Cuando mi abuelo se enteró de que me iba a estudiar a Estados Unidos, me escribió una nota de despedida. «Cerdo capitalista —decía la nota—, buen viaje. Con amor, tu abuelo». Estaba escrita en una arrugada papeleta roja de las elecciones de 1991, que era una pieza esencial de la colección de papeletas comunistas de mi abuelo y llevaba las firmas de todos los habitantes del pueblo de Leningrado. Me emocionó ser objeto de ese honor y escribí a mi abuelo la siguiente respuesta: «Pardillo comunista, gracias por tu carta. Me voy mañana, y cuando llegue intentaré casarme con una estadounidense lo antes posible. Tendré muchos hijos estadounidenses. Con amor, tu nieto».

* * *

No había una buena razón para que me fuera a Estados Unidos. En casa no pasaba hambre, al menos en el sentido físico. Ninguna guerra me había sacado del país ni me había dejado en tierras extranjeras. Me fui porque podía, porque llevaba en mi sangre la rabia de Occidente. En el instituto, cuando la mayoría de mis compañeros estaban ocupados bebiendo, fumando, teniendo relaciones sexuales, jugando a los dados, mintiendo a sus padres, yendo al mar en autoestop, falsificando dinero o preparando bombas para partidos de fútbol, yo estudiaba inglés. Memorizaba palabras y reglas de gramática y ensayaba trabalenguas especialmente diseñados para europeos del Este. «Remember the money,[1] —repetía una y otra vez en la calle, en la ducha, incluso en sueños—. Remember the money, remember the money, remember the money». Frases como ésa, había oído, te ayudaban a educar la lengua.

Mis padres debían de estar orgullosos de tener un hijo tan aplicado. Pero daba igual lo buenas que fueran mis notas: mi abuelo nunca llegó a compartir sus sentimientos. Desdeñaba Occidente, su degradación moral y su falta de valores. De niño, sólo podía leer los libros que le parecían apropiados. El partido secreto era apropiado. La isla del tesoro, no. El idioma inglés, insistía mi abuelo, era un perro rabioso, y a veces un solo mordisco bastaba para que su veneno alcanzara tu cerebro y lo convirtiera en puré de manzanas silvestres. «¿Sabes, sinko —me preguntó mi abuelo una vez—, cómo es tener por cerebro un puré de manzanas silvestres?». Negué con la cabeza, avergonzado. «Lee libros en inglés, hijo mío, y lo descubrirás por ti mismo».

Los primeros años tras la muerte de mi abuela, él se quedó en su pueblo natal, cerca de su tumba. Pero después de que sufriera un pequeño derrame cerebral, mi padre lo convenció para que volviera a Sofía. Llegó a la puerta de casa con dos bolsas: una llena de calcetines, pantalones y calzones, y otra llena de libros polvorientos. «Un regalo educativo», dijo, me colgó la bolsa en el hombro y me removió el pelo, como si todavía fuera un niño.

Cada semana, durante unos meses, me daba un libro distinto. Partisanos, conjuras contra el régimen zarista.

—Abuelo, por favor —decía yo—, tengo que estudiar.

—Lo que tienes que hacer es adquirir un buen criterio. —Me dejaba solo para que leyera pero irrumpía en mi habitación un minuto después con alguna mala excusa. ¿Lo había llamado? ¿Necesitaba ayuda con un pasaje difícil?

—Abuelo, son libros para niños.

—Primero libros para niños, luego Lenin. —Se sentaba a los pies de mi cama y me indicaba que siguiera leyendo.

Si volvía a casa después del colegio asustado porque me había perseguido un perro callejero, mi abuelo suspiraba. ¿Podía imaginar a Kalitko el pastor asustado de un perrito? Si me quejaba de los abusones, mi abuelo negaba con la cabeza.

—Imagina a Mitko Palauzov gimoteando.

—A Mitko Palauzov lo mataron en un refugio.

—Un chico valiente y atrevido —decía mi abuelo, y se pellizcaba la nariz para detener las inevitables lágrimas.

Y así un día cogí los libros y los dejé en su habitación con una nota. «Reciclar como papel higiénico». La siguiente vez que me vio, yo estaba leyendo La llamada de lo salvaje.

A partir de entonces, mi abuelo escuchaba mucho la radio, leía el periódico comunista Duma y las obras completas de su amado Lenin. Fumaba cigarrillos sin filtro en el balcón y recitaba pasajes del volumen doce a los gorriones que se posaban en la antena de televisión. Mis padres estaban preocupados. A mí me divertía de verdad.

—Abuelo, ¿te has enterado de lo de la jirafa que vuela? —le pregunté una vez.

—Las jirafas no vuelan —respondió. Le expliqué que lo había leído en Duma, en la primera página y él se frotó la barbilla. Se estiró el bigote—: ¿Quizá un metro o dos? —dijo.

—Abuelo —seguí—, ¿te has enterado de que anoche en Moscú Yeltsin le dio vodka al cadáver de Lenin? Se acabaron la botella y se fueron de la mano, tambaleándose por la plaza.

Había algo excitante en burlarme de mi abuelo. Por un lado, me sentía avergonzado, pero por otro… A veces, por supuesto, iba demasiado lejos e intentaba pegarme con su bastón.

—¿Por qué no tendrás cinco años? —decía—. Te dejaría las orejas como las de un burro.

No eran las burlas sino más bien verme encorvado sobre una edición abreviada del Oxford English Dictionary lo que finalmente llevó a mi abuelo de regreso a su pueblo natal. Cuando mi padre le pidió una explicación, mi abuelo no quiso admitir la verdadera razón. «Estoy cansado de mirar las paredes —dijo—. Estoy cansado de ver cagar a los gorriones. Necesito mis montes Balcanes, mi río. Necesito limpiar la tumba de tu madre». No dijimos nada al despedirnos. Me dio la mano.

Sin que mi abuelo estuviera allí para distraerme, me concentré en mis estudios. En esa época se había puesto de moda que los alumnos hicieran el examen SAT y probaran suerte en el extranjero. A principios de la primavera de 1999 me admitieron en la Universidad de Arkansas y mis notas fueron lo bastante buenas como para que me dieran una beca completa, con habitación y comida, incluso un billete de avión.

Mis padres me llevaron a la casa de mi abuelo para que le diera la noticia en persona. No creían que los teléfonos pudieran transmitir noticias importantes.

—América —dijo mi abuelo cuando se lo dije. Veía que la palabra se desalojaba de su estómago ácido, se pegaba en su garganta y era finalmente expulsada en los tilos del patio. Me observó y se retorció el bigote.

—Mi nieto, un capitalista —dijo—. Después de todo lo que he pasado.

* * *

Lo que mi abuelo había pasado era básicamente esto:

Era 1944. Mi abuelo rondaba los veinticinco años. Su rostro era duro pero hermoso. Tenía la nariz afilada. En sus ojos oscuros brillaba el destello de algo nuevo y grande que iba a cambiar el mundo profundamente. Era pobre. «Comía pan con manzanas silvestres para desayunar —me decía a menudo—. Pan con manzanas silvestres a la hora del almuerzo. Y manzanas silvestres a la hora de cenar, porque a la hora de cenar ya no quedaba pan».

Por eso, cuando los comunistas fueron a su pueblo a robar comida, mi abuelo se fue con ellos. Todos habían huido a los bosques, donde cavaban búnkeres subterráneos y vivían en ellos durante semanas: día y noche, metidos en los refugios. Fuera, los fascistas olfateaban en su busca, intentando cazarlos con sus perros alsacianos, sus armas, sus bombas y sus misiles. Si crees que una tumba es demasiado estrecha —me dijo mi abuelo—, hazte un refugio. No, no, hazte un refugio y encuentra a quince personas que pasen contigo una semana allí dentro. Y busca a un par de mujeres embarazadas, además. Y a una cabra hambrienta. Después ve por ahí diciendo que una tumba es lo más estrecho de la tierra.

—Viejo, nunca he dicho que una tumba fuera lo más estrecho que hay.

—Pero lo estabas pensando.

Así que finalmente mi abuelo tenía demasiada hambre como para quedarse en el refugio y decidió agarrar una escopeta y bajar al pueblo a por comida. Cuando llegó, descubrió que todo había cambiado. Una bandera roja ondeaba en la torre de la iglesia. La iglesia se había cerrado y transformado en una sala de reuniones. Había habido un levantamiento, le dijeron los campesinos, una revolución que había derrocado el antiguo régimen. Mientras mi abuelo estaba escondido en el refugio, el comunismo brotó con flores fragantes. Ahora todo el mundo caminaba libremente, y en sus ojos oscuros brillaba el destello de algo nuevo y grande que iba a cambiar el mundo profundamente. Mi abuelo se arrodilló, lloró y besó el suelo de su tierra natal. Inmediatamente, entró en el Partido. Inmediatamente, como partisano heroico que había sufrido en un refugio, recibió un puesto elevado en el Frente de la Patria. Inmediatamente, ascendió y se trasladó a la ciudad, donde se convirtió en algo-y-algo de un departamento de algo-y-algo. Consiguió un apartamento, se casó con mi abuela. Mi padre nació un año después.

* * *

Llegué a Arkansas el 11 de agosto de 1999. En el aeropuerto me recogieron dos jóvenes y una chica, los tres con traje. Eran de una organización que se preocupaba mucho por los estudiantes internacionales.

—Bienvenido a Estados Unidos —dijeron con una sola y amistosa voz, y sus rostros sinceros brillaban. En el coche me dieron una Biblia.

—¿Sabes lo que es esto? —me preguntó la chica alzando la voz y pronunciando lentamente.

—No —dije.

Ella parecía verdaderamente satisfecha.

—Son las obras de nuestro Salvador. La palabra de nuestro Señor.

—Ah, las obras completas de Lenin —dije—. ¿Qué volumen?

* * *

Mi primera semana en Estados Unidos se desarrolló bajo el estandarte de la Orientación Internacional. Conocí a personas que venían de países más pequeños que el mío. Estreché la mano de gente negra. A los que teníamos el inglés como segunda lengua nos enseñaron lo que debíamos esperar cuando estaba fixin’ to rain. Lo que significaba yonder, por qué era a bummer estar yonder sin paraguas cuando estaba fixin’ to rain.[2]

Había escrito cada palabra inglesa que conocía al menos diez veces en los cuadernos que mi abuelo traía del Frente de la Patria. Cada página de esos cuadernos era la cara de un acantilado contra el que gritaba. Las palabras volaban de regreso a mí, volvían a chocar contra la roca, regresaban. Al final del instituto había llenado de ecos tantos cuadernos que se alzaban en dos torres a ambos lados de mi mesa.

Pero en Estados Unidos estaba expuesto a palabras que no conocía. Y, a veces, palabras que conocía no tenían sentido cuando estaban juntas. ¿Qué era un hotpocket?,[3] me preguntaba. ¿Por qué mi compañero de habitación estaba tan entusiasmado por haber visto a dos chicas making out en el pasillo?[4] ¿Qué estaban making out? Me sentía aislado, a menudo confuso, hasta que poco a poco, con el tiempo, el mundo que me rodeaba se filtró por mis ojos, mis oídos, mi lengua. Finalmente las palabras surgieron liberadas. Estaba en pleno éxtasis borracho de léxico. Hablaba tanto que al final mi compañero de habitación dejó de pasar tiempo en nuestro cuarto y sólo volvía después de que yo me hubiera ido a la cama. Acaparaba a profesores arbitrariamente en su horario de tutorías y les hacía preguntas que requerían respuestas prolijas. Hablaba con desconocidos en la calle, consciente de que me comportaba como un pesado. Saberlo no me detenía. Los oídos me zumbaban, se me trababa e hinchaba la lengua. Duró meses, hasta que un día descubrí que nada de lo que decía importaba a los que estaban a mi alrededor. Nadie sabía de dónde venía, a nadie le importaba saberlo. No tenía nada que decirle al mundo.

Me atrincheré en la residencia: una estrecha habitación con forma de celda, abarrotada con el microondas, el frigorífico, el ordenador, los altavoces, la televisión, la Nintendo de mi compañero de cuarto. Veía «Matrimonio con hijos» y «El show de Howard Stern». Hablaba con mis padres, pocas veces, brevemente, porque las tarifas eran altas. Acunaba el teléfono, acariciaba el delgado cable que se estiraba siete mil kilómetros sobre el mar. Escuchaba a mi madre y me sentía casi conectado. Pero cuando colgaba, estaba solo.

* * *

Cuando tenía treinta años y el puesto de algo-del-algo, mi abuelo conoció a la mujer de su vida. Era la clásica historia de amor comunista: se conocieron en una reunión vespertina del partido. Mi abuela llegó tarde, mojada por la lluvia, se sentó en la única silla libre, que estaba junto a la de mi abuelo, y se quedó dormida sobre su hombro. Él no aprobaba su falta de interés por los asuntos del Partido y ahí mismo se enamoró de su olor, de su respiración sobre su cuello. Cuando se despertó, hablaron de ideas puras y del futuro brillante, del mal capitalista de Occidente, del abrazo nutricio de la Unión Soviética y, por encima de todo, de Lenin. Mi abuelo descubrió que los dos compartían la misma pasión por seguir su ejemplo brillante y llevó a mi abuela al registro civil, donde se casaron.

Mi abuela murió de cáncer de mama en 1989, sólo un mes después de que el comunismo fuera abolido en Bulgaria. Yo tenía ocho años y lo recuerdo muy claramente. La enterramos en el pueblo. Pusimos el ataúd abierto en un remolque, atamos el remolque a un tractor y el tractor tiró del remolque y del ataúd, y todos caminamos detrás. Mi abuelo estaba sentado junto al ataúd y cogía la mano muerta de mi abuela. Creo que en realidad ese día no llovió, pero en mis recuerdos veo viento, nubes y lluvia; la lluvia callada y fría que cae cuando pierdes a alguien que quieres. Mi abuelo no soltó una lágrima. Iba sentado en el remolque, la lluvia de mi memoria cayendo sobre él, sobre su cabeza calva, sobre el ataúd, sobre los ojos cerrados de mi abuela. La música fluía a su alrededor: la música profunda y triste del oboe, la trompeta, el tambor. No hay sacerdotes en los funerales comunistas. Mi abuelo leyó un fragmento de un libro, el volumen doce de las obras completas de Lenin. Sus palabras subieron al cielo y la lluvia las derribó al suelo.

—Es una buena tumba —dijo mi abuelo cuando terminó—. No es tan estrecha como un refugio, lo que la hace buena. ¿Verdad? No es demasiado estrecha, ¿verdad? Estará bien dentro. Seguro que está bien.

Con ese funeral, con las palabras de mi abuelo alzándose y cayendo rotas en el barro, empecé a soñar durante mi segundo año en la universidad. Ya no iba a clase regularmente porque las palabras de los profesores me atormentaban como un sarpullido, pero leía mucho en mi habitación. Había elegido especializarme en psicología, principalmente por capricho, así que devoraba a Freud y a Jung en cantidades industriales.

—Sus palabras son la levadura que da vida a mi cerebro —le dije a mi abuelo unos meses después.

—Eso es verdad —respondió él—. Tu cerebro es masa. O mejor: puré de manzanas silvestres.

Me fascinó descubrir que nuestros sueños no sólo reflejaban nuestro inconsciente personal, sino también el colectivo. Dios mío, ¿existía algo así? ¿Un inconsciente colectivo? Si era cierto, quería entrar en él. Quería formar parte de él: estar conectado, soñar los sueños de otra gente, que otros soñaran mis sueños. Me fui a la cama esperando soñar símbolos vívidos y trascendentales.

Hoy —escribí en un pequeño diario—, he soñado que mi padre estaba en el sofá, pelando pipas de girasol, con los calcetines medio bajados como las orejas de un burro.

He soñado que mi madre sacaba yogur de un tarro con una cuchara.

He soñado que mi padre me esperaba en el pasillo para ponerme la zancadilla con su bastón.

Fue tras este sueño en particular, la víspera del cuatro de julio, después de dos años sin oír la voz de mi abuelo, cuando finalmente cogí el teléfono y marqué.

Intenté imaginarlo, en el patio, forzando la vista para leer en el crepúsculo. Oiría sonar el teléfono y lentamente, con dolor, iría hacia la casa. Intenté imaginar su rostro, tan viejo y aterrador que le otorgué una barba imaginaria para ocultar su edad. La barba debe de ser blanca, pensé. No, amarilla por la nicotina. Dos ojos fieros miraban desde la melena, ardientes con las palabras de Lenin. «Electrificación más poder de los soviets igual a comunismo. Danos al niño ocho años y será un bolchevique para siempre». Esperé, petrificado, que su flamígera voz incineradora me transformara en ceniza, que su aliento de azufre me esparciera como el viento.

—Abuelo —dije.

—Sinko.

Me estremecí tanto que el cable que había entre los dos crujió. Tuve miedo de que hubiera colgado.

—Abuelo, ¿estás ahí?

—Estoy aquí.

—Estás ahí —dije—. Abuelo, hay mucha agua entre nosotros. Estamos muy lejos.

—Lo estamos —dijo—. Pero la sangre, espero, es más espesa que el océano.

* * *

Después del funeral de mi abuela, mi abuelo se negó a dejar el pueblo. En un año había perdido todo lo que podía perder un hombre: la mujer de su vida y el amor de su vida, el Partido.

—No hay sitio para mí en la ciudad —recuerdo que le dijo a mi padre—. No tengo ganas de servir a esos traidores. Que el capitalismo los corrompa a todos, esos bastardos, esos asesinos de mujeres inocentes.

Mi abuelo estaba convencido de que a mi abuela la había matado la caída del comunismo. «Su cáncer era consecuencia de las graves desilusiones de su corazón idealista y puro —explicaba—. No podía ver cómo sus sueños eran pisoteados, así que hizo lo único que podía hacer una mujer honesta: se murió».

Mi abuelo compró una casa en el pueblo para estar cerca de mi abuela y todos los días iba a su tumba a las tres de la tarde, se sentaba junto a la lápida, abría el volumen doce de las obras completas de Lenin y leía en voz alta. Fuera verano o invierno, estaba allí, leyendo. Nunca se saltó un día, y fue allí, en la tumba de mi abuela, donde se le ocurrió la idea.

—Nada está perdido —nos dijo a mí y a mis padres un sábado que vino a vernos—. El comunismo puede haber muerto en este país, pero los ideales nunca mueren. Lo traeré aquí, al pueblo. Empezaré desde cero.

El 25 de octubre de 1993 se produjo la gran revolución de octubre en el pueblo, de manera tranquila, clandestina, sin mucho ruido. En esa época, todos los que tenían menos de sesenta años habían dejado el pueblo para vivir en la ciudad y los que se habían quedado eran gente pura y fuerte de corazón: en ellos la idea continuaba viva y en sus ojos negros brillaba el destello de algo nuevo y grande que iba a cambiar el mundo profundamente. Oficialmente, el pueblo seguía siendo parte de Bulgaria y tenía un alcalde que respondía ante el Gobierno nacional y todo eso; pero en secreto, clandestinamente, era el nuevo partido comunista del pueblo quien decidía su destino. El nombre del pueblo se cambió de Valchidol a Leningrado. Mi abuelo fue unánimemente elegido secretario general.

Todas las tardes había una reunión del partido en el viejo salón del pueblo, donde el asiento contiguo a mi abuelo estaba siempre vacío, y se echaba agua con una manguera en la ventana para crear la ilusión de la lluvia.

—El comunismo florece mejor con la humedad —explicaba mi abuelo cuando los otros miembros del partido cuestionaban su decisión; de hecho, pensaba en mi abuela y en la lluvia de su primer encuentro. Y, realmente, el comunismo floreció en Leningrado.

Mi abuelo y la gente del pueblo decidieron rescatar cada artefacto comunista que quedase en Bulgaria y llevarlo a Leningrado: al museo viviente de la doctrina comunista. Los monumentos construidos bajo los desmoronados ideales eran demolidos por todo el país. Estatuas erigidas décadas atrás, que recordaban, glorificaban y reivindicaban orgullosas promesas, eran derribadas y fundidas para hacer chatarra. Poetas antaño ensalzados habían caído en el olvido. Sus cuerpos de papel recogían polvo. El agua de lluvia lavaba su sangre de tinta.

Cuando mi llamada interrumpió los dos años de silencio, mi abuelo empezó a escribirme cartas. Me quedé pasmado, pero no sorprendido, al enterarme de que, en Leningrado, no había abandonado sus ideas. En una de sus cartas, mi abuelo me contó que los vecinos del pueblo habían convencido a unos gitanos de que rescataran objetos para ellos. «El camarada Hassan, su mujer y quince niños gitanos —escribió mi abuelo—, sin duda inspirados por el brillante ideal comunista, y sólo levemente estimulados por el dinero y los dos cerdos que les dimos, han prometido entregar a nuestro pueblo los mejores de los mejores artefactos “rojos” que puedan encontrarse en nuestro desdichado país. Hoy los camaradas gitanos han traído su primer regalo: un monumento al Soldado Ruso Desconocido, liberador del yugo turco, ligeramente deformado de cintura para abajo y sin escopeta, pero por lo demás en excelentes condiciones. Ahora el monumento se levanta orgulloso junto a las estatuas de Aliosha, Seriozha y la Mujer Desconocida de Minsk».

* * *

Decidí llamar a mi abuelo dos veces al mes. Al principio hablábamos de asuntos menores. Me contaba que estaba ordenando su colección de artefactos comunistas, que leía La mujer moderna en la tumba de mi abuela. Durante treinta años, decía, ella había recibido la revista una vez al mes y él no quería romper el ciclo.

—Aunque estoy un poco cansado de dietas para perder peso y consejos amorosos —me dijo—. Tres reglas para las citas, tres pasos para adelgazar. Ahora, nieto, hay tres pasos fáciles para todo.

Le pregunté si eso significaba que había dejado de leer a Lenin.

—Pensaba que no me lo ibas a preguntar nunca —dijo—. Oye, he estado pensando. ¿Por qué no te recomiendo un libro?

Le rogué que no empezara otra vez.

—Te he fallado —dijo—. A veces me parece que te marchaste sólo para fastidiarme.

Respondí que, al contrario de lo que pensaba, él no era el centro del mundo. Me llevaba estupendamente con mis amigos estadounidenses y me sentía en casa.

—Tonterías —dijo—. Odias estar ahí.

Mi soledad se levantó en mi interior como el vapor en un campo desierto. Me ahogaba de rabia. Sin duda, él no tenía forma de saber que esos amigos de los que hablaba no existían. Que hacía días que no salía de mi habitación.

—Eres terco como una mula, abuelo —declaré—. Déjalo. Quema tu colección de artefactos, tus libros. El pasado está muerto.

—Los ideales nunca mueren —dijo.

—Pero la gente sí. ¿O es que crees que vas a vivir siempre?

Sabía que estaba mal decir esas cosas, pero quería herirlo. Y, cuando rió, supe que lo había hecho.

—Creo que estás celoso —dijo—. Tan celoso como una chica con una sola pierna en el baile del pueblo. No soportas la idea de que tu abuelo sea feliz y tú no.

—No soporto la idea de que mi abuelo esté loco. De que haya llenado su vida de paja.

—¿Un trabajo seguro? ¿Una mujer que me quería? ¿Un hijo que pude mandar a la universidad? ¿Todo eso te parece paja?

Debí de quedarme callado un rato. Finalmente, habló.

—Hijo mío, ¿recuerdas los desfiles? Pienso a menudo en ellos. Eras tan pequeño que te llevaba a hombros y marchábamos con la gente. Te compraba un globo rojo, una bandera de papel. Cantabas por el Partido, cantabas las canciones. Te las sabías todas de memoria.

—Me acuerdo —dije. Pero no pensaba en los desfiles.

* * *

Cuando era niño, pasaba los veranos en el pueblo, con mis abuelos. En invierno vivían en Sofía, a dos manzanas de nuestro apartamento, pero, cuando el tiempo mejoraba, hacían las maletas y se marchaban.

Al menos una vez por verano, cuando había luna llena, mi abuelo me llevaba a coger cangrejos. Pasábamos la mayor parte del día en el patio, reforzando los fondos de grandes bolsas con cinta, reparando los agujeros de anteriores noches de pesca. Finalmente, cuando terminábamos, nos sentábamos en el porche y mirábamos cómo se zambullía el sol tras los picos de los Balcanes. Mi abuelo encendía un cigarrillo, sacaba su navaja y trazaba marcas en la corteza de los palos de castaño que habíamos preparado para coger los cangrejos. Esperábamos a que saliera la luna y a veces mi abuela se sentaba con nosotros y cantaba, o mi abuelo contaba historias del tiempo que había pasado en los bosques, escondido en los refugios con sus camaradas comunistas.

Cuando la luna estaba alta, brillante, mi abuelo se ponía de pie y se estiraba. «Están comiendo —decía—. Vamos a por ellos».

Mi abuela hacía bocadillos de paté para el viaje y los envolvía en servilletas de papel que siempre eran difíciles de quitar. Nos deseaba suerte y dejábamos la casa, salíamos del pueblo y luego caminábamos por el fangoso sendero del bosque. Mi abuelo llevaba las bolsas y los palos, y yo le seguía. La luna brillaba sobre nosotros, iluminando nuestro camino; el viento soplaba suavemente en nuestras caras. El río sonaba cerca.

Salíamos de los bosques, hacia el prado, y, mientras el cielo nocturno se desplegaba sobre nosotros, los veíamos. El río y los cangrejos. El río siempre oscuro y rugiente, los cangrejos en la hierba, moviéndose despacio, pinzando hojas de ranúnculos.

Nos sentábamos en la hierba, sacábamos nuestros bocadillos y comíamos. Bajo la áspera luz de la luna los cuerpos húmedos de los cangrejos relucían como carbón al rojo vivo, y las riberas parecían cubiertas de ascuas y de cientos de pequeños ojos que nos observaban en la oscuridad. Cuando terminábamos de comer, empezaba la caza.

Mi abuelo me daba un palo y una bolsa. Cientos de cangrejos retorciéndose a nuestros pies: golpeas sus pinzas con el palo y pellizcan con todas sus fuerzas. Aprendí a levantarlos y a sacudirlos dentro de la bolsa. Hay que cogerlos uno a uno.

—Son presa fácil —decía mi abuelo—. Coges uno, pero los demás no se escapan. Los otros ni siquiera saben quién eres hasta que los coges, e incluso después de eso no tienen ni idea.

Una hora, dos, tres. La luna, cansada, nada hacia el horizonte. El este brilla rojo. Y después, los cangrejos, en perfecta sincronía, se dan la vuelta y lenta, silenciosamente, vuelven hacia el río. La luna acoge de nuevo sus cuerpos y los acuna hasta que se duermen, mientras madura el nuevo día. Nos sentamos en la hierba, con las bolsas cargadas de presas. Me duermo en el hombro de mi abuelo. Me lleva de regreso al pueblo. Pero antes suelta los cangrejos.

* * *

La posibilidad de que yo estuviera celoso de la vida de mi abuelo no me dejaba dormir. De noche, abrazado a la almohada, intentaba imaginarlo a mi edad, recordando vagamente un retrato que mi abuela tenía en su mesilla de noche: rostro hermoso, ojos ardientes donde brillaban los ideales comunistas, labios curvados en una sonrisa, una hoz preparada para la cosecha revolucionaria, lo bastante afilada como para cambiar el mundo. ¿Y qué se podía decir de mis ojos y mis labios?

Me pregunté si había cometido un error al resistirme durante todos esos años. Pero después, cuando empezaba a dormirme, mi abuela venía a mi cama y me acariciaba la frente como hacía cuando tenía fiebre. «Tu abuelo se está muriendo —decía—. Lo esperamos. Pero, por favor, cariño, la próxima vez que hables con él, pídele que deje de leer a Lenin en mi tumba».

* * *

—Estoy escribiendo una tesina sobre ti —le dije un día, en mi último año en la universidad.

En el otro extremo de la línea algo cayó con un ruido ensordecedor. La voz de mi abuelo parecía llegar de lejos, del otro lado de la habitación, luego de mucho más cerca.

—Se me ha caído el teléfono —dijo para disculparse—. Me has aburrido tanto que me he quedado dormido.

—Lo que tú llamas aburrimiento —le corregí—, en psicología se clasifica como negación. Hablaré de eso en mi trabajo y también explicaré por qué crees en lo que crees. ¿Quieres oírlo?

—Categóricamente, no.

Me aclaré la garganta.

—«El complejo de Lenin es la representación de la abrumadora necesidad que siente una persona de organizar su vida en torno al seguimiento ciego de una ideología, sin considerar la validez de sus ideales; de la acuciante necesidad que siente una persona de formar parte de un grupo. Ambas necesidades están motivadas por miedos irracionales a la soledad y el rechazo».

Dejé que el silencio entre los dos acentuara mis palabras.

—Nunca imaginé —dijo mi abuelo— que mi nieto estaría tan condenadamente loco, y/o que iba a ser tan idiota.

* * *

Obtuve una licenciatura summa cum laude, lo que era algo, había visto, que a los estadounidenses les gustaba mencionar cuando ellos lo habían hecho. Aun así, no tenía idea de lo que haría a continuación. Solicité entrar en un programa de posgrado y me aceptaron. Intenté ahorrar dinero para comprar un billete para pasar unos días en casa, pero el programa era en otro estado y gasté todos mis ahorros en la mudanza. Esperaba que un cambio de escenario me subiera el ánimo. En cambio, cada vez me parecía más difícil hablar con la gente. La mayor parte del tiempo me quedaba en casa, añoraba Bulgaria tanto como siempre y por alguna extraña razón también añoraba Arkansas.

—Abuelo —preguntaba a veces al teléfono—, ¿qué estás comiendo?

—Sandía con queso.

—¿Está bien?

—Estaba bien para Lenin, era su aperitivo favorito.

—Ojalá tuviera un plato.

—Siempre has detestado las frutas con queso.

—Abuelo, ¿qué estás bebiendo?

—Yogur.

—¿Es bueno?

—El mejor que ha habido.

—Abuelo, ¿qué estás viendo ahora mismo, en este instante?

—Las montañas por encima de la casa. Los tilos están blancos. El viento ha hecho que las hojas broten antes de las lluvias.

Sabía que se estaba burlando, echando sal en mis heridas, pero yo seguía preguntando. Si me pudiera dejar los ojos un instante, si le pudiera robar la lengua, me hartaría de pan y queso, me tragaría seis cántaros de agua de nuestro pozo, me llenaría los ojos de montañas, campos, ríos.

—Abuelo —dije, apretando el teléfono con fuerza—. He estado pensando. ¿Y si me recomiendas un libro?

—¿Un libro? —dijo—. Pensaba que detestabas mis libros.

Le dije que lo olvidara.

—¿El hijo pródigo va a dar media vuelta?

—Voy a colgar.

Pero no lo hice. Nos quedamos callados un tiempo. Notaba que elegía sus palabras cuidadosamente.

—Te daré algo mejor que un libro —dijo por fin—. Te daré tres pasos sencillos.

* * *

—Primero —me dijo mi abuelo—, necesitas saber quién era realmente Lenin. Consigue el volumen treinta y siete de sus obras completas.

—«Cartas a los familiares» —repetí el subtítulo después de haber obtenido el volumen.

—Las mejores cartas. Lee las que le escribió a su hermana. No —se corrigió—, lee primero las que le escribió a su madre.

Querida madre —escribía Lenin—: Mándame algo de dinero porque me lo he gastado. En una carta estaba en Múnich, en otra en Praga. En una cruzaba un puente a medio construir en un trineo de caballos, y en otra quería que un médico le tratara un catarro. Como yo, había pasado su juventud en el extranjero, en el exilio. Parecía tener hambre y frío todo el tiempo. Soñaba con abrigos de piel de cordero, botas de fieltro, gorros de piel. Querida madre, —se quejaba en una estación de tren austriaca—: No entiendo nada a los alemanes. Le he hecho varias veces al revisor la misma pregunta, incapaz de entender su respuesta, hasta que al final se ha marchado enfadado.

Querida madre: soy desgraciado si no recibo cartas de casa. Tienes que escribir sin esperar a que te dé una dirección.

Mi vida sigue como de costumbre. Paseo hasta la biblioteca que hay fuera de la ciudad, paseo por el barrio y duermo lo suficiente para dos personas…

Las cartas no estaban nada mal. Eso es lo que le dije a mi abuelo.

—Querido abuelo, Lenin y yo nos parecemos mucho.

Se rió por lo bajo.

—¿Qué significa eso?

Dijo que no lo sabía. Dijo que tenía sus dudas.

—¿Tu nieto hace por fin lo que querías y ahora te enfurruñas?

—No me enfurruño —dijo—. Pero he estado pensando. Cuando era joven me escondía en refugios. No leía libros.

—¿Debería cavar un agujero en la tierra, entonces? ¿Es el segundo paso?

—Hijo mío —respondió—, no seas idiota.

Me había dado la lata con esa basura ideológica toda la vida y ahora, cuando por fin me interesaba, tenía sus dudas.

—¿Te da miedo que te quite a tu Lenin?

—Voy a colgar —dijo.

—No te molestes —dije, y colgué con fuerza el teléfono.

* * *

Seguí leyendo. Cuadernos sobre el Imperialismo, sobre la Cuestión Agraria. Pero, con cada nueva página, toda la conexión que tenía con las cartas se debilitaba de manera irreparable. Mi abuelo tenía razón: esos textos no me llevarían a ningún sitio.

—Tienes veinticinco años —me había dicho—. Tu sangre debería ser champán, no yogur. Sal. Mézclate con los vivos, olvida a los muertos.

Me sentía mal por haber colgado de ese modo. Como penitencia, decidí comprarle algo pequeño en eBay: una insignia, un pin, una colección de sellos baratos que pudiera añadir a la suya. No esperaba toparme con una subasta del cadáver de Lenin. Lenin, creador de la URSS. Como nuevo. Estás pujando por el cuerpo de Vladímir Ilich Lenin. El cuerpo está en excelentes condiciones y viene con un ataúd refrigerado que funciona tanto con corriente europea como estadounidense. El botón «Cómpralo ya» indicaba un precio de cinco dólares. Y cinco más para comprarlo en cualquier lugar del mundo. La ubicación del vendedor era Moscú.

Era una estafa, claro. Pero ¿qué no lo era? Cliqué en «Cómpralo ya» y completé la transacción. Enhorabuena, Pardillo-Comunista_1944 —decía la confirmación—. Has comprado a Lenin.

* * *

Al día siguiente llamé a mi abuelo y le dije lo que había hecho. Le dije que considerase esa compra el segundo paso de su plan de tres. No estoy seguro de que me comprendiera.

—Me hago viejo —dijo—. Noto pellizcos en el brazo y la pierna. Seguro que me espera otro derrame cerebral a la vuelta de la esquina. Así que he estado pensando. Eres un buen chico, hijo mío, pero te he fallado. Tienes todo el derecho a burlarte de mí.

Había disfrutado burlándome de él antes, le dije, pero ya no.

—Dime el tercer paso. Necesito saberlo.

—Tercer paso —dijo, tras pensarlo un poco—. Vuelve a casa.

* * *

No dormí esa noche. Y tampoco dormí bien las dos semanas siguientes. Mis pensamientos eran fangosos, hundidos hasta la barbilla en el puré de manzanas silvestres que era mi cerebro.

Llamé y le dije lo suficiente. Lo desgraciado que era en Estados Unidos. Que no había ido hasta allí como una reacción en su contra, sino porque quería intentar algo nuevo. Dije:

—Es la hora de la venganza, viejo. Vamos, ahora te toca a ti burlarte.

—Sinko —dijo mi abuelo. Me hablaba como lo había hecho tantas veces, cuando de niño tenía una pataleta o me hacía sangre en la rodilla—. Para un momento. Escúchame. Hoy, hace menos de una hora, ha llegado un gran camión a nuestra casa. Dentro del camión había una caja enorme. Dentro de la caja estaba Lenin. El líder de las naciones está ahora en tu cuarto, glorioso, refrigerado y tan tranquilo como un cordero.

Palabras bobas y huecas, para tomarme el pelo. Aun así las escuché con los ojos cerrados, como en una ensoñación.

—¿Te acuerdas, nieto —decía—, de la historia que te contaba, que viví en un refugio, con otros quince hombres, dos mujeres embarazadas y una cabra hambrienta, y que, desesperado y muerto de hambre, al final reuní el coraje necesario para bajar al pueblo? Bueno, pues no estaba desesperado ni muerto de hambre. Al menos no en el sentido físico. Simplemente, no podía soportarlo más. Los hombres hacían trampas a las cartas. Las mujeres cotilleaban. La cabra se cagaba en mis botas. Tres años después volví al mismo lugar del bosque. Quería ver el refugio otra vez, con mis ojos libres. Conté veinte pasos desde un roble torcido que usábamos como señal, encontré la entrada y bajé la escalera. Seguían allí, todos, momificados. Nadie les había dicho que la guerra había terminado. Nadie les había dicho que podían irse. No habían tenido el valor de salir y se habían muerto de hambre. Me sentía fatal. Cavé y cavé. Los enterré a todos. Me pregunté: ¿qué tipo de mundo es éste, donde la gente y las cabras mueren en refugios por nada? Y por eso he vivido mi vida como si los ideales importaran. Y al final así ha sido.

Agarré el teléfono y pensé en Lenin tendido y refrigerado en la habitación de mi infancia, y una sensación horrible se apoderó de mí, un miedo espantoso. Quería que el viejo prometiera que me esperaría en el jardín, bajo las uvas negras del emparrado. En cambio, me eché a reír. Mi vientre se retorcía, mis pómulos se rompían. No podía evitarlo. Reí hasta que mi risa se apoderó de mi abuelo, hasta que nuestras voces se mezclaron en el cable y sonaron como una sola.