En los años de mi niñez en Peresip tenía su fragua Yoina Brutman. Allí se congregaban tratantes de caballos, carreteros —en Odesa se llamaban bindiuzhniki— y carniceros de los mataderos de la ciudad. La fragua estaba en la carretera de Balta. Usándola como atalaya, desde allí se interceptaba a los campesinos que llevaban a la ciudad avena y vino besarabo. Yoina era un hombrecillo asustadizo, pero acostumbrado al vino; llevaba dentro el alma de un judío odesita.
En mi época tenía tres hijos. El padre les llegaba a la cintura. En la orilla de Peresip recapacité por primera vez en el poder de las fuerzas enigmáticas de la naturaleza. Aquellos tres bueyes cebados, de hombros purpúreos y de pies como palas, se llevaban al agua al magro Yoina como se lleva a una criatura. No obstante, los parió él y nadie más. No cabía duda. La mujer del herrero iba a la sinagoga dos veces a la semana: el viernes por la tarde y el sábado por la mañana; la sinagoga era hasidita: en Pascua allí danzaban hasta el delirio, como los derviches. La mujer de Yoina pagaba tributo a los emisarios que los zaddikes de Galitzia enviaban a las provincias sureñas. El herrero no se inmiscuía en las relaciones de su mujer con Dios; terminada la faena se iba a la bodega próxima al matadero y allí, sorbiendo rosado vino barato, escuchaba con mansedumbre lo que decía la gente del precio del ganado y de la política.
Los hijos salieron a la madre en altura y fuerza. Dos de ellos, cuando crecieron, se fueron a las guerrillas. Al mayor lo mataron cerca de Voznesensk; otro Brutman, Semión, se incorporó a la división de cosacos rojos de Primakov y fue elegido jefe de un regimiento cosaco. Con él y algún otro joven de barrios judíos comenzó esa insospechada raza de espadachines, jinetes y guerrilleros hebreos.
El tercer hijo heredó el oficio de herrero. Trabaja en la fábrica de arados de Gen, igual que antes. No se casó y no tuvo a nadie.
Los hijos de Semión se desplazaban con la división. La vieja necesitaba un nieto al cual hablarle de Baal-Shem. Polia, la mayor, le dio ese nieto. En la familia sólo ella salió parecida al pequeño Yoina. Era asustadiza, miope, fina de piel. Tuvo muchos pretendientes: Polia eligió a Ovsei Belotserkovski. No alcanzamos a comprender la elección. Tanto más asombró la noticia de que los casados vivían felices. La mujer está en su hogar y la gente no ve cómo rompe los platos. En esta ocasión el que rompió los platos fue Ovsei Belotserkovski. Al año de casarse denunció a su suegra, Brana Brutman. Aprovechando que Ovsei se hallaba en comisión de servicio y que Polia se curaba de mastitis, la vieja raptó al nieto recién nacido y lo llevó al auxiliar de operador Naftulá Guérchik; allí, en presencia de diez carcamales, de diez ancianos viejos y míseros, habituales de la sinagoga hasidita, fue circuncidado el bebé.
Ovsei Belotserkovski se enteró al regresar. Ovsei figuraba aspirante al partido. Decidió pedir consejo a Bichach, secretario de célula en el departamento de comercio.
—Te han manchado moralmente —le dijo Bichach—, debes dar curso al asunto.
La fiscalía de Odesa decidió montar un juicio ejemplar en la fábrica «Petrovski». El auxiliar de operador Naftulá Guérchik y Brana Brutman, de sesenta y dos años, ocuparon el banquillo de los acusados.
Naftulá era en Odesa una propiedad urbana como el monumento al duque de Richelieu. Solía pasar ante nuestras ventanas de la Dálnitskaya con un maletín de practicante, usado y mugriento. En el maletín llevaba su primitivo instrumental. De allí unas veces extraía una navaja, otras una botella de vodka y un melindre. Olfateaba el melindre antes de beber y rezaba después. Era pelirrojo Naftulá, como el más pelirrojo de la tierra. Después de cortar lo que le correspondía, en vez de aspirar la sangre por un tubo de cristal la chupaba con sus labios retorcidos. La sangre se escurría por su desgreñada barba. Ante los visitantes comparecía achispado. Sus ojitos de oso brillaban de alegría. Pelirrojo como el primer pelirrojo de la tierra, gangueaba la bendición del vino. Con una mano Naftulá vertía el aguardiente en el pozo intrincado, sinuoso, volcánico de su boca; en otra mano llevaba un plato. Yacía en él un cuchillo regado con sangre infantil y un trozo de gasa. Para recaudar dinero Naftulá pasaba ese plato entre los visitantes, se metía entre las mujeres, se reclinaba sobre ellas, las cogía de los pechos y gritaba a pleno pulmón:
—¡Mamás gordas —gritaba el viejo, haciendo brillar sus ojos de coral—, estampad niños para Naftulá, trillad trigo en vuestras barrigas, esforzaos en provecho de Naftulá!… ¡Estampad niños, mamás gordas!…
Los maridos echaban en el plato dinero. Las esposas limpiaban la sangre de su barba. Los patios de las calles Glujaya y Gospitálnaya no mermaban. Allí había niños como huevas en la desembocadura de un río. Naftulá andaba con un saco como el recaudador de tributos. El fiscal Orlov detuvo a Naftulá durante su cobranza.
El fiscal tronaba desde su púlpito, intentando demostrar que Naftulá era un eclesiástico.
—¿Cree usted en Dios? —preguntó a Naftulá.
—¡Que crea en Dios el que ganó doscientos mil! —respondió el viejo.
—¿No se extrañó usted de la llegada de la ciudadana Brutman a una hora intempestiva, con lluvia y con un recién nacido en brazos?…
—Me extraña —dijo Naftulá— cuando alguien se comporta como un ser normal, pero cuando hace locuras no me extraña…
Tales respuestas no satisficieron al fiscal. Salió a relucir el tubo de cristal. El fiscal demostraba que el acusado, al chupar la sangre con los labios, exponía a los niños al peligro de una infección. La cabeza de Naftulá —la desgreñada avellana de su cabeza— se movía casi a ras del suelo. Suspiraba, cerraba los ojos y limpiaba la boca hundida con el puñito.
—¿Qué está murmurando, ciudadano Guérchik? —le preguntó el presidente.
Naftulá puso su mirada apagada en el fiscal Orlov.
—El difunto mosié Zusman —dijo Naftulá con un suspiro—, su difunto papá tenía una cabeza como no hay otra en el mundo. Gracias a Dios, no sufrió una apoplejía hace treinta años cuando me llamó a circuncidarle a usted. Hoy vemos que usted se hizo un hombre muy importante con el poder soviético y que Naftulá no cortó, además de ese trozo de pequeñeces, nada que después le habría hecho falta…
Parpadeó sus ojitos de oso, meneó su pelirroja avellana y calló. Le respondieron cañonazos de risas, estruendosas descargas de carcajadas. Orlov, Zusman de nacimiento, agitaba los brazos, gritaba algo que las salvas no dejaban oír. Exigía que se hiciera constar en el acta… Sasha Svetlov, articulista de «Noticias de Odesa», le envió desde el palco de la prensa esta nota: «Eres un becerro, Sioma —decía la nota—, mátalo con la ironía; sólo mata lo ridículo… Tuyo, Sasha».
La sala enmudeció cuando introdujeron al testigo Belotserkovski.
El testigo repitió su declaración escrita. Era larguirucho, llevaba calzón y botas de montar. Según Ovsei, los comités del partido en las provincias de Tiráspol y de Balta le prestaron un gran concurso en el acopio de orujo. En plena campaña de acopio recibió el telegrama del nacimiento de su hijo. Consultó con el secretario de organización de la provincia de Balta y acordó no torpedear la campaña de acopio y limitarse a enviar un telegrama de felicitación; regresó solo a las dos semanas. En total fueron acopiados 64 mil puds de orujo. En casa no encontró a nadie, excepto a la testigo Járchenko, de profesión lavandera, y al hijo. Su mujer había ido a la clínica; mientras, la testigo Járchenko, meciendo la cuna, lo cual es una costumbre anticuada, arrullaba al niño con una canción. Sabía que la testigo Járchenko es una alcoholizada y no estimó necesario prestar oído a la letra de su canción, pero le asombró que llamase al niño con el nombre de Yánkel, cuando él había impartido indicaciones de que al hijo le diesen el nombre de Carlos en honor del maestro Carlos Marx. Desempañó al niño y comprobó su desdicha.
El fiscal hizo varias preguntas. La defensa dijo que no tenía preguntas. El ujier del juzgado invitó a la testigo Polina Belotserkóvskaya. Esta se acercó tambaleándose a la balaustrada. La convulsión azulada de la reciente maternidad contrajo su cara, su frente tenía gotas de sudor. Recorrió con la mirada al breve herrero, emperifollado como en día de fiesta —con pajarita y zapatos nuevos— y la cara de la madre, bronceada y con bigotes canosos. La testigo Belotserkóvskaya no respondió a la pregunta sobre qué datos tenía del asunto en cuestión. Dijo que su padre era un pobretón que trabajó en una fragua del camino de Balta. La madre tuvo seis hijos: tres de ellos murieron, uno es militar rojo, otro trabaja en la fábrica de Gen…
—Todos ven que mi madre es muy religiosa; siempre sufrió viendo que sus hijos no son creyentes y no podía concebir que sus nietos no fuesen judíos. Hay que tomar en consideración en qué familia se educó la madre… Todos conocen el pueblo de Medzhibozh: allí las mujeres llevan pelucas hasta hoy…
—Responda, testigo —le atajó una voz brusca. Polina calló. Las gotas de sudor se tiñeron en su frente, parecía que la sangre había transpirado a través de su piel fina—. Responda, testigo —repitió la voz que pertenecía al ex asesor jurídico Samuil Líning…
De existir en nuestros tiempos el sanedrín, Líning, seria su jefe. Pero por falta de sanedrín, Líning, que aprendió a escribir en ruso a los treinta y pico, se dedicó a interpretar ante el senado recursos de casación que por su estilo no se distinguían en nada de los tratados del Talmud…
El viejo se pasó todo el proceso durmiendo. Tenía la chaqueta cubierta de ceniza. Al ver a Polia Belotserkóvskaya se despertó.
—Explique, testigo —crujió su dentadura azul de pez que se desencajaba constantemente—, ¿sabía usted la decisión de su marido de llamar Carlos a su hijo?
—Sí.
—¿Qué nombre le puso su madre?
—Yánkel.
—Y usted, testigo, ¿cómo llamó a su hijo?
—Le llamé «chiquitín».
—¿Por qué precisamente chiquitín?
—Yo llamo chiquitines a todos los niños.
—Prosigamos —dijo Líning; se le desprendieron los dientes, los retuvo con el labio inferior y volvió a encajarlos en la mandíbula—, prosigamos… La noche en que su hijo fue llevado al acusado Guérchik usted no se hallaba en casa, estaba en la clínica… ¿Lo expongo bien?
—Estuve en la clínica.
—¿En qué clínica la asistieron?
—En la calle Nezhin, donde el doctor Drizó…
—La asistieron donde el doctor Drizó…
—Sí.
—¿Se acuerda bien?
—¿Cómo no me voy a acordar?
—Debo presentar al tribunal un certificado —la cara sin vida de Líning se alzó de la mesa—, de este certificado el tribunal estatuirá que en el espacio de tiempo en cuestión el doctor Drizó se hallaba ausente, asistiendo a un congreso de pediatría en Járkov… El fiscal no se opuso a la archivación del certificado.
—Prosigamos —dijo Líning crujiendo los dientes. La testigo se recostó todo el cuerpo sobre la balaustrada. Su susurro apenas se percibía.
—A lo mejor no era el doctor Drizó —dijo recostada sobre la balaustrada—, no puedo acordarme de todo, estoy cansada.
Líning rascaba con el lápiz la barba amarilla, restregaba la espalda encorvada contra el banco y movía su mandíbula postiza.
A la petición de que mostrara el certificado facultativo, Belotserkóvskaya dijo que lo había perdido…
—Prosigamos —dijo el viejo.
Polina se pasó la mano por la frente. Su marido estaba en un extremo del banco, separado de los demás testigos. Estaba muy tieso, recogidas las largas piernas con botas altas… El sol daba en su cara llena de travesaños de huesos menudos y rencorosos.
—Encontraré el certificado —susurró Polina, y sus manos resbalaron de la balaustrada.
En ese instante se oyó el llanto de un niño. Al otro lado de la puerta un niño lloraba y gemía.
—¿En qué estás pensando, Polia? —gritó una vieja de voz espesa—. El niño está sin comer desde la mañana, el niño se encanó de tanto gritar…
Los soldados se estremecieron y apretaron los fusiles contra el cuerpo. Polina se deslizaba más y más, su cabeza cayó hacia atrás y se reclinó sobre el suelo. Sus brazos se alzaron agitándose en el aire y se desplomaron.
—Descanso —gritó el presidente.
En la sala estalló el estrépito. Con un brillo en sus concavidades verdes Belotserkovski se acercó a su mujer con andares de grulla.
—Que den de comer al niño —gritaron de atrás abocinando las manos.
—Ahora mismo —respondió de lejos una voz femenina—, te estaban esperando a ti…
—La hija es cómplice —dijo un obrero a mi lado—, la hija está en el lío…
—La familia, amigo —objetó su vecino—, es asunto nocturno, confuso… Lo que se lió de noche no hay quien lo desanude de día…
El sol sesgó la sala con rayos oblicuos. La multitud se movía lenta, transpiraba fuego y sudor. Trabajando con los codos alcancé el pasillo. La puerta del club estaba abierta. De allí llegaban el gemido y el chupeteo de Carlos-Yánkel. En el club había un retrato de Lenin, aquel en el que habla desde el carro blindado en la plaza de la estación de Finlandia. En torno al retrato colgaban diagramas multicolores de la fábrica «Petrovski». A lo largo de la pared había banderas y fusiles en armeros de madera. Una obrera con cara de kirguiza daba de comer a Carlos-Yánkel. Era él un hombre rollizo de cinco meses con calcetines de lana y un moñete blanco en la cabeza. Adherido a la kirguiza, gruñía y con el puño cerrado golpeaba los pechos de su nodriza.
—¿Para qué armaron tanto ruido? —dijo la kirguiza—, ya habrá quien lo alimente… Por la habitación se movía una muchacha de unos dieciséis años, con pañoleta roja y unos mofletes abultados como un chichón. Estaba secando el hule de Carlos-Yánkel.
—Será militar —dijo la chica—. Es pendenciero…
La kirguiza fue apartándose hasta sacar el pezón de la boca de Carlos-Yánkel. Este gruñó y desolado recostó su cabeza de moñete blanco… La mujer sacó la otra teta y se la dio al niño. El observó el pezón con los ojos enturbiados y algo brilló en ellos. La kirguiza miraba a Carlos-Yánkel de arriba abajo, entornando su ojo negro.
—Militar, no —dijo y arregló el bonete al niño—, será aviador, volará muy cerca del cielo.
En la sala se reanudó la vista.
Ahora la pelea se produjo entre el fiscal y los expertos que presentaron una conclusión muy ambigua. Incorporado, el acusador fiscal pegaba puñetazos sobre el pupitre. En las primeras filas del público descubrí también a zaddikes de Galitzia con sus gorras de castor sobre las rodillas. Acudieron a un proceso en el que, según los periódicos de Varsovia, iba a ser condenada la religión judía.
Las caras de los rabís sentados en la primera fila se mecían en el resplandor agitado y polvoriento del sol.
—Abajo —gritó un komsomol que logró llegar al pie del escenario.
El combate se encarnizaba.
Carlos-Yánkel me miraba con ojos inexpresivos y chupaba el pecho de la kirguiza…
Más allá de la ventana salían disparadas las calles rectas, caminadas por mi infancia y mi juventud: la Púshkinskaya iba a la estación, la Malo-Arnaútskaya desembocaba en el parque junto al mar.
En estas calles crecí yo; ahora le tocaba el turno a Carlos-Yánkel, pero por mí no se batieron como ahora se baten por él; a poca gente podía importar yo.
—No puede ser —me decía— que no seas feliz, Carlos-Yánkel… No puede ser que no seas más feliz que yo…