El viernes amaneció tibio y seco. El juez Arcadio, que se vanagloriaba de haber hecho el amor tres veces por noche desde que lo hizo por primera vez, reventó aquella mañana las cuerdas del mosquitero y cayó al suelo con su mujer en el momento supremo, enredados en el toldo de punto.
—Déjalo así —murmuro ella—. Yo lo arreglo después.
Surgieron completamente desnudos de entre las confusas nebulosas del mosquitero. El juez Arcadio fue al baúl a buscar un calzoncillo limpio. Cuando volvió su mujer estaba vestida, arreglando el mosquitero. Pasó de largo, sin mirarla, y se sentó a ponerse los zapatos del otro lado de la cama, con la respiración todavía alterada por el amor. Ella lo persiguió. Apoyó el vientre redondo y tenso contra su brazo y buscó su oreja con los dientes. El la separó con suavidad.
—Déjame quieto —dijo.
Ella soltó una risa cargada de buena salud. Siguió a su marido hasta el otro extremo de la habitación hurgándole con el índice en los riñones. «Arre burrito», decía. El dio un salto y le apartó las manos. Ella lo dejó en paz y volvió a reír, pero de pronto se puso seria y gritó:
—¡Jesucristo!
—¿Qué fue? —preguntó él.
—¿Qué fue? —preguntó él.
—Que la puerta estaba de par en par —gritó—. Ya ésta es mucha sinvergüencería.
Entró al baño reventando de risa.
El juez Arcadio no esperó el café. Reconfortado por la menta de la pasta dentífrica, salió a la calle. Había un sol de cobre. Los sirios sentados a la puerta de sus almacenes contemplaban el río apacible. Al pasar frente al consultorio del doctor Giraldo raspó con la uña la red metálica de la puerta y gritó sin detenerse:
—Doctor, ¿cuál es el mejor remedio para el dolor de cabeza?
El médico respondió en el interior:
—No haber bebido anoche.
En el puerto, un grupo de mujeres comentaba en voz alta el contenido de un nuevo pasquín puesto la noche anterior. Como el día amaneció claro y sin lluvia, las mujeres que pasaron para la misa de cinco lo leyeron y ahora todo el pueblo estaba enterado. El juez Arcadio no se detuvo. Se sintió como un buey con una argolla en la nariz, tirado hacia el salón de billar. Allí pidió una cerveza helada y un analgésico. Acababan de dar las nueve, pero ya el establecimiento estaba lleno.
—Todo el pueblo tiene dolor de cabeza —dijo el juez Arcadio.
Llevó la botella a una mesa donde tres hombres parecían perplejos frente a sus vasos de cerveza. Se sentó en el puesto libre.
—¿Sigue la vaina? —preguntó.
—Hoy amanecieron cuatro.
—El que leyó todo el mundo —dijo uno de los hombres— fue el de Raquel Contreras.
El juez Arcadio masticó el analgésico y tomó cerveza en la botella. Le repugnó el primer trago, pero luego el estómago se afianzó y se sintió nuevo y sin pasado.
¿Qué decía?
—Pendejadas —dijo el hombre—. Que los viajes que ha hecho este año no fueron para calzarse los dientes, como ella dice, sino para abortar.
—No tenían que tomarse el trabajo de poner un pasquín —dijo el juez Arcadio—; eso lo anda diciendo todo el mundo.
Aunque el sol caliente le dolió en el fondo de los ojos cuando abandonó el establecimiento, no experimentaba entonces el confuso malestar del amanecer. Fue directamente al juzgado. Su secretario, un viejo escuálido que pelaba una gallina, lo recibió por encima de la armadura de los anteojos con una mirada de incredulidad.
—¿Y ese milagro?
—Hay que poner en marcha esa vaina —dijo el juez.
El secretario salió al patio arrastrando las pantuflas, y por encima de la cerca le dio la gallina a medio pelar a la cocinera del hotel. Once meses después de haber tomado posesión del cargo, el juez Arcadio se instaló por primera vez en su escritorio.
La destartalada oficina estaba dividida en dos secciones por una verja de madera. En la sección exterior había un escaño, también de madera, bajo el cuadro de la justicia vendada con una balanza en la mano. Dentro, dos viejos escritorios enfrentados, un estante de libros polvorientos y la máquina de escribir. En la pared, sobre el escritorio del juez, un crucifijo de cobre. En la pared de enfrente, una litografía enmarcada: un hombre sonriente, gordo y calvo, con el pecho cruzado por la banda presidencial, y debajo una leyenda dorada: «Paz y Justicia». La litografía era lo único nuevo en el despacho.
El secretario se embozó con pañuelo y se puso a sacudir con un plumero el polvo de los escritorios. «Si no se tapa la nariz le da catarro», dijo. El consejo no fue atendido. El juez Arcadio se echó hacia atrás en la silla giratoria, estirando las piernas para probar los resortes.
—¿No se cae? —preguntó.
El secretario negó con la cabeza. «Cuando mataron al juez Vitela —dijo— se le saltaron los resortes; pero ya está compuesto». Sin quitarse el embozo, agregó:
—El mismo alcalde la mandó a componer cuando cambió el Gobierno y empezaron a salir investigadores especiales por todos lados.
—El alcalde quiere que la oficina funcione —dijo el juez.
Abrió la gaveta central, sacó un mazo de llaves, y uno tras otro fue tirando de los cajones. Estaban llenos de papeles. Los examinó superficialmente, levantándolos con el índice para estar seguro de que no había nada que le llamara la atención, y luego cerró los cajones y puso en orden los útiles del escritorio: un tintero de cristal con un recipiente rojo y otro azul, y un plumero para cada recipiente, con el respectivo color. La tinta se había secado.
—Usted le cayó bien al alcalde —dijo el secretario.
Meciéndose en la silla, el juez lo persiguió con una mirada sombría mientras limpiaba el pasamanos. El secretario lo contempló como si tuviera el propósito de no olvidarlo jamás bajo aquella luz, en ese instante y en esa posición, y dijo señalándolo con el índice:
—Así como está usted ahora, ni más ni menos, estaba el juez Vitela cuando lo perforaron a tiros.
El juez se tocó en las sienes las venas pronunciadas. Volvía el dolor de cabeza…
—Yo estaba ahí —prosiguió el secretario, señalando hacia la máquina de escribir, mientras pasaba hacia el exterior de la verja. Sin interrumpir el relato se apoyó en el pasamanos con el plumero encañonado como un fusil contra el juez Arcadio. Parecía un salteador de correos en una película de vaqueros.
—Los tres policías se pusieron así —dijo—. El juez Vitela apenas alcanzó a verlos y levantó los brazos, diciendo muy despacio: «No me maten». Pero en seguida salió la silla por un lado y él por el otro, cosido a plomo.
El juez Arcadio se apretó el cráneo con las manos. Sentía palpitar el cerebro. El secretario se quitó el embozo y colgó el plumero detrás de la puerta. «Y todo porque dijo en una borrachera que él estaba aquí para garantizar la pureza del sufragio», dijo. Quedó en suspenso, mirando al juez Arcadio, que se dobló sobre el escritorio con las manos en el estómago.
—¿Está jodido?
El juez dijo que sí. Le habló de la noche anterior y pidió que le llevara del salón de billar un analgésico y dos cervezas heladas. Cuando terminó la primera cerveza el juez Arcadio no encontró en su corazón el menor rastro de remordimiento. Estaba lúcido.
El secretario se sentó frente a la máquina.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó.
—Nada, —dijo el juez.
—Entonces, si me permite, voy a buscar a María para ayudarle a pelar las gallinas.
El juez se opuso. «Esta es una oficina para administrar justicia y no para pelar gallinas», dijo. Examinó a su subalterno de arriba abajo con un aire de conmiseración y agregó:
—Además, tiene que botar esas pantuflas y venir a la oficina con zapatos.
El calor se hizo más intenso con la proximidad del mediodía. Cuando dieron las doce, el juez Arcadio había consumido una docena de cervezas. Navegaba en los recuerdos. Con una ansiedad soñolienta hablaba de un pasado sin privaciones, con largos domingos de mar y mulatas insaciables que hacían el amor de pie, detrás del portón de los zaguanes. «La vida era entonces así», decía, haciendo chasquear el pulgar y el índice, ante el manso estupor del secretario que lo escuchaba sin hablar, aprobando con la cabeza. El juez Arcadio se sentía embotado, pero cada vez más vivo en los recuerdos.
Cuando sonó la una en la torre, el secretario dio muestras de impaciencia.
—Se enfría la sopa —dijo.
El juez no le permitió incorporarse. «No siempre se encuentra uno en estos pueblos con un hombre de talento» dijo, y el secretario le dio las gracias, agotado por el calor, y cambió de posición en la silla. Era un viernes interminable. Bajo las ardientes láminas del techo, los dos hombres conversaron media hora más mientras el pueblo se cocinaba en el caldo de la siesta. En el extremo del aislamiento el secretario hizo entonces una alusión a los pasquines. El juez Arcadio se encogió de hombros.
—Tú también estás pendiente de esa pendejada —dijo, tuteándolo por primera vez.
El secretario no tenía deseos de seguir conversando, extenuado por el hambre y la sofocación, pero no creyó que los pasquines fueran una tontería. «Ya hubo el primer muerto» dijo. «Si las cosas siguen así tendremos una mala época». Y contó la historia de un pueblo que fue liquidado en siete días por los pasquines. Sus habitantes terminaron matándose entre sí. Los sobrevivientes desenterraron y se llevaron los huesos de sus muertos para estar seguros de no volver jamás.
El juez lo escuchó con expresión de burla, desabotonándose la camisa lentamente mientras el otro hablaba. Pensó que su secretario era aficionado a las narraciones de terror.
—Este es un caso sencillísimo de novela policíaca —dijo.
El subalterno movió la cabeza. El juez Arcadio contó que en la Universidad perteneció a una organización consagrada a descifrar enigmas policíacos. Cada uno de los miembros leía una novela de misterio hasta una clave determinada, se reunían los sábados a descifrar el enigma. «No fallé ni una vez», dijo. «Por supuesto, me favorecían mis conocimientos de los clásicos, que habían descubierto una lógica de la vida capaz de penetrar cualquier misterio». Planteó un enigma: un hombre se inscribe en un hotel a las diez de la noche, sube a su pieza, y a la mañana siguiente la camarera que le lleva el café lo encuentra muerto y podrido en la cama. La autopsia demuestra que el huésped llegado la noche anterior está muerto desde hace ocho días.
El secretario se incorporó con un largo crujido de articulaciones.
—Quiere decir que cuando llegó al hotel ya tenía siete días de muerto —dijo el secretario.
—El cuento fue escrito hace doce años —dijo el juez Arcadio, pasando por alto la interrupción—, pero la clave había sido dada por Heráclito, cinco siglos antes de Jesucristo.
Se dispuso a revelarla, pero el secretario estaba exasperado. «Nunca, desde que el mundo es mundo, se ha sabido quién pone los pasquines», sentenció con una tensa agresividad. El juez Arcadio lo contempló con los ojos torcidos.
—Te apuesto a que yo lo descubro —dijo.
—Apostado.
Rebeca de Asís se ahogaba en el caluroso dormitorio de la casa de enfrente, la cabeza hundida en la almohada, tratando de dormir una siesta imposible. Tenía hojas ahumadas adheridas a las sienes.
—Roberto —dijo, dirigiéndose a su marido—, si no abres la ventana nos vamos a morir de calor.
Roberto Asís abrió la ventana en el momento en que el juez Arcadio abandonaba su oficina.
—Trata de dormir —suplicó a la exuberante mujer que yacía con los brazos abiertos bajo el dosel de punto rosado, enteramente desnuda dentro de una ligera camisa de nylon. Te prometo que no vuelvo a acordarme de nada.
Ella lanzó un suspiro.
Roberto Asís, que pasaba la noche dando vueltas en el dormitorio, encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro sin poder dormir; había estado a punto de sorprender aquella madrugada al autor de los pasquines. Había oído frente a su casa el crujido del papel y el roce repetido de las manos tratando de alisar en la pared. Pero comprendió demasiado tarde y el pasquín había sido puesto. Cuando abrió la ventana, la plaza estaba desierta. Desde ese momento hasta las dos de la tarde, cuando prometió a su mujer que no volvería a acordarse del pasquín, ella había agotado todas las formas de la persuasión para tratar de apaciguarlo. Por último propuso una fórmula desesperada: como prueba final de su inocencia, ofrecía confesarse con el padre Ángel en voz alta y en presencia de su marido. El solo ofrecimiento de aquella humillación había valido la pena. A pesar de su ofuscación, él no se atrevió a dar el paso siguiente, y tuvo que capitular.
—Siempre es mejor hablar las cosas —dijo ella sin abrir los ojos— habría sido un desastre que te hubieras quedado con el entripado.
El ajustó la puerta al salir. En la amplia casa en penumbra, completamente cerrada, percibió el zumbido del ventilador eléctrico de su madre, que hacía la siesta en la casa vecina. Se sirvió un vaso de limonada en el refrigerador, bajo la mirada soñolienta de la cocinera negra.
Desde su fresco ámbito personal la mujer le preguntó si quería almorzar. El destapó la olla. Una tortuga entera flotaba patas arriba en el agua hirviendo. Por primera vez no se estremeció con la idea de que el animal había sido echado vivo en la olla, y de que su corazón seguiría latiendo cuando lo llevaran descuartizado a la mesa.
—No tengo hambre —dijo tapando la olla. Y agregó desde la puerta—: La señora tampoco va a almorzar. Ha pasado todo el día con dolor de cabeza.
Las dos casas estaban comunicadas por un corredor de baldosas verdes desde donde podía verse el gallinero de alambre en el fondo del patio común. En la parte del corredor correspondiente a la casa de la madre, había varias jaulas de pájaros colgados en el alar, y muchas macetas con flores de colores intensos.
Desde la silla de extensión donde acababa de hacer la siesta, su hija de siete años lo recibió con un saludo quejumbroso. Tenía aún la trama del lienzo impresa en la mejilla.
—Van a ser las tres —señaló él en voz muy baja. Y añadió melancólicamente—: Procura darte cuenta de las cosas.
—Soñé con un gato de vidrio —dijo la niña.
El no pudo reprimir un ligero estremecimiento.
—¿Cómo era?
—Todo de vidrio —dijo la niña, tratando de dar forma con las manos al animal del sueño—; como un Pájaro de vidrio, pero gato.
El se encontró perdido, a pleno sol, en una ciudad extraña. «Olvídalo —murmuró—. Una cosa así no vale la pena». En ese momento vio a su madre en la puerta del dormitorio, y se sintió rescatado.
—Estás mejor —afirmó.
La viuda de Asís le devolvió una expresión amarga. «Cada día estoy mejor para votar», se quejó, haciéndose un moño con la abundante cabellera color de hierro. Salió al corredor a cambiar el agua de las jaulas.
Roberto Asís se derrumbó en la silla de extensión donde había dormido su hija. Con la nuca apoyada en las manos siguió con sus ojos marchitos a la huesuda mujer vestida de negro que conversaba en voz baja con los pájaros. Se zambullían en el agua fresca, salpicando con sus alegres aleteos el rostro de la mujer. Cuando terminó con las jaulas, la viuda de Asís envolvió a su hijo en un aura de incertidumbre.
—Te hacía en el monte —dijo.
—No me fui —dijo él—; tenía que hacer algunas cosas.
—Ya no te irás hasta el lunes.
El asintió con los ojos. Una sirvienta negra, descalza, atravesó la sala con la niña para llevarla a la escuela. La viuda de Asís permaneció en el corredor hasta cuando salieron. Luego hizo una seña a su hijo y éste la siguió hasta el amplio dormitorio donde zumbaba el ventilador eléctrico. Ella se dejó caer en un desvencijado mecedor de bejucos, frente al ventilador, con un aire de extremado agotamiento. De las paredes blanqueadas con cal pendían fotografías de niños antiguos enmarcados en viñetas de cobre. Roberto Asís se tendió en la suntuosa cama tronal donde habían muerto, decrépitos y de mal humor, algunos de los niños de las fotografías, inclusive su propio padre, en el diciembre anterior.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó la viuda.
—¿Tú crees lo que dice la gente? —preguntó él a su vez.
—A mi edad hay que creer en todo —repuso la viuda. Y preguntó con indolencia—: ¿Qué es lo que dicen?
—Que Rebeca Isabel no es hija mía.
La viuda empezó a mecerse lentamente. «Tiene la nariz de los Asís —dijo. Después de pensar un momento preguntó distraída—: ¿Quién lo dice?». Roberto Asís se mordisqueó las uñas.
—Pusieron un pasquín.
Sólo entonces comprendió la viuda que las ojeras de su hijo no eran el sedimento de un largo insomnio.
—Los pasquines no son la gente —sentenció.
—Pero sólo dicen lo que ya anda diciendo la gente —dijo Roberto Asís—; aunque uno no lo sepa.
Ella, sin embargo, sabía todo lo que el pueblo había dicho de su familia durante muchos años. En una casa como la suya, llena de sirvientas, ahijadas y protegidas de todas las edades, es imposible encerrarse en el dormitorio sin que hasta allí la persiguieran los rumores de la calle. Los turbulentos Asís, fundadores del pueblo cuando no eran más que porquerizos, parecían tener la sangre dulce para la murmuración.
—No todo lo que dicen es cierto —dijo—; aunque uno lo sepa.
—Todo el mundo sabe que Rosario de Montero se acostaba con Pastor —dijo él—. Su última canción era para ella.
—Todo el mundo lo decía, pero nadie lo supo a ciencia cierta —repuso la viuda—. En cambio, ahora se sabe que la canción era para Margot Ramírez. Se iban a casar y sólo ellos y la madre de Pastor lo sabían. Más le hubiera valido no defender tan celosamente el único secreto que ha podido guardarse en este pueblo.
Roberto Asís miró a su madre con una vivacidad dramática. «Hubo un momento, esta mañana, en que creía que me iba a morir», dijo. La viuda no pareció conmovida.
—Los Asís son celosos —dijo—; ésa ha sido la mayor desgracia de esta casa.
Permanecieron largo rato en silencio. Eran casi las cuatro y había empezado a bajar el calor. Cuando Roberto Asís apagó el ventilador eléctrico, la casa entera despertaba llena de voces de mujer y flautas de pájaros.
—Alcánzame el frasquito que está en la mesa de noche —dijo la viuda.
Tomó dos pastillas grises y redondas como dos perlas artificiales, y devolvió el frasco a su hijo, diciendo: «Tómate dos; te ayudarán a dormir». El las tomó con el agua que su madre había dejado en el vaso, y recostó la cabeza en la almohada.
La viuda suspiró. Hizo un silencio pensativo. Luego, haciendo, como siempre, una generalización a todo el pueblo cuando pensaba en la media docena de familias que constituían su clase, dijo:
—Lo malo de este pueblo es que las mujeres tienen que quedarse solas en la casa mientras los hombres andan por el monte.
Roberto Asís empezaba a dormirse. La viuda observó el mentón sin afeitar, la larga nariz de cartílagos angulosos y pensó en su esposo muerto. También Adalberto Asís había conocido la desesperación. Era un gigante montaraz que se puso un cuello de celuloide, durante quince minutos en toda su vida para hacerse el daguerrotipo que le sobrevivía en la mesita de noche. Se decía de él que había asesinado en ese mismo dormitorio a un hombre que encontró acostado con su esposa, y que lo había enterrado clandestinamente en el patio. La verdad era distinta: Adalberto Asís había matado de un tiro de escopeta a un mico que sorprendió masturbándose en la viga del dormitorio, con los ojos fijos en su esposa, mientras ésta se cambiaba de ropa. Había muerto cuarenta años más tarde sin poder rectificar la leyenda.
El padre Ángel subió la empinada escalera de peldaños separados. En el segundo piso, al fondo de un corredor con fusiles y cartucheras colgadas en la pared, un agente de policía leía tumbado boca arriba en un catre de campaña. Estaba tan absorto en la lectura que no advirtió la presencia del padre sino cuando oyó el saludo. Enrolló la revista y se sentó en el catre.
—¿Qué lee? —preguntó el padre Ángel.
El agente le mostró la revista.
—Terry y los piratas.
El padre examinó con una mirada continua las tres celdas de cemento armado, sin ventanas, cerradas hacia el corredor con gruesas barras de hierro. En la celda central otro agente dormía en calzoncillos, despatarrado en una hamaca. Las otras estaban vacías. El padre Ángel preguntó por César Montero.
—Está ahí —dijo el agente, señalando con la cabeza hacia una puerta cerrada—. Es el cuarto del comandante.
—¿Puedo hablar con él?
—Está incomunicado —dijo el agente.
El padre Ángel no insistió. Preguntó si el preso estaba bien. El agente respondió que se le había destinado la mejor pieza del cuartel, con buena luz y agua corriente, pero que tenía 24 horas de no comer. Había rechazado los alimentos que el alcalde ordenó en el hotel.
—Tiene miedo de que lo envenenen —concluyó el agente.
—Han debido hacerle traer comida de su casa —dijo el padre.
—No quiere que molesten a su mujer.
Como hablando consigo mismo, el padre murmuró: «Hablaré todo eso con el alcalde». Trató de seguir hacia el fondo del corredor, donde el alcalde había hecho construir su despacho blindado.
—No está ahí —dijo el agente—. Tiene dos días de estar en su casa, con dolor de muelas.
El padre Ángel lo visitó. Estaba postrado en la hamaca, junto a una silla donde había un jarro con agua de sal, un paquete de analgésicos el cinturón de cartucheras con el revólver. La mejilla continuaba hinchada. El padre Ángel rodó una silla hasta la hamaca.
—Hágasela sacar —dijo.
El alcalde soltó en la bacinilla el buche de agua de sal. «Eso es muy fácil decirlo», dijo, todavía con la cabeza inclinada sobre la bacinilla. El padre Ángel comprendió. Dijo en voz muy baja:
—Si usted me autoriza, yo hablo con el dentista —hizo una inspiración profunda y se atrevió a agregar—: Es un hombre comprensivo.
—Como una mula —dijo el alcalde—. Tendría que romperlo a tiros y entonces quedaríamos en las mismas.
El padre Ángel lo siguió con la mirada hasta el lavamanos. El alcalde abrió el grifo, puso la mejilla hinchada en el chorro de agua fresca y la tuvo allí un instante, con una expresión de éxtasis. Luego masticó un analgésico y tomó agua del grifo, echándosela en la boca con las manos.
—En serio —insistió el padre—, puedo hablar con el dentista.
El alcalde hizo un gesto de impaciencia.
—Haga lo que quiera, padre.
Se acostó boca arriba en la hamaca con los ojos cerrados las manos en la nuca, respirando con un ritmo de cólera. El dolor empezó a ceder. Cuando volvió a abrir los ojos, el padre Ángel lo contemplaba en silencio, sentado junto a la hamaca.
—¿Qué le trae por estas tierras? —preguntó el alcalde.
—César Montero —dijo el padre sin preámbulos—. Ese hombre necesita confesarse.
—Está incomunicado —dijo el alcalde—. Mañana, después de las diligencias preliminares lo puede confesar. Hay que mandarlo lunes.
—Lleva cuarenta y ocho horas —dijo el padre.
—Y yo llevo dos semanas con esta muela —dijo el alcalde.
En la habitación oscura empezaban a zumbar los zancudos. El padre Ángel miró por la ventana y vio una nube de un rosado intenso flotando sobre el río.
—¿Y el problema de la comida? —preguntó.
El alcalde abandonó la hamaca para cerrar la puerta del balcón. «Yo hice mi deber —dijo—. No quiere que molesten a su esposa ni recibió la comida del hotel». Empezó a fumigar insecticida en la pieza. El padre Ángel buscó un pañuelo en el bolsillo para no estornudar, pero en vez del pañuelo encontró una carta arrugada. «Ay», exclamó tratando de aplanchar la carta con los dedos. El alcalde interrumpió la fumigación. El padre se tapó la nariz, pero fue una diligencia inútil: estornudó dos veces. «Estornude, padre», le dijo el alcalde. Y subrayó con una sonrisa:
—Estamos en una democracia.
El padre Ángel también sonrió. Dijo, mostrando el sobre cerrado: «Se me olvidó poner esta carta en el correo». Encontró el pañuelo en la manga y se limpió la nariz irritada por el insecticida. Seguía pensando en César Montero.
—Es como si lo tuvieran a pan y agua —dijo.
—Si ése es su gusto —dijo, no podemos meterle la comida a la fuerza.
—Lo que más me preocupa es su conciencia —dijo el padre.
Sin quitarse el pañuelo de la nariz siguió al alcalde con la vista por la habitación hasta cuando acabó de fumigar. «Debe tenerla muy intranquila cuando teme que lo envenenen», dijo. El alcalde puso la bomba en el suelo.
—El sabe que a Pastor lo quería todo el mundo —dijo.
—También a César Montero —replicó el padre.
—Pero da la casualidad que quien está muerto es Pastor.
El padre contempló la carta. La luz se volvió malva. «Pastor», murmuró. «No tuvo tiempo de confesarse». El alcalde encendió la luz antes de meterse en la hamaca.
—Mañana estaré mejor —dijo—. Después de la diligencia puede confesarlo. ¿Le parece bien?
El padre Ángel estuvo de acuerdo. «Es sólo por la tranquilidad de su conciencia», insistió. Se puso en pie con un movimiento solemne. Le recomendó al alcalde que no tomara muchos analgésicos, y el alcalde le correspondió recordándole que no olvidara la carta.
—Y otra cosa, padre —dijo el alcalde—. Trate de todos modos de hablar con el sacamuelas —miró al párroco que empezaba a descender la escalera, y agregó otra vez sonriente—: Todo esto contribuye a la consolidación de la paz.
Sentado a la puerta de su oficina el administrador de correos veía morir la tarde. Cuando el padre Ángel le dio la carta, entró al despacho, humedeció con la lengua una estampilla de quince centavos, para el correo aéreo, y la sobretasa para construcciones. Siguió revolviendo el cajón del escritorio. Al encenderse las luces de la calle, el padre puso varias monedas en el pasamano y salió sin despedirse.
El administrador siguió registrando la gaveta. Un momento después, cansado de revolver papeles, escribió con tinta en una esquina del sobre: «No hay estampillas de cinco». Firmó debajo y puso el sello de la oficina.
Aquella noche, después del rosario, el padre Ángel encontró un ratón muerto flotando en la pila del agua bendita. Trinidad estaba montando las trampas en el baptisterio. El padre agarró al animal por la punta de la cola.
—Vas a ocasionar una desgracia —le dijo a Trinidad moviendo frente a ella el ratón muerto—. ¿No sabes que algunos fieles embotellan el agua bendita para darla a beber a sus enfermos?
—¿Y eso qué tiene? —preguntó Trinidad.
—¿Que qué tiene? —replicó el padre—. Pues nada menos que los enfermos van a tomar agua bendita con arsénico.
Trinidad le hizo caer en la cuenta de que aún no le había dado el dinero para el arsénico. «Es yeso», dijo, y reveló la fórmula, había puesto yeso en los rincones de la iglesia; el ratón lo comió, y un momento después, desesperado por la sed, había ido a beber a la pira. Él agua solidificó el yeso en el estómago.
—De todos modos —dijo el padre—, es mejor que vengas por la lata del arsénico. No quiero más ratones muertos en el agua bendita.
En el despacho lo esperaba una comisión de damas católicas, encabezada por Rebeca de Asís. Después de dar a Trinidad el dinero para el arsénico, el padre hizo un comentario sobre el calor del cuarto y se sentó a la mesa de trabajo, frente a las tres damas que aguardaban en silencio.
—A sus órdenes, mis respetables señoras.
Ellas se miraron entre sí. Rebeca de Asís abrió entonces un abanico con un paisaje japonés pintado, y dijo sin misterio:
—Es la cuestión de los pasquines, padre.
Con una voz sinuosa, como haría contando una leyenda infantil, expuso la alarma del pueblo. Dijo que aunque la muerte de Pastor debía interpretarse «como una cosa absolutamente personal». Las familias respetables se sentían obligadas a preocuparse por los pasquines.
Apoyada en el mango de su sombrilla, Adalgisa Montoya, la mayor de las tres, fue más explícita.
—Las damas católicas hemos resuelto tomar cartas en el asunto.
El padre Ángel reflexionó durante breves segundos. Rebeca de Asís hizo una inspiración profunda, y el padre se preguntó cómo podía aquella mujer exhalar un olor tan cálido. Era espléndida y floral, de una blancura deslumbrante y una salud apasionada. El padre habló con la mirada fija en un punto indefinido.
—Mi parecer es que no debemos prestar atención a la voz del escándalo.
Debemos colocarnos encima de sus procedimientos, y seguir observando la ley de Dios como hasta ahora.
Adalgisa Montoya aprobó con un movimiento de cabeza. Pero las otras no estuvieron de acuerdo: les parecía que «esta calamidad puede a la larga traer consecuencias funestas». En ese instante tosió el parlante del salón de cine. El padre Ángel se dio una palmadita en la frente. «Excusen», dijo, mientras buscaba en la gaveta de la mesa el elenco de la censura católica.
—¿Qué dan hoy?
—Piratas del espacio —dijo Rebeca de Asís—; es una película de guerra.
El padre Ángel buscó por orden alfabético, murmurando títulos fragmentarios mientras recorría con el índice la larga lista clasificada. Se detuvo al volver la hoja.
—Piratas del espacio.
Rodó el índice horizontalmente para buscar la calificación moral, en el momento en que oyó la voz del empresario en lugar del disco esperado. Anunciaba la suspensión del espectáculo a causa del mal tiempo. Una de las mujeres explicó que el empresario había tomado aquella determinación en vista de que el público exigía el reembolso si la lluvia interrumpía la función antes del intermedio.
—Lástima —dijo el padre Ángel—: Era buena para todos.
Cerró el cuaderno y continuó:
—Como les decía, éste es un pueblo observante. Hace diecinueve años, cuando me entregaron la parroquia, había once concubinatos públicos de familias importantes. Hoy sólo queda uno, y espero que por poco tiempo.
—No es por nosotras —dijo Rebeca de Asís—. Pero esa pobre gente…
—No hay ningún motivo de preocupación —prosiguió el padre, indiferente a la interrupción—. Hay que ver cómo ha cambiado este pueblo. En aquel tiempo, un bailarina rusa ofreció en la gallera un espectáculo sólo para hombres y al final vendió en pública subasta todo lo que llevaba encima.
Adalgisa Montoya lo interrumpió:
—Eso es exacto —dijo.
En verdad, ella recordaba el escándalo como se lo habían contado: cuando la bailarina quedó completamente desnuda, un viejo empezó a gritar en la galería, subió al último peldaño y se orinó sobre el público. Le habían contado que los demás hombres, siguiendo el ejemplo, habían terminado por orinarse unos a otros en medio de una enloquecida gritería.
—Ahora —prosiguió el padre— está comprobado que éste es el pueblo más observante de la Prefectura Apostólica.
Se empecinó en su tesis. Refirió algunos instantes difíciles en su lucha con las debilidades y flaquezas del género humano, hasta cuando las damas católicas dejaron de prestarle atención agobiadas por el calor. Rebeca de Asís volvió a desplegar su abanico, y entonces descubrió el padre Ángel dónde estaba la fuente de su fragancia. El olor a sándalo se cristalizó en el sopor de la sala. El padre extrajo el pañuelo de la manga y se lo llevó a la nariz para no estornudar.
—Al mismo tiempo —continuó— nuestro templo es el más pobre de la Prefectura Apostólica. Las campanas están rotas y las naves llenas de ratones, porque la vida se me ha ido en imponer la moral y las buenas costumbres.
Se desabotonó el cuello. «La labor material la puede hacer cualquier joven —dijo, poniéndose en pie—. En cambio, se necesita una tenacidad de muchos años y una vieja experiencia para reconstruir la moral». Rebeca de Asís levantó su mano transparente con el anillo matrimonial pisado por una sortija de esmeraldas.
—Por lo mismo —dijo—. Nosotras hemos pensado que con esos pasquines todo su trabajo sería perdido.
La única mujer que hasta entonces había permanecido en silencio, aprovechó la pausa para intervenir.
—Además, pensamos que el país se está recuperando y que esta calamidad de ahora puede ser un inconveniente.
El padre Ángel buscó un abanico en el armario y empezó a abanicarse parsimoniosamente.
—Una cosa no tiene nada que ver con la otra —dijo—. Hemos atravesado un momento político difícil, pero la moral familiar se ha mantenido intacta.
Se plantó ante las tres mujeres. «Dentro de pocos años, iré a decirle al prefecto apostólico: ahí le dejo ese pueblo ejemplar. Ahora sólo falta que mande un muchacho joven, emprendedor, para que construya la mejor iglesia de la Prefectura».
Hizo una reverencia lánguida y exclamó:
—Entonces iré a morirme tranquilo en el patio de mis mayores.
Las damas protestaron. Adalgisa Montoya expresó el pensamiento general:
—Este es como si fuera su pueblo, padre. Y queremos que aquí se quede hasta el último instante.
—Si se trata de construir una nueva iglesia —dijo Rebeca de Asís— podemos empezar la campaña desde ahora.
—Todo a su tiempo —replicó el padre Ángel.
Luego, en otro tono, añadió: «Por lo pronto, no quiero llegar a viejo al frente de ninguna parroquia. No quiero que me pase lo que al manso Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero, quien informó al obispo que en su parroquia estaba cayendo una lluvia de pájaros muertos. El investigador enviado por el obispo lo encontró en la plaza del pueblo, jugando con los niños a bandidos y policías».
Las damas expresaron su perplejidad.
—¿Quién era?
El párroco que me sucedió en Macondo —dijo el padre Ángel—. Tenía cien años.