Nací veinte años después de que echáramos a los turcos. 1898. De modo que sí, tengo setenta y un años. Y sí, soy gruñón. Soy mezquino. Huelo como todos los viejos. Soy un dolor andante: caderas, hombros, rodillas y codos. No puedo dormir por la noche. Llamo a mi hija por el nombre de mi nieto y recuerdo el día en que conocí a mi mujer mucho mejor que ayer, o que hoy. El 2 de agosto, me parece. 1969. Esta noche me he meado en la cama, ¿y quién sabe qué alegría traerá el día de hoy? No soy original o nuevo en modo alguno. Aunque podría estar celoso de un hombre que lleva sesenta años muerto.
Encontré las cartas que le mandó a mi mujer, mucho antes de que nos conociéramos, cuando ella sólo tenía dieciséis años. Fue un hallazgo tonto, de los que aparecen en las novelas románticas, no en la vida real y en la vejez. Se me cayó su joyero. La tapa salió volando y la puerta de un compartimento secreto se abrió en el fondo. Debajo había un pequeño libro, un diario en cartas.
No puedo imaginarme escribiendo el tipo de carta que una mujer guardaría durante sesenta años. Ojalá no hubiera sido ese hombre sino yo el que conoció a Nora cuando ella estaba más cerca del principio que del final. Ésa es la sencilla verdad: estamos terminando. Y yo no quiero acabar. Quiero vivir para siempre. Volver a nacer con el cuerpo de un hombre joven y la mente de un hombre joven. Pero no mi cuerpo, ni mi mente. Quiero vivir de nuevo como alguien que no tiene ningún recuerdo de mí. Quiero ser ese otro hombre.
Hace ocho años que vivimos en esta residencia, a pocos kilómetros de Sofía, a los pies de las montañas de Vitosha. La vista es bonita, el aire es fresco. No es que no me guste el sitio. Más bien, es que lo detesto. La vista y el aire, la comida, el agua, su manera de tratarnos como si todos nos estuviéramos muriendo. La verdad es que nos estamos muriendo. Pero, si soy sincero conmigo mismo —algo que ocurre pocas veces—, supongo que debería estar contento de estar donde estamos. Era difícil cuidar de Nora después de su derrame cerebral. Le dejamos el apartamento a mi hija, que se acababa de casar y ya estaba embarazada, hicimos las maletas y nos instalamos en la prisión.
Desde entonces cada día es igual que el anterior. A las seis y media nos despertamos para tomar la medicación. Desayunamos en la cafetería: delgadas rebanadas de pan con mantequilla y tres olivas negras, una rodaja de queso, un poco de tila. Dios mío, recuerdo que comía mejor durante la guerra de los Balcanes. Me siento en medio de un mar de barbillas temblonas y dedos vacilantes, y escucho cómo caen los huesos de oliva en los platos de metal. No hablo con nadie y nadie habla conmigo. He conseguido eso. Luego, después del desayuno, empujo la silla de ruedas de Nora hasta el gimnasio. Observo cómo intenta cerrar el puño, sujetar una pelota de plástico. Observo cómo las enfermeras masajean su brazo y su pierna marchitos. Observo sus brazos y piernas ágiles.
El segundo derrame cerebral dejó a Nora medio paralizada y totalmente muda. La mayoría de las enfermeras —incluso algunos médicos— creen que tiene una minusvalía psíquica. Ni mucho menos. Estoy seguro de que en su cabeza todas las palabras suenan con claridad, pero salen dislocadas, como las de un bebé. A veces me gustaría que se guardara sus balbuceos para ella sola. A veces me da vergüenza cómo la miran las enfermeras, o cómo me miran a mí. A estas alturas es obvio que no aprenderá a hablar milagrosamente. Esa parte de su cerebro está destruida, se le han fundido los plomos. Así que, ¿por qué no puede quedarse callada? Consigue decir mi nombre y el de Buryana, y, si me esfuerzo en molestarla, a veces consigue soltar una maldición. Lo demás son balbuceos.
Balbucea cuando la llevo de vuelta a nuestra habitación o, si el día lo permite, al jardín, donde caminamos en círculo. Sólo me gusta el jardín cuando está en flor. El resto del tiempo la tierra está húmeda y negra, y no puedo resistir los malos pensamientos. Cuando nos cansamos nos sentamos en un banco y nos quedamos dormidos, hombro con hombro, con el sol en la cara, y estoy seguro de que a cualquiera que nos vea le parecemos una imagen preciosa.
Después almuerzo. Luego la siesta. Nuestra hija viene a vernos una vez por semana y a veces trae a nuestro nieto. Pero, últimamente, con los problemas que tiene en casa, viene a vernos todos los días. Es una compañía espantosa, mi hija. Dejamos al pequeño Pavel con su abuela, para que no se angustie, y en el jardín Buryana me cuenta que su marido está persiguiendo a otra mujer. Querida Buryana, yo también podría angustiarme. Pero me siento en el banco y escucho, porque soy tu padre. No tengo forma de ayudar, ninguna palabra de ayuda sensata. Aguanta, soldado. Todo irá bien. Las palabras significan muy poco y yo estoy demasiado cansado para actuar.
* * *
Estoy dormido y desconectado de lo que ha sido o es. Después me despierto. Parece que alguien ha dejado una bandeja fuera. El viento hace vibrar los canalones, los árboles crujen y Nora respira ruidosamente. Cierro los ojos. Pero ¿y si alguien deja otra bandeja? ¿Y si Nora tose o ronca? Sigo tumbado, anticipando sonidos que quizá no lleguen nunca, pero que al mismo tiempo me mantienen despierto. Suenan truenos en las montañas.
Me pongo la bata y me siento junto a la ventana en la silla de ruedas de Nora. Enciendo la pequeña radio. Una música suave sale del altavoz, y escucho en el azul de la noche, hasta que llega una voz que lee las noticias de la madrugada. El Partido Comunista vuelve a ser grande, más empleos para la gente, menos pobreza. Nuestros magníficos luchadores búlgaros han vuelto a ganar más oros para nosotros. Buenas noches, camaradas, tened un sueño tranquilo.
Dios mío, yo no lo tendré. No hay sueño. Y estoy tan cansado de los camaradas, de esa creencia absoluta en un futuro brillante que, he empezado a sospechar, podría no llegar nunca. Muevo el dial hasta que encuentro el sonido sordo de una emisora extranjera. Rumana, parece. Luego griega. Luego británica. Las voces crepitan y chisporrotean, porque el Partido distorsiona las transmisiones, pero al menos por la noche las voces son lo bastante fuertes como para oírlas. Escucho el inglés y todas las palabras suenan como una sola, una palabra desprovista de historia y de significado, totalmente libre. Por la noche, el aire es más denso y los sonidos extranjeros se empujan unos a otros hasta convergir en un río que fluye libremente de un país a otro.
Viajo con ese río. Pero, aun así, ¿cómo puedo resistir la corriente de mis preocupaciones? Pienso en Buryana. ¿Cómo pagará las facturas, divorciada y con un niño pequeño? ¿Cómo se hará hombre Pavel si no tiene padre? Y después mis ojos buscan a Nora, que ronca levemente boca arriba. Observo su cara, su piel arrugada, sus labios torcidos, y no puedo evitar pensar que todavía es guapa. Un hombre debería poder despojar a su mujer de todos sus años hasta encontrarla otra vez desnuda y joven, tendida frente a él. Lo que hace que me pregunte si alguna vez estuvo desnuda para ese otro hombre, el que escribió las cartas. Si él puso la mano sobre su pecho izquierdo. Pero es el pecho de Nora, ¿y no era él un hombre? Claro que puso la mano.
Busco el joyero y husmeo en el fondo abierto. Cojo el pequeño cuaderno y lo sopeso con la mano. Alguien ha garabateado en la cubierta: «Querida señorita Nora: El señor Peyo Spasov, antes de morir, nos pidió que le enviáramos este libro». Eso es todo lo que puedo leer ahora. «El señor Peyo Spasov». Es difícil imaginar un nombre más vulgar. Debía de ser un campesino, sin educación, ignorante y corto de miras. Debía de ganarse el pan cultivando campos, cortando leña y pastoreando ganado. Lo más probable es que ceceara o tartamudease. Lo más probable es que caminara encorvado a causa del trabajo.
De repente descubro que acabo de describirme a mí mismo. Por supuesto, odio a ese otro hombre, pero ¿y si no es un campesino como yo? ¿Y si era el hijo de un médico? Cojo la primera carta y leo:
5 de febrero, 1905
Queridísima Nora: Estoy helado y me duelen los dedos, pero no quiero pensar en eso. Te estoy escribiendo una carta. Estamos cruzando los montes Pirin y mañana, si Dios quiere, estaremos en Macedonia. Los turcos…
Queridísima. Meto el cuaderno en la caja y vuelvo a la cama. Bajo las mantas tiemblo y oigo sonidos imaginarios. No puedo permitirme leer sobre ese hombre. Por pequeña que resulte, existe la posibilidad de que no sea lo que necesito que sea.
* * *
—Así que guardó unas cartas viejas. Impresionante. —Buryana se quita las gafas de sol. Tiene los ojos rojos e hinchados y parpadea mientras se acostumbra al sol de la tarde. Estamos sentados en el jardín, en un banco alejado de todos los demás bancos, pero no lo bastante lejos del sonido de los tullidos que arrastran sus pies, sus bastones y sus andadores por los caminos empedrados.
—¿Impresionante? —digo.
—Impresionante —repite ella, y me horroriza ver cómo se ha endurecido, consumida por su fracaso matrimonial.
—Deberías leer esas cartas —dice—. Igual te distraen. Y léeselas a madre. ¿Por qué no? Al menos, le darán una alegría.
¡Una alegría! Y, así, digo:
—No voy a aceptar tus consejos sentimentales.
Lo digo en broma, por supuesto, pero Buryana no está de humor para bromas. Y yo pronto desearía haber mantenido la boca cerrada, porque de ahí en adelante todo es hablar de su marido y de esa otra mujer, una compañera del colegio, profesora de literatura, como él.
Dice:
—Ayer lo seguí cuando salió del apartamento. Se reunió con ella en un café y la invitó a un pastel garash. Él pidió agua, obviamente no tenía dinero para más y, mientras ella se comía el pastel, él se pasó una hora hablando.
—¿Crees que hablaba de ti? —pregunto.
Se echa a llorar.
—Lo peor —dice, sollozando— es que esa mujer ni siquiera es guapa. ¿Por qué querría dejarme por una mujer menos guapa que yo? ¿Qué más da que yo piense que es una estupidez que un hombre adulto escriba poesía? ¿Qué más da que no me guste leer? Eso no me convierte en una mala esposa, ¿no?
Le paso el brazo sobre el hombro y la dejo llorar.
—Ésa es una pregunta válida —digo. «Una pregunta válida». ¿Qué me pasa? Y mientras solloza mis pensamientos vagan e imagino al pequeño Pavel, en el piso de arriba, con Nora. Los dos deben de estar riéndose alegremente, sin sospechar nada.
—Deberías hablar con él —digo, y le aparto el pelo con la mano, alejándolo de la humedad de su rostro—. No puedes seguir espiándole. No está bien.
Se pone en pie.
—No voy a aceptar tus consejos sentimentales —dice.
* * *
Es de noche otra vez. Podría ser la de ayer, o la de mañana. Una noche de hace cuatro años. Todas son iguales. Me siento en la silla de Nora y escucho el mundo. Veo más allá de los muros, no con los ojos, sino con los oídos. Veo a las enfermeras, en su despacho, haciendo café. El agua burbujea. Oigo el chasquido de unas agujas: alguien teje unos calcetines. Oigo los bancos, los árboles, la montaña. Cada cosa posee un ruido único y, como un murciélago, me embebo del ruido de todas las cosas, las muertas y las vivas. Mi paladar ha desarrollado un gusto por el sonido.
Oigo a mi nieto durmiendo en su cama, a mi hija hablando con su marido. Oigo los sueños de mi mujer, que para ella son dulces pero a mí me saben a hiel. Sin duda, sueña con el señor Peyo Spasov. Y me parece justo que yo también pueda probar el sonido que ha dejado atrás. Cojo el cuaderno y leo su caligrafía caótica.
5 de febrero, 1905
Queridísima Nora: Estoy helado y me duelen los dedos, pero no quiero pensar en eso. Te estoy escribiendo una carta. Estamos cruzando los montes Pirin y mañana, si Dios quiere, estaremos en Macedonia. Los turcos controlan los principales pasos, así que hemos tenido que encontrar uno nuevo. Dos de mis amigos han resbalado en el hielo y los hemos perdido. El primero, Mityu, llevaba el burro con las provisiones, y el burro se ha resbalado y lo ha arrastrado al precipicio. Así que ahora estamos hambrientos, pasamos la noche refugiados entre unas rocas. Ha empezado a nevar. Queridísima Nora, te echo de menos. Ojalá estuviera a tu lado. Pero ya sabes cómo son las cosas: un hombre no puede quedarse quieto, sabiendo que en Macedonia los turcos están masacrando a nuestros hermanos, intentando someterlos al fez. Te lo dije entonces y te lo digo ahora: si hombres como yo no van a liberar a nuestros hermanos, nadie lo hará. Los rusos nos ayudaron a ser libres. Ahora nos toca ayudarles a ellos. Te quiero, Nora, pero hay cosas ante las que incluso el amor debe inclinarse. Sé que con el tiempo me entenderás y me perdonarás. Empuña el cuchillo, amartilla la pistola. Eso es lo que dice nuestro capitán, el voivoda. Me gustaría que lo conocieras. Sólo tiene un ojo, pero es el ojo más hambriento que he visto nunca. Perdió el otro en la guerra de Liberación. Luchó en el Paso de Shipka en 1877, el Voivoda. ¿Puedes creerlo? Dice que entonces los turcos eran feroces, pero ahora, dice, podemos ganarles. Por supuesto, no será fácil. El voivoda dice: «No tengo padre, no tengo madre». Mi padre es la montaña, mi madre la escopeta. A todos los que amabais, dice, decidles adiós. Derramamos nuestra sangre por la de nuestros hermanos. Pero no puedo decir adiós, queridísima Nora. Y no puedo sujetar el lápiz. Tengo frío. Y perdona, por favor. Con amor, Peyo.
«Con amor, Peyo…». ¿Por qué he leído esas palabras? Juro no envidiar o temer a ese hombre. En cambio, beso la mano buena de mi mujer y la beso en los labios, como si quisiera marcarla. Ahora es mía y lo ha sido durante toda una vida, y eso es todo. Escucho a las enfermeras en el vestíbulo, escucho los bancos y los árboles. Pero a la luz de la luna mi almohada es una roca, así que yazco junto a esa roca y la nieve empieza a caer. Oigo el susurro de cada copo sobre mi cara, el frío se extiende por mis traidores rodillas y codos. El voivoda perdió un ojo en la guerra de la Liberación. Dios mío, qué cosa tan horrible para una carta de amor. He visto a hombres a los que les habían sacado los ojos. Hombres cercanos a mí, descalzos, con las muñecas atadas a la espalda. Ahorcados en la plaza del pueblo para que todo el mundo los viera. En la cama cierro los ojos con fuerza y todavía oigo la cuerda crujiendo mientras los cuerpos se balanceaban, y puedo oír el sonido que hacen los cuerpos al balancearse.
* * *
Nací un año después que mi hermano. Cuando tenía doce años mi madre tuvo otro hijo, pero murió siendo todavía un bebé. Dos años después, tuvo gemelas. Vivíamos en la casa de mi abuelo y trabajábamos en sus tierras. Nuestro abuelo era un hombre vago, el más vago que he conocido, pero tenía sus razones. Se sentaba en el umbral desde el atardecer hasta después del alba y fumaba hachís. Dejaba que me sentara a su lado y me contaba historias sobre la época de los turcos. Durante toda su juventud había servido a un bey turco y el bey le había destrozado la espalda, dándole trabajo suficiente para siete vidas. Así que ahora, en libertad, mi abuelo se negaba incluso a limpiarse el culo. Eso decía. «Tengo a tu padre para que me limpie el culo», decía, y daba una calada. Dibujaba mapas de Bulgaria en el polvo, enorme, como había sido cinco siglos atrás, antes de que los turcos conquistaran nuestra tierra. Dibujaba un círculo en el norte y decía: «Esto es Mesia. Aquí vivimos, por fin libres, gracias a nuestros hermanos rusos». Después rodeaba el sur. «Esto es Tracia. Siguió formando parte del Imperio turco durante siete años después de que el norte fuera liberado, pero ahora somos uno, estamos unidos. Y esto —decía, y trazaba otro círculo hacia el sur— es Macedonia. La Patria de los búlgaros, pero todavía bajo el fez». Pasaba los dedos por las líneas y observaba los círculos mucho tiempo, dibujaba flechas en los lugares que creía que los rusos debían invadir y cruces en los lugares donde se debían producir las batallas. Después escupía en el polvo y dibujaba el resto de Europa y lo rodeaba, y rodeaba África y Asia. «Algún día, siné, todos estos continentes volverán a ser búlgaros. Y quizá también los mares». Y volvía a fumar y a veces me daba una calada, porque un poco de hierba, decía, nunca le ha hecho daño a un niño.
Y ahora, en la cama, de pronto anhelo llenar los pulmones con todo ese ardor, para que mi cabeza quede ligera y vacía. En cambio, estoy lleno de recuerdos de cosas que hace mucho que no existen, como una vasija se llena de agua de lluvia.
Nuestro padre era un hombre amargado, que tenía que besar la mano de su suegro antes de cada comida. Mi padre nos pegaba mucho con su bastón de castaño y sólo lo recuerdo feliz un día de 1905, cuando celebramos los veinte años de la unificación del norte con el sur. Me sentó junto a mi hermano, nos puso a cada uno un mortero de vino tinto e hizo que lo bebiéramos entero, como hombres. Nos dijo que cuando recuperásemos Macedonia llenaría los morteros de rakia.
Perdimos a mi padre en la guerra de los Balcanes, siete años después. Me gusta pensar que cayó cerca de Edirne y que tuvo una muerte heroica, pero no lo culparé si simplemente eligió no volver. Espero que descanse en paz. Cuando mi abuelo murió, nos tocó a mi hermano y a mí cuidar a las mujeres. Trabajábamos en los campos de los demás, segando, y pastoreábamos las ovejas del pueblo. Y todo el mundo hablaba de una nueva guerra, más grande que la de los Balcanes, y esa guerra también llegó al final a nuestro pueblo. Hombres armados se plantaron en la plaza y empezaron a reclutar soldados. Dijeron que todos los chicos de cierta edad debían alistarse. Dijeron que, si ayudábamos a que Alemania ganara, los alemanes nos permitirían recuperar la tierra que los serbios, griegos y rumanos nos habían quitado tras las guerras de los Balcanes. Los alemanes permitirían que arrebatásemos Macedonia a los turcos y estuviéramos completos de una vez por todas. Nuestra madre lloró y me besó las manos y luego besó las de mi hermano. Dijo: «No puedo perder a mis dos hijos en esta guerra. Pero tampoco puedo permitir dejar que os escondáis y seáis una deshonra para vuestra sangre». Mandó a las gemelas a ordeñar dos ovejas, después puso una cacerola de leche delante de mí y otra delante de mi hermano. El que se terminara la cacerola antes podría quedarse y dirigir la casa. El otro iría a la guerra. Bebí como si no fuera a beber nunca más. Resoplé. Tragué. Devoré esa leche. Cuando terminé, vi que mi hermano apenas se había llevado la suya a los labios.
Dios mío. ¿Por qué ahora? ¿No tengo otras preocupaciones? Yazco y recuerdo y escucho la nieve que cae de esta carta vieja e idiota. Siento el frío de la montaña y veo a mi hermano, sosteniendo esa cacerola todavía llena de nieve líquida. Por el amor de Dios, hermano. Bebe.
* * *
Después de desayunar ayudo a Nora a ponerse la bata: primero el brazo muerto, luego el bueno. La peino y le hablo así: ¿Has dormido bien, cariño? ¿Has tenido sueños agradables? ¿Has soñado conmigo? Yo he soñado que cruzaba montañas y luchaba contra los turcos.
Parece confusa. La ayudo a levantarse. Sonríe. ¿Es una sonrisa de amor? ¿O simplemente está agradecida por mi ayuda? Avanzamos lentamente por el pasillo, dos tullidos que se usan el uno al otro como muletas. Damos una vuelta por el jardín y luego nos sentamos en un banco.
Digo: «Nunca he sido un hombre de tacto. —Y saco el pequeño libro de cartas de mi chaqueta de lana. Lo dejo en sus rodillas—. Lo sé todo —digo—. Sé que te quería y que tú también lo querías. Fue antes de mí, claro, pero, por Dios, Nora, me gustaría que me lo hubieras contado. ¿Por qué no me lo dijiste? A los setenta y un años, no tengo que envidiar a los muertos».
Intento sonreír, pero los ojos de Nora están concentrados en las cartas. Aparta la cubierta con un dedo y se me ocurre que desde su derrame cerebral no ha tenido este libro en la mano; probablemente, se había hecho a la idea de que no volvería a leer sus palabras.
¿Por qué no? Paso las páginas y me aclaro la garganta. Que este amante muerto de mi mujer vuelva a existir una vez más, por ella, aunque sólo sea por un día. Que yo, su marido, le preste mis labios vivos.
6 de febrero, 1905
Mi querida, preciosa Nora: Hoy, cuando intentábamos avanzar entre nieve que llegaba a la altura de las rodillas, en la cresta búlgara de los montes Pirin, hemos visto que salía humo de detrás de una roca. Hemos sacado las pistolas, preparados para derramar sangre turca, pero hemos encontrado a un hombre y su mujer, acurrucados junto a una llama diminuta. Habían rasgado la camisa del hombre y quemado las tiras para calentarse. El hombre tenía la nariz rota y la sangre se había vuelto negra a causa del frío. A la mujer le habían cortado la cara con un cuchillo. Me he quitado la capa y se la he dejado un rato. Perdóname, por favor. El voivoda ha hecho una hoguera de verdad y ha preparado té y mientras esperábamos que el agua hirviera el hombre nos ha contado su historia. Venían del otro lado de la frontera, de un pueblo de Macedonia. Tenían una casa pequeña, un hijo de dos años. Hace dos días una banda de komiti, búlgaros como nosotros que habían ido a luchar por la libertad macedonia, pasaron por el pueblo. Quizá por miedo a enfadar a loskomiti, quizá por amabilidad, esas buenas gentes los acogieron en su casa. Los komiti durmieron, comieron, bebieron (quizá demasiado), reunieron fuerzas y estaban listos para seguir su camino cuando, de la nada, un poterya, un grupo de perseguidores, llegó al pueblo. Sin duda, algún cobarde del pueblo había traicionado a nuestros hermanos. Hubo muchos disparos y mucha sangre, Nora, eso es lo que nos ha dicho el hombre. Cuando los turcos terminaron, arrastraron a los komiti al patio, ya muertos, fíjate, y les cortaron las cabezas sólo para enseñarlas. Las empalaron para que las viera todo el mundo. Después se llevaron al niño y prometieron volverlo turco, para que cuando crezca regrese a buscar las cabezas de su propia gente
.¿Ves ahora por qué te he dejado, Nora? ¿Por qué, en vez de en tu pecho, es sobre piedras, barro helado y la montaña, esa bellaca, donde debe descansar mi cabeza? Maldigo a los turcos y a los traidores, y a todos los cobardes que eligieron a sus mujeres en vez de a sus hermanos
.Y con ellos me maldigo a mí mismo, Nora. Ojalá yo también fuera un cobarde
.Me cuesta terminar la carta y después, cuando he acabado, nos quedamos en silencio. Me gustaría mucho ver la reacción de Nora, pero aun así no encuentro fuerzas para mirarla a los ojos. Siempre se me ha dado bien mirar hacia otro lado.
* * *
Nuestra hija viene a vernos por la tarde. Pavel trota detrás de ella. Se me cuelga del cuello y me da un beso.
—Dyadka, ¿qué tal?
—No llames al abuelo dyadka —le regaña mi hija—. Es una falta de respeto.
Corre a besar a su abuela.
—Dyadka —le llamo para que vuelva conmigo—. Ven a enseñarme esos músculos que tienes. —Flexiona orgullosamente su brazo diminuto—. ¡Como gelatina! —Salta en mi cama, con los zapatos puestos, y rebota en los chirriantes muelles.
Nora, como yo, sonríe. Pero Buryana le dice a Pavel que le cuente a su abuela un cuento de hadas que ha aprendido y se deja caer a mi lado en la cama. Pasa la mano por la manta y la alisa. Señala a su madre.
—¿Crees que podemos hablar?
—Está sorda como un urogallo —digo—, mientras que yo… Soy el oído del mundo.
—Por favor, padre. No estoy de humor.
Eso es que tiene una sorpresa, creo. Y ahora calla. Yo también quiero oír el cuento de hadas. Pero ella continúa:
—Seguí tu consejo y hablé con él —dice. Sigue hablando en voz baja y por una vez mi mente abandona el sonido. De repente recuerdo que, cuando era pequeña, le encantaba ir en bicicleta por el bordillo de la acera, pese a mis consejos. La obligaba a prometer que no haría esas peligrosas proezas y ella decía: «¡Lo prometo, taté!», y sólo entonces le dejaba sacar la bici. Un día estaba en la puerta de casa con la barbilla ensangrentada. Me miró, combatiendo las lágrimas con todas sus fuerzas. «Estoy bien, ya ves —intentó decir—. La caída no ha sido gran cosa». La abracé, la besé y sólo entonces se dejó vencer por las lágrimas.
Ahora, cuando me habla de su marido, es igual. Tantos años después, mi boca vuelve a llenarse de ese sabor: la sangre y las lágrimas de Buryana.
—¿Qué acabo de decirte? —me pregunta de repente—. ¿Estás escuchando?
—Claro que sí. Has hablado con tu marido. Dice que necesita tiempo para pensar.
—¡Para pensar! —dijo—. Así que he decidido que esta noche nos quedaremos aquí. Y quizá mañana.
Me tomo un momento para pensarlo. Hay muy poco sitio, y la respiración de Nora lo inunda todo de ruido por la noche. Y ahora habrá otras dos personas respirando y moviéndose, y esas tablas chirriando. Pero ¿qué debe hacer un viejo dyadka? Y así llamo a la enfermera y después de un poco de lío trae dos catres.
* * *
La cena está hecha, el sol se pone y, mientras nuestra hija prepara a Nora para llevarla a la cama, cojo a Pavel de la mano y lo llevo fuera. Unos cuantos viejos siguen anidando en los bancos y digo:
—Pavka, ¿soy como ellos? Seco y feo…
—Eres como ellos —dice—, sólo que no eres feo.
—Me gustaría ser un niño otra vez. Pero no creo que lo entiendas.
—Me gustaría ser un viejo. —Respira en silencio—. Me he dado cuenta, dyadka, de que cuando los viejos hablan, los jóvenes escuchan. Y nadie escucha a los niños. Pero, si fuera viejo, hablaría con mi padre.
Llegamos a un árbol cuyas ramas están llenas de gorriones.
—Odio esos bichos —digo—. Pían muy alto.
Cogemos unas piedras y se las tiramos, una a una, a los pájaros. Se alzan sobre nosotros, negros y ruidosos. Pero cuando estoy sin aliento, los pájaros vuelven a las ramas.
—Vamos a tirarles más piedras —digo.
—No sirve de nada, dyadka. Volverán cuando nos vayamos.
Cojo unas piedras y las amontono en sus manos.
—Vamos —digo.
* * *
Es hora de dormir y en su catre Pavel empieza a cantar. Me sorprende que no haya perdido la costumbre de arrullarse hasta dormirse. Su voz es suave, fina y clara. Me doy la vuelta y sonrío a mi mujer. Ella también sonríe.
—Dyado, no puedo dormir. Cuéntame un cuento.
Por supuesto que no puedes, mi niño. Mi sangre es la tuya y la sangre no tiene edad.
Buryana intenta hacerle callar, pero yo me incorporo en la cama y enciendo la lámpara de noche. Saco el librillo de cartas y digo: «Ésta es la historia de un komita. Murió luchando contra los turcos».
—¡Vale! Un cuento de rebeldes.
Nora no intenta detenerme. Buryana se da la vuelta en su catre para oír mejor. Yo leo y ellos escuchan. No sé qué piensa cada uno, pero estamos conectados a través de palabras polvorientas.
—¿Y entonces? —dice Pavel cada vez que me detengo para tomar aire—. ¿Qué pasa después? ¿Y entonces?
Pero a mitad del cuento, su respiración me dice que se ha dormido.
El amante de mi mujer, el señor Peyo Spasov, ha llegado por fin a Macedonia. Una avalancha se ha llevado a otro amigo cuando cruzaban el paso montañoso. Peyo ha sobrevivido por poco, sacando a sus compañeros de la nieve. Ahora, cuando los komiti llegan a un pueblo, nadie les ofrece cobijo. Con cuchillos y armas de fuego convencen a la gente, por la que han ido a morir, de que los acoja. Los komiti pasan la noche en una cabaña pequeña, junto al fuego. Su objetivo es unirse a un grupo de revolucionarios al día siguiente y participar en un levantamiento masivo contra los turcos, que estallará al mismo tiempo en toda Macedonia. La tierra será libre por fin. No saben si los otros komiti están esperando, ni siquiera si viven.
Fuera, los perros empiezan a ladrar. Los hombres se acercan sigilosamente a la ventana y, a la luz de la luna, ven a un campesino que señala en su dirección. Pronto los soldados turcos se reúnen frente a la valla. Los turcos encienden antorchas, las tiran para incendiar el tejado de paja. Los komiti abren fuego. Los turcos responden. Mientras las llamas se extienden, los hombres del interior se abren paso con las culatas de sus armas por el muro trasero, construido con barro, paja y estiércol de vaca, y logran escapar a la oscuridad sin ser vistos. Corren pendiente arriba, encuentran refugio entre las rocas. Tienen frío y vuelve a nevar. Debajo de ellos, los perros ladran. Las antorchas titilan y vuelan de un tejado a otro y, uno tras otro, los tejados de paja arden. Los komiti oyen llorar a las mujeres, con miedo a hacer el menor ruido. Los muy cobardes no encuentran fuerzas para bajar y enfrentarse a los turcos. Cuando las antorchas mueren en la noche, los komiti huyen como ratas.
Aparto el pequeño libro y apago la lámpara. Están dormidos, silenciosa, suavemente. Está mal envidiar a tu propio nieto. Pero todavía lo hago. También envidio a Nora. Nadie me ha escrito así nunca. Pero ya no envidio a ese otro hombre. Porque, como yo, se demostró a sí mismo que era un cobarde y, aunque sé que es un error, eso me da paz.
Voy a ver a Pavel. Ha apartado la manta y lo tapo. Después tapo a mi hija, a mi mujer. Me siento junto a la ventana. A los setenta y un años no puedes esperar oír una historia, ninguna historia, y tomarla tal como es. A mi edad una historia agita un vórtice que atrae a su centro más historias y escupe todavía más. Tengo que recordar lo que debo recordar.
* * *
Mi hermano volvió de la guerra sin un rasguño. Nunca hablamos de lo que había visto o hecho. Me daba vergüenza preguntar y a él le daba vergüenza decirlo. Habíamos perdido la guerra, por supuesto, como todas las demás guerras recientes, lo que era una pena, porque realmente nunca perdíamos nuestras batallas; simplemente, escogíamos los aliados equivocados. O, más bien, nuestros soldados nunca perdían sus batallas. Porque, ¿qué sabía yo? Pastoreaba ovejas. Así que mi hermano vino conmigo a las colinas. Reuníamos las ovejas por la noche y las encerrábamos en el corral, hervíamos leche en un caldero, desgranábamos y nos comíamos las gachas en silencio mientras a nuestro alrededor la montaña se agitaba con los perros que ladraban, los cencerros que sonaban en otros corrales. A veces el silencio en mi interior pesaba tanto que me levantaba y gritaba con todas mis fuerzas. «Eheeeeeee». Y luego mi hermano gritaba el grito del pastor. «Eheeeeeee». Y desde otra colina oíamos a otro pastor y luego a otro, y gritábamos, como niños, en la noche.
Era el tiempo de la esquila, recuerdo, la primavera de 1923. Habíamos esquilado la mitad del rebaño y estábamos poniendo la lana bajo un toldo. Los perros ladraban y vimos que un grupo de hombres bajaba la pendiente, diminuto al principio, y luego vimos que llevaban rifles.
Llamamos a los perros y esperamos. Los hombres estaban ante nosotros, seis o siete con capas de pastores, con capuchas en la cabeza. Pero no eran pastores. Lo notaba. Nos apuntaron y nos dijeron que levantáramos los brazos. Lo hice, por supuesto. Pero mi hermano los observaba y mascaba paja. Les preguntó si se habían perdido. Uno dijo:
—Hemos venido a llevarnos algunos corderos, algo de leche y queso. Tenemos un puñado de camaradas hambrientos en los bosques. —Movió su rifle hacia mí—. Ve a elegir los corderos.
—No tenemos corderos para tus camaradas —dijo mi hermano.
Un hombre dio un paso adelante y le golpeó en la cara con la caja del rifle. Pero cuando habló oímos una voz de mujer, y cuando la capucha descendió vimos un rostro de mujer. Escupió a mi hermano, que estaba tendido en el suelo entre paja y sangre. Le preguntó si pensaba que lo hacían por placer. Si creía que les gustaba vivir escondidos en refugios, como perros. Dijo que luchaban por el pueblo, por la fraternidad, la igualdad y la libertad…
—Eres muy guapa —dijo mi hermano, y tosió un poco de sangre—. Creo que te convertiré en mi esposa.
La mujer rió.
—Ve a buscar los corderos —me dijo.
Sus camaradas ataron a mi hermano. Herví leche mientras ellos mataban un cordero y lo ponían a asar sobre un fuego. Se quedaron con nosotros esa noche, diciendo que la gente que trabajaba era la que debía gobernar. Hablaron de un cambio. En septiembre, dijeron, habría un levantamiento. Miles de camaradas se unirían para derrocar al régimen zarista. La ira centenaria del esclavo, decían, sería liberada al fin. Supongo que no eran mala gente: sólo estaban hambrientos y eran estúpidos. La mujer se sentó junto a mi hermano y le dio leche para beber. Les rogué que lo soltaran, pero ella dijo que le gustaba más atado.
Esa noche llovió mucho. Cogí una tea del fuego, pasé sobre los camaradas dormidos y fui a la cabaña para ver si la lana se mojaba bajo el toldo. Mi hermano y la mujer estaban desnudos en el montón de lana, fumando. La lluvia se filtraba por el tejado de paja y sus cuerpos brillaban a la luz de la tea.
—Me iré con ellos —me dijo mi hermano por la mañana.
Y eso hizo. Lo mataron en agosto. Para entonces yo estaba de vuelta en el pueblo. Los policías golpearon en nuestras puertas y nos detuvieron a mí y a mi madre, a mis hermanas, a los vecinos. Todo el pueblo fue empujado hasta la plaza.
Habían montado un cadalso y en el cadalso colgaban mujeres y hombres, juntos.
—Éstos son partisanos rebeldes —dijo la policía—. Comunistas que matamos en los bosques. Algunos son, sin duda, de vuestro pueblo, vuestros hijos e hijas. Dadnos sus nombres y dejaremos que los enterréis en paz.
Formamos una fila y, uno por uno, caminamos junto a los cadáveres. No tenía sentido colgar a gente que ya estaba muerta. Pero era un espectáculo terrible.
—¿Conoces a éste? ¿Y qué hay de ésta? ¿La conoces?
Y después tuve que ponerme frente al cadalso. Cerré los ojos con todas mis fuerzas, y no había nada en el mundo, aparte del sonido chirriante de las cuerdas.
* * *
Es sábado por la mañana y Buryana empieza a vestir a su madre.
—Déjame hacerlo —digo—. No puedo saltarme un día.
En el almuerzo comemos pollo con arroz y Buryana me dice que le eche menos sal. Hace ocho años que nadie me dice algo así y resulta extraño, pero obedezco. De postre tenemos yogur con azúcar. Pável se toma el mío. Su madre le dice que eche menos azúcar y nos reímos. No es realmente gracioso, pero nos reímos de todas formas. Una enfermera trae una manzana para Pavel. Él le da las gracias, aunque veo que está decepcionado.
Dejamos que haga los deberes en nuestro cuarto y caminamos lentamente por el jardín. Buryana sigue callada y yo también, no tengo idea de qué decir. Encontramos a Pavel leyendo el libro de cartas. «Abuela —dice—, ¿a quién querías más? ¿Al abuelo o al komita?».
Me descubro esperando su respuesta. Parece que Buryana también está esperando. Por supuesto que quería más al komita: debió de ser su cielo, su primer amor. Lo más probable, he llegado a pensar, es que estuvieran prometidos. Lo más probable es que hubieran hecho planes juntos, que hubiesen imaginado una pequeña casa, un par de hijos. Si no, no habría conservado su diario durante tantos años. Y entonces, cuando su amor estaba en su punto álgido, lo mataron. Para saberlo no hace falta que lea hasta el final. Al principio ella se sintió traicionada. Había puesto unos extraños ideales, la fraternidad y la libertad, por encima de su amor hacia ella. Lo odiaba por eso. Pero una mañana, casi un año después de su muerte, el cartero le llevó un paquete con sellos extranjeros. Ella leyó el diario, todavía odiándolo. Lo leía cada día. Se aprendió cada carta de memoria, y con los meses su odio disminuyó y al final su muerte convirtió su amor en algo ideal, condenado a no morir. Sí, eso es lo que pienso ahora. Su amor era estúpido, infantil, dulzón, el tipo de amor que, si tienes la suerte de perderlo, estalla como un tejado de paja pero arde durante toda tu vida. Mientras que nuestro amor… Yo soy su marido, ella es mi mujer.
Pero luego, como si quisiera sacarme de mis pensamientos, Nora me coge la mano y la sostiene. Le beso la mano. «Vamos a leer», digo. Casi lo grito, de pronto con la cabeza ligera y vacía. Cojo el pequeño libro.
Los komiti alcanzan su punto de encuentro, el pueblo de Crni Brod. El sol ya se pone en las montañas. El pueblo está muy tranquilo. Un hombre se adelanta a saludarlos. Los komiti les preguntan: «¿Están aquí los voivodas?». «Sí, los capitanes están aquí —les responde el hombre—, están esperando en mi casa». «¿Y no mientes?», preguntan los komiti. «Lo juro por mis hijos», dice el hombre, y se santigua tres veces. Los lleva por el pueblo. Negras cuerdas de humo salen de las chimeneas y los tejados helados brillan con el sol que agoniza. La nieve cruje bajo sus botas. No se mueve nada.
Llegan a la casa. El hombre abre las puertas y el voivoda entra con otros dos hombres. Después, de repente, un obús silba en la nieve y Peyo cae, herido en el muslo. A su alrededor, los komiti caen como moscas en una sábana blanca. Los han traicionado.
De alguna manera, sin disparar una sola vez, Peyo consigue alejarse cojeando. Sangra a borbotones. Cae frente a la puerta de una casa, se mantiene consciente el tiempo suficiente para sentir que dos manos tiran de él hacia dentro.
Nos sentamos. Parece que pasa mucho tiempo sin que haya el menor sonido. Busco en mi cajón hasta encontrar un viejo paquete de Arda de cuando todavía fumaba. Abro la ventana y enciendo un cigarrillo, y de nuevo nadie protesta. El sabor es horrible: rancio y húmedo. Cuando termino enciendo otro. Observo el reflejo de mi mujer en el cristal. Me pregunto si he sacado cosas que debería haber dejado enterradas. Pero quiero leer el final. Sé que ella lo quiere oír.
Los turcos han matado a todos los komiti, algunos campesinos desafiantes han cobijado a Peyo, pero su herida se está infectando. Ahora lo veo claramente, en mi cama, escribiendo frenéticamente, intentando fijar todos los acontecimientos en el papel mientras le queden fuerzas. Tiene los ojos negros, brillantes por la fiebre, y sus labios relucen por la grasa de la sopa de pollo que le han dado los campesinos. Pero ninguna sopa puede ayudarle. Está besando la muerte.
Paso la última página y leo lo que parece ser una canción rebelde:
No tengo padre, no tengo madre.
Padre para despreciarme,
madre para llorarme.
Mi padre: la montaña.
Mi madre: la escopeta.
—Ya está —digo—, no hay nada más escrito.
Pavel salta de su catre para coger su manzana. La limpia con la camisa y da un mordisco. Se la ofrece a su madre, a Nora, a mí. Pero ninguno de nosotros habla.
Después una enfermera llama a la puerta.
—Tienen visita —dice.
* * *
Callados, nos sentamos, mientras Buryana habla con su marido en el jardín, decidiendo su vida. No puedo verlos desde aquí: se han alejado de la ventana, están bajo los árboles.
—¿Por qué no puedo hablar con mi padre? —pregunta Pavel. Deja la manzana a medio comer en el alféizar y coge el libro—. Me aprenderé el poema para el colegio, entonces. Me aburro.
—Pavka, quédate con la abuela. Ahora vuelvo.
Cojeo tan rápido como puedo por el pasillo y estoy cerca de la salida cuando Buryana entra. Se limpia las mejillas.
—Ha terminado —dice—… Se ha ido de nuestro apartamento. Buenas noticias para ti, supongo. Cuatro en una habitación… —Finge una risa y la abrazo, por primera vez en muchos años. La beso en la frente, los ojos y la nariz.
—Vuelve con tu hijo.
Su marido sigue sentado en un banco, con la cara entre las manos. Lo asusto cuando me siento. Soy viejo, pienso. Soy anciano. Cuando hablo, los jóvenes escuchan. Pero ¿qué le dices a un hombre cuyo amor por una mujer es mayor que el amor que siente hacia su hijo, hacia su propia sangre? Nada hará que ese hombre se arrepienta.
Me echo hacia atrás en el banco y cruzo las piernas, indiferente al dolor que eso me produce. Aliso las arrugas de mi pantalón.
—No tengo padre —digo—, no tengo madre. Padre para despreciarme, madre para llorarme. Mi padre: la montaña. Mi madre: la escopeta.
Está perplejo, me doy cuenta, se muerde el labio. La sangre le sube a la cara. No entiende esas palabras, viejas palabras rebeldes de lealtad y coraje, pero le aprietan el cuello como si fueran un puño.
* * *
Cuando Buryana y Pavel se han ido, le cuento a Nora lo que ha ocurrido. No le ahorro nada. Ahora no debería haber secretos entre nosotros.
—Nuestra hija es una mujer fuerte —digo—. Le irá bien. —No sé qué más decir. Miro el pequeño libro en mi escritorio, mientras, con esfuerzo, Nora se levanta de la cama. Su cadera hace un ruido seco, las tablas crujen. Corro a ayudarla, pero niega con la cabeza. «No, no —quiere decir—. Puedo hacerlo sola. Déjame, sola». Coge el libro, y en un instante está vivo. Su cuerpo polvoriento tiembla con el contacto. Un gorrión, que se sacude el rocío de las plumas. El corazón de un hombre, que late volviendo a la vida. Una mano que aparta, desgarbada, horrible, horrorosa. Veo cómo arrastra sus pies marchitos por la habitación y deja el libro en su caja. Mete la caja en un cajón y lo cierra. Tiene una expresión tranquila en el rostro. Adiós dice, viejo amor.
Me pregunto si la tumba del rebelde sigue allí, en ese pueblo de Macedonia. Y, si fuéramos allí, ¿la encontraríamos? Un plan sin sentido empieza a cobrar forma. ¿Y si moviera algunos hilos? Hay uno o dos viejos camaradas que podrían ayudarnos a salir. ¿Y si nos prestaran un coche y sellaran nuestros pasaportes? Llevaremos a Buryana y a Pavel con nosotros.
Cojo la manzana a medio comer del alféizar y la hago girar en la mano. Qué tranquila está tu cara, Nora, quiero decir, qué regular es tu respiración. Enséñame a respirar como tú. A mover la palma de mi mano y convertir el oleaje rabioso en cristal.
En vez de eso, la llamo. Lentamente, cojea y se sienta a mi lado.
—Nunca te lo he dicho —digo—. Nunca enterramos a mi hermano. Era mentira. Nunca lo bajamos de la cuerda. Había oído rumores, historias de gente en la montaña, que decían que, cuando las madres reconocían a sus hijos muertos, los zaristas las apartaban y las mataban allí mismo. Así que le dije a mi madre: «Te lo pido por la sangre de tus hijas, sigue andando. No digas nada». Y mi madre estaba tan conmocionada que se quedó frente a mi hermano y ni siquiera alargó la mano para tocarle los pies. Pasamos de largo.
Sé que nunca sucederá, pero aun así digo:
—Vamos a Macedonia. Vamos a encontrar la tumba. Pediré prestado un coche.
Quiero decir más cosas, pero no lo hago. Me observa. Me coge la mano y ahora mi mano también tiembla con la suya. Veo en la manzana las marcas de los dientes de Pavel y, en la pulpa ya marrón, un diente diminuto. Se lo enseño a Nora y a sus ojos les cuesta un momento reconocer lo que ven. O eso creo.
Pero entonces asiente sorprendida, como si eso fuera exactamente lo que esperaba. ¿No es bonito ser tan joven, quiere decirme, como para perder un diente sin darte cuenta?