Serguei Vasílievich Málishev, posteriormente presidente del Comité ferial de Nizhni Nóvgorod, organizó en el verano del dieciocho la primera expedición de acopios en nuestro país. Con la aprobación de Lenin cargó varios trenes de artículos que gozaban de la demanda campesina y los llevó al Volga, para cambiarlos por trigo.
Yo caí en la expedición de oficinista. Por lugar de acción elegimos la provincia de Novo-Nikoláyevsk, en la región de Samara. Según cálculos de los expertos, esa provincia puede alimentar, con una agronomía adecuada, a toda la región de Moscú.
Cerca de Sarátov, en la estación de Uvek, próxima al río, la mercancía fue trasbordada a una gabarra. La bodega de la gabarra se convirtió en un gran almacén improvisado. Entre las costillas combadas del almacén flotante clavamos los retratos de Lenin y de Marx, que adornamos con espigas y en las estanterías colocamos tela de algodón, guadañas clavos, cuero; tampoco fueron olvidados los acordeones y balalaikas.
Allí mismo, en Uvek, nos pusieron un remolcador —«Iván Tupitsin»—, llamado así en honor a su antiguo dueño, un mayorista del Volga. En el barco se instaló la «plana mayor» —Málishev con los ayudantes y los cajeros—. Los guardias y los mozos se acomodaron en la gabarra, debajo de los mostradores.
El trasbordo duró una semana. Una mañana de julio el «Tupitsin», soltando rollizas bocanadas de humo, nos arrastró Volga arriba, hacia Baronsk. Los alemanes lo llamaban Katerinenstadt. Hoy es capital de la región de los alemanes del Volga, una prodigiosa comarca de gente valiente y parca en palabras.
Cubre a la estepa en torno a Baronsk un oro de trigo tan pesado, que igual sólo se encuentra en el Canadá. En la estepa abundan las coronas del girasol y las grasosas glebas de tierra negra. De Petersburgo, lamida por el fuego del granito, nos trasladamos a una California que, por ser rusa, era aún más extraordinaria. En nuestra California la libra de pan costaba sesenta kopeks y no diez rublos como en el Norte. Sobre un bollo nos lanzábamos con un encarnizamiento hoy difícil de describir; en el meollo de telaraña se clavaban nuestros afilados colmillos de perro. Pasamos las dos semanas posteriores a la llegada sumidos en la embriaguez de una bienhadada indigestión. La sangre que corría por las venas —así me parecía—, tenía sabor y color de la confitura de frambuesa.
Málishev acertó; el comercio marchaba a pedir de boca. De todos los confines de la estepa llegaban hacia la orilla lentos torrentes de carros. Sobre los cebados lomos de los caballos cabalgaba el sol. El sol brillaba en la cúspide de los montículos de trigo. Los carros eran miles de puntos que bajaban al Volga. Al lado de los caballos caminaban gigantes con jerseis de lana, los descendientes de granjeros holandeses que en el reinado de Catalina se trasladaron a las praderas del Cisvolga. Conservaban las mismas caras que en Saardam o Haarlem. Bajo el patriarcal musgo de las cejas, en la malla de las arrugas de cuero, brillaban las gotas de turquesa marchita. El humo de las pipas se desvanecía en los rayos azules que sesgaban la estepa. Los colonos subían despacio por la escalera a la gabarra, sus zocos de madera golpeteaban como campanadas de rudeza y de sosiego. Ancianas con cofias almidonadas y chales marrones, elegían la mercancía. Las compras eran trasladadas a los carros. Pintores espontáneos repartieron por los costados de estos carros ramos de flores silvestres y caras rosadas de toro. La parte exterior de los carros por lo común estaba pintada de añil. Sobre él ardían manzanas y ciruelas de cera, tocadas por un rayo de sol.
De los lugares apartados llegaban con camellos. Los animales se tumbaban en la orilla, proyectando en el horizonte las jibas ladeadas. Nuestro comercio acababa al anochecer. Se cerraba el almacén; la guardia, integrada por inválidos, y los mozos se desnudaban, por la borda saltaban al Volga, encendido por el ocaso. En la lejana estepa se mecían las oleadas rojas de las mieses, en el cielo se derrumbaban los muros del ocaso. El baño del personal de la expedición de acopios a la región de Samara (así figurábamos en los papeles oficiales), ofrecía un espectáculo extraordinario. Los tullidos levantaban en el agua fangosos fontanes rosáceos. Los guardias tenían una sola pierna, a otros les faltaba un brazo o un ojo. Se emparejaban para nadar. A cada dos personas les correspondían dos piernas; alborotaban el agua con los muñones, entre sus cuerpos se formaban remolinos que arrastraban el agua fangosa. Los inválidos, rugiendo y resollando, se derramaban por la orilla; retozando alzaban sus muñones hacia los cielos veloces, se aventaban arena y luchaban, apresándose las extremidades cercenadas. Después del baño fuimos a cenar a la taberna de Karl Bidermayer. Esa cena coronaba nuestras jornadas. Dos mozas con manos de color ladrillo y de sangre —Augusta y Anna— nos servían croquetas —bermejos peñascos, arrastrados por corrientes de aceite hirviente y tapados con almiares de patatas fritas. Esta comida campesina, montiforme, se aderezaba con cebolla y ajo. Nos ponían tarros de pepinos en salmuera. Por las redondas ventañas abiertas en lo alto, junto al techo, desde la plaza del mercado cantaba el humo del ocaso. Los pepinos, envueltos en el humo escarlata, olían a orilla de mar. Acompañábamos la carne con sidra. Vecinos de Peskí y Ojta, gente de suburbios congelados en orina amarilla, volvíamos cada tarde a sentirnos conquistadores. Los ventanos cortados en las seculares paredes negras parecían portillas. Tras ellos se vislumbraba un patio de limpieza inmaculada, un patio alemán con rosales y glicinas, y el abismo violáceo de una cuadra abierta. Ancianas con chal zurcían en los umbrales calzas de Gulliver. De los prados retornaban los rebaños. Augusta y Anna se acomodaban en bancos al lado de las vacas. En el anochecer los irisados ojos de las vacas fulguraban. Imposible imaginarse la guerra. Pero el frente de los cosacos uraleños pasaba a veinte verstas de Baronsk. Karl Bidermayer no sabía que la guerra civil se aproximaba a su casa.
Por la noche yo regresaba a nuestra bodega con Seletski, otro empleado. El iba cantando por el camino. De las ventanas ojivales asomaban cabezas con cofias. La luz de la luna chorreaba por los rojos canales de las tejas. Un sordo ladrar de perros se alzaba sobre el Saardam ruso. Las Augustas y Annas escuchaban petrificadas el canto de Seletski. Su voz de bajo nos llevaba hasta la estepa, hacia la verja gótica de las paneras. Los travesaños lunares temblaban en el río, la oscuridad era frágil; retrocedía hacia la arena de la orilla; en una red rota se retorcían gusanos luminosos.
Seletski tenía una voz de una potencia sobrenatural. Zagalón pertenecía a esa categoría de Shaliapines provincianos que, para dicha nuestra, abundan en toda Rusia. Tenía la misma cara que Shaliapin —no sé si de cochero escocés o de gentilhombre de Catalina. Era simplón, no se parecía en esto a su divino prototipo, pero su voz, ampliándose sin límites, mortal, llenaba el alma del dulzor de la hora suprema y de sopor gitano. A las arias italianas prefería las canciones de presidio. A Seletski le oí por vez primera «La muerte» de Grechanínov. Nocturna, amenazadora, implacable, apasionada, se esparcía sobre el agua oscura:
«… Ella no me olvidará y vendrá con sus caricias, a amarme para la eternidad, a colocarme su pesada corona nupcial».
En ese envoltorio instantáneo, llamado hombre, la canción corre como el agua de la perennidad. La que todo lo lava y todo lo engendra.
El frente pasaba a unas veinte verstas. Los cosacos del Ural, unidos al batallón checoslovaco del comandante Vocenilik, intentaban desplazar de Nikoláyevsk a destacamentos aislados de los rojos. Por el norte, desde Samara, avanzaban las tropas del Comcón-Comité de miembros de la Asamblea Constituyente. Nuestras unidades, desperdigadas y mal adiestradas, se reagruparon en la orilla izquierda. Muraviov acababa de traicionar. Vacietis fue designado comandante en jefe soviético.
Las armas para el frente llegaban de Sarátov. Una o dos veces a la semana al muelle de Baronsk amarraba el vapor blanco y rosa «Iván y María» de la compañía «Samoliot». Traía fusiles y proyectiles. La cubierta del vapor llegaba llena de cajones con calaveras estarcidas; al pie de las calaveras decía: «Peligro de muerte».
El capitán del vapor era Korosteliov, demacrado, con pelo flojo de lino. Korosteliov era culo de mal asiento, hombre inquieto, vagabundo. Navegó por el mar Blanco en veleros, recorrió Rusia a pie, fue presidario y novicio en un monasterio.
Cuando regresábamos de Bidermayer, siempre íbamos a verle, si en el muelle vislumbrábamos las luces del «Iván y María». Una noche que pasábamos junto a los graneros, al pie de aquel maravilloso contorno de castillos azules y marrones, vimos una antorcha que ardía muy alto en el cielo. Retornábamos a casa Seletski y yo en ese estado reblandecido y enajenado que despiertan esta comarca singular, la juventud, la noche, los arcos de fuego diluyéndose en el río.
El Volga corría sin un ruido. En el «Iván y María» no había luces, el casco del vapor era de un negro macabro, sólo la antorcha se arrebataba muy por encima de él. La llama se agitaba sobre el mástil y humeaba. Seletski, pálido, cantaba con la cabeza entornada. Se acercó al agua y enmudeció. Subimos la escalera sin custodiar. Por la cubierta había cajas desparramadas y ruedas de cañón. Empujé la puerta al camarote del capitán y se abrió. En la mesa mojada ardía un quinqué de hojalata sin la chimenea de cristal. En torno a la mecha se derretía el hierro. Las ventanas estaban tapiadas con tablas costeras. Los bidones debajo de la mesa despedían un sulfuroso olor a aguardiente. Korosteliov, en camisa de lienzo, estaba sentado sobre verdes regueros de vomitado. Su liso cabello monjil le ceñía la cara. Korosteliov, desde el suelo, miraba sin pestañear a su comisario, el letón Larson. Este, sosteniendo ante los ojos el cartón amarillo del periódico «Pravda», leía el periódico a la luz de la hoguera de gasolina, que se iba consumiendo.
—Así, ¿eh? —dijo Korosteliov desde el suelo—. Anda, sigue con lo que decías… Martirízanos, anda…
—¿Para qué hablar? —replicó Larson; le dio la espalda y se parapetó tras su cartón—; prefiero escucharte a ti…
En el diván de terciopelo estaba sentado, los pies colgando, un campesino pelirrojo.
—Lisei —le llamó Korosteliov—, vodka.
—Se acabó —respondió Lisei—, y no hay forma de conseguir más…
Larson apartó el cartón y soltó una carcajada que parecía que estuviera tamboreando:
—El ruso necesita beber —el letón hablaba con acento—, el ruso se soltó poco-poco el pelo, pero no tiene de dónde sacar la bebida. Entonces ¿para qué se llama Volga?…
Korosteliov estiró su flaco pescuezo de niño, estiró sus piernas en pantalones de lienzo. Sus ojos reflejaron una perplejidad quejumbrosa y después brillaron.
—Martirízanos —dijo muy bajo y estiró el pescuezo—, martirízanos, Karl…
Lisei cruzó sus manos regordetas y miró de reojo al letón:
—Mira, se chufa de nuestro Volga… No, camarada, no te chufes de nuestro Volga, no lo deshonres… ¿Sabes qué dice la canción? «Padre Volga, rey de los ríos»…
Seletski y yo permanecíamos a la entrada. Yo estaba pensando en la retirada.
—Es algo que no entiendo en absoluto —nos dijo Larson (por lo visto continuaba una vieja discusión)—, quizá estos camaradas puedan explicarme por qué el hormigón es peor que el abedul y por qué el álamo y el dirigible son peores que la mierda de Kaluga…
Lisei torció la cabeza dentro del cuello de algodón. Las piernas no le llegaban al suelo, con los dedos regordetes, apretados contra la barriga, tejía una malla invisible.
—¿Qué sabes tú de Kaluga, muchacho? —dijo Lisei tranquilizador—; en Kaluga, óyeme, vive gente famosa, gente estupenda, para que te enteres…
—Vodka —pronunció Korosteliov desde el suelo.
Larson volvió a reclinar su cabeza de cochinillo y soltó una risotada estridente.
—Quizá acaso puede ser[27] —murmuró acercando el cartón…
Un sudor torrencial salpicaba su frente, entre la madeja de sus pelos incoloros nadaban chorros grasosos del fuego.
—Quizá acaso puede ser —volvió a carcajear…
Korosteliov tanteó con los dedos a su alrededor. Se movió y, braceando con las manos, arrastró el esqueleto metido en la camisa de lienzo.
—No consiento que hagas escarnio de Rusia, Karl —murmuró y se arrastró hasta el letón, le dio en la cara con la mano agarrotada y comenzó a chillar y a golpearse contra él.
El letón se enfurruñó y nos miró a todos por encima de las gafas caídas. Enrolló en los dedos el río sedoso de Korosteliov y le aplastó la cara contra el suelo. Lo volvió a levantar y a humillarlo.
—Has cobrado —dijo Larson implacable, y empujó el cuerpo huesuda— y cobrarás otra vez…
Korosteliov se levantó del suelo, apoyándose en la palma de las manos, como los perros. Le brotaba sangre por la nariz, le bizcaban los ojos. Miró con ellos a su alrededor, se sacudió y con un aullido se acurrucó debajo de la mesa.
—Rusia —musitó bajo la mesa y empezó a temblar—, Rusia…
Asomaron las palas de sus pies descalzos y volvieron a desaparecer. En una mezcla de chillidos, quejas y silbidos sólo se le entendía una palabra:
—Rusia… —aullaba, estiraba los brazos y pegaba cabezazos.
El pelirrojo Lisei continuaba sentado en el diván de terciopelo.
—Lleva así desde el mediodía —se volvió a Seletski y a mí—, no hace más que preocuparse por Rusia, que compadecer a Rusia…
—Vodka —dijo Korosteliov con voz firme, debajo de la mesa. Salió y se incorporó. Sobre la mejilla le caía su pelo bañado en un charco de sangre.
—¿Dónde está el vodka, Lisei?
—El vodka, amigo, en Voznesensk. A cuarenta verstas. Por agua son cuarenta, y por tierra también cuarenta… Hoy es día del patrón. Debe de haber… Los alemanes, hagas lo que hagas, no tienen esas cosas…
Korosteliov giró y salió sobre sus tiesas patas de grulla.
—Somos de Kaluga —gritó de pronto Larson.
—No le gusta Kaluga —suspiró Lisei— y no hay manera… Pues yo estuve allí, en Kaluga… Allí vive un pueblo bien puesto, famoso…
Tras el tabique sonó una voz de mando y se escuchó el ruido del ancla al levarse. Lisei enarcó las cejas.
—¿Será que vamos a Voznesensk?…
Larson carcajeó, reclinando la cabeza. Salí corriendo del camarote. Korosteliov estaba descalzo en el puente de mando. El refulgor broncíneo de la luna reposaba en su cara desgarrada. La pasarela cayó en la orilla. Los marineros daban vueltas para enrollar las amarras.
—Dmitri Alexéyevich —gritó Seletski, dirigiendo la voz hacia arriba—, ¡suéltanos!, ¿qué tenemos nosotros que ver?…
Las máquinas desbocadas iniciaron un traqueteo desordenado. La rueda iba cavando el agua. Una tabla podrida del muelle se desclavó suavemente. «Iván y María» torcía la proa.
—Allá vamos —dijo Lisei apareciendo en cubierta—, vamos a Voznesénskoye, a por aguardiente…
«Iván y María» desenrollaba las ruedas y aceleraba la marcha. En la máquina crecían los estrujones aceitosos, el susurro, los silbidos, el viento. Volábamos en la oscuridad sin torcer, arrancando boyas, pértigas y luces rojas. El agua se espumaba bajo las ruedas y corría hacia atrás como el ala dorada de un pájaro. La luna se clavó en los negros remolinos. «El curso del Volga es sinuoso —recordé la frase de un manual—, abundante en bancos de arena…» Korosteliov se desplazaba por el puente de mando. Una piel azulada, brillante cubría sus pómulos.
—¡Avante toda! —gritó por el teléfono.
—Entendido —respondió una voz ronca invisible.
—Más aún…
Abajo callaban.
—Voy a reventar la máquina —respondió la voz después del silencio.
La antorcha se descolgó del mástil y fue arrastrándose por la ola arremolinada. Seguíamos volando en la oscuridad, sin torcer. En la orilla trepó una bengala, una pieza de tres pulgadas disparó contra nosotros. El proyectil silbó en los palos. El pinche de cocina, que cruzaba la cubierta con un samovar, levantó la cabeza. El samovar se le escapó de las manos, rodó por la escalera y reventó; un chorro brillante fue saltando por los sucios peldaños. El pinche enseñó los dientes, se recostó en la escalera y quedó dormido. De su boca surtió un mortífero olor a aguardiente. Abajo los fogoneros, entre cilindros aceitados, desnudos hasta la cintura, bramaban, agitaban los brazos, caían al suelo. Sus caras descongestionadas se reflejaban en el fulgor coralino de las bielas. La tripulación del «Iván y María» estaba borracha. Sólo el timonero movía con seguridad su redondel.
—Judío —me dijo el timonero—, ¿qué va a ser de los hijos?
—¿De qué hijos?
—No estudian los hijos —dijo el timonero, girando el redondel—, los hijos se volverán ladrones…
Acercó a mí sus pómulos de plomo azul y rechinó los dientes. Sus mandíbulas crujieron como ruedas de molino. Creí que los dientes iban a quedar triturados como la arena.
—Es que te mato a mordiscos…
Me aparté de él. Lisei atravesó la cubierta.
—¿Qué va a ser, Lisei?
—Debe de llegar —dijo el pelirrojo, y se sentó a descansar en un banco.
Lo desembarcamos en Voznesénskoye. No había allí ni «día», ni fuegos, ni tiovivo. La orilla en pendiente estaba oscura, chafada por un cielo bajo. Lisei desapareció en la oscuridad. Tardó más de una hora y apareció a ras del agua, cargado de bidones. Le acompañaba una mujer cacarañada, de buena lámina, como un potro. Una chaqueta de niño, demasiado estrecha, comprimía los pechos de la mujer. Un enano, con una gorra puntiaguda, observaba con la boca abierta cómo cargábamos.
—Es nata —dijo Lisei y puso los bidones sobre la mesa—, la nata del aguardiente…
Nuestro buque fantasma reanudó su carrera. A la madrugada llegamos a Baronsk. El río se extendía inabarcable. El agua se retiraba de la orilla, dejando una sombra azul de raso. Un rayo rosado chocó en la niebla, que colgaba de los jirones de arbustos. Las pintadas paredes ciegas de los graneros, sus agujas finas, giraron lentas y nadaron hacia nosotros. Arribábamos a Baronsk en medio de un canto atronador. Seletski enjugó el gaznate con una botella de la nata y se dio a cantar. Cantaba de todo: «La pulga», de Musorgski, la carcajada de Mefistófeles y el aria del molinero loco «No soy molinero, soy un cuervo…».
Korosteliov descalzo estaba recargado sobre la barandilla del puente de mando. Su cabeza, los párpados entrecerrados, se mecía, su cara tajada miraba al cielo y por ella se esparcía una sonrisa vaga. Korosteliov despertó cuando aminoramos la marcha.
—¡Aliosha —gritó en el teléfono—, avante toda!
Y a toda máquina chocamos con la orilla. La tabla que habíamos doblado la vez anterior salió disparada. Tuvieron tiempo de frenar la máquina.
—Aquí, ves, nos ha traído —dijo Lisei, apareciendo a mi lado—, y tú, amigo, que tenías miedo…
En la orilla ya se alineaban las tachankas[28] de Chapáyev. Unas franjas irisadas se oscurecían y enfriaban en la orilla recién abandonada por el agua. Junto al muelle había arcones de artillería abandonados en ocasiones anteriores. Sobre un arcón, gorro de piel y camisa sin correa, estaba sentado Makéyev, centurión de Chapáyev. Korosteliov se fue hacia él con los brazos extendidos.
—Sigo haciendo locuras, Kostia —dijo con su sonrisa infantil—, gasté todo el combustible…
Makéyev se había sentado de perfil sobre el arcón, mechones del gorro le caían sobre los arcos amarillos, sin cejas, de los ojos. Un máuser de empuñadura tosca descansaba en sus piernas. Sin volverse disparó y falló.
—Bueno, bueno —murmuró Korosteliov radiante—, ya estás enfadado… —Extendió aún más sus brazos flacos—. Bueno, bueno…
Makéyev se levantó, giró y descargó todo el peine. Los disparos sonaron apresurados. Korosteliov quiso agregar algo, pero ya no tuvo tiempo, suspiró y cayó de rodillas. Se deslizó hasta las llantas, hasta las ruedas de la tachanka, su cara se hizo añicos, las láminas blancas del cráneo se pegaron a las pinas. Makéyev, agachado, arrancaba del peine la última bala encasquillada.
—Se acabaron las bromas —dijo, recorriendo con la mirada a los soldados y a todos los que nos apiñábamos junto a la pasarela.
Lisei trotó renqueando con una gualdrapa en la mano y con ella tapó a Korosteliov, largo como un árbol. En el vapor sonaban tiros sueltos. La gente de Chapáyev corría por la cubierta, arrestaba a la tripulación. La mujer, con la palma de la mano apoyada en la cara picada de viruelas, desde el barco observaba la orilla con ojos entornados, invidentes.
—Anda, que como te mire yo —le dijo Makéyev— a ti te voy a enseñar cómo gastar el combustible…
A los marineros los sacaban uno por uno. Detrás de los graneros los esperaban los alemanes, salidos de sus casas. Karl Bidermayer estaba entre sus paisanos. La guerra había llegado a su puerta.
Aquel día tuvimos mucho trabajo. Friendenthal, un pueblo grande, vino por mercancías. Una cadena de camellos se tumbó a la vera del agua. A lo lejos, sobre la hojalata incolora del horizonte, se pusieron a girar los molinos de viento.
Estuvimos hasta el mediodía cargando la gabarra con el trigo de Friendenthal; al atardecer me llamó Málishev. Se estaba lavando en la cubierta del «Tupitsin». Un inválido, la manga prendida con alfiler, le echaba agua de una jarra. Málishev resollaba, gemía, ponía al agua el carrillo. Mientras se secaba con la toalla dijo a su ayudante, prosiguiendo, al parecer, una conversación anterior:
—Bien hecho… Aunque seas requetebueno, hayas estado en un convento, navegaras por el mar Blanco y seas un hombre temerario, por favor, no gastes el combustible…
Entramos con Málishev en el camarote. Allí, rodeado de nóminas, me puse a copiar el telegrama a Ilich que él me iba dictando.
—Moscú. Kremlin. Para Lenin.
En el telegrama notificábamos el envío al proletariado de San Petersburgo y de Moscú de las primeras remesas de trigo, dos trenes de veinte mil puds de trigo cada uno.
1920-1928.