La Lancha lanzó un silbido, dio la vuelta en el centro del río y la muchedumbre concentrada en el muelle y las mujeres en las ventanas, vieron por última vez a Rosario de Montero junto a su madre, sentada en el mismo baúl de hojalata con que desembarcó en el pueblo siete años antes. Afeitándose en la ventana del consultorio, el doctor Octavio Giraldo tuvo la impresión de que aquel era en cierto modo un viaje de regreso a la realidad.
El doctor Giraldo la había visto la tarde de su llegada, con su escuálido uniforme de normalista y sus zapatos de hombre, averiguando en el puerto quién le cobraba menos por llevarle el baúl hasta la escuela. Parecía dispuesta a envejecer sin ambiciones en aquel pueblo cuyo nombre vio escrito por primera vez —según ella misma contaba— en la papeleta que sacó de un sombrero cuando sortearon entre once aspirantes seis puestos disponibles. Se instaló en un cuartito de la escuela, con una cama de hierro y un aguamanil, dedicada en sus horas libres a bordar manteles mientras hervía la mazamorra en el reverbero de petróleo. Ese mismo año, por Navidad, conoció a César Montero en una verbena escolar. Era un soltero cimarrón de origen oscuro, enriquecido en la extracción de maderas, que vivía en la selva virgen entre perros montunos y no aparecía en el pueblo sino de manera ocasional, siempre sin afeitarse, con unas botas de tacones herrados y una escopeta de dos cañones. Fue como si otra vez hubiera sacado del sombrero la papeleta premiada, pensaba el doctor Giraldo con la barba embadurnada de espuma, cuando una tufarada nauseabunda lo sacó de sus recuerdos.
Una bandada de gallinazos se dispersó en la ribera opuesta, espantados por la oleada de la lancha. El tufo de la podredumbre permaneció un momento sobre el muelle, se meció en la brisa matinal y entró hasta el fondo de las casas.
—¡Todavía, carajo! —exclamó el alcalde en el balcón de su dormitorio, observando la dispersión de gallinazos—. La puta vaca.
Se tapó la nariz con un pañuelo, entró al dormitorio y cerró la puerta del balcón. Dentro persistía el olor. Sin quitarse la gorra colgó el espejo de un clavo e inició una cuidadosa tentativa de afeitarse la mejilla todavía un poco inflamada. Un momento después, el empresario del circo llamó a la puerta.
El alcalde lo hizo sentar, observándolo por el espejo mientras se afeitaba. Tenía una camisa a cuadros negros, pantalones de montar con polainas y una fusta con que se daba golpecitos sistemáticos en la rodilla.
—Ya me pusieron la primera queja de ustedes —dijo el alcalde acabando de arrastrar con la navaja los rastrojos de dos semanas de desesperación—. Anoche mismo.
—¿Qué sería?
—Que están mandando a los muchachos a robarse los gatos.
—No es cierto —dijo el empresario—; compramos a peso todo gato que nos lleven sin preguntar de dónde salió, para alimentar a las fieras. —¿Se los echan vivos?
—Ah, no —protestó el empresario—; eso despertaría el instinto de crueldad de las fieras.
Después de lavarse, el alcalde se volvió hacia él frotándose la cara con la toalla. Hasta entonces no se había dado cuenta de que llevaba anillos con piedras de colores en casi todos los dedos.
—Pues va a tener que inventar cualquier otra cosa —dijo—. Cacen caimanes, si quieren, o aprovechen el pescado que se pierde en este tiempo.
Pero gatos vivos, ni de vaina.
El empresario se encogió de hombros y siguió al alcalde hasta la calle.
Grupos de hombres conversaban en el puerto, a pesar del mal olor de la vaca atascada en las breñas de la ribera opuesta.
—Maricas —gritó el alcalde—. En lugar de estarse allí comadreando como mujeres debían haber organizado desde ayer tarde una comisión para desvarar esa vaca.
Algunos hombres lo rodearon.
—Cincuenta pesos —propuso el alcalde—, al que me traiga a la oficina antes de una hora los cachos de esa vaca.
Un desorden de voces estalló en el extremo del muelle. Algunos hombres habían oído la oferta del alcalde y saltaban a las canoas, gritándose desafíos recíprocos mientras soltaban las amarras. «Cien pesos», dobló el alcalde entusiasmado. «Cincuenta por cada cacho». Llevó al empresario hasta el extremo del muelle. Ambos esperaron hasta que las primeras embarcaciones alcanzaron los médanos de la otra orilla.
Entonces el alcalde se volvió sonriendo hacia el empresario.
—Este es un pueblo infeliz —dijo.
El empresario afirmó con la cabeza. «Lo único que nos falta son cosas como ésta —prosiguió el alcalde—. La gente piensa demasiado en pendejadas por falta de oficio». Poco a poco, un grupo de niños se había ido formando en torno a ellos.
—Ahí está el circo —dijo el empresario.
El alcalde lo arrastraba por el brazo hacia la plaza.
—¿Qué es lo que hacen? —preguntó.
—De todo —dijo el empresario—; tenemos un espectáculo muy completo, para chicos y grandes.
—Eso no basta —replicó el alcalde—. Es necesario además, que lo pongan al alcance de todos.
—También eso lo tenemos en cuenta —dijo el empresario.
Fueron juntos hasta un solar baldío detrás del salón de cine, donde habían empezado a parar la carpa. Hombres y mujeres de aspecto taciturno sacaban trastos y colorines de los enormes baúles enchapados en latón de fantasía. Cuando siguió al empresario a través del apelotonamiento de seres humanos y cachivaches, estrechando la mano de todos, el alcalde se sintió en un ambiente de naufragio. Una mujer robusta, de ademanes resueltos y la dentadura casi completamente orificada, le examinó la mano después de estrechársela.
—Hay algo raro en tu futuro —dijo.
El alcalde retiró la mano, sin poder reprimir un momentáneo sentimiento de depresión. El empresario le dio a la mujer un golpecito en el brazo con la fusta. «Deja en paz al teniente», le dijo sin detenerse, empujando al alcalde hacia el fondo del solar donde estaban las fieras.
—¿Usted cree en eso? —le preguntó.
—Depende —dijo el alcalde.
—A mí no han logrado convencerme —dijo el empresario—. Cuando uno anda en estas cosas termina por no creer sino en la voluntad humana.
El alcalde contempló los animales adormecidos por el calor. Las jaulas exhalaban un vapor agrio y cálido y había una especie de angustia sin esperanzas en la pausada respiración de las fieras. El empresario acarició con la fusta la nariz de un leopardo que se retorció en un mimo, quejumbroso.
—¿Cómo se llama? —preguntó el alcalde.
—Aristóteles.
—Me refiero a la mujer —aclaró el alcalde.
—Ah —dijo el empresario—; le decimos Casandra, espejo del porvenir.
El alcalde mostró una expresión desolada.
—Me gustaría acostarme con ella —dijo.
—Todo es posible —dijo el empresario.
La viuda de Montiel descorrió las cortinas de su dormitorio murmurando: «Los pobrecitos hombres». Puso en orden la mesa de noche, guardó en la gaveta el rosario y el libro de oraciones y limpió las suelas de sus babuchas malva en la piel de tigre extendida frente a la cama. Luego dio una vuelta completa en la habitación para cerrar con llave el tocador, las tres puertas del escaparate y un armario cuadrado, sobre el que había un San Rafael de yeso. Por último echó llave a la habitación.
Mientras descendía por la amplia escalera de baldosas con laberintos grabados, pensaba en el raro destino de Rosario de Montero. Cuando la vio cruzar la esquina del puerto, con su aplicada compostura de escolar a quien le han enseñado a no volver la cabeza, la viuda de Montiel, asomada a las rendijas de su balcón, presintió que algo que había empezado a acabarse desde hacía mucho tiempo había por fin terminado.
En el descanso de la escalera le salió al encuentro el hervor de su patio de feria rural. A un lado de la baranda había un andamio con quesos envueltos en hojas nuevas; más allá, en una galería exterior, había sacos de sal arrumados y pellejos de miel, y al fondo del patio un establo con mulas y caballos, y sillas de montar en los travesaños. La casa estaba impregnada de un persistente olor a bestia de carga revuelto con otro olor de curtiembre y molienda de caña.
En la oficina, la viuda dio los buenos días al señor Carmichael, que separaba fajos de billetes en el escritorio, mientras comprobaba las cantidades en el libro de cuentas. Al abrir la ventana sobre el río, la luz de las nueve entró en la sala recargada de adornos baratos, con grandes butacas enfundadas en forros grises y un retrato ampliado de José Montiel con un lazo funerario en el marco. La viuda percibió el vaho de la podredumbre antes de ver las embarcaciones en los médanos de la ribera opuesta.
—¿Qué pasa en la otra orilla? —preguntó.
—Están tratando de desvarar una vaca muerta —respondió el señor Carmichael.
—Entonces era eso —dijo la viuda—. Toda la noche pase sonando con este olor —miró al señor Carmichael absorto en su trabajo y agregó—: Ahora sólo nos falta el diluvio.
El señor Carmichael habló sin levantar la cabeza:
—Empezó hace quince días.
—Así es —admitió la viuda—; ahora hemos llegado al final. Sólo nos falta acostarnos en una sepultura, a sol y sereno, hasta que nos venga la muerte.
El señor Carmichael la escuchaba sin interrumpir sus cuentas. «Hace años nos quejábamos de que no pasaba nada en este pueblo —prosiguió la viuda—. De pronto empezó la tragedia, como si Dios hubiera dispuesto que sucedieran juntas todas las cosas que durante tantos años habían dejado de suceder».
Desde la caja fuerte, el señor Carmichael se volvió a mirarla y la vio de codos en la ventana, los ojos fijos en la ribera opuesta. Vestía un traje negro con mangas hasta los puños y se mordisqueaba las uñas.
—Cuando pasen las lluvias mejorarán las cosas —dijo el señor Carmichael.
—No pasarán —pronosticó la viuda—. Las desgracias nunca vienen solas. ¿Usted no vio a Rosario de Montero?
El señor Carmichael la había visto. «Todo esto es un escándalo sin motivo —dijo—. Si uno presta oídos a los pasquines termina por volverse loco».
—Los pasquines —suspiró la viuda.
—A mí ya me pusieron el mío —dijo el señor Carmichael.
Ella se aproximó al escritorio con una expresión de estupor.
—¿A usted?
—A mí —confirmó el señor Carmichael—. Me lo pusieron bien grande y bien completo el sábado de la semana pasada. Parecía un aviso de cine.
La viuda rodó una silla hacia el escritorio. «Es una infamia —exclamó—. No hay nada que decir de una familia ejemplar como la suya». El señor Carmichael no estaba alarmado.
—Como mi mujer es blanca, los muchachos nos han salido de todos los colores —explicó—. Imagínese: son once.
—Por supuesto —dijo la viuda.
—Pues decía el pasquín que yo soy padre solamente de los muchachos negros. Y daban la lista de los padres de los otros. Enredaron hasta a don Chepe Montiel, que en paz descanse. —¡A mi marido!
—Al suyo y al de cuatro señoras más —dijo el señor Carmichael.
La viuda empezaba a sollozar. «Por fortuna mis hijas están lejos —decía—. Dicen que no quieren volver a este país salvaje donde asesinan a estudiantes en la calle, y yo les contesto que tienen razón, que se queden en París para siempre».
El señor Carmichael dio media vuelta a la silla, comprendiendo que el embarazoso episodio de todos los días había otra vez comenzado.
—Usted no tiene por qué preocuparse —dijo.
—Al contrario —sollozó la viuda—. Soy la primera que ha debido enrollar sus corotos y largarse de este pueblo, aunque se pierdan esas tierras y estos trajines de todo el día que tanto tienen que ver con la desgracia. No, señor Carmichael: no quiero bacinillas de oro para escupir sangre.
El señor Carmichael trató de consolarla.
—Usted tiene que afrontar sus responsabilidades —dijo—. No se puede tirar una fortuna por la ventana.
—La plata es el cagajón del diablo —dijo la viuda.
—Pero en este caso es también el resultado del duro trabajo de don Chepe Montiel.
La viuda se mordió los dedos.
—Usted sabe que no es cierto —replicó—. Es dinero mal habido y el primero en pagarlo al morirse sin confesión fue José Montiel.
No era la primera vez que lo decía.
—La culpa, naturalmente, es de ese criminal —exclamó señalando al alcalde que pasaba por la acera opuesta llevando del brazo al empresario del circo—. Pero es a mí a quien corresponde la expiación.
El señor Carmichael la abandonó. Metió en una caja de cartón los fajos de billetes sujetos con hilos de caucho y desde la puerta del patio llamó a los peones por orden alfabético.
Mientras los hombres recibían la paga del miércoles, la viuda de Montiel los sentía pasar sin responder a los saludos. Vivía sola en la sombría casa de nueve cuartos donde murió la Mamá Grande, y que José Montiel había comprado sin suponer que su viuda tendría que sobrellevar en ella su soledad hasta la muerte. De noche, mientras recorría con la bomba del insecticida los aposentos vacíos, se encontraba a la Mamá Grande destripando piojos en los corredores, y le preguntaba: «¿Cuándo me voy a morir?». Pero aquella comunicación feliz con el más allá no había logrado sino aumentar su incertidumbre, porque las respuestas, como las de todos los muertos, eran tontas y contradictorias.
Poco después de las once, la viuda vio a través de las lágrimas al padre Ángel atravesando la plaza. «Padre, padre», llamó, sintiendo que con aquella llamada estaba dando un paso final. Pero el padre Ángel no la oyó. Había tocado en la casa de la viuda de Asís, en la acera de enfrente, y la puerta se había entreabierto de un modo sigiloso para darle paso.
En el corredor desbordado por el canto de los pájaros, la viuda de Asís yacía en una silla de lienzo, la cara cubierta con un pañuelo embebido en agua de Florida. Por la manera de llamar a la puerta supo que era el padre Ángel, pero prolongó el alivio momentáneo hasta cuando escuchó el saludo. Entonces se descubrió el rostro estragado por el insomnio.
—Perdone, padre —dijo—, no lo esperaba tan temprano.
El padre Ángel ignoraba que se le había llamado para almorzar. Se excusó, un poco ofuscado, diciendo que también él había pasado la maña56 na con dolor de cabeza y había preferido atravesar la plaza antes de que empezara el calor.
—No importa —dijo la viuda—. Sólo quise decir que me encuentra hecha un desastre.
El padre sacó del bolsillo un breviario desencuadernado. «Si quiere, puede reposar un rato más mientras yo rezo», dijo. La viuda se opuso.
—Me siento mejor —dijo.
Caminó hasta el extremo del corredor, con los ojos cerrados, y al regreso extendió el pañuelo con extremada pulcritud en el brazo de la silla plegadiza. Cuando se sentó frente al padre Ángel parecía varios años más joven.
—Padre —dijo entonces sin dramatismo—; necesito de su ayuda.
El padre Ángel guardó el breviario en el bolsillo.
—A sus órdenes.
—Se trata otra vez de Roberto Asís.
Contrariando su promesa de olvidar el pasquín, Roberto Asís se había despedido el día anterior hasta el sábado, y había vuelto intempestivamente a la casa a la misma noche. Desde entonces hasta el amanecer, cuando lo venció la fatiga, había estado sentado en la oscuridad del cuarto, esperando al supuesto amante de su mujer.
El padre Ángel la escuchó perplejo.
—Esto no tiene fundamento —dijo.
—Usted no conoce a los Asís, padre —replicó la viuda—. Llevan el infierno en la imaginación.
—Rebeca conoce mi punto de vista sobre los pasquines —dijo—. Pero si usted lo quiere, puedo hablar también con Roberto Asís.
—De ninguna manera —dijo la viuda—. Eso sería atizar la hoguera. En cambio, si usted se ocupara de los pasquines en el sermón del domingo, estoy segura de que Roberto Asís se sentiría llamado a la reflexión.
El padre Ángel se abrió de brazos.
—Imposible —exclamó—. Sería darle a las cosas una importancia que no tienen.
—Nada es más importante que evitar un crimen. —¿Usted cree que llegue a esos extremos?
—No sólo lo creo —dijo la viuda—, sino que estoy segura de que no me bastarán mis fuerzas para impedirlo.
Un momento después se sentaron a la mesa. Una sirvienta descalza llevó arroz con frijoles, legumbres sancochadas y una fuente con albóndigas cubiertas de una salsa parda y espesa. El padre Ángel se sirvió en silencio. La pimienta picante, el profundo silencio de la casa y la sensación de desconcierto que en aquel instante ocupaba su corazón, lo transportaron de nuevo a su escueto cuartito de principiante en el ardiente mediodía de Macondo. En un día como aquél, polvoriento y cálido, había rehusado dar cristiana sepultura a un ahorcado a quien los duros habitantes de Macondo se negaban a enterrar.
Se desabotonó el cuello de la sotana para soltar el sudor.
—Está bien —dijo a la viuda—. Entonces procure que Roberto Asís no falte a la misa del domingo.
La viuda de Asís lo prometió.
El doctor Giraldo y su esposa, que nunca hacían la siesta, ocuparon la tarde en la lectura de un cuento de Dickens. Estuvieron en la terraza interior, él en la hamaca, escuchando con los dedos entrelazados en la nuca; ella con el libro en el regazo, leyendo de espaldas a los rombos de luz donde ardían los geranios. Hizo una lectura desapasionada, con un énfasis profesional, sin cambiar de posición en la silla. No levantó la cabeza hasta el final, pero aún entonces permaneció con el libro abierto en las rodillas, mientras su esposo se lavaba en el platón del aguamanil. El calor anunciaba tormenta.
—¿Es un cuento largo? —preguntó ella, después de pensarlo cuidadosamente.
Con los escrupulosos movimientos aprendidos en la sala de cirugía, el médico retiró la cabeza del platón. «Dicen que es una novela corta —dijo frente al espejo, amasando la brillantina—. Yo diría más bien que es un cuento largo». Se frotó con los dedos la vaselina en el cráneo y concluyó:
—Los críticos dirían que es un cuento corto, pero largo.
Se vistió en lino blanco ayudado por su mujer. Había podido confundirse con una hermana mayor, no sólo por la apacible devoción con que lo atendía, sino por la frialdad de los ojos que la hacían parecer una persona de más edad. Antes de salir, el doctor Giraldo le indicó la lista y el orden de las visitas, por si se presentaba un caso urgente, y movió las manecillas del reloj de propaganda en la sala de espera: El doctor vuelve a las cinco.
La calle zumbaba de calor. El doctor Giraldo caminó por la acera de sombra perseguido por un presentimiento: a pesar de la dureza del aire no llovería esa tarde. El pito de las chicharras hacía más intensa la soledad del puerto, pero la vaca había sido removida y arrastrada por la corriente, y el olor de la podredumbre había dejado en la atmósfera un enorme vacío.
El telegrafista lo llamó desde el hotel.
—¿Recibió un telegrama?
El doctor Giraldo no lo había recibido.
—Avise condiciones despacho, firmado Arcofán —citó de memoria el telegrafista.
Fueron juntos a la telegrafía. Mientras el médico escribía una respuesta, el empleado empezó a cabecear.
—Es el ácido muriático —explicó el médico sin una gran convicción científica. Y a pesar de su presentimiento, agregó consoladoramente cuando acabó de escribir: «Tal vez llueva esta noche».
El telegrafista contó las palabras. El médico no le puso atención. Estaba pendiente de un voluminoso libro abierto junto al manipulador. Preguntó si era una novela.
—Los Miserables, Víctor Hugo —telegrafió el telegrafista. Selló, la copia del telegrama y regresó a la baranda con el libro—. Creo que con éste demoramos hasta diciembre.
Desde hacía años sabía el doctor Giraldo que el telegrafista ocupaba sus horas libres en transmitirle poemas a la telegrafista de San Bernardo del Viento. Ignoraba que también leyera novelas.
—Ya esto es en serio —dijo, hojeando el manoseado mamotreto que despertó en su memoria confusas emociones de adolescente—. Alejandro Dumas sería más apropiado.
—A ella le gusta éste —explicó el telegrafista—. ¿Ya la conoces?
El telegrafista negó con la cabeza.
—Pero es lo mismo —dijo—; la reconocería en cualquier parte del mundo por los saltitos que da siempre en la erre.
También aquella tarde reservó el doctor Giraldo una hora para don Sabas. Lo encontró exhausto en la cama, envuelto en una toalla desde la cintura.
—¿Estaban buenos los caramelos? —preguntó el médico.
—Es el calor —se lamentó don Sabas, volviendo hacia la puerta su enorme cuerpo de abuela—. Me puse la inyección después del almuerzo.
El doctor Giraldo abrió el maletín en una mesa preparada junto a la ventana. Las chicharras pitaban en el patio, y la habitación tenía una temperatura vegetal. Sentado en el patio, don Sabas orinó con un manantial lánguido. Cuando el médico tomó en el tubo de cristal la muestra del líquido ambarino, el enfermo se sintió reconfortado. Dijo, observando el análisis:
—Mucho cuidado, doctor, que no me quiero morir sin saber cómo termina esta novela.
El doctor Giraldo echó una pastilla azul en la muestra.
—¿Cuál novela?
—Los pasquines.
Don Sabas lo siguió con una mirada mansa hasta cuando acabó de calentar el tubo en el mechero de alcohol. Olfateó. Los descoloridos ojos del enfermo lo esperaron con una pregunta.
—Está bien —dijo el médico, mientras vertía la muestra en el patio. Luego escrutó a don Sabas—: ¿Usted también está pendiente de eso?
—Yo no —dijo el enfermo—. Pero estoy gozando como japonés con el susto de la gente.
El doctor Giraldo preparaba la jeringuilla hipodérmica.
—Además —siguió diciendo don Sabas—, ya el mío me lo pusieron hace dos días. Las mismas pendejadas: las vainas de mis hijos y el cuento de los burros.
El médico presionó la arteria de don Sabas con una sonda de caucho. El enfermo insistió en la historia de los burros, pero tuvo que contarla porque el doctor no creía conocerla.
—Fue un negocio de burros que tuve hace como veinte años —dijo—. Daba la casualidad que todos los burros vendidos por mí amanecían muertos a los dos días, sin huellas de violencia.
Ofreció el brazo de carnes fláccidas para que el médico tomara la muestra de sangre; el doctor Giraldo selló el pinchazo con algodón, don Sabas flexionó el brazo.
—¿Pues sabe usted qué inventó la gente?
El médico movió la cabeza.
—Corrió la bola de que era yo mismo el que entraba de noche a las huertas y les disparaba adentro a los burros, metiéndoles el revólver por el culo.
El doctor Giraldo guardó en el bolsillo del saco el tubo de cristal con la muestra de sangre.
—Esa historia tiene toda la apariencia de ser verdad —dijo.
—Eran las culebras —dijo don Sabas, sentado en la cama como un ídolo oriental—. Pero de todos modos, se necesita ser bien pendejo para escribir un pasquín con lo que sabe todo el mundo.
—Esa ha sido siempre una característica de los pasquines —dijo el médico—. Dicen lo que todo el mundo sabe que por cierto es casi siempre la verdad.
Don Sabas sufrió un crisis momentánea. «De veras», murmuró, secándose con la sábana el sudor de los párpados abombados. Inmediatamente reaccionó:
—Lo que pasa es que en este país no hay una sola fortuna que no tenga a la espalda un burro muerto.
El médico recibió la frase inclinado sobre el aguamanil. Vio reflejada en el agua su propia reacción: un sistema dental tan correcto que no parecía natural. Buscando al paciente por encima del hombro, dijo:
—Yo siempre he creído, mi querido don Sabas, que su única virtud es la desvergüenza.
El enfermo se entusiasmó. Los golpes de su médico le producían una especie de juventud repentina. «Esa, y mi potencia sexual», dijo, acompañando las palabras con una flexión del brazo que pudo ser un estímulo para la circulación, pero que al médico le pareció de una expresiva procacidad. Don Sabas dio un saltito con las nalgas.
—Por eso me muero de risa de los pasquines —prosiguió—. Dicen que mis hijos se llevan por delante a cuanta muchachita empieza a despuntar por esos montes, y yo digo: son hijos de su padre.
Antes de despedirse, el doctor Giraldo tuvo que escuchar una recapitulación espectral de las aventuras sexuales de don Sabas.
—Dichosa juventud —exclamó finalmente el enfermo—. Tiempos felices en que una muchachita de dieciséis años costaba menos que una novilla.
—Esos recuerdos le aumentarán la concentración del azúcar —dijo el médico.
Don Sabas abrió la boca.
—Al contrario —replicó—. Son mejores que sus malditas inyecciones de insulina.
Cuando salió a la calle, el médico llevaba la impresión de que por las arterias de don Sabas había empezado a circular un caldo suculento. Pero otra cosa le preocupaba entonces: los pasquines. Desde hacía días llegaban rumores a su consultorio. Esa tarde, después de la visita a don Sabas, cayó en la cuenta de que en realidad no había oído hablar de otra cosa desde hacía una semana.
Hizo varias visitas en la hora siguiente, y en todas le hablaron de los pasquines. Escuchó los relatos sin hacer comentarios, aparentando una risueña indiferencia, pero en realidad tratando de llegar a una conclusión. Regresaba al consultorio cuando el padre Ángel, que salía de donde la viuda de Montiel, lo rescató de sus reflexiones.
—¿Cómo están esos enfermos, doctor? —preguntó el padre Ángel.
—Los míos están bien, padre —contestó el médico—. ¿Y los suyos?
El padre Ángel se mordió los labios. Tomó al médico del brazo y empezaron a cruzar la plaza.
—¿Por qué me lo pregunta?
—No sé —dijo el médico—. Tengo noticias de que hay una epidemia grave en su clientela.
El padre Ángel hizo una desviación que al médico le pareció deliberada.
—Vengo de hablar con la viuda de Montiel dijo. A esa pobre mujer los nervios la tienen aniquilada.
—Puede ser la conciencia, —dijo el médico.
—Es la obsesión de la muerte.
Aunque vivían en direcciones opuestas, el padre Ángel lo acompañaba hacia su consultorio.
—En serio, padre —reanudó el médico—. ¿Usted qué piensa de los pasquines?
—No pienso en ellos —dijo el padre—. Pero si usted me obligara a hacerlo, le diría que son obra de la envidia en un pueblo ejemplar.
—Así no diagnosticábamos los médicos ni en la Edad Media —replicó el doctor Giraldo.
Se detuvieron frente al consultorio. Abanicándose lentamente, el padre Ángel repitió por segunda vez en ese día que «no hay que darle a las cosas la importancia que no tienen». El doctor Giraldo se sintió sacudido por una recóndita desesperación.
—¿Cómo sabe usted, padre, que no hay nada cierto en lo que dicen los pasquines?
—Lo sabría por el confesionario.
El médico le miró fríamente a los ojos.
—Más grave aún si no lo sabe por el confesonario —dijo.
Aquella tarde, el padre Ángel observó que también en la casa de los pobres se hablaba de los pasquines, pero de un modo diferente y hasta con una saludable alegría. Comió con apetito, después de asistir a la oración con una espina de dolor de cabeza que atribuyó a las albóndigas del almuerzo. Luego buscó la calificación moral de la película, y por primera vez en su vida experimentó un oscuro sentimiento de soberbia cuando dio las doce campanadas rotundas de la prohibición absoluta. Por último recostó un taburete en la puerta de la calle, sintiendo que su cabeza reventaba de dolor, y se dispuso a verificar públicamente quiénes entraban al cine contraviniendo su advertencia.
Entró el alcalde. Acomodado en un rincón de la platea, fumó dos cigarrillos antes de que empezara la película. La encía estaba completamente desinflamada, pero el cuerpo padecía aún la memoria de las noches pasadas y los estragos de los analgésicos, y los cigarrillos le produjeron náuseas.
El salón de cine era un patio cercado con un muro de cemento, techado con láminas de zinc hasta la mitad de la platea, y con una hierba que parecía revivir cada mañana, abonada con chicle y colillas de cigarrillos. Por un momento, el alcalde vio flotando las bancas de madera sin cepillar, la reja de hierro que separaba las lunetas de la galería, y advirtió una ondulación de vértigo en el espacio pintado de blanco en la pared del fondo, donde se proyectaba la película.
Se sintió mejor cuando las luces se apagaron. Entonces cesó la música estridente del parlante, pero se hizo más intensa la vibración del generador eléctrico instalado en una caseta de madera junto al proyector.
Antes de la película pasaron vidrios de propaganda. Un tropel de susurros ahogados, pasos confusos y risas entrecortadas, removió por breves minutos la penumbra. Momentáneamente sobresaltado, el alcalde pensó que aquel ingreso clandestino tenía el carácter de una subversión contra las rígidas normas del padre Ángel.
Aunque sólo hubiera sido por la estela de agua de colonia habría reconocido al propietario del cine cuando pasó junto a él.
—Bandolero —le susurró, agarrándolo por el brazo—. Tendrás que pagar un impuesto especial.
Riendo entre dientes, el propietario ocupó el puesto vecino.
—La película es buena —dijo.
—Por mí —dijo el alcalde—, preferiría que todas fueran malas. No hay nada más aburrido que el cine moral.
Años antes, nadie había tomado muy en serio aquella censura de campanas. Pero cada domingo, en la misa mayor el padre Ángel señalaba desde el púlpito y expulsaba dela iglesia a las mujeres que durante la semana habían contravenido su advertencia.
—La salvación ha sido la puertecita de atrás —dijo el propietario.
El alcalde había empezado a seguir el envejecido noticiero. Habló haciendo una pausa cada vez que encontraba en la pantalla un punto de interés.
—En todo es lo mismo —dijo—. El cura no les da la comunión a las mujeres que llevan mangas cortas, y ellas siguen usando mangas cortas, pero se ponen mangas postizas antes de entrar a misa.
Después del noticiero pasaron los avances de la película de la semana siguiente. Los vieron en silencio. Al terminar, el propietario se inclinó hacia el alcalde.
—Teniente —le susurró—; cómpreme esta vaina.
El alcalde no apartó la vista de la pantalla.
—No es negocio.
—Para mí no —dijo el propietario—. Pero en cambio para usted sería una mina. Es claro: a usted no le vendría el cura con el cuento de los toquecitos.
El alcalde reflexionó antes de responder.
—Me suena —dijo.
Pero no se dejó concretar. Subió los pies en la banca de delante y se perdió en los vericuetos de un drama enrevesado que a la postre, según pensó, no merecía cuatro campanadas.
Al salir del cine se demoró en el salón de billar, donde se jugaba a la lotería. Hacía calor y el radio transpiraba una música pedregosa. Después de tomarse una botella de agua mineral, el alcalde se fue a dormir.
Caminó despreocupadamente por la ribera, sintiendo en la oscuridad el río crecido, el rumor de sus entrañas y un olor de animal grande. Frente a la puerta del dormitorio, dando un salto hacia atrás, desenfundó el revólver.
—Salga a la luz —dijo con voz tensa—, o lo quemo.
Una voz muy dulce salió de la oscuridad.
—No sea nervioso, teniente.
Permaneció con el revólver montado hasta cuando la persona escondida salió a la luz. Era Casandra.
—Te escapaste por un pelo —dijo el alcalde.
La hizo subir al dormitorio. Durante un largo rato Casandra habló siguiendo una trayectoria accidentada. Se había sentado en la hamaca y mientras hablaba se quitó los zapatos y miró con un cierto candor las uñas de sus pies pintadas de rojo vivo.
Sentado frente a ella, abanicándose con la gorra, el alcalde siguió la conversación con una corrección convencional. Había vuelto a fumar.
Cuando dieron las doce, ella se tendió bocabajo en la hamaca, extendió hacia él un brazo adornado con un juego de pulseras sonoras y le pellizcó la nariz.
—Es tarde, niño —dijo—. Apaga la luz.
El alcalde sonrió.
—No era para eso —dijo.
Ella no comprendió.
—¿Sabe echar la suerte? —preguntó el alcalde.
Casandra volvió a sentarse en la hamaca. «Desde luego», dijo. Y después, habiendo comprendido, se puso los zapatos.
—Pero no traje la baraja —dijo.
—El que come tierra —sonrió el alcalde— carga su terrón.
Sacó unos naipes gastados del fondo de la maleta. Ella examinó cada carta, al derecho y al revés, con una atención seria. «Los otros naipes son mejores —dijo—. Pero de todos modos, lo importante es la comunicación». El alcalde rodó una mesita, se sentó frente a ella, y Casandra puso el naipe.
—¿Amor o negocios? —preguntó.
El alcalde se secó el sudor de las manos.
—Negocios —dijo.