8

Los hijos de la viuda de Asís vinieron a misa el domingo. Eran siete, además de Roberto Asís. Todos fundidos en el mismo molde: corpulentos y rudos, con algo de mulos en su voluntad para el trabajo fuerte, y dóciles a la madre con una obediencia ciega. Roberto Asís, el menor, y el único que se había casado, sólo tenía en común con sus hermanos un nudo en el hueso de la nariz. Con su salud precaria y sus maneras convencionales, era como un premio de consolación por la hija que la viuda de Asís se cansó de esperar.

En la cocina, donde los siete Asís habían descargado las bestias, la viuda se paseaba por entre un reguero de pollos maneados, legumbres y quesos y panelas oscuras y pencas de carne salada, impartiendo instrucciones a las sirvientas. Una vez despejada la cocina, ordenó seleccionar lo mejor de cada cosa para el padre Ángel.

El párroco se estaba afeitando. De vez en cuando extendía la mano hacia el patio para humedecerse el mentón con la llovizna. Se disponía a terminar, cuando dos niñas descalzas empujaron la puerta sin tocar y volcaron frente a él varias piñas maduras y plátanos pintones, panelas, queso y un canasto de legumbres y huevos frescos.

El padre Ángel les guiñó un ojo. «Esto parece, —dijo—, el sueño de tío conejo». La menor de las niñas, con los ojos muy abiertos, lo señaló con el índice:

—¡Los padres también se afeitan!

La otra la llevó hacia la puerta: «¿Qué te creías? —sonrió el párroco, y agregó seriamente—: También somos humanos». Luego contempló las provisiones dispersas por el suelo y comprendió que sólo la casa de Asís era capaz de tanta prodigalidad.

—Digan a los muchachos —casi gritó— que Dios se lo devolverá en salud.

El padre Ángel, que en cuarenta años de sacerdocio no había aprendido a dominar la inquietud que precede a los actos solemnes, guardó los instrumentos sin acabar de afeitarse. Después recogió las provisiones, las amontonó bajo el tinajero y entró en la sacristía limpiándose las manos en la sotana.

La iglesia estaba llena. En dos escaños próximos al Púlpito, donados por ellos, y con sus respectivos nombres grabados en plaquetas de cobre, estaban los Asís con la madre y la cuñada. Cuando llegaron al templo, por primera vez juntos en varios meses, habría podido pensarse que entraban a caballo. Cristóbal Asís, el mayor, que había llegado del hato media hora antes y no había tenido tiempo de afeitarse, llevaba las botas de montar con espuelas. Viendo aquel gigante montaraz, parecía cierta la versión pública y nunca confirmada de que César Montero era hijo secreto del viejo Adalberto Asís.

En la sacristía, el padre. Ángel sufrió una contrariedad: los ornamento litúrgicos no estaban en su puesto. El acólito lo encontró aturdido, revolviendo gavetas mientras sostenía una oscura disputa consigo mismo.

—Llama a Trinidad —le ordenó el padre— y pregúntale dónde puso la estola.

Olvidaba que Trinidad estaba enferma desde el sábado. Seguramente, creía el acólito, se había llevado algunas cosas para arreglar. El padre Ángel vistió entonces los ornamentos reservados a los oficios fúnebres. No logró concentrarse. Al subir al púlpito, impaciente, todavía con la respiración alterada, comprendió que los argumentos madurados en los días anteriores no tendrían ahora tanta fuerza de convicción como en la soledad del cuarto.

Habló durante diez minutos. Tropezando con las palabras, sorprendido por un tropel de ideas que no cabían en los moldes previstos, descubrió a la viuda de Asís, rodeada de sus hijos. Fue como si los hubiera reconocido varios siglos más tarde en una borrosa fotografía familiar. Sólo Rebeca de Asís, apacentando el busto espléndido con el abanico de sándalo, le pareció humana y actual. El padre Ángel puso término al sermón sin referirse de un modo directo a los pasquines.

La viuda de Asís permaneció rígida breves minutos, quitándose y poniéndose el anillo matrimonial con una secreta exasperación, mientras se reanudaba la misa. Luego se santiguó, se puso en pie y abandonó el templo por la nave central, tumultuosamente seguida por sus hijos.

En una mañana como ésa, el doctor Giraldo había comprendido el mecanismo interior del suicidio. Lloviznaba sin ruidos, en la casa contigua silbaba el turpial y su mujer hablaba mientras él se lavaba los dientes.

—Los domingos son raros —dijo ella, poniendo la mesa para el desayuno—. Es como si los colgaran descuartizados: huelen a animal crudo.

El médico armó la maquinita y empezó a afeitarse. Tenía los ojos húmedos y los párpados abotagados. «Estás durmiendo mal —le dijo su esposa. Y añadió con una suave amargura—: Uno de estos domingos amanecerás viejo». Tenía puesta una bata raída y la cabeza cubierta de rizadores.

—Hazme un favor —dijo él—: Cállate.

Ella fue a la cocina, puso la olla del café en el fogón y esperó a que hirviera, pendiente primero del silbido del turpial, un momento después del ruido de la ducha. Entonces fue al cuarto para que su marido encontrara la ropa lista cuando saliera de] baño. Al llevar el desayuno a la mesa lo vio listo para salir, y le pareció un poco más joven con los pantalones de caqui y la camisa deportiva.

Desayunaron en silencio. Hacia el final, él la examinó con una atención afectuosa. Ella tomaba café con la cabeza baja, un poco trémula de resentimiento.

—Es el hígado —se excusó él.

—Nada justifica la altanería —replicó ella sin levantar la cabeza.

—Debo estar intoxicado —dijo él—. El hígado se atasca con esta lluvia.

—Siempre dices lo mismo —precisó ella—, pero nunca haces nada. Si no abres el ojo —agregó— tendrás que desahuciarte tú mismo.

El pareció creerlo. «En diciembre —dijo— estaremos quince días en el mar». Observó la llovizna a través de los rombos de la verja de madera que separaba el comedor del patio entristecido por la persistencia de octubre, y añadió: «Entonces al menos por cuatro meses, no habrá domingos como éste». Ella amontonó los platos antes de llevárselos a la cocina. Cuando volvió al comedor lo encontró con el sombrero de palma tejida, preparando el maletín.

—Así que la viuda de Asís volvió a salirse de la iglesia —dijo él.

Su esposa se lo había contado antes de que empezara a lavarse los dientes, pero no le puso atención.

—Van como tres veces este año —confirmó ella—. Por lo visto, no ha encontrado nada mejor con qué entretenerse.

El médico desplegó su riguroso sistema dental.

—Los ricos están locos.

Algunas mujeres, de regreso a la iglesia, habían entrado a visitar a la viuda de Montiel. El médico saludó al grupo que permaneció en la sala. Un murmullo de risa lo persiguió hasta el descanso. Antes de llamar a la puerta, se dio cuenta de que había otras mujeres en el dormitorio. Alguien le ordenó seguir.

La viuda de Montiel estaba sentada, con el cabello suelto, sosteniéndose con las manos el borde de la sábana contra el pecho. Tenía un espejo y un peine de cuerno en el regazo.

—De manera que también usted resolvió irse a la fiesta —le dijo el médico.

—Está festejando sus quince años —dijo una de las mujeres.

—Dieciocho —corrigió la viuda de Montiel con una sonrisa triste. Otra vez estirada en la cama, se cubrió hasta el cuello—. Desde luego —agregó de buen humor— no hay ningún hombre invitado. Y menos usted, doctor: es de mal agüero.

El médico puso el sombrero mojado sobre la cómoda. «Hace bien —dijo, observando a la enferma con una complacencia pensativa—. Acabo de darme cuenta de que no tengo nada que hacer aquí». Luego, dirigiéndose al grupo, se excusó:

—¿Me permiten?

Cuando estuvo sola con él, la viuda de Montiel asumió de nuevo una amarga expresión de enferma. Pero el médico no pareció advertirlo. Siguió hablando en el mismo tono festivo mientras ponía sobre la mesa de noche las cosas que sacaba del maletín.

—Por favor, doctor —suplicó la viuda—, no más inyecciones. Estoy hecha un colador.

—Las inyecciones —sonrió el médico— es lo mejor que se ha inventado para alimentar a los médicos.

También ella sonrió.

—Créame —dijo palpándose las nalgas por encima de las sábanas—, todo esto lo tengo apolismado. No puedo ni tocármelo.

—No se lo toque —dijo el médico.

Entonces ella sonrió francamente.

—Hable en serio aunque sea los domingos, doctor.

El médico le descubrió el brazo para tomar la presión arterial.

—Me lo prohibió el médico —dijo—. Es malo para el hígado.

Mientras le tomaba la tensión, la viuda observó el cuadrante del tensiómetro con una curiosidad infantil. «Es el reloj más raro que he visto en mi vida», dijo. El médico permaneció concentrado en el indicador hasta cuando acabó de oprimir la pera.

—Es el único que marca con exactitud la hora de levantarse —dijo.

Al terminar, mientras enrollaba los tubos del tensiómetro, observó minuciosamente el rostro de la enferma. Puso sobre la mesita un frasco de pastillas blancas con la indicación de que tomara una cada doce horas. «Si no quiere mis inyecciones —dijo—, no habrá más inyecciones. Usted está mejor que yo». La viuda hizo un gesto de impaciencia.

—Nunca tuve nada —dijo.

—Ya lo creo —replicó el médico—, pero había que inventar algo para justificar la cuenta.

Eludiendo el comentario, la viuda preguntó:

—¿Tengo que seguir acostada?

—Al contrario —dijo el médico—, se lo prohíbo rotundamente. Baje a la sala y atienda a las visitas como es debido. Además —agregó con voz maliciosa—, hay muchas cosas de que hablar.

—Por Dios, doctor —exclamó ella—, no sea tan chismoso. Usted debe ser el que pone los pasquines.

El doctor Giraldo celebró la ocurrencia. Al salir, echó una ojeada furtiva al baúl de cuero con clavos de cobre dispuesto para el viaje en un rincón del dormitorio. «Y tráigame algo —gritó desde la puerta cuando regrese de la vuelta al mundo». La viuda había reanudado la paciente labor de desenredarse el cabello.

—Por supuesto, doctor.

No bajó a la sala. Permaneció en la cama hasta cuando se fue la última visita. Entonces se vistió. El señor Carmichael la encontró comiendo frente al balcón entreabierto.

Ella respondió al saludo sin apartar la vista del balcón. «En el fondo —dijo— me gusta esa mujer: es valiente». También el señor Carmichael miró hacia la casa de la viuda de Asís, cuyas puertas y ventanas no se habían abierto a las once.

—Es cosa de su naturaleza —dijo—. Con una entraña como la suya, hecha sólo para varones, no se puede ser de otra manera. —Dirigiendo la atención hacia la viuda de Montiel, añadió—: Y usted también está como una rosa.

Ella pareció confirmarlo con la frescura de su sonrisa. «¿Sabe una cosa?», preguntó. Y ante la indecisión del señor Carmichael, anticipó la respuesta:

—El doctor Giraldo está convencido de que estoy loca. —¡No me diga!

La viuda afirmó con la cabeza. «No se me haría raro —continuó— que ya hubiera hablado con usted para ver la manera de mandarme al manicomio». El señor Carmichael no supo cómo desenredarse de la confusión.

—No he salido de la casa en toda la mañana —dijo.

Se dejó caer en el mullido sillón de cuero colocado junto a la cama. La viuda recordó a José Montiel en aquel sillón, fulminado por la congestión cerebral, quince minutos antes de morir. «En ese caso —dijo sacudiendo el mal recuerdo— puede que lo llame esta tarde». Y cambió con una sonrisa lúcida:

—¿Habló con mi compadre Sabas?

El señor Carmichael dijo que sí con la cabeza.

En verdad, el viernes y el sábado había echado sondas en el abismo de don Sabas, tratando de averiguar cuál sería su reacción si se pusiera en venta la herencia de José Montiel. Don Sabas —suponía el señor Carmichael— parecía dispuesto a comprar. La viuda lo escuchó sin dar muestras de impaciencia. Si no era el miércoles próximo, sería el de la semana siguiente, admitió con una firmeza reposada. De todos modos estaba dispuesta a abandonar el pueblo antes de que terminara octubre.

El alcalde desenfundó el revólver con un instantáneo movimiento de la mano izquierda. Hasta el último músculo de su cuerpo estaba listo para disparar, cuando despertó por completo y reconoció al juez Arcadio.

—¡Mierda!

El juez Arcadio quedó petrificado.

—No vuelva a hacer esta vaina —dijo el alcalde guardando el revólver. Se derrumbó de nuevo en la silla de lona—. El oído me funciona mejor cuando duermo.

—La puerta estaba abierta —dijo el juez Arcadio.

El alcalde había olvidado cerrarla al anochecer. Estaba tan cansado que se dejó caer en la silla y se durmió al instante.

—¿Qué hora es?

—Van a dar las doce —dijo el juez Arcadio.

Aún quedaba una cuerda trémula en su voz.

—Estoy muerto de sueño —dijo el alcalde.

Retorciéndose en un bostezo largo tuvo la impresión de que el tiempo se había detenido. A pesar de su diligencia, de sus noches en claro, los pasquines continuaban. Aquella madrugada había encontrado un papel pegado a la puerta de su dormitorio: «No gaste pólvora en gallinazos, teniente». Por la calle se decía en voz alta que los propios integrantes de las rondas ponían los pasquines para distraer el tedio de la vigilancia. El pueblo —había pensado el alcalde— estaba muerto de risa.

—Sacúdase —dijo el juez Arcadio—, y vamos a comer algo.

Pero él no tenía hambre. Quería dormir una hora más y darse un baño antes de salir. El juez Arcadio, en cambio, fresco y limpio, regresaba a casa a almorzar. Al pasar frente al dormitorio, como la puerta estaba abierta, había entrado a pedir al alcalde un salvoconducto para transitar después del toque de queda.

El teniente dijo simplemente: «No». Después, con un sesgo paternal, se justificó:

—Le conviene estar tranquilo en su casa.

El juez Arcadio encendió un cigarrillo. Permaneció contemplando la llama del fósforo en espera de que declinara el rencor, pero no encontró nada que decir.

—No lo tome a mal —añadió el alcalde—. Créame que quisiera cambiarme por usted, acostarme a las ocho de la noche y levantarme cuando me diera la gana.

—Cómo no —dijo el juez. Y agregó con acentuada ironía—: Lo único que me —faltaba era eso: un papá nuevo a los treinta y cinco anos.

Le había dado la espalda y parecía, contemplar desde el balcón el cielo cargado de lluvia. El alcalde hizo un silencio duro. Después, de un modo cortante dijo:

—Juez —el juez Arcadio se volvió hacia él y ambos se miraron a los ojos—. No voy a darle el salvoconducto. ¿Entiende?

El juez mordió el cigarrillo y empezó a decir algo, que reprimió el impulso. El alcalde lo oyó bajar lentamente las escaleras. De pronto, inclinándose, gritó:

—¡Juez!

No hubo respuesta.

—Quedamos de amigos —gritó el alcalde.

Tampoco esta vez obtuvo respuesta.

Permaneció inclinado, pendiente de la reacción del juez Arcadio, hasta cuando se cerró la puerta y otra vez quedó solo con sus recuerdos. Ni hizo esfuerzos por dormir. Estaba desvelado en pleno día, empantanado en un pueblo que seguía siendo impenetrable y ajeno, muchos años después de que él se hiciera cargo de su destino. La madrugada en que desembarcó furtivamente con una vieja maleta de cartón amarrada con cuerdas y la orden de someter al pueblo a cualquier precio, fue él quien conoció el terror. Su único asidero era una carta para un oscuro partidario del Gobierno que había de encontrar al día siguiente sentado en calzoncillos a la puerta de una piladora de arroz. Con sus indicaciones, la entraña implacable de los tres asesinos a sueldo que lo acompañaban, la tarea había sido cumplida. Aquella tarde, sin embargo, inconsciente de la invisible telaraña que el tiempo había ido tejiendo a su alrededor, le habría bastado una instantánea explosión de clarividencia, para haberse preguntado quién estaba sometido a quién.

Soñó con los ojos abiertos frente al balcón azotado por la llovizna, hasta un poco después de las cuatro. Luego se bañó, se puso el uniforme de campaña y bajó al hotel a desayunar. Más tarde hizo una inspección rutinaria en el cuartel, y de pronto se encontró parado en una esquina con las manos en los bolsillos sin saber qué hacer.

El propietario del salón de billar lo vio entrar al atardecer, todavía con las manos en los bolsillos. Lo saludó desde el fondo del establecimiento vacío, pero el alcalde no le respondió.

—Una botella de agua mineral —dijo.

Las botellas provocaron un estruendo al ser removidas en la caja de hielo.

—Un día de éstos —dijo el propietario— tendrán que operarlo, y le encontrarán el hígado lleno de burbujitas.

El alcalde observó el vaso. Tomó un sorbo, eructó, con los codos apoyados en el mostrador y la mirada fija en el vaso, y volvió a eructar. La plaza estaba desierta.

—Bueno —dijo el alcalde—. ¿Qué es lo que pasa?

—Es domingo —dijo el propietario.

—¡Ah!

Puso una moneda en el mostrador y salió sin despedirse. En la esquina de la plaza, alguien que caminaba como si arrastrara una cola enorme le dijo algo que no comprendió. Poco después reaccionó. De un modo confuso comprendió que algo estaba pasando y se dirigió al cuartel. Subió a saltos las escaleras sin prestar atención a los grupos que se formaban en la puerta. Un agente le salió al encuentro. Le entregó una hoja de papel y él apenas necesitó un golpe de vista para comprender de qué se trataba.

—La estaba repartiendo en la gallera —dijo el agente.

El alcalde se precipitó por el corredor. Abrió la primera celda y permaneció con la mano en la aldaba, escrutando la penumbra hasta cuando pudo ver: era un muchacho como de veinte años, de rostro afilado y cetrino, marcado por la viruela. Llevaba una gorra de beisbolista y anteojos de cristales volados.

—¿Cómo te llamas?

—Pepe.

—¿Pepe qué?

—Pepe Amador.

El alcalde lo observó un momento e hizo un esfuerzo por recordar. El muchacho estaba sentado en la plataforma de concreto que servía de cama a los presos. Parecía tranquilo. Se quitó los anteojos, los limpió con el faldón de la camisa y miró al alcalde con los párpados fruncidos.

—¿Dónde nos hemos visto? —preguntó el alcalde.

—Por ahí —dijo Pepe Amador.

El alcalde no dio un paso en el interior de la celda. Siguió mirando al preso, pensativo, y luego empezó a cerrar la puerta.

—Bueno, Pepe —dijo—, creo que te jodiste.

Pasó el cerrojo, se echó la llave al bolsillo, y fue a la sala a leer y releer varias veces la hoja clandestina.

Se sentó frente al balcón abierto, matando zancudos a manotadas, mientras se encendían las luces en la calles desiertas. El conocía aquella paz crepuscular. En otra época, en un anochecer como ése, había experimentado en su plenitud la emoción del poder.

—De manera que han vuelto —se dijo en voz alta.

Habían vuelto. Como antes, estaban impresas en mimeógrafo por ambos lados, y habrían podido reconocerse en cualquier parte y en cualquier tiempo por la indefinible huella de zozobra que imprime la clandestinidad.

Pensó mucho tiempo en tinieblas, doblando y desdoblando la hoja de papel, antes de tomar una decisión. Por último se la guardó en el bolsillo y reconoció al tacto las llaves de la celda.

—Rovira —llamó.

Su agente de confianza surgió de la oscuridad. El alcalde le dio las llaves.

—Hazte cargo de este muchacho —dijo—. Trata de convencerle de que te dé los nombres de quienes traen al pueblo la propaganda clandestina. Si no lo consigues por las buenas, —precisó—, trata de que lo diga de todos modos.

El agente le recordó que tenía un turno esa noche.

—Olvídalo —dijo el alcalde—. No te ocupes de nada más hasta nueva orden. Y otra cosa —agregó, como obedeciendo a un inspiración—: Despacha a esos hombres que están en el patio. Esta noche no hay rondas.

Llamó a la oficina blindada a los tres agentes que por orden suya permanecían inactivos en el cuartel. Les hizo ponerse los uniformes que guardaba bajo llave en el armario. Mientras lo hacían, recogió en la mesa los cartuchos de fogueo que las noches anteriores habían repartido a los hombres de las rondas, y sacó de la caja fuerte un puñado de proyectiles.

«Esta noche las rondas las van a hacer ustedes —les dijo, revisando fusiles para entregarles los mejores—. No tienen que hacer nada, sino dejar que la gente se dé cuenta de que son ustedes los que están en la calle». Una vez que todos estuvieron armados les entregó la munición. Se plantó frente a ellos.

—Pero oigan bien una cosa —les advirtió—: Al primero que haga un disparate lo hago fusilar contra la pared del patio —esperó una reacción que no llegó—. ¿Entendido?

Los tres hombres —dos aindiados, de aspecto corriente, y uno rubio, con tendencia al gigantismo y de ojos de un azul transparente— habían escuchado las últimas palabras colocando cartuchos en las cananas. Se pusieron los tres firmes.

—Entendido, mi teniente.

—Y otra cosa —dijo el alcalde cambiando a un tono informal—: Los Asís están en el pueblo, y no tendría nada de raro que se encontraran esta noche con alguno de ellos, borracho, con ganas de buscar vainas. Pues pase lo que pase, no se metan con él —tampoco esta vez se produjo la reacción esperada—. ¿Entendido?

—Entendido, mi teniente.

—Entonces ya lo saben —concluyó el alcalde—. Pongan los cinco sentidos en su puesto.

Al cerrar la iglesia después del rosario, que había adelantado una hora a causa del toque de queda, el padre Ángel sintió un olor a podredumbre. Fue una tufarada momentánea que no alcanzó a intrigarlo. Más tarde, friendo tajadas de plátano verde y calentando leche para la comida, encontró la causa del olor: Trinidad, enferma desde el sábado, no había retirado los ratones muertos. Entonces volvió al templo, abrió y limpió las trampas y fue después donde Mina, a dos cuadras de la iglesia.

El propio Toto Visbal le abrió la puerta. En la salita en penumbra, donde había varios taburetes de cuero en desorden y litografías colgadas en las paredes, la madre de Mina y la abuela ciega tomaban en tazas una bebida aromática y ardiente. Mina fabricaba flores artificiales.

—Hace quince años —dijo la ciega— que no se le veía en esta casa, padre.

Era cierto. Todas las tardes pasaba frente a la ventana donde Mina se sentaba a hacer flores de papel, pero nunca entraba.

—El tiempo pasa sin hacer ruido —dijo. Y luego, dando a entender que estaba de prisa, se dirigió a Toto Visbal:

—Vengo a rogarle que deje ir a Mina desde mañana a hacerse cargo de las trampas. —Trinidad explicó a Mina— está enferma desde el sábado.

Toto Visbal dio su consentimiento.

—Son ganas de perder el tiempo —intervino la ciega—. Al fin y al cabo, este año se acabará el mundo.

La madre de Mina le puso una mano en la rodilla en señal de que se callara. La ciega le apartó la mano.

—Dios castiga la superstición —dijo el párroco.

—Está escrito —dijo la ciega—: La sangre correrá por las calles y no habrá poder humano capaz de detenerla.

El padre le dirigió una mirada de conmiseración: era muy vieja, de una palidez extremada y sus ojos muertos parecían penetrar en el secreto de las cosas.

—Nos bañaremos en sangre —se burló Mina.

Entonces el padre Ángel se volvió hacia ella. La vio surgir, con su cabello de un negro intenso y la misma palidez de la ciega, de entre una confusa nube de cintas y papeles de colores. Parecía un cuadro alegórico en una velada escolar.

—Y tú —le dijo— trabajando en domingo.

—Ya se lo he dicho —intervino la ciega—. Lloverá ceniza ardiendo sobre su cabeza.

—La necesidad tiene cara de perro —sonrió Mina.

Como el párroco seguía de pie, Toto Visbal rodó un asiento y volvió a invitarlo a que se sentara. Era un hombre frágil, de ademanes sobresaltados por la timidez.

—Gracias —rehusó el padre Ángel—. Me va a coger el toque de queda en la calle —prestó atención al profundo silencio del pueblo y comentó—: Parece que fueran más de las ocho.

Entonces lo supo: después de casi dos años de celdas vacías, Pepe Amador estaba en la cárcel, y el pueblo a merced de tres criminales. La gente se había recogido desde las seis.

—Es extraño —el padre Ángel pareció hablar consigo mismo—. Una cosa así resulta desatinada.

—Tarde o temprano tenía que suceder —dijo Toto Visbal—. El país entero está remendado con telaraña.

Siguió al padre hasta la puerta.

—¿No ha visto las hojas clandestinas?

El padre Ángel se detuvo perplejo.

—¿Otra vez?

—En agosto —se interrumpió la ciega— empezarán los tres días de oscuridad.

Mina estiró el brazo para darle una flor empezada. «Cállate —le dijo—, y termina con eso». La ciega reconoció la flor con el tacto.

—Así que han vuelto —dijo el padre.

—Hace como una semana —dijo Toto Visbal—. Por aquí estuvo una, sin que nadie supiera quién la trajo. Usted sabe cómo es eso.

El párroco afirmó con la cabeza.

—Dicen que todo sigue lo mismo que antes —prosiguió Toto Visbal—. Cambió el Gobierno, prometió paz y, garantías, y al principio todo el mundo lo creyó. Pero los funcionarios siguen siendo los mismos.

—Y es verdad —intervino la madre de Mina—. Aquí estamos, otra vez con el toque de queda, y esos tres criminales en la calle.

—Pero hay una novedad —dijo Toto Visbal—:

Ahora dicen que otra vez se están organizando las guerrillas contra el Gobierno en el interior del país.

—Todo eso está escrito —dijo la ciega.

—Es absurdo —dijo el párroco, pensativo—. Hay que reconocer que la actitud ha cambiado. O por lo menos —se corrigió— había cambiado hasta esta noche.

Horas después, desvelado en el calor del toldo, se preguntó, sin embargo, si en realidad el tiempo había transcurrido en los diecinueve años que llevaba en la parroquia. Oyó, en el frente mismo de su casa, el ruido de las botas y las armas que en otra época precedieron a las descargas de fusilería. Sólo que esta vez las botas se alejaron, volvieron a pasar una hora más tarde y volvieron a alejarse, sin que sonaran los disparos. Poco después, atormentado por la fatiga de la vigilia y el calor, se dio cuenta de que hacía rato estaban cantando los gallos.