3

El invierno, cuya inclemencia había sido prevista desde los últimos días de septiembre, implantó su rigor aquel fin de semana. El alcalde pasó el domingo masticando analgésicos en la hamaca, mientras el río salido de madre hacía estragos en los barrios bajos.

En la primera tregua de la lluvia al amanecer del lunes, el pueblo necesitó varias horas para restablecerse. Temprano se abrieron el salón de billar y la peluquería, pero la mayoría de las casas permanecieron cerradas hasta las once. El señor Carmichael fue el primero a quien se ofreció la oportunidad de estremecerse ante el espectáculo de los hombres transportando sus casas hacia terrenos más altos. Grupos bulliciosos habían desenterrado los horcones y trasladaban enteras las escuetas habitaciones de bahareque y techos de palma.

Refugiado en el alar de la peluquería, con el paraguas abierto, el señor Carmichael contemplaba la laboriosa maniobra cuando el barbero lo sacó de su abstracción.

—Han debido esperar a que escampara —dijo el barbero.

—No escampará en dos días —dijo el señor Carmichael, y cerró el paraguas—. Me lo están diciendo los callos.

Los hombres que transportaban las casas, hundidos hasta los tobillos en el barro, pasaron tropezando con las paredes de la peluquería. El señor Carmichael vio por la ventana el interior desmantelado, un dormitorio enteramente despojado de su intimidad, y se sintió invadido por una sensación de desastre.

Parecían las seis de la mañana, pero su estómago le indicaba que iban a ser las doce. El sirio Moisés lo invitó a sentarse en su tienda mientras pasaba la lluvia. El señor Carmichael reiteró el pronóstico de que no escaparía en las próximas veinticuatro horas. Vaciló antes de saltar al andén de la casa contigua. Un grupo de muchachos que jugaban a la guerra lanzó una bola de barro que se aplastó en la pared, a pocos metros de sus pantalones recién planchados. El sirio Elías salió de su tienda con una escoba en la mano, amenazando a los muchachos en un álgebra de árabe y castellano.

Los muchachos saltaron de júbilo:

—Turco güevón.

El señor Carmichael comprobó que su vestido estaba intacto. Entonces cerró el paraguas y entró en la peluquería, directamente a la silla.

—Yo siempre he dicho que usted es un hombre prudente —dijo el peluquero.

Le anudó una sábana al cuello. El señor Carmichael aspiró el olor del agua de alhucema que le producía la misma desazón que los vapores glaciales de la dentistería. El barbero empezó por repicar en la nuca el cabello recortado. Impaciente, el señor Carmichael buscó con la vista algo para leer.

—¿No hay periódicos?

El barbero respondió sin hacer una pausa en el trabajo.

—Ya no quedan en el país sino los periódicos oficiales y ésos no entran en este establecimiento mientras yo esté vivo.

El señor Carmichael se conformó con contemplar sus zapatos cuarteados hasta cuando el peluquero le preguntó por la viuda de Montiel. Venía de su casa. Era el administrador de sus negocios desde cuando murió don Chepe Montiel, de quien fue contabilista durante muchos años.

—Ahí está —dijo.

—Uno matándose —dijo el peluquero como hablando consigo mismo— y ella sola con tierras que no se atraviesan en cinco días a caballo. Debe ser dueña como de diez municipios.

—Tres —dijo el señor Carmichael. Y agregó convencido—: Es la mujer más buena del mundo.

El barbero se movió hacia el tocador para limpiar la peinilla. El señor Carmichael vio reflejada en el espejo su cara de chivo; una vez más comprendió por qué no lo estimaba. El peluquero habló mirando a la imagen.

—Lindo negocio: mi partido está en el poder, la policía amenaza de muerte a mis adversarios políticos, y yo les compro tierras y ganados al precio que yo mismo ponga.

El señor Carmichael bajó la cabeza. El peluquero se aplicó de nuevo a cortarle el cabello. «Cuando pasan las elecciones —concluyó— soy dueño de tres municipios, no tengo competidores, y de paso sigo con la sartén por el mango aunque cambie el Gobierno. Lo digo: mejor negocio, ni falsificar billetes».

—José Montiel era rico desde mucho antes de que empezaran las vainas políticas —dijo el señor Carmichael.

—Sentado en calzoncillos en la puerta de una piladora de arroz —dijo el peluquero—. La historia enseña que se puso su primer par de zapatos hace nueve años.

—Y aunque así fuera —admitió el señor Carmichael—, nada tuvo que ver la viuda con los negocios de Montiel.

—Pero se hizo la boba —dijo el barbero.

El señor Carmichael levantó la cabeza. Se desajustó la sábana del cuello para darle curso a la circulación. «Por eso he preferido siempre que me corte el pelo mi mujer —protestó—. No me cobra nada, y por añadidura no me habla de política». El barbero le empujó la cabeza hacia adelante, y siguió trabajando en silencio. A veces repicaba al aire las tijeras para descargar un exceso de virtuosismo. El señor Carmichael oyó gritos en la calle. Miró por el espejo: niños y mujeres pasaban frente a la puerta con los muebles y utensilios de las casas transportadas. Comentó con rencor:

—Nos están comiendo las desgracias y ustedes todavía con odios políticos. Hace más de un año se acabó la persecución y todavía se habla de lo mismo.

—El abandono en que nos tienen también es persecución —dijo el barbero.

—Pero no nos dan palo —dijo el señor Carmichael.

—Abandonarnos a buena de Dios también es una manera de darnos palo.

El señor Carmichael se exasperó.

—Eso es literatura de periódico —dijo.

El barbero guardó silencio. Hizo espuma en una totuma y la untó con la brocha en la nuca del señor Carmichael. «Es que uno está que revienta por hablar —se excusó—. No todos los días nos cae un hombre imparcial».

—Con once hijos ara alimentar no hay hombre que no sea imparcial —dijo el señor Carmichael.

—De acuerdo —dijo el peluquero.

Hizo cantar la navaja en la palma de la mano. Le afeitó la nuca en silencio, limpiando el jabón con los dedos, y limpiándose después en el pantalón. Al final le frotó un terrón de alumbre en la nuca. Terminó en silencio.

Cuando se abotonaba el cuello, el señor Carmichael vio el aviso clavado en la pared del fondo: «Prohibido hablar de política». Se sacudió las briznas de cabello en los hombros, se colgó el paraguas en el brazo y preguntó señalando el aviso:

—¿Por qué no lo quita?

—No es con usted —dijo el peluquero—. Ya estamos de acuerdo en que usted es un hombre imparcial.

El señor Carmichael no vaciló esta vez para saltar al andén. El peluquero lo contempló hasta que dobló la esquina, y luego se extasió en el río turbio y amenazante. Había dejado de llover, pero una nube cargada se mantenía inmóvil sobre el pueblo. Un poco antes de la una entró el sirio Moisés, lamentando que el cabello se le cayera del cráneo, y en cambio le creciera en la nuca con extraordinaria rapidez.

El sirio se hacía cortar el cabello todos los lunes. De ordinario doblaba la cabeza con una especie de fatalismo y roncaba en árabe mientras el peluquero hablaba en voz alta consigo mismo. Aquel lunes, sin embargo, despertó sobresaltado a la primera pregunta.

—Sabe quién estuvo aquí.

—Carmichael —dijo el sirio.

—El desgraciado del negro Carmichael —confirmó el peluquero como si hubiera deletreado la frase—. Detesto esa clase de hombres.

—Carmichael no es un hombre —dijo el sirio Moisés—. Hace como tres años que no compra un par de zapatos. Pero en política, hace lo que hay que hacer: lleva la contabilidad con los ojos cerrados.

Afirmó la barba en el pecho para roncar de nuevo, pero el barbero se plantó frente a él con los brazos cruzados, diciendo: «Dígame una cosa, turco de mierda: ¿Al fin con quién está usted?». El sirio contestó inalterable:

—Conmigo.

—Hace mal —dijo el peluquero—. Por lo menos debía tener en cuenta las cuatro costillas que le rompieron al hijo de su paisano Elías por cuenta de don Chepe Montiel.

—Elías es tan de malas que el hijo le salió político —dijo el sirio—. Pero ahora el muchacho está bailando sabroso en el Brasil, y Chepe Montiel está muerto.

Antes de abandonar el cuarto desordenado por las largas noches de sufrimiento, el alcalde se afeitó el lado derecho, y se dejó en el izquierdo la barba de ocho días. Después se puso el uniforme limpio, se calzó las botas de charol y bajó a almorzar al hotel aprovechando la tregua de la lluvia.

No había nadie en el comedor. El alcalde se abrió paso a través de las mesitas de cuatro puestos y ocupó el lugar más discreto en el fondo del salón.

—Máscaras —llamó.

Acudió una muchacha joven, con un traje corto ajustado y senos como piedras. El alcalde ordenó el almuerzo sin mirarla. De regreso a la cocina, la muchacha encendió el aparato de radio colocado en una repisa al final del comedor. Entró un boletín de noticias, con citas de un discurso pronunciado la noche anterior por el presidente de la república, y luego una lista de los nuevos artículos de prohibida importación. A medida que la voz del locutor ocupaba el ambiente se fue haciendo más intenso el calor. Cuando la muchacha volvió con la sopa, el alcalde trataba de contener el sudor abanicándose con la gorra.

—A mí también me hace sudar el radio —dijo la muchacha.

El alcalde empezó a tomar la sopa. Siempre había pensado que aquel hotel solitario, sostenido por agentes viajeros ocasionales, era un lugar diferente del resto del pueblo. En realidad, era anterior al pueblo. En su destartalado balcón de madera, los comerciantes que acudían del interior a comprar la cosecha de arroz, pasaban la noche jugando a las cartas, en espera del fresco de la madrugada para poder dormir. El propio coronel Aureliano Buendía, que iba a convenir en Macondo los términos de la capitulación de la última guerra civil, durmió una noche en aquel balcón, en una época en la que no había pueblos en muchas leguas a la redonda. Entonces era la misma casa con paredes de madera y techo de zinc, con el mismo comedor y las mismas divisiones de cartón en los cuartos, sólo que sin luz eléctrica ni servicios sanitarios. Un viejo agente viajero contaba que hasta principios de siglo hubo una colección de máscaras colgadas en el comedor a disposición de los clientes, que los huéspedes enmascarados hacían sus necesidades en el patio, a la vista de todo el mundo.

El alcalde tuvo que desabotonarse el cuello para terminar con la sopa. Después del boletín de noticias siguió un disco con anuncios en verso. Luego un bolero sentimental. Un hombre de voz mentolada, muerto de amor, había decidido darle la vuelta al mundo en persecución de una mujer. El alcalde puso atención a la pieza, mientras esperaba el resto de la comida, hasta que vio pasar frente al hotel dos niños con dos sillas y un mecedor. Detrás, dos mujeres y un hombre con ollas y bateas y el resto del mobiliario.

Salió a la puerta gritando:

—¿Dónde se robaron esa vaina?

Las mujeres se detuvieron. El hombre le explicó que estaban trasladando la casa a terrenos más altos. El alcalde preguntó dónde la habían llevado y el hombre señaló hacia el sur con el sombrero:

—Por allá arriba, a un terreno que nos alquiló don Sabas por treinta pesos.

El alcalde examinó los muebles. Un mecedor desarticulado, ollas rotas: cosas de gente pobre. Reflexionó un instante. Finalmente dijo:

—Llévense esas cosas con todos sus corotos al terreno desocupado junto al cementerio.

El hombre se ofuscó.

—Son terrenos del municipio y no les cuesta nada —dijo el alcalde—. El municipio se los regala.

Luego, dirigiéndose a las mujeres, añadió: «Y díganle a don Sabas que le mando decir yo que no sea bandido».

Terminó el almuerzo sin saborear los alimentos. Luego encendió un cigarrillo. Encendió otro con la colilla y estuvo un largo rato pensativo, los codos apoyados en la mesa, mientras el radio molía boleros sentimentales.

—¿En qué piensa? —Preguntó la muchacha, levantando los platos vacíos.

El alcalde no parpadeó.

—En esa pobre gente.

Se puso la gorra y atravesó el salón. Retorciéndose dijo desde la puerta:

—Hay que hacer de este pueblo una vaina decente.

Una sangrienta refriega de perros le interrumpió el paso a la vuelta de la esquina. Vio un nudo de espinazos y patas en un torbellino de aullidos, y después unos dientes pelados y un perro arrastrando una pata con el rabo entre las piernas. El alcalde se hizo a un lado, y siguió por el andén hacia el cuartel de la policía.

Una mujer gritaba en el calabozo, mientras el guardia hacía la siesta tirado bocabajo en un catre. El alcalde le dio un puntapié a la pata del catre. El guardia despertó con un salto.

—¿Quién es? —preguntó el alcalde.

El guardia se cuadró.

—La mujer que ponía los pasquines.

El alcalde se desató en improperios contra sus subalternos. Quería saber quién llevó a la mujer y por orden de quién la metieron en el calabozo. Los agentes dieron una explicación dispendiosa.

—¿Cuándo la metieron?

La habían encarcelado la noche del sábado.

—Pues sale ella y entra uno de ustedes —gritó el alcalde—. Esa mujer durmió en el calabozo y el pueblo amaneció empapelado.

Tan pronto como se abrió la pesada puerta de hierro, una mujer madura, de huesos pronunciados y con un moño monumental sostenido con una peineta, salió dando gritos del calabozo.

—Vete al carajo —le dijo el alcalde.

La mujer se soltó el moño, sacudió varias veces la cabellera larga y abundante, y bajó la escalera como una estampida, gritando: «puta, puta». El alcalde se inclinó por encima de la baranda, y gritó con todo el poder de su voz, como para que lo oyeran no sólo la mujer y sus agentes, sino todo el pueblo:

—Y no me sigan jodiendo con los papelitos.

Aunque la llovizna persistía el padre Ángel salió a dar su paseo vespertino. Era todavía temprano para la cita con el alcalde, de modo que fue hasta el sector de las inundaciones. Sólo encontró el cadáver de un gato flotando entre las flores.

Cuando regresaba, la tarde empezó a secar. Se volvió intensa y brillante. Una barcaza cubierta de tela asfáltica descendía por el rió espeso e inmóvil. De una casa medio derrumbada salió un niño gritando que había encontrado el mar dentro de un caracol. El padre Ángel se acercó el caracol al oído. En efecto, allí estaba el mar.

La mujer del juez Arcadio estaba sentada a la puerta de su casa, como en un éxtasis, los brazos cruzados sobre el vientre y los ojos fijos en la barcaza. Tres casas más adelante empezaban los almacenes, los muestrarios de baratijas y los sirios impávidos sentados a la puerta. La tarde se moría en nubes de un rosado intenso y en el alboroto de los loros y los micos de la ribera opuesta.

Las casas empezaban a abrirse. Bajo los sucios almendros de la plaza, rodeando los carritos de refrescos o en los carcomidos bancos de granito del camellón, los hombres se reunían a conversar. El padre Ángel pensaba que todas las tardes, en ese instante, el pueblo padecía el milagro de la transfiguración.

—Padre, ¿recuerda los prisioneros de los campos de concentración?

El padre Ángel no vio al doctor Giraldo, pero lo imaginó sonriendo detrás de la ventana alumbrada. Honradamente, no recordaba las fotografías, pero estaba seguro de haberlas visto alguna vez.

—Asómese a la salita de espera —dijo el médico.

El padre Ángel empujó la puerta alambrada. Extendida en una estera había una criatura de sexo indefinible, en los puros huesos, enteramente forrada en un pellejo amarillo. Dos hombres y una mujer esperaban sentados contra el cancel. El padre no sintió ningún olor pero pensó que aquel ser debía exhalar un tufo intenso.

—¿Quién es? —preguntó.

—Mi hijo —contestó la mujer. Y agregó, como excusándose—: Hace dos años tiene una cagaderita de sangre.

El enfermo hizo girar los ojos hacia la puerta, sin mover la cabeza. El padre experimentó una aterrorizada piedad.

—¿Y qué le han hecho? —preguntó.

—Hace tiempo le estamos dando plátano verde —dijo la mujer— pero no lo ha querido, a pesar que es tan buen aprietativo.

—Tienen que llevarlo para que se confiese —dijo el padre.

Pero lo dijo sin convicción. Cerró la puerta con cuidado y raspó con la uña la red de la ventana, acercando la cara para ver al médico en el interior. El doctor Giraldo trituraba algo en un mortero.

—¿Qué tiene? —preguntó el padre.

—Todavía no lo le examinado —contestó el doctor; y comentó pensativo—: Son cosas que le suceden a la gente por voluntad de Dios, padre.

El padre Ángel pasó por alto el comentario.

—Ninguno de los muertos que he visto en mi vida parecía tan muerto como ese pobre muchacho —dijo.

Se despidió. No había embarcaciones en el puerto. Empezaba a oscurecer. El padre Ángel comprendió que su estado de ánimo había cambiado con la visión del enfermo. Dándose cuenta de pronto que estaba retrasado en la cita, apresuró el paso hacia el cuartel de la policía.

El alcalde estaba derrumbado en una silla plegadiza, con la cabeza entre las manos.

—Buenas tardes —dijo el padre muy despacio.

El alcalde levantó la cabeza, y el padre se estremeció ante sus ojos enrojecidos por la desesperación. Tenía una mejilla fresca y recién afeitada, pero la otra era una maraña empantanada en un ungüento color ceniza. Exclamó en un quejido sordo:

—Padre, me voy a pegar un tiro.

El padre Ángel experimentó una consternación cierta.

—Se está intoxicando con tanto analgésico —dijo.

El alcalde fue zapateando hacia la pared, y con el cabello agarrado con las dos manos se golpeó violentamente contra las tablas. El padre no había sido nunca testigo de tanto dolor.

—Tómese dos pastillas más —dijo, proponiendo conscientemente un remedio para su propia ofuscación—. Con otras dos no se va a morir.

No sólo lo era realmente, sino que tenía plena conciencia de ser torpe ante el dolor humano. Buscó con la vista los analgésicos en el desnudo espacio de la sala. Recostados contra las paredes había media docena de taburetes de cuero, una vitrina atiborrada de papeles polvorientos, y una litografía del presidente de la república colgada de un clavo. El único rastro de los analgésicos eran las vacías envolturas de celofán regadas por el suelo.

—¿Dónde están? —dijo desesperado.

—Ya no me hacen ningún efecto —dijo el alcalde.

El párroco se le acercó, repitiendo: «Dígame dónde están». El alcalde dio una sacudida violenta, y el padre Ángel vio una cara enorme y monstruosa a pocos centímetros de sus ojos.

—Carajo —gritó el alcalde—. Ya dije que no me jodan.

Levantó un taburete por encima de la cabeza y lo lanzó con toda la fuerza de su desesperación contra la vidriera. El padre Ángel no comprendió lo ocurrido sino después de la instantánea granizada de vidrio, cuando el alcalde empezó a surgir como una serena aparición de entre la niebla del polvo. En ese momento había un silencio perfecto.

—Teniente —murmuró el padre.

En la puerta del corredor estaban los agentes con los fusiles montados. El alcalde los miró sin verlos, respirando como un gato, ellos bajaron los fusiles pero permanecieron inmóviles junto a la puerta. El padre Ángel condujo al alcalde por el brazo hasta la silla plegadiza.

—¿Dónde están los analgésicos? —insistió.

El alcalde cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. «No tomo más porquerías —dijo—. Me zumban los oídos y se me están durmiendo los huesos del cráneo». En la breve tregua del dolor volvió la cabeza hacia el padre y preguntó:

—¿Habló con el sacamuelas?

El padre afirmó en silencio. Por la expresión que siguió a aquella respuesta el alcalde conoció los resultados de la entrevista.

—¿Por qué no habla con el doctor Giraldo? —propuso el padre—. Hay médicos que sacan muelas.

El alcalde se demoró para contestar. «Dirá que no tiene pinzas», dijo. Y agregó:

—Es una confabulación.

Aprovechó la tregua para reposarse de aquella tarde implacable. Cuando abrió los ojos el cuarto estaba en penumbra. Dijo, sin ver al padre Ángel:

—Usted venía por César Montero.

No oyó ninguna respuesta. «Con este dolor no he podido hacer nada», prosiguió. Se levantó para encender la luz, y la primera oleada de zancudos penetró por el balcón. El padre Ángel sufrió el sobresalto de la hora.

—Se va pasando el tiempo —dijo.

—De todos modos hay que mandarlo el miércoles —dijo el alcalde—. Mañana se arregla lo que haya que arreglar y lo confiesa por la tarde. —¿A qué hora?

—A las cuatro. —¿Aunque esté lloviendo?

El alcalde descargó en una sola mirada toda la impaciencia reprimida en dos semanas de sufrimiento.

—Aunque se esté acabando el mundo, padre.

El dolor se había hecho invulnerable a los analgésicos. El alcalde colgó la hamaca en el balcón de su cuarto tratando de dormir al fresco de la prima noche. Pero antes de las ocho sucumbió de nuevo a la desesperación y bajó a la plaza aletargada por una densa onda de calor.

Después de merodear por los alrededores sin encontrar la inspiración que hacía falta para sobreponerse al dolor, entró en el salón de cine. Fue un error. El zumbido de los aviones de guerra aumentó la intensidad del dolor. Antes del intermedio abandonó el salón y llegó a la farmacia en el instante en que don Lalo Moscote se disponía a cerrar las puertas.

—Deme lo más fuerte que tenga para el dolor de muelas.

El farmacéutico le examinó la mejilla con una mirada de estupor. Luego fue hasta el fondo del establecimiento, a través de una doble hilera de armarios con puertas de vidrio enteramente ocupados por pomos de loza, cada uno con el nombre del producto grabado en letras azules. Al verlo de espaldas, el alcalde comprendió que aquel hombre de nuca rolliza y sonrosada podía estar viviendo un instante de felicidad. Lo conocía. Estaba instalado en dos cuartos al fondo de la farmacia, y su esposa, una mujer muy gorda, era paralítica desde hacía muchos años.

Don Lalo Moscote volvió al mostrador con un pomo de loza sin etiqueta, que exhaló al destaparlo un vapor de hierbas dulces.

—¿Qué es eso?

El farmacéutico hundió los dedos entre las semillas secas del pomo. «Mastuerzo —dijo—. Lo mastica bien y se traga el jugo poco a poco: no hay nada mejor para el corrimiento». Se echó varias semillas en la palma de la mano, y dijo mirando al alcalde por encima de los anteojos:

—Abra la boca.

El alcalde lo esquivó. Hizo girar el pomo para convencerse de que no había nada escrito, y volvió a fijar la mirada en el farmacéutico.

—Deme cualquier cosa extranjera —dijo.

—Esto es mejor que cualquier cosa extranjera —dijo don Lalo Moscote—. Está garantizado por tres mil años de sabiduría popular.

Empezó a envolver las semillas en un pedazo de periódico. No parecía un padre de familia. Parecía un tío materno, envolviendo el mastuerzo con la diligencia afectuosa con que se hace una pajarita de papel para los niños. Cuando levantó la cabeza había empezado a sonreír.

—¿Por qué no se la saca?

El alcalde no respondió. Pagó con un billete y abandonó la farmacia sin esperar el cambio.

Pasada la medianoche seguía retorciéndose en la hamaca sin atreverse a masticar las semillas. Alrededor de las once, en el punto culminante del calor, se había precipitado un chaparrón e se deshizo en una llovizna tenue. Agotado por la fiebre, temblando en el sudor pegajoso y helado, el alcalde se estiró bocabajo en la hamaca, abrió la boca y empezó a rezar mentalmente. Rezó a fondo, tensos los músculos en el espasmo final, pero consciente de que mientras más pugnaba por lograr el contacto con Dios, con más fuerza lo empujaba el dolor en sentido contrario. Entonces se puso las botas y el impermeable sobre el pijama, cuartel de la policía.

Irrumpió vociferando. Enredados en un manglar de realidad y pesadilla, los agentes se atropellaron en el pasadizo buscando las armas en la oscuridad. Cuando las luces se encendieron estaban a medio vestir, esperando órdenes.

—González, Rovira, Peralta —gritó el alcalde.

Los tres nombrados se desprendieron del grupo y rodearon al teniente. No había una razón visible que justificara la selección: eran tres mestizos corrientes. Uno de ellos, de rasgos infantiles, pelado a rape, estaba en camiseta de franela. Los otros dos llevaban la misma camiseta bajo la guerrera sin abotonar.

No recibieron una orden precisa. Saltando los escalones de cuatro en cuatro detrás del alcalde, abandonaron el cuartel en fila india; atravesaron la calle sin preocuparse de la llovizna y se detuvieron frente a la dentistería. Con dos cargas cerradas despedazaron la puerta a culatazos. Estaban ya en el interior de la casa, cuando se encendieron las luces del vestíbulo. Un hombre pequeño y calvo, con los tendones a flor de piel, apareció en calzoncillos, en la puerta del fondo, tratando de ponerse la bata de baño. En el primer instante quedó paralizado con un brazo en alto y la boca abierta, como en el fogonazo de un fotógrafo. Luego dio un salto hacia atrás y tropezó con su mujer que salía del dormitorio en camisa de dormir.

—Quietos —gritó el teniente.

La mujer hizo «Ay», con las manos en la boca, y volvió al dormitorio. El dentista se dirigió al vestíbulo anudándose el cordón de la bata y sólo entonces reconoció a los tres agentes que lo apuntaban con los fusiles, y al alcalde chorreando agua por todo el cuerpo, tranquilo, con las manos en los bolsillos del impermeable.

—Si la señora sale del cuarto, hay orden de que le peguen un tiro —dijo el teniente.

El dentista agarró el pomo de la cerradura diciendo hacia adentro: «Ya oíste, mija»; y ajustó con un ademán meticuloso la puerta del dormitorio. Luego caminó hacia el gabinete dental, vigilado a través del descolorido mobiliario de mimbre por los ojos ahumados de los cañones. Dos agentes se le adelantaron en la puerta del gabinete. Uno encendió la luz; el otro fue directamente a la mesa de trabajo y sacó un revólver de la gaveta.

—Debe haber otro —dijo el alcalde.

Había entrado en último término, detrás del dentista. Los dos agentes hicieron una requisa concienzuda y rápida, mientras el tercero guardaba la puerta. Voltearon la caja de instrumentos en la mesa de trabajo, dispersaron por el suelo moldes de yeso, dentaduras postizas sin terminar, dientes sueltos y casquetes de oro; vaciaron los pomos de loza de la vidriera y destriparon con rápidos cortes de bayoneta la almohadilla de hule de la silla dental y el cojín de resortes de la poltrona giratoria.

—Es un «38 largo», cañón largo —precisó el alcalde.

Escrutó al dentista. «Es mejor que diga de una vez dónde está —le dijo—. No vinimos dispuestos a desbaratar la casa». Detrás de las gafas con monturas de oro los ojos estrechos y apagados del dentista no revelaron nada.

—Por mí no hay apuro —replicó de una manera reposada—; si les da la gana pueden seguir desbaratándola.

El alcalde reflexionó. Después de examinar una vez más el cuartito de tablas sin cepillar, avanzó hacia la silla impartiendo órdenes cortantes a sus agentes. Hizo apostar uno en la puerta de la calle, otro a la entrada del gabinete, y el tercero junto a la ventana. Cuando se acomodó en la silla, sólo entonces abotonándose el impermeable mojado, se sintió rodeado de metales fríos. Aspiró profundamente el aire enrarecido por la creosota, y apoyó el cráneo en el cabezal, tratando de regular la respiración. El dentista recogió del suelo algunos instrumentos, y los puso a hervir en una cacerola.

Permaneció de espaldas al alcalde, contemplando el fuego azul del reverbero, con la misma expresión que habría tenido si hubiera estado solo en el gabinete. Cuando hirvió el agua, envolvió el mango de la cacerola en un papel y la llevó hacia la silla. El paso estaba obstruido por el agente. El dentista bajó la cacerola para ver al alcalde por encima del humo y dijo:

—Ordénele a este asesino que se ponga donde no estorbe.

A una señal del alcalde el agente se apartó de la ventana para dejar el paso libre hacia la silla. Rodó un asiento contra la pared y se sentó con las piernas abiertas, el fusil atravesado sobre los muslos, sin descuidar la vigilancia. El dentista encendió la lámpara. Deslumbrado por la claridad repentina, el alcalde cerró los ojos y abrió la boca. Había cesado el dolor.

El dentista localizó la muela enferma, apartando con el índice la mejilla inflamada y orientando la lámpara móvil con la otra mano, completamente insensible a la ansiosa respiración del paciente. Después se enrolló la manga hasta el codo y se dispuso a sacar la muela.

El alcalde lo agarró por la muñeca.

—Anestesia —dijo.

Sus miradas se encontraron por primera vez.

—Ustedes matan sin anestesia —dijo suavemente el dentista.

El alcalde no advirtió en la mano que apretaba el gatillo ningún esfuerzo por liberarse. «Traiga las ampolletas», dijo. El agente apostado en el rincón movió el cañón hacia ellos, y ambos percibieron desde la silla el ruido del fusil al ser montado.

—Supóngase que no hay —dijo el dentista.

El alcalde soltó la muñeca. «Tiene que haber», replicó, examinado con un interés desconsolado las cosas esparcidas por el suelo. El dentista lo observó con una atención compasiva. Después lo empujó hacia el cabezal, y por primera vez, dando muestra de impaciencia, dijo:

—Deje de ser pendejo, teniente; con ese absceso no hay anestesia que valga.

Pasado el instante más terrible de su vida, el alcalde aflojó la tensión de los músculos y permaneció exhausto en la silla, mientras los signos oscuros pintados por la humedad en el cartón del cielo raso se fijaban en su memoria hasta la muerte. Sintió al dentista trajinando en el aguamanil. Lo sintió colocar en su puesto los cajones de la mesa, y recoger en silencio algunos de los objetos del suelo.

—Rovira —llamó el alcalde—. Dígale a González que entre y recojan las cosas del suelo hasta dejar todo como lo encontraron.

Los agentes lo hicieron. El dentista prensó el algodón con las pinzas, lo empapó en un líquido color de hierro y tapó la fisura. El alcalde experimentó una sensación de ardor superficial. Después de que el dentista le cerró la boca, siguió con la vista fija en el cielo raso, pendiente de los ruidos de los agentes que trataban de reconstruir de memoria el orden minucioso del gabinete. Dieron las dos en la torre. Un alcaraván con un minuto de retraso repitió la hora en el murmullo de la llovizna. Un momento después, sabiendo que habían terminado, el alcalde indicó por señas a sus agentes que regresaran al cuartel.

El dentista había permanecido todo el tiempo junto a la silla. Cuando salieron los agentes, retiró el tapón de la encía. Luego exploró con la lámpara el interior de la boca, volvió a ajustar las mandíbulas y apartó la luz. Todo había terminado. En el cuartito caluroso quedaba entonces esa rara desazón que sólo conocen los barrenderos de un teatro después de que sale el último actor.

—Desagradecido —dijo el alcalde.

El dentista se metió las manos en los bolsillos de la bata y dio un paso atrás, para dejarlo pasar. «Había orden de allanarla casa —prosiguió el alcalde, buscándolo con la mirada detrás de la órbita de luz—. Había instrucciones precisas de encontrar armas y municiones y documentos con los pormenores de una conspiración nacional». Fijó en el dentista sus ojos todavía húmedos, y agregó: «Yo creí que hacia un bien desobedeciendo la orden, pero estaba equivocado. Ahora las cosas cambian, la oposición tiene garantías y todo el mundo vive en paz, y usted sigue pensando como un conspirador». El dentista secó con a manga el cojín de la silla y lo puso del lado que no había sido destruido.

—Su actitud perjudica al pueblo —prosiguió el alcalde, señalando el cojín, sin ocuparse de la mirada pensativa que dirigió el dentista a su mejilla—. Ahora le toca al municipio pagar todas estas vainas, y además la puerta de la calle. Un dineral, nada más por su terquedad.

—Haga buches de agua de alholva —dijo el dentista.