Mateo Asís trató de calcular la hora por la posición de los gallos. Finalmente salió a flote en la realidad.
—¿Qué hora es?
Nora de Jacob estiró el brazo en la penumbra y cogió el reloj de números fosforescentes en la mesa de noche. La respuesta que aún no había dado la despertó por completo.
—Las cuatro y media —dijo.
—¡Mierda!
Mateo Asís saltó de la cama. Pero el dolor de cabeza, y luego el sedimento mineral en la boca, le obligaron a moderar el impulso. Buscó los zapatos con los pies en la oscuridad.
—Me hubiera cogido el día —dijo.
—Qué bueno —dijo ella. Encendió la lamparita y reconoció su nudosa espina dorsal y sus nalgas pálidas—. Hubieras tenido que quedarte encerrado aquí hasta mañana.
Estaba completamente desnuda, apenas cubierto el sexo con un extremo de la sábana. Hasta la voz perdía con la luz encendida su tibia procacidad.
Mateo Asís se puso los zapatos. Era alto y macizo. Nora de Jacob, que lo recibía ocasionalmente desde hacía dos años, experimentaba una especie de frustración ante la fatalidad de tener en secreto a un hombre que a ella le parecía hecho para que lo contara una mujer.
—Si no te cuidas vas a engordar —dijo.
—Es la buena vida —replicó él, procurando ocultar la desazón. Y agregó sonriendo—: Debo estar encinta.
—Ojalá —dijo ella—. Si los hombres parieran serían menos desconsiderados.
Mateo Asís recogió el preservativo del suelo con el calzoncillo, fue al baño y lo echó en el inodoro. Se lavó, procurando no respirar a fondo: cualquier olor, al amanecer, era un olor de ella. Cuando volvió al cuarto la encontró sentada en la cama.
—Un día de éstos —dijo Nora de Jacob— me cansaré de estos escondrijos y se lo contaré a todo el mundo.
El no la miró mientras no estuvo completamente vestido. Ella tuvo conciencia de sus senos macilentos, y sin dejar de hablar se cubrió hasta el cuello con la sábana.
—No veo la hora —prosiguió— de que desayunemos en la cama y estemos aquí hasta por la tarde. Soy capaz de ponerme yo misma un pasquín.
El rió abiertamente.
—Se muere el viejo Benjamincito —dijo—. ¿Cómo anda eso?
—Imagínate —dijo ella—: Esperando que se muera Néstor Jacob.
Lo vio despedirse desde la puerta con una señal de la mano. «Trata de venir para Nochebuena», le dijo. El lo prometió. Atravesó el patio de puntillas y salió a la calle por el portón. Había un rocío helado que apenas humedecía la piel. Un grito le salió al encuentro al llegar a la plaza.
—¡Alto!
Una linterna de pilas se encendió frente a sus ojos. El apartó la cara.
—¡Ah, carajo! —dijo el alcalde, invisible detrás de la luz—. Miren lo que nos hemos encontrado. ¿Vas o vienes?
Apagó la linterna, y Mateo Asís lo vio, acompañado de tres agentes. Tenía la cara fresca y lavada, y llevaba la ametralladora en bandolera.
—Vengo —dijo Mateo Asís.
El alcalde se acercó para ver el reloj a la luz del poste. Faltaban diez minutos para las cinco. Con una señal dirigida a los agentes ordenó poner término a la queda. Permaneció en suspenso hasta cuando acabó el toque de clarín, que puso una nota triste en el amanecer. Después despidió a los agentes y acompañó a Mateo Asís a través de la plaza.
—Ya está —dijo—; se acabó la vaina de los papelitos. Más que satisfacción, había cansancio en su voz. —¿Cogieron al que era?
—Todavía no —dijo el alcalde—. Pero acabo de hacer la última ronda y puedo asegurar que hoy, por primera vez, no amaneció un solo papel. Era cuestión de amarrarse los pantalones.
Al llegar al portón de la casa, Mateo Asís se adelantó para amarrar los perros. Las mujeres del servicio se desperezaban en la cocina. Cuando el alcalde entró, fue recibido por un alboroto de perros encadenados que un momento después fue sustituido por pasos y suspiros de animales pacíficos. La viuda de Asís los encontró tomando café sentados en el pretil de la cocina. Había aclarado.
—Hombre madrugador —dijo la viuda—, buen esposo pero mal marido.
A pesar del buen humor, el rostro revelaba la mortificación de una intensa vigilia. El alcalde respondió al saludo. Recogió la ametralladora del suelo y se la colgó en el hombro.
—Tómese todo el café que quiera, teniente —dijo la viuda—, pero no me traiga escopetas a la casa.
—Al contrario —sonrió Mateo Asís—. Debías pedírsela prestada para ir a misa. ¿No te parece?
—No necesito de estos trastos para defenderme —replicó la viuda—. La Divina Providencia está de nuestra parte. Los Asís —agregó seriamenteéramos gente de Dios antes de que hubiera curas a muchas leguas a la redonda.
El alcalde se despidió. «Hay que dormir —dijo—. Esto no es vida para cristianos». Se abrió paso por entre las gallinas y los patos y pavos que empezaban a invadir la casa. La viuda espantó los animales. Mateo Asís fue al dormitorio, se bañó, se cambió de ropa y salió de nuevo a ensillar su mula. Sus hermanos se habían ido al amanecer.
La viuda de Asís se ocupaba de las jaulas cuando su hijo apareció en el patio.
—Acuérdate —le dijo—, que una cosa es cuidar el pellejo otra cosa es saber guardar las distancias.
—Sólo entró a tomar un pocillo de café —dijo Mateo Asís—. Nos vinimos hablando, casi sin darnos cuenta.
Estaba en el extremo del corredor, mirando a su madre, pero ella no se había vuelto al hablar. Parecía dirigirse a los pájaros. «Nada más te digo eso —replicó—. No me traigas asesinos a la casa». Habiendo terminado con las jaulas, se ocupó directamente de su hijo:
—Y tú, ¿dónde estabas?
Aquella mañana, el juez Arcadio creyó descubrir signos aciagos en los minúsculos episodios que hacen la vida de todos los días. «Hace dolor de cabeza», dijo, tratando de explicar la incertidumbre a su mujer. Era una mañana de sol. El río, por primera vez en varias semanas, había perdido su aspecto amenazante y su olor a pellejo crudo. El juez Arcadio fue a la peluquería.
—La justicia —le recibió el peluquero— cojea, pero llega.
El piso había sido lustrado con petróleo y los espejos estaban cubiertos con brochazos de albayalde. El peluquero empezó a pulirlos con un trapo mientras el juez Arcadio se acomodaba en la silla.
—No debían de existir los lunes —dijo el juez.
El barbero había empezado a cortarle el cabello.
—Son culpa del domingo —dijo—. Si no fuera por el domingo —preciso— no existirían los lunes.
El juez Arcadio cerró los ojos. Esta vez, después de diez horas de sueño, de un acto de amor turbulento y de un baño prolongado, no había nada que reprocharle al domingo. Pero era un lunes denso. Cuando el reloj de la torre dio las nueve y quedó en el lugar de las campanadas el siseo de una máquina de coser en la casa contigua, otro signo estremeció al juez Arcadio; el silencio de las calles.
—Este es un pueblo fantasma —dijo.
—Ustedes lo han querido así —dijo el peluquero—. Antes, un lunes por la mañana había hecho por lo menos cinco cortes a esta hora. Hoy, hago el nombre de Dios con usted.
El juez Arcadio abrió los ojos y por un momento contempló el río en el espejo. «Ustedes», repitió. Y preguntó:
—¿Quiénes somos nosotros?
—Ustedes —vaciló el peluquero—. Antes de ustedes, éste era un pueblo de mierda, como todos pero ahora es el peor de todos.
—Si me dices estas cosas —replicó el juez—, es porque sabes que no he tenido nada que ver con ellas. ¿Te atreverías —preguntó sin agresividad— a decirle lo mismo al teniente?
El peluquero admitió que no.
—Usted no sabe —dijo— lo que es levantarse todas las mañanas con la seguridad de que lo matarán a uno, y que pasen diez años sin que lo maten.
—No lo sé —admitió el juez Arcadio— ni quiero saberlo.
—Haga todo lo que pueda —dijo el peluquero— por no saberlo nunca.
El juez doblegó la cabeza. Después de un prolongado silencio, preguntó: «¿Sabes una cosa, Guardiola? —Sin esperar la respuesta siguió adelante—: El teniente se está hundiendo en el pueblo. Y cada día se hunde más, porque ha descubierto un placer del cual no se regresa: poco a poco, sin hacer mucho ruido, se está volviendo rico». Como el peluquero lo escuchaba en silencio, concluyó:
—Te apuesto a que no habrá un muerto más por su cuenta. —¿Cree usted?
—Te apuesto cien a uno —insistió el juez Arcadio—. Para él, en estos momentos, no hay mejor negocio que la paz.
El peluquero acabó de cortarle el cabello, echó la silla hacia atrás, y cambió la sábana sin hablar. Cuando por fin lo hizo, había un hilo de desconcierto en su voz.
—Es raro que sea usted quien diga eso —dijo—, y que me lo diga a mí.
De habérselo permitido la posición, el juez Arcadio se habría encogido de hombros.
—No es la primera vez que lo digo —precisó.
—El teniente es su mejor amigo —dijo el peluquero.
Había bajado la voz, y era una voz tensa y confidencial. Concentrado en su trabajo, tenía la misma expresión con que hace su firma una persona que no tiene el hábito de escribir.
—Dime una cosa, Guardiola —preguntó el juez Arcadio con cierta solemnidad—. ¿Qué idea tienes de mí?
El peluquero había empezado a afeitarlo. Pensó un momento antes de responder.
—Hasta ahora —dijo— había pensado que usted es un hombre que sabe que se va, y quiere irse.
—Puedes seguir pensándolo —sonrió el juez.
Se dejaba afeitar con la misma pasividad sombría con que se habría dejado degollar. Mantuvo los ojos cerrados mientras el peluquero le frotaba la barba con una piedra de alumbre, lo empolvaba y le sacudía el polvo con una brocha de cerdas muy suaves. Al quitarle la sábana del cuello, le deslizó un papel en el bolsillo de la camisa.
—Sólo está equivocado en una cosa, juez —le dijo—. En este país va a haber vainas.
El juez Arcadio se cercioró de que continuaban solos en la peluquería. El sol ardiente, el siseo de la máquina de coser en el silencio de las nueve y media, el lunes ineludible, le indicaron algo más: parecía que estuvieran solos en el pueblo. Entonces sacó el papel del bolsillo y leyó. El barbero le dio la espalda para poner orden en el tocador. «Dos años de discursos —citó de memoria—. Y todavía el mismo estado de sitio, la misma censura de Prensa, los mismos funcionarios». Al ver en el espejo que el juez Arcadio había terminado de leer, le dijo:
—Hágala circular.
El juez volvió a guardarse el papel en el bolsillo.
—Eres valiente —dijo.
—Si alguna vez me hubiera equivocado con alguna persona —dijo el peluquero—, hace años que estaría apretadito de plomo —luego agregó con voz seria—: Y acuérdese de una cosa, juez: esto ya no lo para nadie.
Al salir de la peluquería, el juez Arcadio sentía el paladar reseco. Pidió en el salón de billar dos tragos dobles, y después de tomarlos, uno detrás del otro, comprendió que todavía le faltaba mucho tiempo para terminar. En la Universidad, un Sábado de Gloria, trató de aplicarle una cura de burro a la incertidumbre: entró en el orinal de un bar, perfectamente sobrio, y se echó pólvora en un chancro y le prendió fuego.
Al cuarto trago, don Roque moderó la dosis. «A este paso —sonrió— lo sacarán en hombros como a los toreros». También él sonrió con los labios, pero sus ojos permanecieron apagados. Media hora después fue al orinal, orinó, y antes de salir echó la hoja clandestina en el excusado.
Cuando regresó al mostrador encontró la botella junto al vaso, señalado con una línea de tinta el nivel de contenido. «Todo eso para usted», le dijo don Roque, abanicándose lentamente. Estaban solos en el salón. El juez Arcadio se sirvió medio vaso y empezó a beberlo sin prisa. «¿Sabe una cosa?», preguntó. Y como don Roque no dio muestra de haber entendido, le dijo:
—Va a haber vainas.
Don Sabas estaba pesando en la balanza su almuerzo de pajarito, cuando le anunciaron una nueva visita del señor Carmichael. «Dile que estoy durmiendo», susurró al oído de su mujer. Y, efectivamente, diez minutos después estaba durmiendo. Al despertar, el aire se había vuelto seco y la casa estaba paralizada por el calor. Eran más de las doce.
—¿Qué soñaste? —le preguntó la mujer.
—Nada.
Había esperado a que su esposo despertara sin ser llamado. Un momento después, hirvió la jeringuilla hipodérmica y don Sabas se puso una inyección de insulina en el muslo.
—Hace como tres años que no sueñas nada —dijo la mujer con un desencanto tardío.
—Carajo —exclamó él—. ¿Y ahora qué quieres? No se puede soñar por la fuerza.
Años antes, en su breve sueño del mediodía, don Sabas había soñado con un roble que en lugar de flores producía cuchillas de afeitar. Su mujer interpretó el sueño y se ganó una fracción de lotería.
—Si no es hoy, será mañana —dijo ella.
—No fue hoy ni será mañana —replicó impaciente don Sabas—. No voy a soñar únicamente para que tú hagas pendejadas.
Se tendió de nuevo en la cama mientras su esposa ponía orden en el cuarto. Toda clase de instrumentos, cortantes y punzantes, habían sido desterrados de la habitación. Pasada media hora, don Sabas se incorporó en varios tiempos, procurando no agitarse, y empezó a vestirse.
—Ajá —preguntó entonces—: ¿Qué dijo Carmichael?
—Que vuelve más tarde.
No volvieron a hablar mientras no estuvieron sentados a la mesa. Don Sabas picaba su descomplicada dieta de enfermo. Ella se sirvió el almuerzo completo, a simple vista demasiado abundante para su cuerpo frágil y su expresión lánguida. Lo había pensado mucho cuando decidió preguntar:
—¿Qué es lo que quiere Carmichael?
Don Sabas ni siquiera levantó la cabeza.
—¿Que más puede ser? Plata.
«Me lo imaginaba» —suspiró la mujer. Y prosiguió piadosamente: «Pobre Carmichael: ríos de dinero pasando por sus manos, durante tantos años, y viviendo de la caridad pública». A medida que hablaba, perdía el entusiasmo por el almuerzo.
—Dale, Sabitas —suplicó—. Dios te lo pagará —cruzó los cubiertos sobre el plato y preguntó intrigada—: ¿Cuánto necesita?
—Doscientos pesos —contestó imperturbable don Sabas.
—¡Doscientos pesos!
—¡Imagínate!
Al contrario del domingo, que era su día más ocupado, don Sabas tenía los lunes una tarde tranquila. Podía pasar muchas horas en la Oficina, dormitando frente al ventilador eléctrico, mientras el ganado crecía, engordaba y se multiplicaba en sus hatos. Aquella tarde, sin embargo, no consiguió un instante de sosiego.
—Es el calor —dijo la mujer.
Don Sabas dejó ver una chispa de exasperación en las pupilas descoloridas. En la estrecha oficina, con un viejo escritorio de madera, cuatro sillones de cuero y arneses apelotonados en los rincones, las persianas habían sido cerradas y el aire era tibio y grueso.
—Puede ser —dijo—. Nunca había hecho tanto calor en octubre.
—Hace quince años, con unos calores como éstos, hubo temblor de tierra —dijo su mujer—. ¿Te acuerdas?
—No me acuerdo —dijo don Sabas distraído—; tú sabes que nunca me acuerdo de nada. Además —agregó de mal humor—, esta tarde no estoy para hablar de desgracias.
Cerrando los ojos, los brazos cruzados sobre el vientre, fingió dormir. «Si viene Carmichael murmuró dile que no estoy». Una expresión de súplica alteró el rostro de su esposa.
—Eres de mala índole —dijo.
Pero él no volvió a hablar. Ella abandonó la oficina, sin hacer el menor ruido al ajustar la puerta alambrada. Hacia el atardecer, después de haber dormido realmente, don Sabas abrió los ojos y vio frente a él, como en la prolongación de un sueño, al alcalde sentado en espera de que despertara.
—Un hombre como usted —sonrió el teniente— no debe dormir con la puerta abierta.
Don Sabas no hizo un ademán que revelara su desconcierto. «Para usted —dijo— las puertas de mi casa están siempre abiertas». Estiró el brazo para hacer sonar la campanilla, pero el alcalde se lo impidió con un gesto.
—¿No quiere café? —preguntó don Sabas.
—Ahora no —dijo el alcalde repasando la habitación con una mirada nostálgica—. Se estaba muy bien aquí, mientras usted dormía. Era como estar en otro pueblo.
Don Sabas se frotó los párpados con el revés de los dedos.
—¿Qué hora es?
El alcalde consultó su reloj. «Van a ser las cinco», dijo. Luego, cambiando de posición en la poltrona, penetró suavemente en sus propósitos.
—Entonces, ¿hablamos?
—Supongo —dijo don Sabas— que no puedo hacer otra cosa.
«No valdría la pena —dijo el alcalde—. Al fin y al cabo, esto no es un secreto para nadie». Y con la misma reposada fluidez, sin forzar en ningún momento el gesto ni las palabras, agregó.
—Dígame una cosa, don Sabas; ¿cuántas reses de la viuda de Montiel ha hecho usted sacar y contramarcar con su hierro desde cuando ella le ofreció vender?
Don Sabas se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea.
—Usted recuerda —afirmó el alcalde— que eso tiene un nombre.
—Abigeato —precisó don Sabas.
—Eso es —confirmó el alcalde—. Pongamos, por ejemplo —prosiguió sin alterarse— que han sacado doscientas reses en tres días.
—Ojalá —dijo don Sabas.
—Entonces, doscientas —dijo el alcalde—. Usted sabe cuáles son las condiciones: cincuenta pesos de impuesto municipal por cada res.
—Cuarenta.
—Cincuenta.
Don Sabas hizo una pausa de resignación. Estaba recostado contra el espaldar de la silla de resortes, haciendo girar en el dedo el anillo de piedra negra y pulida, los ojos fijos en un ajedrez imaginario.
El alcalde le observaba con una atención enteramente desprovista de piedad. «Esta vez, sin embargo, las cosas no terminan ahí —prosiguió—. A partir de este momento, en cualquier lugar en que se encuentre, todo el ganado de la sucesión de José Montiel está bajo la protección del municipio». Habiendo esperado inútilmente una reacción, explicó:
—Esa pobre mujer, como usted sabe, está completamente loca. —¿Y Carmichael?
—Carmichael —dijo el alcalde— está hace dos horas bajo control.
Don Sabas lo examinó entonces con una expresión que lo mismo había podido ser de devoción o de estupor. Y sin ningún anuncio, descargó sobre el escritorio el cuerpo blando y voluminoso, sacudido por una incontenible risa interior.
—Qué maravilla, teniente —dijo—. Esto debe parecerle un sueño.
El doctor Giraldo tuvo la certidumbre, al atardecer de haberle ganado mucho terreno al pasado. Los almendros de la plaza volvían a ser polvorientos. Un nuevo invierno pasaba, pero su pisada sigilosa dejaba una huella profunda en el recuerdo. El padre Ángel regresaba de su paseo vespertino cuando encontró al médico tratando de meter la llave en la cerradura del consultorio.
—Ya ve, doctor —sonrió—; hasta para abrir una puerta se necesita la ayuda de Dios.
—O de una linterna —sonrió a su vez el médico.
Hizo girar la llave en la cerradura y luego se ocupó enteramente del padre Ángel. Lo vio denso y malva al crepúsculo. «Espérese un momento, padre —dijo—. Creo que algo no anda bien en su hígado». Lo retuvo por el brazo.
—¿Cree usted?
El médico encendió la luz del saledizo y examinó con una atención más humana que profesional el semblante del párroco. Después abrió la puerta alambrada y encendió la luz del consultorio.
—No estaría de más que consagrara cinco minutos a su cuerpo, padre —dijo—. Vamos a ver cómo está esa presión arterial.
El padre Ángel estaba de prisa. Pero ante la insistencia del médico, pasó al interior del consultorio, y preparó el brazo para el tensiómetro.
—En mis tiempos —dijo— no existían estas cosas.
El doctor Giraldo colocó una silla frente a él y se sentó a aplicar el tensiómetro.
—Sus tiempos son éstos, padre —sonrió—. No les saque el cuerpo.
Mientras el médico estudiaba el cuadrante, el párroco examinó la habitación con esa curiosidad bobalicona que suelen inspirar las salas de espera. Colgados en las paredes había un diploma amarillento, la litografía de una niña solferina con una mejilla carcomida en azul y el cuadro del médico disputándose con la muerte una mujer desnuda. Al fondo, detrás de la camilla de hierro pintada de blanco, había un armario con frascos rotulados. Junto a la ventana, una vitrina con instrumentos y otras dos atiborradas de libros. El único olor definido era el del alcohol impotable.
El rostro del doctor Giraldo no reveló nada cuando acabó de tomar la presión.
—En esta habitación hace falta un santo murmuró el padre Ángel.
El médico examinó las paredes. «No sólo aquí —dijo—. También hace falta en el pueblo». Guardó el tensiómetro en un estuche de cuero que cerró con un tirón enérgico de la cremallera, y dijo:
—Sepa una cosa padre: su tensión está muy bien.
—Lo suponía dijo el párroco. —Y añadió con una lánguida perplejidad—: Nunca me había sentido mejor en octubre.
Lentamente empezó a desenrollarse la manga. Con la sotana de bordes zurcidos, y los zapatos rotos y las ásperas manos cuyas uñas parecían de cuerno chamuscado, en ese instante prevalecía en él su condición esencial: era un hombre extremadamente pobre.
—Sin embargo —replicó el médico— estoy preocupado por usted. Hay que reconocer que su régimen de vida no es el más adecuado para un octubre como éste.
—Nuestro Señor es exigente —dijo el padre.
El médico le dio la espalda para mirar el río oscuro por la ventana. «Me pregunto hasta qué punto —dijo—. No parece cosa de Dios esto de esforzarse durante tantos años para tapar con una coraza el instinto de la gente, teniendo plena conciencia de que por debajo todo sigue lo mismo».
Y después de una larga pausa, preguntó:
—¿No ha tenido usted en los últimos días la impresión de que su trabajo implacable ha empezado a desmoronarse?
—Todas las noches, a lo largo de toda mi vida, he tenido esa impresión —dijo el padre Ángel—. Por eso sé que debo empezar con más fuerza al día siguiente.
Se había incorporado. «Van a ser la seis», dijo, disponiéndose a abandonar el consultorio. Sin moverse de la ventana, el médico pareció extender un brazo en su camino para decirle:
—Padre: una noche de éstas, póngase la mano en el corazón y pregúntese si no está usted tratando de ponerle esparadrapos a la moral.
El padre Ángel no pudo disimular una terrible sofocación interior. «A la hora de la muerte —dijo— sabrá cuánto pesan estas palabras, doctor». Dio las buenas noches, y ajustó suavemente la puerta al salir.
No pudo concentrarse en la oración. Cuando cerraba la iglesia, Mina se acercó a decirle que sólo había caído un ratón en dos días. El tenía la impresión de que en ausencia de Trinidad los ratones habían proliferado hasta el punto de que amenazaban con socavar el templo. Sin embargo, Mina había montado las trampas. Había envenenado el queso, perseguido el rastro de la cría y taponado con asfalto los nuevos nidos que él mismo le ayudaba a descubrir.
—Pon un poco de fe en tu trabajo —le había dicho y los ratones vendrán como corderitos hasta las trampas.
Dio muchas vueltas en las estera pelada antes de dormir. En el enervamiento de la vigilia tuvo plena conciencia del oscuro sentimiento de derrota que el médico había inculcado en su corazón. Esa inquietud, y luego el tropel de los ratones en el templo, la espantosa parálisis de la queda, todo se confabuló para que una fuerza ciega le arrastrara hasta la turbulencia de su recuerdo más temido:
Recién llegado al pueblo lo habían despertado a medianoche para que prestara los últimos auxilios a Nora de Jacob. Había recibido una confesión dramática, expuesta de un modo sereno, escueto y detallado, en una alcoba preparada para recibir a la muerte: sólo quedaba un, crucifijo sobre la cabecera de la cama y muchas sillas vacías contra las paredes. La moribunda le había revelado que su marido, Néstor Jacob, no era el padre de la hija que acababa de nacer. El padre Ángel había condicionado la absolución a que la confesión fuera repetida y el acto de contrición terminado en presencia del esposo.