mesa—. Haz una cosa por mí y esto es tuyo.
No me gusta cómo se le han nublado los ojos.
—Bésame —dice.
Mil dólares por un beso. «Es suyo», digo, y me inclino hacia delante para hacerlo.
Entonces la Missis ríe tontamente y se echa hacia delante, con los ojos cerrados, el tronco balanceándose, la cara marcada por el llanto, el labio superior perlado de sudor. Huele a perfume y rakia. Nuestros labios se tocan, cierro los ojos con fuerza, porque me da miedo mirar, y la Missis chilla:
—¡Agh! ¡Qué asco! —Y me aparta de un empujón. Se echa a reír—. ¡No puedo hacerlo!
—Agita las manos como si fueran pequeñas alas. Cógelo, es tuyo —logra decir al final, y sigue riendo.
* * *
Desde allí corro hacia el autobús, tan deprisa como puedo, intentando mantener la mente en blanco.
—¿Quieres que vuelva a sentarme en tus rodillas, tío? ¿Quieres pellizcarme un poco más?
—Mariyke —dice—. No lo hacía en serio. Por favor, mi alma. Perdóname.
—Te perdonaré si me haces un favor —digo.
—Por ti, siempre.
Conduce y yo sollozo en la parte trasera. El fajo es como barro en mi mano. Cuanto más lo aprieto, más me mancha la manga con gotas sucias.
En el orfanato, Magda está sentada en la cama, meciéndose suavemente. Las tablas de la cama crujen debajo de ella como las plañideras del pueblo en el último funeral del día. Le han cortado el pelo y hay cabellos diminutos sobre su frente, mejillas y cuello. Lleva un vestido nuevo, azul, de un color suave. Sin duda, un vestido que han comprado con el dinero del Míster.
—Bueno, Magdichka —digo—, no hay vestidos así con la abuela. —Envuelvo todas sus ropas en una manta: unos vaqueros, tres blusas, seis bragas, seis sujetadores, doce calcetines desparejados. Con el fardo en una mano y agarrando a Magda con la otra, salgo de la residencia.
Le digo que todo va bien.
—Nos vamos de viaje —le explico.
—Vale —logra decir.
Nos sentamos en la parte trasera y el tío conduce. Quiere saber exactamente a qué parte de la ciudad vamos.
—Déjanos en la estación y espera —digo.
Cuento el dinero. Mil dólares. El doctor Rangelov, se llama. Un edificio de apartamentos amarillo, en el segundo piso. Lo reconoceré por el tilo verde que hay fuera: le cayó un rayo y está carbonizado. Le digo que nos manda la Missis y dejo que cuente el dinero. Y después es una operación sencilla. Y después no notaremos nada.
Es primera hora de la tarde, pero el cielo que se ve por la ventana es oscuro. La carretera negra, las nubes negras y las colinas alrededor como norias.
—Parecen norias —digo, y Magda pasa las manos por toda la ventana, tira de las cortinas, mastica las cuerdas.
Suavemente, aparto uno a uno los pelos de su cuello y de su frente sudorosa. No sería justo, pienso. Tener un bebé con el cerebro hinchado, con mi abuela como madre. Conmigo como tía.
—Estate quieta —le digo.
Finalmente estamos en la ciudad. El conductor me advierte. A las seis, dice, tenemos que estar en la cochera. Le digo que tengo que pensar.
—Ve a fumar un cigarro fuera. Toma un café. —Y yo sigo con esos pelos diminutos—. Simplemente, no es justo, Magda, ¿sabes?
—Vale —dice.
—No me extraña que estés donde estás. Eso es lo único que dices.
—Vale.
Nos echamos a reír. Y entonces la imagino, extendida como una Ж, el bebé desaparecido. O, si no, veo al bebé llorando, todo el día, toda la noche, hambriento, y veo que crece, que boquea en busca de aire, porque, como yo, siente la necesidad de robar. Y siempre estoy a su lado, llenándole su pequeña cabeza de trucos. Le enseño a birlar bolígrafos, collares, mecheros… «Rápido, así, y nadie lo verá».
Mil dólares en mi mano. Si me voy ahora, nadie lo verá. Mil dólares me llevarían muy lejos de todo este desastre, tan rápido que incluso mis pensamientos se quedarían atrás. Digo:
—Espera, Magda. Volveré antes de que te des cuenta. Agarra la manta, agárrala fuerte, y volveré.
La agarra. La beso rápido en los labios, un pequeño pico manchado de baba.
Soy la hija de mi madre. Y, así, corro tan rápido como se puede correr bajo la lluvia. Y, cuando pierdo el aliento, sigo corriendo. Creo que, si me paro, mis pies podrían llevarme de vuelta.
Al final me encuentro en el otro extremo de la ciudad, manchada de barro y empapada, ante un salón de belleza. Al otro lado del cristal veo a mujeres sentadas en hileras de sillas, con cuellos largos y elegantes, aristocráticas, algunas con cascos para secarse el pelo en la cabeza y otras con bolas de algodón entre los dedos de los pies. También veo mi propio reflejo en el cristal, tan delgado como un fantasma e igual de vívido. Toda mi vida me ha cortado el pelo mi abuela con las mismas tijeras que usaba su abuela. Al diablo con eso, pienso.
Y veinte dólares después estoy en una silla.
—Lo quiero corto —digo, y observo en el espejo, un mechón húmedo cayendo después de otro. A estas horas estarán en casa. El tío Pesho habrá llevado a Magda a casa de mi abuela, que estaría enferma de preocupación. Al final, la chica del espejo es otra persona: una versión más ligera y hermosa de mí misma. Realmente una desconocida.
Después del corte, necesito ropas secas. Un vestido. Verde, rojo, amarillo, azul. Da igual mientras sea caro y nuevo. Necesito zapatos nuevos, tacones que hagan ruido sobre los charcos. Desde ahí, claro, me voy al hotel. El Bal-Balkan Tourist.
El camarero me llama «mademoiselle» y me lleva a una mesa. El vestido se agita contra mis muslos, los tacones besan el suelo limpio. Enciende una vela. Mantel blanco y tenedores de tamaños diferentes. Pido sándwiches de jamón y queso y me los como, mientras a un lado un viejo toca el piano y su calva brilla, como la mecha de una vela. Pido estofado de pollo y pescado, flan y crème brûlée para postre, y arroz con leche y canela, y casi ni los pruebo, pero pido más.
Desde allí vuelo al bar del hotel. Esta noche, como todas, dice un cartel, es noche de variedades. Me siento en un rincón y pido almendras, zumo de naranja y piña. El bar está medio vacío, aquí y allá viejos en parejas sorben sus bebidas: todos van bien vestidos, la mayoría parecen extranjeros. Y en el escenario, bajo el brillo de un millón de diminutas luces de colores, bailan chicas luminosas, de piernas largas y faldas cortas, con cortes de pelo como el mío, con sonrisas grandes y estúpidas. Variétés. A mí me parece más un circo. Apuesto a que ganan bastante pasta. Apuesto a que yo podría ser una de ellas. Alquilaré una habitación en la ciudad, trabajaré por la noche y dormiré de día, un sueño sin sueños, hasta que un día un británico —con sombreros hechos con perritos y trajes blancos como la nieve— me ofrezca una copa.
Papá, Magda está embarazada. La van a echar de la residencia.
Vuelvo a leer la carta. Casi no puedo distinguir las palabras, con todas las luces que destellan en el escenario, pero las palabras son palabras. Pienso en mi abuela, en Magda, que probablemente a estas horas estará durmiendo en mi cama.
Sé que todo esto no es un sueño, pero, aun así, ¿por qué tiene que ser de este modo?
Siento la asfixiante necesidad de llenarme los bolsillos con todas esas luces que brillan en el escenario. Si no lo hago, seguro que me ahogaré. Me siento y observo cómo explotan las bombillas, un zumbido fuerte e intenso, pero no pienso moverme.
Unas monedas sueltas. Eso es todo lo que queda cuando termina el espectáculo. Llamo desde el vestíbulo y mi abuela coge el teléfono inmediatamente. No quiero oírle hablar.
—¿Cómo te trata la vida? —digo—. Oye, necesito un poco de dinero para un billete de vuelta a casa.