Guy de Maupassant

… En el invierno del año dieciséis aparecí en San Petersburgo con pasaporte falso y sin un céntimo. Me cobijó Alexei Kazántsev, profesor de literatura rusa.

Vivía él en Peskí, una calle congelada, amarilla, maloliente. A su mísero salario añadía lo que ganaba traduciendo del español; entonces adquiría fama Blasco Ibáñez.

Kazántsev no había estado en España ni de paso, pero el amor hacia ese país llenaba todo su ser, conocía todos los castillos, jardines y huertas de España. Además de mí se arrimaba a Kazántsev un sinfín de gentes marginadas de la vida normal. Malcomíamos. De tarde en tarde, algún periodicucho publicaba en letra pequeña nuestras crónicas de sucesos.

Yo me pasaba las mañanas en morgues y comisarías de policía.

El más feliz de todos era Kazántsev. El tenía patria: España.

En noviembre se me presentó una plaza de oficinista en la fábrica «Obújov», un trabajo nada despreciable, que libraba del servicio militar.

Me negué a ser oficinista.

Ya entonces, con mis veinte años, me dije: prefiero el hambre, la cárcel, el vagabundeo antes que tirarme diez horas al día ante una mesa. La promesa no es nada arriesgada, pero no la violé ni la violaré. Yo tenía asimilada la sabiduría de mis mayores de que nacemos para disfrutar del trabajo, de la pelea, del amor, de que nacemos para eso y para nada más.

Kazántsev escuchaba mis ilaciones y desgreñaba la breve pelusa amarilla de su cabeza. En su mirada el horror estaba mezclado con la admiración.

Por Pascua la suerte nos sonrió. El abogado Benderski, propietario de la editorial «Alciona», tuvo la idea de lanzar otra edición de las obras de Maupassant. De la traducción se encargaba Raisa, la esposa del abogado. Del antojo de la señora no salió nada.

A Kazántsev, que traducía del español, le preguntaron por alguien que ayudase a Raisa Mijáilovna. Kazántsev dio mi nombre.

Al día siguiente, luciendo una chaqueta prestada, me fui a casa de los Benderski. Vivían en la esquina de la Nevski y Moika, en una casa de granito finlandés, cercada por columnas color de rosa, con aspilleras y blasones de piedra. Oscuros banqueros, conversos, que antes de la guerra hicieron su agosto con los suministros, construyeron en San Petersburgo un sinfín de esos castillos, chabacanos, de una magnificencia falsa.

Por la escalera se extendía una alfombra roja. En los vanos se encabritaban osos de pelusa.

En sus fauces abiertas ardían bombillas de cristal.

Los Benderski vivían en el segundo piso. Me abrió la puerta una doncella con escarcela, de busto alto. Me introdujo en un salón amueblado al estilo eslavo antiguo. De las paredes colgaban cuadros azules de Rerich, con rocas y monstruos prehistóricos. En los rincones, sobre atriles había iconos antiguos. La doncella del busto alto se movía solemne por la habitación. Era esbelta, miope y arrogante. En sus ojos grises abiertos quedó petrificada la lascivia. La muchacha se movía con lentitud. Pensé que en el amor se revolvería con presteza frenética. La cortina de terciopelo que colgaba sobre la puerta se estremeció. En la sala, llevando un busto grande, entró una mujer de pelo negro y ojos rosáceos. No se requería mucho tiempo para reconocer en la Bendérskaya a esa raza de mujeres judías que nos llegan de Kíev y Poltava, de ciudades esteparias, sucias, con castaños y acacias. Estas mujeres transforman el dinero de sus emprendedores maridos en la grasa rosácea del vientre, del pescuezo y de los hombros redondos. Su sonrisa somnolienta, dulce, quita el sentido a los oficiales de guarnición.

—Maupassant es la única pasión de mi vida —me dijo Raisa.

Conteniendo el vaivén de las grandes caderas salió de la habitación y regresó con la traducción de «Miss Harriet». En su traducción no quedaba nada de la frase de Maupassant, que desliza libre, con el largo aliento de la vehemencia. Bendérskaya escribía con una corrección extenuadora, exánime y con desfachatez; así escribían en ruso los judíos.

Me llevé el manuscrito y en casa, en la buhardilla de Kazántsev, entre durmientes, me pasé la noche entera desbrozando la traducción ajena. La labor no es tan mala como parece. Una frase sale a la luz buena y mala al mismo tiempo. El secreto está en un giro, apenas perceptible. Hay que tener la mano puesta en la manivela, calentándola. Y se le da una vuelta, no dos.

A la mañana siguiente llevé el manuscrito redactado. Raisa no mintió al hablar de su pasión por Maupassant. Durante la lectura permaneció inmóvil, con las manos entrelazadas: aquellas manos de raso se escurrían hacia el suelo, su frente empalideció, el encaje entre los pechos comprimidos se agitaba y estremecía.

—¿Cómo lo hizo usted?

Le hablé del estilo, del ejército de palabras, un ejército en el que marchaban todas las armas. Ningún acero penetra en el pecho tan frío como el punto puesto a tiempo. Escuchaba con la cabeza reclinada, entreabriendo los labios pintados. Una centella negra brillaba en su pelo lacado, alisado, dividido por una raya. Las piernas ceñidas, de pantorrillas fuertes y suaves, se desparramaron por la alfombra.

La doncella, desviando los petrificados ojos libertinos, sirvió el desayuno en bandeja.

Un vitreo sol petersburgués caía sobre la alfombra pálida, áspera. Veintinueve libros de Maupassant había en un estante sobre la mesa. El sol tamborileó con sus dedos sobre los lomos de cordobán de los libros —hermoso sepulcro del corazón humano.

Nos sirvieron café en unas tacitas azules y comenzamos a traducir «La idilia». Todos recordarán cómo un joven carpintero mamó la leche que molestaba a una robusta nodriza. Ocurrió esto un mediodía caluroso, en el tren entre Niza y Marsella, en el país de las rosas, en la patria de las rosas, allí donde los jardines bajan hasta la vera del mar…

Salí de casa de los Benderski con veinticinco rublos de anticipo. Aquella noche nuestra comuna del Peskí estaba borracha como una grey de gansos soplados. Comíamos el caviar a cucharadas, acompañándolo con morcilla. Chispado, me puse a censurar a Tolstói.

—Vuestro conde se rajó, se acoquinó… Su religión es el miedo… Asustado del frío, de la vejez, el conde se hizo un chaleco con la fe.

—¿Y qué más? —me preguntaba Kazántsev, sacudiendo su cabeza de pájaro.

Nos dormimos al pie de la cama. Yo soñé con Katia, una lavandera cuarentona que habitaba el piso inferior. Todas las mañanas íbamos a pedirle agua caliente. Aunque yo jamás había reparado mucho en su cara, en sueños Katia y yo hicimos verdaderas diabluras. De tanto besarnos nos extenuamos los dos. No pude contenerme y a la mañana siguiente fui a su cuarto por agua caliente.

Me recibió una mujer marchita, cruzada con una toquilla, con alborotados rizos cenizosos y manos húmedas.

Desde entonces todos los días desayunaba en casa de los Benderski. En nuestra buhardilla apareció una estufa nueva, arenques, chocolate. Dos veces Raisa me llevó a las islas. No me dominé y le conté mi infancia. Para asombro mío, el relato me salió un tanto tétrico. Bajo el gorro de piel de topo me observaban unos ojos brillantes y asustados. La piel pelirroja de sus pestañas temblaba de compasión.

Conocí al marido de Raisa, un judío de cara amarilla, cabeza desnuda y cuerpo plano y fuerte presto a emprender el vuelo. Se rumoreaba que era allegado a Rasputín. Las ganancias obtenidas con los suministros bélicos le dieron el aspecto de un obseso. Sus ojos divagaban, para él se había rasgado la tela de la realidad. Raisa se sonrojaba cuando le presentaba a gente nueva. Yo era joven y me percaté de ello una semana más tarde de lo debido.

Después de Año Nuevo vinieron de Kíev dos hermanas de Raisa. Una vez traje el manuscrito de «La confesión», no hallé a Raisa y regresé por la tarde. En el comedor merendaban. Desde allí llegaban argentados relinchos de yeguas y un rumor de voces femeninas con un alborozo desmedido. En las casas sin tradiciones se come ruidosamente. El ruido era judío, con tartajeo y terminaciones cantarínas. Raisa salió a recibirme en traje de baile con la espalda abierta. Los pies dentro de vacilantes zapatos de charol pisaban con torpeza.

—Estoy borracha, amiguito —y me tendió las manos colmadas de platino y de estrellas de esmeralda.

Su cuerpo se cimbreaba como el de una serpiente que la música elevara hacia el techo. Meneaba la cabeza rizada, hacía tintinear los anillos; de pronto se desplomó en un sillón tallado a lo ruso antiguo. En su espalda empolvada se desvanecieron unos verdugones.

Tras la pared otra vez estalló una risa de mujer. Del comedor salieron las hermanas, bigotudas, tetudas y altas como Raisa. Con los pechos enhiestos y el pelo negro desordenado. Ambas estaban casadas con sus respectivos Benderskis. La habitación se llenó de incoherente alegría femenina, alegría de mujeres maduras. Los maridos arrebujaron a las hermanas en abrigos de nutria, en mantillas de Orenburgo y las aherrojaron en botas negras; bajo la visera nivea de las mantillas sólo quedaron al descubierto encendidas mejillas maquilladas, narices de mármol y ojos con miope brillo semítico. Se fueron con estrépito al teatro, donde daban «Judith», con Shaliapin.

—Quiero trabajar —murmulló Raisa, tendiendo sus brazos desnudos—, hemos perdido una semana entera…

Trajo del comedor una botella y dos copas. Su pecho descansaba holgado en el saco sedoso del traje; los pezones se enderezaron, escondidos por la seda.

—Lo anhelado —dijo Raisa echando el vino—, moscatel del año ochenta y tres. Cuando mi marido se entere, me mata…

Yo, que jamás me las había visto con moscateles del año 83, sin pensarlo mucho me tomé, una tras otra, tres copas que en seguida me arrastraron a unos callejones con llamaradas de color naranja y con música.

—Estoy borracha, amiguito… ¿Qué tenemos hoy?

—Hoy tenemos «L’aveu»…

—Pues, bien, «La confesión». El protagonista de este relato es el sol, le soleil de France… Gotas de sol derretidas cayeron sobre la rubia Celeste y se convirtieron en en pecas. El sol, con sus rayos cayendo a plomo, el vino y la sidra abrillantaron la jeta del cochero Polyte. Dos veces a la semana Celeste llevaba a vender a la ciudad crema, huevos y gallinas. Pagaba a Polyte diez sueldos por ella y cuatro sueldos por la cesta. En cada viaje Polyte preguntaba con un guiño a la pelirroja Celeste: «¿Cuándo es la fiesta», ma belle?» —«¿Qué quiere decir eso, monsieur Polyte?» El cochero dio un salto en el pescante y explicó: «Una fiesta quiere decir una fiesta, ¡diablos!… Un mozo y una moza sin música se bastan…»

—No me gustan esas bromas, monsieur Polyte —respondió Celeste y apartó del muchacho sus faldas, que colgaban sobre potentes pantorrillas con medias rojas.

Pero aquel diablo de Polyte seguía carcajeando, seguía tosiendo —alguna vez será la fiesta, ma belle— y alegres lágrimas corrían por su cara de color de la sangre, del ladrillo y del vino.

Bebí otra copa del moscatel anhelado. Raisa chocó su copa con la mía.

La doncella de ojos pétreos cruzó la habitación y desapareció.

Ce diable de Polyte… En dos años Celeste le había pagado cuarenta y ocho francos. Eran cincuenta francos menos dos. Al final del segundo año se hallaban los dos solos en la diligencia y Polyte, que había tomado sidra antes de salir, preguntó según su costumbre: «¿Tampoco es hoy la fiesta, mademoiselle Celeste?» —y ella respondió, bajando los ojos: «Como usted guste, monsieur Polyte…»

Raisa cayó carcajeando sobre la mesa. Ce diable de Polyte…

La diligencia iba tirada por un jamelgo blanco. El jamelgo blanco, con labios rosáceos de anciano, marchó al paso. El alegre sol de Francia rodeó el coche, que se ocultó del mundo bajo una visera descolorida. Un mozo y una moza sin música se bastan…

Raisa me tendió una copa. Era la quinta.

—Mon vieux, por Maupassant…

—¿Es hoy la fiesta, ma belle?…

Me acerqué a Raisa y la besé en los labios, que temblaron y se hincharon.

—Tiene usted mucha gracia —murmuró Raisa entre dientes y se echó hacia atrás.

Se arrimó a la pared, extendiendo los brazos desnudos. Unas manchas se encendieron en sus manos y hombros. De todos los dioses crucificados, aquél era el más tentador.

—Tómese la molestia de sentarse, monsieur Polyte…

Me señaló un retorcido sillón azul de estilo eslavo. El respaldo estaba formado por un entrelazado de madera, con colas pintadas. Llegué hasta allí dando tropezones.

La noche puso debajo de mi juventud hambrienta una botella de moscatel del año 83 y veintinueve libros, veintinueve petardos cargados de tristeza, de genialidad y de pasión… Me incorporé, volqué una silla y tropecé con el estante. Los veintinueve tomos cayeron sobre la alfombra, sus páginas volaron, los tomos se ladearon… y el jamelgo blanco de mi destino marchó al paso.

—Tiene usted mucha gracia —rugió Raisa.

Abandoné la casa de granito de la Moika cerca de las doce, antes que regresaran del teatro las hermanas y el marido. Yo estaba cuerdo y era capaz de pasar por una tabla, pero mucho mejor era tambalearse y yo me contoneaba y cantaba en un lenguaje recién inventado por mí. En los túneles de las calles cercadas por una cadena de farolas, corrían oleadas de neblina. Monstruos rugían tras las paredes efervescentes. La calzada segaba las piernas a los transeúntes.

En casa Kazántsev dormía. Dormía sentado, estirando las piernas flacas con botas de fieltro. En su cabeza se erizó la pelusa de canario. Se había dormido al pie de la estufa, reclinado sobre un «Don Quijote» editado en 1624. El libro llevaba en el título una dedicatoria al duque de Broglie. Me acosté sin ruido, para no despertar a Kazántsev, acerqué la lámpara y me puse a leer el libro de Eduarde de Meniale «Vida y obra de Guy de Maupassant».

Kazántsev movía los labios y cabeceaba.

Aquella madrugada me enteré por Eduarde de Meniale que Maupassant nació en 1850, que era hijo de un noble normando y de Laura de Le Poittevin, prima carnal de Flaubert. A los veinticinco años acusó el primer ataque de sífilis hereditaria. La fertilidad y la alegría en él encerradas se resistían a la enfermedad. Al comienzo tenía dolores de cabeza y arrebatos de hipocondría. Después le amenazó el fantasma de la ceguera. Perdía la vista. Crecía en él la manía persecutoria, la misantropía y la iracundia. Luchó denodadamente, navegó en yate por el Mediterráneo, huyó a Túnez, a Marruecos, a Africa Central y escribía sin cesar. Ya famoso, a los treinta y nueve años, se cortó la garganta y se desangró, pero quedó con vida. Lo recluyeron en un manicomio. Allí andaba a gatas… La última anotación en su triste hoja dice:

«Monsieur de Maupassant vas s’animaliser» («El señor Maupassant se animalizó»). Murió a los cuarenta y dos años. Su madre le sobrevivió.

Leí el libro hasta el fin y me levanté de la cama. La niebla se había aproximado a la ventana, ocultando el universo. El corazón se me oprimió. Me había rozado el presagio de la verdad.