Petroleo

«… Las novedades, como siempre, son muchas… A Shabsóvich lo premiaron por lo del craqueo, viste sólo del ‘extranjero’, ascendieron al jefe. Al conocer el ascenso a todos se les abrieron los ojos: el muchacho se había superado …Por tal razón dejé de salir con él. El chico ‘superado’ se percató de que conocía una verdad oculta a nosotros, a los mortales, y se las da de tan pro y de tan ortodoxo (ortoboxo, según dice Járchenko), que ahí es nada… Nos vimos hace un par de días y me preguntó por qué no le felicitaba. Le respondí que a quién tenía que felicitar: ¿a él o al poder soviético?… Lo entendió, tragó la píldora y dijo: ‘Telefonéeme’… Su mujer se enteró inmediatamente. Ayer llama: ‘Claudita, ahora estamos inscritos al GORT [17], así que si necesitas algo de ropa…’ Le respondí que confiaba en aguantar hasta el comunismo con mi propia cartilla de racionamiento…»

Ahora, de mí. Vete enterándote: soy gerente del Sindicato del petróleo. Me lo propusieron hace tiempo, pero no lo aceptaba. Mis razones: ineptitud para el trabajo de oficina y deseo de matricularme en la Academia industrial… El asunto se planteó cuatro veces en el Buró, tuve que acceder y ahora no me pesa… Desde aquí se ve bien la empresa, pude hacer algo, organicé una expedición a nuestra parte de Sajalín [18], aceleré la prospección, me dedico mucho al Instituto del petróleo. Zinaida está conmigo. Está sana, pronto parirá, pasó muchas peripecias… Zinaida a su Max Alexándrovich (yo le llamo Max y Morice) le contó lo del embarazo demasiado tarde, a los tres meses y pico. El puso cara de entusiasmo, estampó en la frente de Zinaida un besico y a continuación le insinuó que a él le esperaba una gran carrera científica, sus ideas discurren por caminos muy apartados de lo cotidiano, imposible imaginar cosa más inepta para la vida familiar que él, Max Alexándrovich Sholomóvich, pero, no obstante, él, por supuesto, no titubeará en sacrificarlo todo, etcétera, etcétera, etcétera… Zinaida, que es mujer del siglo xix, lloró, pero le echó carácter a la cosa… Pasó la noche sin dormir, se ahogaba, estiraba el cuello. Apenas amaneció, despeinada, hecha un esperpento, con una falda raída se fue al Gipromez [19], le dijo que le rogaba olvidar lo de ayer, que eliminaría al crío, aunque jamás se lo perdonaría a la humanidad… Todo eso ocurría en el pasillo del Gipromez, en medio del gentío. Max y Morice, rojo, pálido, balbuceaba:

—Tendríamos que hablar por teléfono, vernos…

Zinaida le dejó con la palabra en la boca, llegó corriendo y me anunció:

—Mañana no salgo al trabajo.

—No estimé oportuno contenerme y reventé; la puse de vuelta y media… Imagínate —la niña va para los cuarenta, no es una beldad, el hombre que se precie le saca la lengua y, mira por dónde, aparece Max y Morice (que si se subió no fue por ella, sino por lo de la otra raza, por los antepasados aristócratas)—; pues bien, si te entró un bicho de él, aguántalo y déjalo que crezca…

De los judíos salen muy buenos mestizos —fíjate en el ejemplar de Ania—, pero ¿cuándo va a parir si no es ahora, que aún le funcionan los músculos de la barriga?, ¿cuándo va a alimentar a ese feto? Para todo tiene la misma respuesta: «No consiento que mi hijo crezca sin padre», en fin, igual que en el siglo diecinueve, que papá —general salga del despacho con una imagen para maldecirla (o sin imagen) no sé cómo se maldecía entonces—, las criadas meten al niño en un orfanato o lo dejan en la aldea a una nodriza…

—Déjate de bobadas, Zinaida —le digo—, cada cosa a su tiempo; maldita falta nos hace Max y Morice…

Apenas terminé de decirlo, me llaman a la reunión. El problema de Víctor Andréyevich ya se había enconado mucho. Y en esto estuvo muy oportuna la decisión del CC [20] de sobreseír la variante anterior del quinquenio y en 1932 elevar a 40 millones la producción de petróleo. El estudio de los materiales fue encomendado a la gente de planificación, concretamente a Víctor Andréyevich. El se trancó en el despacho, después me llamó y me enseñó la carta. Iba dirigida a la presidencia del CSEN [11]. Decía: declino toda responsabilidad por la sección de planificación. Estimo la cifra de 40 millones arbitraria. Está previsto extraer más del tercio en zonas sin prospeccionar, que es lo mismo que repartir la piel de un oso que no está muerto, ni siquiera rastreado… Además, de las tres unidades de craqueo que hoy funcionan, según el plan nuevo saltamos a ciento viente en el último año del quinquenio. Habida cuenta de la escasez de metal y de que aún no hemos empezado a fabricar unidades, cosa muy complicada… La carta terminaba así: como todo mortal, soy partidario de un alto ritmo, pero el deber me impone…, etcétera, etcétera. La leí. Me pregunta:

—¿Mandarla o no?

Digo:

—Víctor Andréyevich, sus razones y toda su postura son inaceptables para mí, pero no me considero con derecho a aconsejarle que oculte su punto de vista…

Envió la carta. En el CSEN se armó el follón. Convocaron una reunión. Del CSEN estuvo Bagrinovski. Colgaron en la pared el mapa de la Unión con los nuevos yacimientos, las tuberías y los oleoductos; como se expresó Bagrinovski:

—El país tiene una nueva circulación de la sangre…

En la reunión jóvenes ingenieros de los «omnívoros» querían humillar a Víctor Andréyevich. Yo hablé unos cuarenta y cinco minutos. «Aunque no ponemos en duda los conocimientos y la buena voluntad del profesor Krasovski y nos descubrimos ante él, rechazamos el fetichismo de las cifras, en cuyas redes quedó atrapado» —esa fue la idea que sostuve.

—Rechacemos la tabla de multiplicar como modelo de sabiduría estatal… En base de las cifras desnudas ¿podría asegurarse que cumpliríamos el quinquenio del petróleo en dos años y medio? En base de las cifras desnudas ¿podría afirmarse que desde 1931 íbamos a aumentar las exportaciones en nueve veces y a colocarnos en segundo lugar, después de los Estados Unidos?

Después de mí habló Muradián, criticando la orientación del oleoducto Caspio-Moscú. Víctor Andréyevich tomaba nota callado. En sus mejillas se encendieron coloretes de viejo, coloretes de sangre venosa… Me dio pena, no escuché hasta el final y me fui al despacho. Zinaida seguía allí, con los dedos cruzados.

—¿Vas a parir —le pregunto—, o no?

Me mira sin verme, le tiembla la cabeza, dice palabras sin sonido.

—Somos dos, Claudita —me dice—, yo y mi pena, como si me hubiesen puesto una joroba… Las cosas se olvidan pronto y ya no recordaba qué es vivir sin pena…

A la vez que me decía eso, se le iba alargando aún más la nariz, se puso roja, los pómulos de campesino (los nobles tenían esos pómulos), le abultaban… Max y Morice, pensé, no se hubiera puesto muy cachondo viéndote con esas trazas… La pegué un grito, la mandé a la cocina a pelar patatas… No te rías, ¿eh?, cuando vengas también tendrás que hacerlo. Para el diseño de la fábrica de Orsk pusieron tales plazos que la sección de proyectos y los dibujantes trabajan día y noche, a la comida Vasiona les monda unas patatas con arenques, les frie unos huevos y vuelta a apencar… Se fue a la cocina. Al minuto oigo un grito. Llego y veo a mi Zinaida en el suelo, sin pulso, con los ojos en blanco… ¡Lo que sufrimos con ella, Víctor Andréyevich, Vasiona y yo! Llamamos al médico. De noche recuperó el sentido, me tocó la mano; tú sabes qué cariñosa es Zinaida… Me di cuenta que en esas horas dentro se le había quemado todo y vuelto a nacer… No podíamos perder tiempo.

—Zinita —le digo—, llamamos a Rosa Mijáilovna —ésta sigue siendo nuestra dama cortesana para tales asuntillos—, de que te has arrepentido, y que no irás… ¿Quieres que llame yo?

Hizo una seña de que sí, que vete. En el diván estaba a su lado Víctor Andréyevich, sin parar de tomarle el pulso. Me aparté y me puse a escuchar. El le decía:

—Tengo sesenta y cinco años, Zinita, mi sombra en el suelo es cada vez más débil. Soy científico, un hombre viejo, y Dios —vuelta con Dios— dispuso que los cinco últimos años de mi vida coincidieran con ese…, ya sabe usted con qué…, con el quinquenio… Ya hasta que me muera no tendré tiempo de descansar, de pensar en mí… Si por las tardes no viniera mi hija y no me pegase una palmadita en el hombro, si mis hijos no me escribieran cartas, estaría tan triste que para qué hablar… Dé a luz, Zinita, Claudia Pávlovna y yo lo apadrinaremos.

Mientras el viejo balbucea, yo llamo a Rosa Mijáilovna de que, mire, encantadora Rosa Mijáilovna, que Murashova prometió ir mañana, pues bien, lo pensó mejor… En el teléfono una voz animosa:

—Estupendo que lo haya pensado mejor, excelente…

Nuestra dama cortesana sigue igual: blusa de seda rosa, falda inglesa, permanente, ducha, gimnasia, cachirulos…

Llevamos a Zinaida a casa, la acosté bien arropada, le hice té. Dormimos juntas, lloramos, recordamos lo que no debíamos, tratamos de todo y, mezclando las lágrimas, nos dormimos… Mi «demonio» estaba calladito, trabajaba, traducía del alemán un libro técnico. Tú, Dasha, no reconocerías al «demonio» —se ha apaciguado, se acurrucó, está más calladito. No me hace sufrir… Se pasa el día entero dando el callo en el Gosplán y de noche— traducciones.

—Zinaida parirá —le dijo—. ¿Cómo llamar al niño?

—A nadie se le ocurre que puede ser niña.

—Quedamos en que Iván; de Yuris y Leónidas ya estamos hasta la coronilla… Será un chico canallete, casi seguro tendrá dientes afilados, dientes para sesenta personas. Le hemos preparado combustible para que lleve a las señoritas a Yalta, a Batum y no como a nosotros, que nos llevaban a las colinas de Vorobiovo [22]… Hasta luego, Dasha. El «demonio» te escribirá aparte. ¿Qué tal tus cosas?

Claudia.

… Garrapateo en la oficina, estruendo sobre la cabeza, del techo se desprende cal. Resulta que nuestra casa aún aguanta y a las cuatro plantas anteriores le aumentamos otras cuatro. Moscú está toda removida, con zanjas, atiborrada de tubos, ladrillos, las líneas del tranvía enrevesadas, unas máquinas traídas del extranjero mueven la trompa, apisonan, atronan, huele a alquitrán, el humo parece un incendio… Ayer en la plaza Varvárskaya vi a un chaval… La jeta ancha, la cabeza roja afeitada brilla, la camisa campesina sin cordón, en los pies descalzos sandalias. Estuvimos saltando de un montón a otro, de un mogote a otro, subiendo y volviendo a bajar…

—Ahora es cuando comienza la batalla —me dice—. Ahora, señorita, el frente de verdad, lo que se dice guerra, está en Moscú…

Tiene una jeta bonachona, sonríe como una criatura. Parece que lo estoy viendo…