Me cuesta treinta años, y la pérdida de las personas que quiero, llegar por fin a Belgrado. Ahora camino de un lado a otro delante de la casa de mi prima, con flores en una mano y una chocolatina en la otra, ensayando la pregunta sencilla que quiero hacerle. Hace un momento me ha escupido un taxista serbio y me lleva un tiempo limpiar la mancha de la camisa. Cuento hasta once.

«Vera —repito una vez más para mí—, ¿quieres casarte conmigo?».

* * *

Conocí a Vera en el verano de 1970, cuando yo tenía seis años. En esa época, mis padres y yo vivíamos en el lado búlgaro del río, en el pueblo de Bulgarsko Selo, mientras que ella y sus padres residían en la otra orilla, en Srbsko. Mucho tiempo atrás, esos dos pueblos habían sido uno solo —Staro Selo— pero tras las grandes guerras Bulgaria había perdido parte de su tierra y se la habían dado a los serbios. El río, que partía el pueblo en dos aldeas, había servido de frontera: lo que estaba al este del río era Bulgaria y lo que estaba al oeste era Serbia.

A causa de la inusual situación en que se encontraban los dos pueblos, nuestra familia había conseguido un permiso de ambos países para celebrar una vez cada cinco años una gran reunión, llamada sbor. Se hacía oficialmente para que no olvidáramos nuestras raíces. Sin embargo, en realidad, la reunión era sólo otra excusa para que todo el mundo comiera montones de carne asada y bebiera mucha rakia. Un hombre debía comer hasta que se sintiera enfermo de tanto comer, y debía beber hasta que ya no le importara si se sentía enfermo por comer tanto. El verano de 1970, la reunión era en Srbsko, lo que significaba que nosotros debíamos cruzar el río.

* * *

Así es como cruzábamos:

Estruendo y bolas de humo sobre el agua. Mihalaky baja por el río en su barco. El barco es magnífico. No es un barco de verdad, sino una balsa con un motor. Mihalaky ha cogido el asiento de un viejo Moskvich, el coche ruso con el motor de un tanque, ha clavado el asiento al suelo de la balsa y lo ha forrado con piel de cabra. El pelo para fuera. Manchas negras y blancas, con zonas marrones. Se sienta en su trono, calmado, terrible. Fuma una pipa con una boquilla de ébano y su largo pelo blanco ondea detrás de él como una bandera.

Nuestra familia está en la orilla. Esperando. Mi padre lleva un cordero blanco debajo del brazo y de su hombro balancea una garrafa de rakia de uva. Fija sus ojos brillantes en el barco. Se lame los labios. Junto a él hay un tonel de madera, lleno de queso blanco. Mi tío está sentado en el tonel, contando dinero búlgaro.

—Espero que tengan marcos alemanes que vender —dice.

—Siempre tienen —dice mi padre.

Mi madre está detrás de ellos, sujetando dos sacos. Uno está lleno de terlitsi: patucos que ha cosido durante meses, regalos para nuestros familiares del otro lado. El segundo saco está cerrado con una cremallera y no puedo ver lo que hay dentro, pero lo sé. Petacas de esencia de rosa, pintalabios y rímel. Las venderá o las cambiará por otros perfumes, pintalabios o rímel. A su lado está mi hermana, Elitsa, que aprieta contra su pecho un pequeño oso de peluche relleno de dinero. Ha ahorrado. Quiere comprarse unos vaqueros.

—Levis —dice—. Como la estrella de rock.

Mi hermana sabe mucho de Occidente.

Estoy de pie entre mi abuelo y mi abuela. Mi abuela lleva su vestido más bonito: un traje tradicional que recibió de su abuela y que un día le dará a mi hermana. Delantal con dibujos variopintos, camisa blanca de lino, bordados. En sus orejas, su ornamento más valioso: los pendientes de plata.

Mi abuelo se retuerce el bigote.

—Pequeño cabrón —dice—, más le vale pagar hoy. Más le vale.

Se refiere a su primo, el tío Radko, que le debe dinero por una apuesta de fútbol. El tío Radko había llevado a sus ovejas al barranco, donde el río se estrecha, y, cuando vio a mi abuelo pastoreando sus animales en el peñasco de enfrente, gritó: «Apuesto a que tus búlgaros perderán en Londres», y mi abuelo gritó: «¿Te juegas algo de dinero?». Y así se hizo la apuesta, hace treinta años.

Hay casi cien de nosotros en la orilla y a Mihalaky le cuesta un día llevarnos al otro lado del río. No hay aduana: los hombres dan un poco de dinero a los guardias y todo va bien. Cuando la última persona pone el pie en Srbsko, la luna brilla en el cielo y el aire huele a cerdo asado y vino espumoso.

Comer, beber, bailar. Toda la noche. Por la mañana todo el mundo está inconsciente en el prado. Hay sólo dos personas que no están borrachas ni dormidas. Una de ellas soy yo y la otra, que rebusca entre los bolsillos de mi familia, es mi prima Vera.

* * *

Dos cosas me llamaron la atención de mi prima: sus vaqueros y sus zapatillas. Aparte de eso, era una chica escuálida: una cara pálida y redonda, y hombros frágiles, pelados por el sol. Llevaba el pelo largo, creo, ¿o era mi hermana la que llevaba el pelo hasta la cintura? Lo he olvidado. Pero recuerdo lo primero que me dijo mi prima en la vida.

—Suéltame el pelo o te daré un puñetazo en la boca —dijo.

No la solté porque tenía que impedirle que nos robara, así que, como había prometido, me dio un puñetazo en la boca. Sólo que no fue muy precisa y su puño me dio en la nariz, aplastándola como si fuera una galleta. Pasé el resto del sbor con un esparadrapo en la cara, estornudando sangre, y ahora estoy marcado para siempre con una nariz fea. Por eso todo el mundo, salvo mi madre, me llama Narices.

* * *

Pasaron cinco veranos. Iba al colegio por la mañana y por la tarde ayudaba a mi padre en el campo. Mi padre tenía un MTZ-50, un tractor hecho en Minsk. Me ponía en su regazo y me hacía agarrar el volante, y el volante temblaba y giraba en mis manos mientras el tractor araba en diagonal, dejando líneas terriblemente distorsionadas detrás.

—Me duelen los brazos —decía yo—. El volante va demasiado duro.

—Narices —decía mi padre—, deja de gimotear. No estás agarrando un volante. Estás agarrando la vida del cuello. Tienes que arreglártelas y aprender a ahogar a la muy cabrona, porque la muy cabrona sabe cómo ahogarte.

Mi madre era maestra en la escuela del pueblo. Eso era incómodo para mí, porque nunca podía llamarla «madre» en clase y porque siempre sabía si había hecho los deberes o no. Pero tenía acceso a sus carpetas y podía robar exámenes y vendérselos a otros chicos a cambio de dinero.

El año del siguiente sbor, 1975, nuestro profesor de geografía se jubiló y mi madre empezó a dar sus clases. Eso me dio más exámenes que vender y gané bastante dinero. Tenía un objetivo en mente. Fui a ver a mi hermana, Elitsa, después de frotarme los ojos con fuerza para que se llenaran de lágrimas, y con mi voz más humilde y vulnerable le pregunté:

—¿Cuánto quieres por tus vaqueros?

—Narices —me dijo—, te quiero, pero llevaré estos vaqueros hasta el día que me muera.

Intenté parecer desolado, pero ni se inmutó. En cambio me aconsejó:

—Pídele unos a la prima Vera. Puedes pagarle en el sbor. —Después Elitsa cogió un billete de diez levas de un bote que había en su mesilla de noche y me lo metió en el bolsillo—. Consígueme unos bonitos —dijo.

Dos meses antes de la reunión, fui al río. Grité hasta que apareció un chico y le pedí que llamara a mi prima. Vino una hora después.

—¿Qué quieres, Narices?

—¡Levis! —grité.

—Más vale que tengas el dinero —gritó ella.

* * *

Mihalaky llegó entre humo y estruendo. Y con él vino el Occidente. Mi prima Vera bajó del barco y todo en ella gritaba: «Vivimos mejor que vosotros, tenemos más cosas, cosas que vosotros no podéis tener y nunca tendréis». Llevaba unas zapatillas de cuero blanco con unas flores pequeñas, y explicó que se llamaban Adidas. Llevaba vaqueros. Y su camisa decía cosas en inglés.

—¿Qué dice?

—El nombre de un grupo de música. Tienen esa canción que dice: «smooook na dar voooto». ¿La has oído?

—Claro que sí. —Pero ella sabía que no.

Después de comer, los adultos bailaron alrededor del fuego, luego jugaron borrachos al fútbol. Elitsa estuvo ausente la mayor parte del tiempo y, al final, cuando volvió, tenía los labios de un rojo ardiente y sus ojos brillaban más que nunca. Me apartó y me susurró al oído.

—Prométeme que no vas a contarlo. —Después señaló a un chico de pelo oscuro de Srbsko, flaco y con el cuello largo, que acababa de unirse al partido de fútbol—. Boban y yo nos hemos besado en el bosque. Es genial —dijo, y su voz osciló. Me dio un golpe en las costillas y señaló con el dedo a la prima Vera, que estaba sentada junto al fuego, bostezando y amontonando las brasas con un palo.

—Vamos, Narices, pórtate como un hombre. Llévala al bosque.

Y se rió tan alto que hasta las abuelas sordas se giraron para mirarnos.

Salí disparado, con asco y vergüenza, pero al final tuve que acercarme a Vera. Le pregunté si tenía mis vaqueros, luego saqué el dinero y empecé a contarlo.

—Aquí no, idiota —dijo, y me golpeó en la mano con el palo caliente.

Caminamos por el pueblo hasta llegar a un puente, que se alzaba solitario en medio del camino. Hierbas amarillas crecían entre las piedras y el lecho del río estaba seco y quebrado.

Nos escondimos bajo el puente y completamos el intercambio. Treinta levas por un par de pantalones. El mejor negocio que había hecho nunca.

—¿Quieres ir a dar un paseo? —dijo Vera después de contar los billetes dos veces. Se los frotó por la cara, como hacía nuestro padre, y se los metió en el bolsillo.

Cogimos setas en el bosque mientras me contaba cosas del colegio y se quejaba de un chico serbio que siempre la estaba molestando.

—Puedo darle una lección —dije—. La próxima vez que vaya, dime quién es.

—Sí, Narices, como si supieras pelear.

Y entonces, sin decir una palabra, me golpeó en la nariz. Aplastada una vez más, como una galleta.

—¿Por qué has hecho eso?

Se encogió de hombros. Cerré el puño para devolverle el golpe, pero ¿cómo pegas a una chica? O, ya que estamos, ¿pegar a otra persona en la cara va a detener la sangre que te sale por la nariz? Intenté encajar el golpe y actuar como si fuera fácil ignorar el dolor.

Me cogió de la mano y me llevó hacia el río.

—Me caes bien, Narices —dijo—. Vamos a lavarte la cara.

Estábamos tumbados en la ribera y mascábamos hojas de tomillo.

—Narices —dijo mi prima—, ¿sabes lo que nos dijeron en clase?

Se dio la vuelta y yo hice lo mismo para mirarla a los ojos. Eran muy oscuros, con forma de huesos de albaricoque. Su cara estaba llena de pecas y tenía una mancha diminuta sobre el labio superior, delicada, difícil de notar, que se ponía más roja cuando estaba nerviosa o enfadada. Ahora la mancha estaba roja.

—Pareces un ratón —le dije.

Puso los ojos en blanco.

—Nuestro profesor de historia nos dijo que todos somos serbios —dijo—. Ya sabes. Un cien por cien.

—Bueno, habláis raro —dije—. Quiero decir, hablas a lo serbio.

—¿Así que crees que soy serbia?

—¿Dónde vives?

—Ya sabes dónde vivo.

—Pero ¿vives en Serbia o en Bulgaria?

Sus ojos se oscurecieron y los tuvo cerrados mucho tiempo. Sabía que estaba triste. Y me gustó. Tenía zapatillas bonitas, y vaqueros, y podía escuchar grupos occidentales, pero yo poseía algo que le habían quitado para siempre.

—El único búlgaro que hay aquí soy yo —le dije.

Se incorporó y miró el río.

—Vamos a nadar a la iglesia sumergida.

—No quiero que me disparen.

—¿Dispararte? ¿A quién le importa una iglesia en unas aguas que no son de nadie? Además, ya he nadado hasta allí otras veces. —Se levantó, se quitó la camisa y saltó al agua. La corriente turbia trazaba ondas en torno a sus hombros brillantes: piedras suaves y redondas que el río había pulido durante años. Pero su piel era suave, imaginaba. Casi alargué la mano para tocarla.

Nadamos lentamente por el río, cerca de la orilla. Cogí un pequeño bagre debajo de una roca, pero Vera me obligó a soltarlo. Finalmente vimos la cruz que sobresalía del agua, enorme, con la base oxidada y brazos que reflejaban el sol de la tarde.

Todos conocíamos bien la historia de la iglesia sumergida. En tiempos, antes de las guerras de los Balcanes, un rico vivía al este del río. No tenía mujer ni hijos, así que, mientras agonizaba, llamó a su criado para comunicarle un deseo final: construir, con su dinero, una iglesia para el pueblo. La iglesia se construyó, al oeste del río, y los campesinos contrataron a un joven zograf, un maestro de iconos. El maestro pintó durante dos años y allí conoció a una chica y se enamoraron, y se casó con ella, y los dos vivían al oeste del río, cerca de la iglesia.

Entonces llegaron las guerras de los Balcanes y luego la primera guerra mundial. Bulgaria perdió todas esas guerras y mucha tierra búlgara fue entregada a los serbios. Tres oficiales llegaron al pueblo; uno era ruso, uno era francés y otro era inglés. El este del río, dijeron, se queda en Bulgaria. De ahora en adelante, el oeste del río pertenece a Serbia. Los soldados vigilaban las riberas y decidieron tirar el puente. Cuando el joven maestro, que se había marchado para trabajar en otra iglesia, volvió, los soldados no le dejaron cruzar la frontera y volver con su mujer.

En su desesperación reunió a la gente y los convenció de desviar el río, para llevarlo hacia el oeste, hasta que rodeara el pueblo. Porque, según las órdenes, lo que estaba al este del río se quedaba en Bulgaria.

No puedo imaginar cómo llevaron todas esas piedras, todos esos troncos, cómo los apilaron. No sé por qué no los detuvieron los soldados. El río se movió hacia el oeste y parecía que iba a serpentear en torno al pueblo. Pero después se torció, se curvó y probó una ruta de menor resistencia. Avanzó por la parte más baja de la aldea, devorando gente y casas. Incluso la iglesia, en la que el maestro había dejado dos años de su vida, se perdió en su vientre.

Miramos la cruz un tiempo, después fui a la orilla y me senté al sol.

—Es bastante profundo —dije—. ¿Seguro que has estado ahí abajo?

Me puso una mano en la espalda.

—No pasa nada si te da miedo.

Pero sí pasaba algo. Cerré los ojos, respiré hondo y me zambullí junto a la orilla.

—¡Nada hasta la cruz! —gritó ella detrás de mí.

Nadé como si llevara zapatos de hierro. Agarré la cruz con fuerza y pisé la fangosa cúpula que había debajo. Pronto Vera estaba a mi lado, aferrada a la cruz para no resbalar y alejarse.

—Vamos a ver los muros —dijo.

—¿Y si nos quedamos atrapados?

—Entonces nos ahogaremos.

Se echó a reír y me golpeó en el pecho.

—Vamos, Narices, hazlo por mí.

Al principio, era difícil mantener los ojos abiertos. La corriente nos alejaba, así que tuvimos que esforzarnos para alcanzar la pequeña ventana que había bajo la cúpula. Agarramos las rejas de la ventana y miramos el interior. Y, pese al agua turbia, mis ojos dieron con la imagen de un hombre con barba arrodillado junto a una roca, con las manos entrelazadas. El hombre miraba hacia abajo y, a lo lejos, acercándose, había un pequeño pájaro. Bajo el pájaro, vi una copa.

—Es una iglesia bonita —dijo Vera cuando salimos a la superficie.

—¿Quieres volver a bucear?

—No. —Se acercó y me dio un beso rápido en los labios.

—¿Por qué has hecho eso? —dije, y sentí que se me erizaban los pelos de los brazos y el cuello, aunque estaban húmedos.

Se encogió de hombros, bajó de la cúpula y, riendo, nadó chapoteando río arriba.

* * *

Los vaqueros que Vera me vendió ese verano me iban unas dos tallas grandes, y parecían usados, pero no me importaba. Incluso dormía con ellos. Me gustaba lo sueltos que me iban en la cintura. Cuánto espacio, cuánta libertad occidental me daban en torno a las piernas.

Pero para mi hermana, Elitza, la vida empeoró. Occidente le llenaba la cabeza de ideas. A menudo iba al río y se sentaba en la orilla y miraba, en silencio, durante horas. Suspiraba y sus hombros huesudos caían, como si la tierra que había debajo de ella le tirase de los brazos.

* * *

A medida que pasaban las semanas, su cara perdió su redondez. Su piel se hizo más gris, sus ojos más turbios. En la cena bajaba la cabeza y jugaba con la comida. Nunca hablaba, ni con mi madre ni conmigo. Estaba tan callada como un cuadro en la pared.

Un médico vino y se marchó desconcertado.

—Me voy desconcertado —dijo—. Está sana. No sé qué le pasa.

Pero yo lo sabía. El anhelo en los ojos de mi hermana, esa decepción, lo había visto antes en los ojos de Vera, el día en que me dijo que deseaba ser búlgara. Era el mismo aspecto de derrota, aterrador y contagioso, y, a causa de ese aspecto, mantuve las distancias.

* * *

No vi a Vera en un año. Después, un día de verano de 1976, cuando lavaba mis vaqueros en el río, me gritó desde la otra orilla.

—Narices, estás en pelotas.

Se suponía que eso debía avergonzarme, pero ni siquiera me moví.

—¡Me gusta frotar mi culo en la cara de Occidente! —grité y levanté los vaqueros, que goteaban jabón.

—¿Qué? —gritó.

—Me gusta… —Saludé con la mano—. ¿Qué quieres?

—Narices, tengo algo para ti. Espera… y… a la iglesia. ¿Vale?

—¿Qué?

—Espera a que se haga de noche. Y nada. ¿Me oyes?

—Sí, te oigo. ¿Vas a estar?

—¿Qué?

No me molesté más. La despedí con la mano, me di la vuelta y seguí lavando mis vaqueros.

* * *

Esperé a que mis padres se fueran a dormir y luego me escapé por la ventana. Las luces de la habitación de mi hermana seguían encendidas y la imaginé en la cama, con los ojos trágicamente fijos en el techo.

Escondí mi ropa tras un arbusto y me metí en el agua fresca. Al otro lado podía ver la linterna del guardia y el extremo de su cigarrillo, rojos en la oscuridad. Nadé lentamente, haciendo el menor ruido posible. En algunos sitios el río era tan estrecho que la gente podía ponerse en las dos orillas y casi oírse unos a otros, pero en torno a la iglesia sumergida el cauce era ancho, unos cuatrocientos metros separaban las riberas.

Pisé la cúpula resbaladiza por las algas y pasé los dedos por una cuerda atada en la base de la cruz. Una bolsa de nailon estaba unida al otro extremo. Liberé la bolsa, y estaba listo para marcharme cuando alguien dijo:

—Son para ti.

—¿Vera?

—Espero que te gusten.

Se acercó nadando, y de repente la rodeó un círculo de luz.

—¿Quién anda ahí? —gritó el guardia, y su perro ladró.

—Vete, vete, imbécil —dijo Vera, y se marchó chapoteando. El círculo de luz continuaba.

Me agarré a la cruz con fuerza, sin producir ni un sonido. Sabía que no era una broma. Los guardias disparaban a los que cruzaban si tenían que hacerlo. Pero Vera nadaba sin prisas.

—¡Más rápido! —gritó el guardia—. ¡Fuera de aquí!

El haz de luz dibujó su cuerpo desnudo en la oscuridad. Tenía pechos de mujer.

Él le preguntó algo y ella respondió. Después él le dio una bofetada. La agarró y palpó su cuerpo. Ella le dio un rodillazo en la entrepierna. Él se rió en el suelo mucho rato después de que ella se hubiera marchado desnuda.

Todo el rato, por supuesto, observé en silencio. Podría haber gritado algo para pararlo, pero él tenía un arma. Así que me agarré a la cruz y el río fluía negro, con la noche a mi alrededor, e incluso en la orilla me sentía pegajoso por el agua sucia.

Dentro de la bolsa estaban las viejas zapatillas Adidas de Vera. Los cordones estaban en malas condiciones y la parte delantera de la zapatilla izquierda estaba un poco rasgada, pero seguían siendo excelentes. De repente, toda la vergüenza había desaparecido, y mi corazón latía tan fuerte con esa nueva excitación que temía que los guardias pudieran oírlo. Me puse las zapatillas en la ribera y me iban perfectas. Bueno, eran un poco pequeñas para mis pies —en realidad, me iban bastante prietas—, pero el dolor merecía la pena. No caminaba. Nadaba por el aire.

Volvía hacia casa cuando alguien rió entre los arbustos. La hierba crujió. Dudé, pero me metí en la oscuridad y vi a dos personas rodando por el suelo, y las habría observado en secreto si no fuera por el chapoteo de las zapatillas.

—¿Narices, eres tú? —preguntó una chica. Se estremeció, e intentó cubrirse con una camisa, pero ésa fue la noche en que vi mi segundo par de pechos. Eran los de mi hermana.

* * *

Estaba en mi cuarto, con la cabeza bajo la manta, intentando entender lo que había visto, cuando alguien entró.

—¿Narices? ¿Estás dormido?

Mi hermana se sentó en la cama y me puso la mano en el pecho.

—Vamos. Sé que estás despierto.

—¿Qué quieres? —dije, y tiré de la manta. No podía ver su cara en la oscuridad, pero notaba su mirada penetrante. La casa estaba en silencio. Sólo mi padre roncaba en la otra habitación.

—¿Se lo vas a decir?

—No. Lo que hagas es asunto tuyo.

Se inclinó hacia delante y me besó en la frente.

—Hueles a tabaco —dije.

—Buenas noches, Narices.

Se levantó para marcharse, pero yo tiré hacia abajo.

—Elitsa, ¿de qué te avergüenzas? ¿Por qué no se lo dices?

—No lo entenderían. Boban es de Srbsko.

—¿Y qué?

Me incorporé y cogí su mano fría.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté. Se encogió de hombros.

—Quiero marcharme con él —dijo, y de repente su voz se volvió más suave, más calmada, aunque lo que decía me asustaba profundamente—. Nos iremos a Occidente. Nos casaremos, tendremos hijos. Quiero trabajar de peluquera en Múnich. Boban tiene una prima allí. Es peluquera, o lava perros o algo así. —Me pasó los dedos por el pelo—. Ay, Narices —dijo—. Dime qué hago.

* * *

No podía decírselo. Y así siguió siendo desgraciada, deseando estar con ese chico día y noche pero viéndolo pocas veces y en secreto. «Sólo estoy viva —me decía— cuando estoy con él». Y después hablaba de sus planes: hacer autoestop hasta Múnich, quedarse en casa de la prima de Boban y ayudarle a cortar el pelo. «Es seguro, Narices», decía, y yo la creía.

Era la primavera de 1980 cuando Josip Tito murió, y hasta yo sabía que las cosas iban a cambiar en Yugoslavia. Los viejos de nuestro pueblo susurraban que ahora, con el presidente yugoslavo plantado en un mausoleo, nuestro vecino occidental se desmoronaría. Veía en mi cabeza la aberración que había visto en una película, un monstruo cosido a partir de los brazos y piernas de distintas personas. Veía a alguien que tiraba del hilo que unía esas partes del cuerpo, y que el hilo se descosía, hasta que las piernas y las armas y el torso se deshacían. Entonces podríamos robar un dedo, la tierra del otro lado del río, y coserlo de nuevo a nuestra tierra. De eso hablaban los viejos, mientras bebían su rakia en la taberna. Mientras tanto, los jóvenes huían a la ciudad, buscando nuevos empleos. Ya no había bastantes niños en el pueblo para justificar nuestra escuela y tuvimos que ir a otro pueblo y estudiar con otros niños. Mi madre se quedó sin trabajo. Mi abuelo enfermó de neumonía, pero mi abuela le dio hierbas durante un mes y mejoró. La mayor parte del tiempo, mi padre tenía dos trabajos, y amontonaba paja los fines de semana. Ya no tenía tiempo de llevarme a labrar.

Pero Vera y yo nos veíamos a menudo, en ocasiones dos veces al mes. Nunca reuní el valor necesario para hablar del soldado. Por la noche, nadábamos hasta la iglesia sumergida y jugábamos en torno a la cruz, en silencio, como ratas de río. Y allí, junto a la cruz, nos dimos nuestro primer beso. ¿Era alegría lo que sentí? ¿O era tristeza? Abrazarla tan fuerte y sentir su respiración, sus labios, deslizar un dedo por su cuello, por su hombro, por su espalda. Posar mi mano en sus pechos y saber que alguien más había hecho eso, por la fuerza, mientras yo observaba como si me hubiera tragado la lengua. Su cara era plateada a la luz de la luna, su pelo oscuro goteaba agua oscura.

—¿Me quieres? —preguntó.

—Sí. Mucho —dije—. Me gustaría que nunca tuviéramos que salir del agua.

—Idiota —dijo, y volvió a besarme—. La gente no puede vivir en los ríos.

* * *

Ese junio, dos meses antes del nuevo sbor, nuestros padres se enteraron de lo de Boban. Una noche, cuando volví a cenar a casa, descubrí a toda la familia callada en el patio, bajo el emparrado. El sacerdote del pueblo estaba allí. El médico del pueblo. Elitsa lloraba, tenía la cara roja. El sacerdote la obligó a besar una cruz de oro y le echó agua bendita de un enorme cuenco de cobre. El médico cerró su bolsa y cuando la cogió un ruido de cristales salió de su interior. Me guiñó el ojo y se dirigió a la puerta. Cuando salía, el sacerdote me golpeó en la frente con las ramas de boj.

—¿Qué pasa? —dije, goteando agua bendita.

Mi abuelo negó con la cabeza. Mi madre puso su mano sobre la de mi hermana.

—Ya has llorado bastante —dijo.

—Padre —dije—, ¿por qué me ha guiñado el ojo el médico? ¿Y por qué llevaba el sacerdote ese cuenco tan grande?

Mi padre me miró, furioso.

—Porque tu hermana, Narices, necesita una piscina olímpica para limpiarse —dijo.

—¿Qué significa eso? —pregunté.

—Significa que tu hermana está embarazada —dijo—. Significa que tendremos que casarla.

* * *

Mi familia, todos bien vestidos, fue al río. En la otra orilla nos esperaba la familia de Boban. Mi madre me había lavado el cuello de la camisa con agua con azúcar para que se mantuviera rígido y notaba que el azúcar me corría por la espalda como un arroyo sudoroso y almibarado. Picaba e intentaba rascarme, pero mi abuelo me dijo que estuviera quieto y actuara como un hombre. La espalda me picaba más.

Desde el otro lado, el padre de Boban nos gritó:

—¡Queremos la mano de tu hija!

Mi padre sacó una petaca y bebió rakia, después se la pasó a los demás. La bebida tenía mal sabor y me ardía la garganta. Tosí y mi abuelo me golpeó en la espalda y negó con la cabeza. Mi padre me quitó la petaca y vertió un poco de licor en el suelo por los difuntos. La familia del otro lado hizo lo mismo.

—¡Os doy la mano de mi hija! —gritó mi padre—. Los casaremos en el sbor.

* * *

La boda de Elitsa iba a ser la culminación del sbor, así que todo el mundo se preparó. Vera me dijo que, con un permiso especial, Mihalaky había transportado siete terneros al otro lado del río y que a dos ya los habían matado para hacer cecina. Nos veíamos a menudo, en secreto, junto a la iglesia sumergida.

Una noche, después de cenar, mi familia se reunió bajo el emparrado. Los adultos fumaban y hablaban de la boda. Mi hermana y yo escuchábamos y nos sonreíamos cada vez que cruzábamos la mirada.

—Elitsa —dijo mi abuela, y puso un grueso fardo sobre la mesa—, ahora esto es tuyo.

Mi hermana desató el fardo y sus ojos se humedecieron cuando reconoció el mejor traje de mi abuela preparado para la boda. Separaron cada parte del traje: la camisa blanca de lino, el delantal de varios colores, el vestido de lino, los adornos de monedas, los pendientes de plata delicadamente labrados. Elitsa levantó el vestido, palpó con los dedos el lino y empezó a ponérselo.

—Por Dios, niña —dijo mi madre—, quítate los vaqueros.

Sin vergüenza, porque éramos todos familia, Elitsa dobló los vaqueros, los dejó a un lado y se metió cuidadosamente en el vestido brillante. Mi madre la ayudó con la camisa. Mi abuelo ató el delantal y mi padre, con los dedos temblando, le puso suavemente los pendientes de plata en las orejas.

* * *

Me desperté en mitad de la noche porque había oído aullar a un perro en sueños. Encendí las luces y me incorporé, sudoroso en el silencio. Fui a la cocina a buscar un vaso de agua y vi a Elitsa, preparada para salir.

—¿Qué haces? —dije.

—Calla, dechko. Enseguida vuelvo.

—¿Vas a ir a verlo?

—Quiero enseñárselos —dijo sacudiendo los pendientes en la palma de la mano.

—¿Y si te pillan?

Se llevó el dedo a los labios, luego giró sobre sus talones. Sus vaqueros crujieron suavemente y se sumergió en la oscuridad. Estuve a punto de despertar a mi padre, pero ¿cómo puedes juzgar a los demás en asuntos de amor? Confiaba en que supiera lo que estaba haciendo.

Me costó mucho tiempo dormirme porque recordaba el perro que había aullado en mi sueño. Y después, en el río, sonó una ametralladora. Los perros de los guardias empezaron a ladrar y los perros del pueblo respondieron. Yo estaba petrificado en la cama y no me moví, ni siquiera cuando alguien golpeó en las puertas.

Mi hermana nunca nadaba hasta el lado serbio. Boban siempre venía a verla a nuestra orilla. Pero esa noche, extrañamente, habían decidido encontrarse en Srbsko por última vez antes de la boda. Un soldado en periodo de formación la había visto salir del río. Les dio el alto. Dos balas atravesaron la espada de Elitsa cuando intentaba escapar.

* * *

No quiero volver a recordar ese momento de mi vida:

Mihalaky sube por el río entre humo y estruendo, y mi hermana yace en su barco.

* * *

No hubo sbor ese año. Hubo, en cambio, dos funerales. Le pusimos a Elitsa su vestido de novia y dejamos su cuerpo hermoso en un ataúd horrible. Los pendientes de plata no estaban a su lado.

Nuestro pueblo se reunió en nuestra orilla. Al otro lado estaba el otro pueblo, enterrando a su chico. Veía la tumba que habían cavado: la tierra era la misma y la profundidad era la misma.

Había tres sacerdotes en nuestro lado, porque mi abuela no estaba dispuesta a tolerar ninguna impiedad comunista. Cada uno de nosotros llevaba una vela y la gente que estaba en la otra orilla también llevaba velas, y las riberas cobraron vida con el fuego, dos manos de fuego que no podían unirse. Entre esas dos manos estaba el río.

El primer sacerdote empezó a cantar y ambos lados escucharon. Mis ojos estaban fijos en Elitsa. No podía permitir que se marchara y las cosas se volvieron borrosas en mi cabeza.

—Una generación pasa —me pareció que cantaba el sacerdote— y llega otra, pero la tierra permanece para siempre. El sol sale y se oculta, y se apresura hacia el lugar de donde sale. El viento sopla hacia el Oeste, hacia Serbia, y todos los ríos se alejan, al este de Occidente. Lo que ha sido será y lo que se ha hecho es lo que se hará. No hay nada nuevo bajo el sol.

La voz del sacerdote se apagó, y entonces cantó otro sacerdote en el otro lado. Las palabras se apilaron en mi corazón como piedras y pensé lo mucho que deseaba ser como el río, que no tenía memoria, y lo poco que quería ser como la tierra, que no podía olvidar.

* * *

Mi madre dejó la fábrica y se encerró en casa. Dijo que la sangre de su hija le ardía en las manos. Mi padre empezó a frecuentar la destiladora de la cooperativa que había en un extremo del pueblo. Al principio decía que ayudar a la gente a echar sus ciruelas, melocotones y uvas en las calderas le permitía mantener la mente en blanco; después que simplemente probaba la primera rakia que salía del caño, para decirle a la gente cómo hervirla mejor.

Pronto perdió sus dos trabajos y se convirtió en cosa mía alimentar a la familia. Empecé a trabajar en la mina, porque pagaban bien y porque quería destruir con mi pico la tierra sobre la que caminábamos.

El control de las fronteras se intensificó. Los dos países pusieron redes en las riberas y vallaron las orillas de la parte estrecha del río que los habitantes usaban para llamarse unos a otros. Los sbors se suspendieron. Vera y yo dejamos de encontrarnos, aunque descubrimos dos pequeñas colinas desde las que podíamos vernos más o menos, como puntos en la distancia. Pero esas colinas estaban muy lejos y no íbamos a menudo.

Soñaba con Elitsa casi cada noche.

—La vi justo antes de que se fuera —le decía a mi madre—. Podría haberla detenido.

—Entonces, ¿por qué no lo hiciste? —preguntaba mi madre.

A veces iba al río y tiraba piedras por encima de la valla, al agua, e imaginaba esos dos pendientes de plata, cayendo sobre el fondo embarrado.

—¡Devuelve los pendientes —gritaba—, ladrón fangoso y cobarde!

* * *

Doblaba turnos en la mina y así podía ahorrar un poco. Cuidaba de mi madre, que nunca abandonaba su cama, y a veces llevaba pan y queso a mi padre a la destilería. «Madre está enferma», le decía, pero él fingía no oírme. «Más calor», decía, y se arrodillaba junto al chorro para probar el parvak.

Vera y yo nos escribimos durante un tiempo, pero después de cada carta había un largo periodo de silencio hasta que llegaba la siguiente. Un día, en el verano de 1990, recibí una nota breve:

Querido Narices: Voy a casarme. Quiero que vengas a mi boda. Ahora vivo en Belgrado. Te mando dinero. Ven, por favor.

Por supuesto, no había dinero en el sobre. Alguien lo había robado en el camino.

Releía la carta cada día y pensaba en cómo había escrito Vera esas palabras, con su caligrafía elegante y diminuta, pensaba en ese hombre del que se había enamorado y me preguntaba si lo quería tanto como me había querido, junto a la cruz, en el río. Pensé en sacarme el pasaporte.

* * *

Dos semanas antes de la boda, mi madre murió. El médico no supo decirnos de qué. De dolor, decían las plañideras, y se echaban sus pañuelos negros sobre la cabeza como si fueran cenizas. Mi padre, que se sentía culpable, trajo su bebida a la casa vacía. Un día me puso un vaso de rakia y me obligó a beberlo. Nos acabamos la botella. Después me miró a los ojos y me cogió de la mano. Pobre, pensaba que la apretaba con fuerza.

—Hijo mío —dijo—, quiero ver los campos.

Salimos del pueblo tambaleándonos, mientras nos bebíamos una segunda botella. Cuando llegamos a los campos, nos sentamos y observamos en silencio. Tras la caída del comunismo, la agricultura organizada había muerto en muchas zonas y todo estaba cubierto de espinos y ortigas.

—¿Qué ha pasado, Narices? —preguntó mi padre—. Pensaba que la habíamos agarrado bien, a esa cabrona, con las dos manos. ¿Te acuerdas de lo que te enseñé? Agárrala fuerte, ahógala a la muy cabrona y todo irá bien. Mierda, Narices. Estaba equivocado.

Y escupió contra el viento, en su propia cara.

* * *

Pasaron tres años antes de que Vera volviera a escribir. Narices: tengo un hijo. Te mando una foto. Se llama Vladislav. Adivina por quién se llama así. Ven a vernos. Ahora tenemos dinero, así que no te preocupes. Goran acaba de volver de una misión en Kosovo. ¿Puedes venir?

Mi padre quería ver la foto. La miró mucho rato y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Dios mío, Narices —dijo—. No veo nada. Creo que me he quedado ciego.

—¿Quieres que llame al médico?

—Sí —dijo—, pero para ti. Deja la mina, o esa tos acabará contigo.

—¿Y qué hacemos para ganar dinero?

—Encontrarás algo para mi funeral. Después te irás.

Me senté a su lado y le puse una mano en la frente.

—Estás ardiendo. Voy a llamar al médico.

—Narices —dijo—, por fin lo he entendido. Éste es mi consejo paterno: vete. No puedes tener una vida aquí. Tienes que olvidarte de tu hermana, de tu madre, de mí. Vete a Occidente. Consigue un trabajo en España, en Alemania o en cualquier sitio; empieza de cero. Rompe las cadenas. Esta tierra es una perra y no puedes esperar nada bueno de una perra.

Me cogió la mano y la besó.

—Ve a buscar al sacerdote —dijo.

* * *

Trabajé en la mina hasta que, en la primavera de 1995, mi jefe, que había venido de una ciudad grande e importante del Este, me pidió, tres veces, que repitiera mi solicitud de un turno extra. Tres veces se lo repetí antes de que levantara los brazos, desesperado. «No entiendo tu dialecto, maina —dijo—. Es demasiado serbio para mí». Así que le di una paliza y me despidieron.

Después, pasaba los días en el bar del pueblo, levantando la mano a la altura de los ojos de vez en cuando para comprobar que no me había quedado ciego. Es un destino duro ser el último de tu sangre. Pensé en el consejo de mi padre, que parecía bobo, en mi hermana, que había hecho planes para ir a Occidente, y en cómo yo no había hecho nada para evitar que nadase hacia su muerte.

Casi cada noche tenía el mismo sueño. Buceaba en la iglesia abandonada, miraba por las ventanas, observaba paredes que ya no estaban cubiertas con los murales de santos y mártires. En cambio, veía a mi madre, a mi padre, a mi abuelo, a mi abuela, a Vera, a gente de nuestro pueblo y del pueblo del otro lado de la frontera, pintados inmóviles en las paredes, con sus ojos fijos en mi rostro. Y, cuando intentaba salir a la superficie, descubría que tenía las manos atrapadas en el otro lado de las rejas.

Me despertaba gritando y la voz de mi hermana resonaba en la habitación.

«Tengo algunas dudas —decía—, algunas sospechas de que en realidad esos pendientes no eran de plata».

* * *

En la primavera de 1999, Estados Unidos atacó Serbia. Kosovo, el lugar donde los serbios se habían rendido a los turcos muchos siglos antes, había vuelto a convertirse en el campo de batalla. Tres o cuatro veces vi aviones estadounidenses volando sobre nuestro pueblo estruendosamente. Serbia, parecía, no era una tierra lo bastante grande para sus maniobras a velocidad ultrasónica. Cruzaban nuestro cielo y volvían para arrojar bombas sobre nuestros vecinos. La noticia de que el marido de Vera había muerto no fue una sorpresa. Su carta terminaba así: «Narices: sólo os tengo a mi hijo y a ti. Ven, por favor. No hay nadie más».

El día que recibí la carta, nadé hasta la iglesia sumergida sin quitarme los zapatos o la ropa. Me agarré a la cruz y temblé mucho tiempo, y finalmente volví a sumergirme hasta el fondo rocoso. Me aferré con fuerza a las rejas de la puerta de la iglesia y escuché el grito de mis pulmones mientras estrujaban cada molécula de oxígeno. Me gustaría poder decir que vi mi vida deshilachándose ante mis ojos —momentos felices alternando con los tristes—, o que mi hermana, bañada en una gloriosa luz, salía de la iglesia para tomar mi mano de ahogado. Pero sólo había oscuridad, el estruendo del agua, de la sangre.

Sí, soy un cobarde. Tengo una nariz fea y el corazón de un ratón, y sólo puedo ahogarme en una botella de rakia. Salí a la superficie y me tumbé en la orilla. Mientras respiraba con una sed nueva, un estruendo sacudió el cielo y vi que un avión plateado salía de Serbia. El avión atronó sobre mi cabeza y, siguiéndolo con la mirada, vi un misil que perdía altura rápidamente. El misil silbó y apuñaló el río, la cruz oxidada, la iglesia sumergida que había debajo. Un dedo grande y fangoso se levantó hacia el cielo.

Escribí a Vera inmediatamente. Cuando mi hermana murió, escribí, pensé que la mitad de mi mundo había terminado. Con mis padres, la otra mitad. Pensé que esas muertes querían castigarme por algo. Estaba encadenado a este pueblo y era imposible escapar a todos esos huesos que tiraban de mí. Pero ahora veo que esas muertes debían liberarme, hacer que me moviese. Como eslabones de una cadena que se rompen uno tras otro. Si la iglesia puede cortar sus raíces de ladrillo, yo también. Por fin soy libre, así que espérame. Iré en cuanto ahorre algo de dinero.

* * *

No mucho después, una compañía griega abrió una granja en el pueblo. Mi trabajo consistía en asegurarme de que ningún huevo en mal estado llegase a los cartones. Ahorré algo de dinero, intenté beber menos. Incluso limpié la casa. En el sótano, en una caja polvorienta de castaño, encontré las zapatillas de cuero, con las viejas flores olvidadas. Corté las punteras y me las puse, y me parecían estupendas, rápidas y ligeras. Desafortunadas, desdichadas hermanas. Sin cordones, con las suelas gastadas por andar en círculos. ¿Adónde me llevaréis?

Desenterré los dos tarros con dinero que había escondido en el patio y cogí un autobús hacia la ciudad. No fue difícil comprar dólares estadounidenses. Volví al pueblo, puse claveles en las tumbas y pedí perdón a los muertos. Después fui al río. Puse la mayor parte del dinero en una bolsa de plástico, me metí la bolsa en el bolsillo con algo de efectivo para sobornos y, con los ojos cerrados, nadé hacia Srbsko.

Agua fría, la fuerza de la corriente, viejas hojas marrones que giran juntas. Una rama gruesa fluye a mi lado, sin corteza, suave y podrida. ¿Qué ata a un hombre a la tierra o al agua?

Cuando pisé la orilla serbia, dos guardias me tenían ya en la mirilla de sus armas.

—Doscientos —dije, y saqué el fajo empapado.

—También podríamos matarte.

—O besarme. Tocarme el culo…

Se echaron a reír. Lo bueno de nuestros países, el elemento tranquilizador que evita que nos hundamos todavía más, es que, si no puedes comprar algo con dinero, puedes comprarlo con mucho dinero. Conté otros doscientos.

Me escoltaron por la carretera, hasta un puesto fronterizo donde pagué los últimos cien que había preparado. Un camionero turco aceptó llevarme a Belgrado. Allí cogí un taxi y enseñé un sobre que me había mandado Vera.

—Tengo que ir a esta dirección —dije.

—¿Eres búlgaro? —preguntó el taxista.

—¿Eso importa?

—Bueno, mierda, claro que importa. Si eres serbio, está bien. Pero si eres un bugar, no. Y tampoco está bien si eres albano o si eres croata. Y si eres musulmán, bueno, entonces tampoco está bien.

—Lléveme a esta dirección.

—Sólo te lo voy a preguntar una vez —dijo—. ¿Eres búlgaro o eres serbio?

—No lo sé.

—Oh, bueno, entonces —dijo— sal de mi puto taxi y piénsalo. Cabrón narizotas búlgaro. Dejando que los estadounidenses nos bombardeen, entregando vuestras bases. ¡Hermanos eslavos!

Entonces, cuando salía, me escupió.

* * *

Y ahora estamos donde hemos empezado. Estoy delante del apartamento de Vera, con flores en una mano y una chocolatina Milka en la otra. Ensayo la pregunta. Pienso en cómo voy a saludar, o en lo que voy a decir. ¿Le caeré bien al niño? ¿Dejará Vera que la ayude a criarlo? ¿Podemos casarnos, tener hijos? Porque por fin estoy listo.

Una rejilla de hierro protege la puerta. Llamo al timbre y unos pies pequeños corren al otro lado.

—¿Quién es? —pregunta una voz delgada.

—Es Narices —digo.

—Acércate a la mirilla.

Me inclino hacia delante.

—No, a la que está más abajo. —Me arrodillo para que el chico pueda mirar por el agujero a su altura.

—Acerca la cara —dice. Se queda callado un momento—. ¿Mamá hizo eso?

—No es gran cosa.

Quita el cerrojo, pero mantiene la reja de hierro entre los dos.

—Siento decirlo, pero sí parece gran cosa —dice con toda seriedad.

—¿Puedo entrar?

—Estoy solo. Pero puedes sentarte fuera y esperar hasta que vuelvan. Te haré compañía.

Nos sentamos a los dos lados de la reja. Es un chico diminuto y se parece a Vera. Sus ojos, su barbilla, su cara redonda y blanca. Todo eso cambiará con el tiempo.

—Hacía muchísimo que no comía un Milka —dice cuando le paso la chocolatina por la reja—. Gracias, tío.

—No comas cosas que te dé un desconocido.

—Tú no eres un desconocido. Eres Narices.

Me habla de la guardería. De un chico que le pega. Tiene la cara seria. Sí, amiguito, ahora esos problemas parecen grandes.

—Pero soy un soldado —dice—, como papá. No me rendiré. Lucharé.

Después se queda callado. Mordisquea la chocolatina. Me ofrece un trozo, que rechazo.

—¿Echas de menos a tu padre? —digo.

Asiente.

—Pero ahora tenemos a Dadan y mamá está contenta.

—¿Quién es Dadan? —Se me seca la garganta.

—Dadan —dice el chico—. Mi segundo padre.

—Tu segundo padre —digo, y apoyo la cabeza en el hierro frío.

—Es muy amable conmigo —dice el niño—. Sí, muy amable.

Habla con una voz dulce, y yo lucho por resistir el veneno de mis pensamientos.

El ascensor llega con un traqueteo. La puerta se abre, del interior sale una luz brillante. Dadan, alto, guapo de cara, sale con una bolsa de red cargada con la compra: patatas, yogur, cebolletas, pan blanco. Me mira y asiente, confuso.

Después sale Vera. Cara brillante, pecosa, labios firmes y jugosos.

—Dios mío —dice. La vieja mancha sobre su labio superior se pone roja mientras se me cuelga del cuello.

Pierdo el control, la tierra bajo mis pies. Luego parece que todo ha terminado. Ha encontrado a otra persona para que cuide de ella, se ha construido una vida nueva en la que no hay sitio para mí. En un momento, sonreiré educadamente, los seguiré al interior de su casa y comeré la cena que me den: musaka con tarator. Escucharé cuando Vladislav cante canciones y recite poemas. Después, mientras Vera lo lleva a la cama, hablaré con Dadan —o, más bien, él hablará conmigo: de lo mucho que la quiere, sobre los planes que tienen— y yo escucharé y asentiré. Finalmente se irá a la cama y, bajo la tenue luz de la cocina, Vera y yo seguiremos charlando hasta que la noche está muy avanzada. Terminará el vino que Dadan ha compartido con ella en la cena, posará su mano sobre la mía. «Mi querido Narices», dirá, o algo así. Pero ni siquiera entonces encontraré el valor para hablar. Roto, sin haber dormido en toda la noche, me levantaré pronto y, de nuevo como un cobarde, me iré y volveré a casa en autoestop.

—Mi querido Narices —dice ahora Vera, y me lleva dentro del apartamento—, pareces destrozado por la carretera. —«Destrozado» es la palabra que usa. Y esa palabra me golpea, como una herradura golpea a una serpiente en el cráneo. Éste es el último eslabón de la cadena que cae. Vera y Dadan me liberarán. Con ellos, desaparece la última conexión con el pasado.

¿Quién ata a un hombre a la tierra o el agua, si no es el propio hombre?

—Nunca he estado mejor —digo, y lo digo en serio, y veo cómo me lleva por el oscuro pasillo. No soy un río, pero no estoy hecho de arcilla.