Así se hacía en Odesa

Empecé:

—Rebe Arie-Leib —dije al viejo—, hablemos de Benia Krik. Hablemos de su comienzo fulminante y de su terrible final. Tres sombras interfieren el camino a mi imaginación. Fróim Grach. ¿Acaso el acero de sus actos no es comparable a la fuerza del Rey? Kolka Pakovski. La furia de aquel hombre tenía todo lo necesario para ordenar. ¿Acaso Jaim Drong no vislumbró el brillo del nuevo astro? Entonces, ¿por qué sólo Benia Krik subió la escalera de cuerda mientras los demás quedaron abajo, colgando de los vacilantes peldaños?

Rebe Arie-Leib callaba encaramado en la tapia del cementerio. Ante nosotros se extendía la verde tranquilidad de las tumbas. El que espera respuesta debe armarse de paciencia. Al sabio le corresponde ser circunspecto. Por eso Arie-Leib permanecía callado en la tapia del cementerio. Por fin dijo:

—¿Por qué fue él? ¿Por qué no ellos, desea usted saber? Bien. Olvídese por un rato de que tiene gafas en la nariz y otoño en su alma. Deje de armar escándalos ante su mesa escritorio y de tartamudear en público. Imagínese por un instante que arma escándalos en la plaza y que tartamudea en el papel. Es usted un tigre, un león, un gato. Es capaz de pasar la noche con una mujer rusa y la mujer rusa quedará satisfecha de usted. Cuenta usted veinticinco años. Si el cielo y la tierra tuvieran anillas usted se engancharía a las anillas y unía el cielo con la tierra. Su padre es Méndel Krik, el carretero. ¿En qué piensa un padre así? Pues piensa en soplarse una buena copa de aguardiente, en romperle los morros a quien sea, en sus caballos y en nada más. Usted quiere vivir y él le hace morir veinte veces al día. ¿Qué hubiera hecho usted en el lugar de Benia Krik? No hubiera hecho nada. Pero Benia sí hizo. Por eso él es un Rey, mientras que usted hace la higa en el bolsillo.

El, Bencito, fue adonde Fróim Grach, que ya miraba al mundo con un solo ojo y ya era lo que es. Dijo a Fróim:

—Cógeme. Quiero arrimarme a tu orilla. La orilla a la que me arrime saldrá beneficiada.

Grach le preguntó:

—¿Quién eres, de dónde vienes y cómo respiras?

—Hazme una prueba, Fróim —respondió Benia—, y dejemos de restregar las gachas blancas por la mesa limpia.

—Dejemos de restregar las gachas —respondió Grach—. Te haré la prueba.

Los atracadores reunieron el consejo para pensar en Benia Krik. No estuve presente en el consejo, pero se dice que lo reunieron. El difunto Liova el Toro era el responsable.

—¿Qué cosas oculta ese Bencito bajo la gorra? —preguntó el difunto Toro.

Grach el tuerto opinó:

—Benia habla poco, pero sustancioso. Habla poco, pero sientes ganas de que diga algo más.

—Si es así —exclamó el difunto Liovka—, probémoslo con Tartakovski.

—Probémoslo con Tartakovski —decidió el consejo, y todos los que aún albergaban vergüenza enrojecieron al escuchar la decisión. ¿Por qué enrojecieron? Lo sabrá si va adonde le llevo.

Tartakovski tenía los motes de «Judío y medio» y de «Nueve asaltos». Le llamaban «Judío y medio» porque en ningún otro hebreo cabía tanta audacia ni tanto dinero como en Tartakovski. Era más alto que el policía más alto de Odesa y pesaba más que la judía más gorda. Le llamaban «Nueve asaltos» porque la firma «Liovka el Toro y Co.» lanzó contra su oficina no ocho ni diez asaltos, sino justamente nueve. A Benia, que aún no era Rey, le cupo el honor de perpetrar contra el «Judío y medio» el décimo asalto. Cuando Fróim se lo comunicó él dijo «sí» y salió dando un portazo. ¿Por qué dio un portazo? Lo sabrá si va adonde le llevo.

Tartakovski tiene entrañas de asesino, pero es nuestro. Salió de entre nosotros. Es sangre nuestra. Lleva nuestra carne, como si nos hubiera parido la misma madre. Media Odesa está empleada en sus tiendas. Fue víctima de su gente, de los de Moldavanka. Dos veces lo secuestraron para lo del rescate y una vez, durante un pogrom, lo enterraron con cantantes. Los matones del suburbio maltrataron a los judíos en la calle Bolshaya Arnaútskaya. Cuando escapaba, Tartakovski vio un entierro con cantantes en la calle Sofiskaya. Preguntó:

—¿A quiénes entierran con cantantes?

Los transeúntes le contestaron que enterraban a Tartakovski. La procesión llegó al cementerio del suburbio. Allí los nuestros sacaron una ametralladora del ataúd y dispararon contra los matones del suburbio. «Judío y medio» no se imaginaba tal cosa. A «Judío y medio» le entró un susto terrible. En su lugar cualquier tendero hubiera hecho lo mismo.

El décimo atraco a un hombre enterrado una vez era una grosería. Benia, que aún no era Rey, lo comprendía mejor que nadie. Pero dijo a Grach que sí y aquel mismo día escribió a Tartakovski una carta como todas las cartas de ese estilo:

«Estimadísimo Ruvim Osipovich: El sábado tenga la amabilidad de poner bajo la barrica del agua de lluvia…, etcétera. Si se niega, como últimamente se lo estuvo permitiendo usted, le espera una gran decepción en su vida familiar. Con todo el respeto, su conocido Bención Krik».

Tartakovski no tuvo pereza y contestó inmediatamente:

«Benia: Si fueras idiota te contestaría como a un idiota. Pero no te reconozco como tal y no quiera Dios que te reconozca. Por lo visto, te haces el niño. ¿No sabes que en la Argentina hubo este año cosecha a rabiar y que nosotros estamos con nuestro trigo sin estrenar?… Te digo con el corazón en la mano que estoy harto de tragar a mi vejez un mendrugo tan amargo y de aguantar estos disgustos después de haber trabajado toda la vida como el último carretero. ¿Qué me queda después de esos trabajos forzados ilimitados? Llagas, pupas, quebrantos y desvelos. Déjate de tonterías, Benia. Tu amigo, más de lo que te imaginas, Ruvim Tartakovski».

«Judío y medio» hizo lo que debía: contestó a la carta. Pero el correo no la entregó al destinatario. Benia, al no recibir la respuesta, se encolerizó. Al día siguiente se presentó con cuatro amigos en la oficina de Tartakovski. Cuatro muchachos con antifaces y revólveres irrumpieron en la habitación.

—Manos arriba —dijeron y comenzaron a agitar las pistolas.

—Trabaja con más calma, Salomón —observó Benia a uno de los que más alborotaban—. Deja esa costumbre de ponerte nervioso en el trabajo. Se dirigió al dependiente que estaba blanco como la muerte y amarillo como la arcilla y le preguntó:

—¿Está «Judío y medio» en el establecimiento?

—No está en el establecimiento —respondió el dependiente, que se apellidaba Muguinshtein, de nombre Iósif, hijo soltero de la tía Pesia, la que vende gallinas en la plaza Seredínnaya.

—Vamos, ¿quién sustituye aquí al dueño? —inquirieron al pobre Muguinshtein.

—Yo sustituyo al dueño —dijo el dependiente verde como la hierba verde.

—Entonces, ábrenos la caja con la ayuda de Dios —le ordenó Benia y comenzó una ópera en tres actos.

Salomón, el nervioso, metía en la maleta dinero, papeles, relojes y monogramas; el difunto Iósif permanecía ante él con las manos levantadas, mientras Benia relataba historias de la vida del pueblo judío.

—Ya que se hace el Rothschild —decía Benia refiriéndose a Tartakovski—, que reviente. Tú dime, Muguinshtein, como a un amigo: él recibe de mí una carta oficial, ¿qué menos que tomar el tranvía por cinco kopeks y presentarse en mi casa para beber con mi familia una copa de aguardiente y comer lo que Dios nos dé? ¿Qué le impidió hablarme con franqueza? Me hubiese dicho: «Benia, hay esto y esto. Ahí tienes mi balance. Espera un par de días. Déjame respirar. Déjame desentumecerme». ¿Qué le diría yo? Un cerdo jamás se encuentra con otro cerdo, pero un hombre con otro sí. ¿Tú me comprendes, Muguinshtein?

—Sí, le comprendo —dijo Muguinshtein—, pero mentía: no acababa de comprender para qué «Judío y medio», un rico respetado y más importante que nadie, tenía que tomar el tranvía para comer con la familia del carretero Méndel Krik.

Mientras, la desgracia rondaba al pie de la ventana como el mendigo al amanecer. La desgracia entró estruendosamente en la oficina. Aunque esta vez traía el aspecto del judío Savka Butsis, la desgracia venía borracha como un aguador.

—Go-gu-go —gritó el judío Savka—, perdóname, Bencito, por haber tardado. Y se puso a patalear y a bracear. Después disparó y la bala dio a Muguinshtein en la barriga.

¿Hacen falta palabras? Un hombre vivo dejó de existir. Un inocente solterón que vivía como el pájaro en la rama se murió por una tontería. Llegó un judío con mañas de marinero y no disparó contra una botella con sorpresa, sino contra la barriga de un hombre. ¿Hacen falta palabras?

—A correr de la oficina —gritó Benia y salió el último. Aún le dio tiempo de gritar a Butsis:

—Te juro por el ataúd de mi madre, Savka, que te enterrarán junto a éste…

Ahora dígame, señorito que corta cupones de acciones ajenas: ¿Qué haría usted en el lugar de Benia Krik? Usted no sabe lo que haría. El sí lo sabía. El era un Rey, mientras que nosotros nos sentamos en la tapia del segundo cementerio judío y nos tapamos del sol con la mano.

El desafortunado hijo de la tía Pesia no se murió en el sitio. A la hora en el hospital se presentó Benia. Invitó al médico jefe y a la enfermera y les dijo sin sacar las manos del pantalón color crema:

—Tengo interés —dijo— en que el enfermo Iósif.

Muguinshtein sane. Por si acaso, me presento: Bención Krik. Con la mejor disposición denle alcanfor, almohadas de aire y habitación aparte. Si no, a cada doctor, aunque sea doctor en filosofía, le tocarán tres metros de tierra.

No obstante, Muguinshtein murió aquella misma noche. Sólo entonces «Judío y medio» empezó a gritar por toda Odesa:

—¿Dónde comienza la policía —vociferaba— y dónde termina Benia?

—La policía termina allí donde empieza Benia —le respondía la gente sabia. Pero Tartakovski siguió sin calmarse hasta el día que un automóvil rojo con claxon musical tocó en la plaza Seredínnaya su primera marcha de la ópera «Ríe, payaso». El auto llegó en pleno día a la casa de la tía Pesia.

El auto parecía rechinar las ruedas, escupía humo, despedía fulgores con su bronce, exhalaba gasolina y tocaba arias con el claxon. Alguien se apeó del automóvil y pasó a la cocina, en cuyo piso de tierra se retorcía la menuda tía Pesia. «Judío y medio» estaba sentado en una silla y hacía aspavientos.

—Canalla —gritó al ver al visitante—, bandido. Que la tumba no te admita. Te echaste la moda de matar a gente viva…

—Mosié Tartakovski —le respondió Benia Krik en voz baja. Llevo un día y pico llorando al querido difunto como si llorase a mi hermano. Pero sé que a usted le importan un bledo mis jóvenes lágrimas. La vergüenza, mosié Tartakovski, ¿en qué caja fuerte guardó su vergüenza? Tuvo estómago para mandar cien míseros rublos a la madre de nuestro difunto Iósif. Cuando oí semejante noticia el cerebro y los pelos se me pusieron de punta.

En este sitio Benia hizo una pausa. Vestía chaqueta color chocolate, pantalón crema y zapatos carmesí.

—Diez mil de un golpe —rugió—, diez mil de un golpe y una pensión hasta su muerte y que viva ciento veinte años. Y si no, salgamos de este local, mosié Tartakovski, y subamos a mi automóvil…

Después riñeron. «Judío y medio» riñó con Benia. No presencié la riña. Pero los que estaban la recuerdan. Quedaron en cinco mil al contado y en cincuenta rublos mensuales.

—Tía Pesia —dijo Benia a la vieja desgreñada que se retorcía en el suelo—, si necesita de mi vida, tómela, pero todo el mundo comete errores. Hasta Dios. Fue un error enorme, tía Pesia. Pero ¿acaso no fue un error que Dios situase a los judíos en Rusia para que sufran igual que en el infierno? ¿Acaso hubiera estado mal que los judíos vivieran en Suiza, rodeados de lagos de primera calidad, de aire de montaña y de franceses a tutiplén? Todos cometen errores. Hasta Dios. Escúcheme con los oídos, tía Pesia. Usted tiene cinco mil en mano y cincuenta rublos hasta su muerte, viva usted ciento veinte años. Iósif tendrá un entierro de primera: seis caballos como seis leones, dos carrozas con coronas, el coro de la sinagoga Brodskaya, Minkovski en persona oficiará la misa de cuerpo presente…

Al día siguiente fue el entierro. ¡Que le cuenten el entierro los mendigos del cementerio! Pregunte de él a los salmistas de la sinagoga, a los vendedores de carne trifa o a las viejas del asilo número dos. Un entierro como éste jamás lo había visto Odesa y el mundo no lo verá. Ese día la policía se puso guantes de hilo. En las sinagogas, adornadas con ramas y abiertas de par en par, ardía la electricidad. En los caballos blancos que tiraban del carro se mecían penachos negros. Abrían la procesión sesenta cantantes. Los cantantes eran niños que cantaban con voz de mujer. Los parnases de la sinagoga de los que venden carne trifa llevaban a la tía Pesia del brazo. Tras los parnases marchaban los miembros de la sociedad de dependientes judíos; tras los dependientes judíos iban los abogados, los doctores en medicina y las enfermeras parteras. A un costado de la tía Pesia se hallaban las vendedoras de gallinas del Viejo mercado y al otro costado las respetables lecheras de Bugáyevka, envueltas en mantillas color naranja. Pateaban como los gendarmes en un desfile un día de fiesta. Sus anchas caderas olían a mar y a leche. Los últimos eran los empleados de Ruvim Tartakovski. Eran cien o doscientos, o dos mil. Vestían levitas negras con solapa de seda y zapatos nuevos que crujían como lechones en un saco.

Pues bien. Hablaré como Dios habló en el monte del Sinaí desde la zarza ardiente. Ponga mis palabras en sus oídos. Todo lo que vi lo vi con mis propios ojos aquí sentado, sobre la tapia del segundo cementerio, al lado de Moisesito, el tartajoso, y de Shimsón, el de pompas fúnebres. Yo lo vi, Arie-Leib, judío arrogante que vive a expensas de los muertos.

La carroza llegó a la sinagoga del cementerio. Colocaron el ataúd en la escalinata. La tía Pesia temblaba como un pajarito. El chantre salió del faetón y comenzó la misa. Sesenta cantantes lo coreaban. En esto apareció en un recodo un auto rojo. Tocó «Ríe, payaso» y frenó. La gente callaba como difunta. Callaban los árboles, los cantantes, los mendigos. Cuatro hombres aparecieron por debajo del techo rojo y con paso lento llevaron a la carroza un ramo de rosas jamás vistas. Terminó la misa y los cuatro hombres arrimaron al ataúd sus hombros de acero, y con fuego en los ojos y el pecho abombado caminaron junto a los miembros de la sociedad de dependientes judíos.

Delante marchaba Benia Krik, al que nadie llamaba aún el Rey. Llegó el primero a la tumba, subió al montículo y extendió la mano.

—¿Qué quiere hacer, joven? —se acercó a él Kofman, de la cofradía fúnebre.

—Quiero decir un discurso —respondió Benia Krik. Y dijo el discurso. Lo oyó todo el que quiso. Lo oí yo, Arie-Leib, y Moisesito el tartajoso, sentado conmigo en la tapia.

—Señores y señoras —dijo Benia Krik—, señores y señoras —dijo, y el sol se detuvo sobre su cabeza como un centinela con la escopeta—. Acudieron ustedes a dar el último adiós a un honrado trabajador muerto por una bagatela. En mi nombre y en el de los que aquí no están presentes les doy las gracias. Señores y señoras: ¿Qué vio en su vida nuestro querido Iósif? Vio un par de tonterías. ¿Qué hacía? Contar el dinero ajeno. ¿Por qué cayó? Cayó por toda la clase laboriosa. Unos ya están condenados a morir y otros no han comenzado aún a vivir. Una bala enfilada hacia un pecho predestinado atravesó a Iósif, que en su vida no vio más que un par de tonterías. Unos saben beber aguardiente y otros no saben beber aguardiente, pero lo beben. Los primeros se sienten a gusto en el dolor y en la alegría mientras que los segundos sufren por todos los que beben aguardiente sin saber beberlo. Por eso, señores y señoras, después que recemos por nuestro pobre Iósif, les ruego que visiten la tumba de Saveli Butsis, desconocido de ustedes, pero ya cadáver…

Benia terminó el discurso y bajó del montículo. Callaron la gente, los árboles y los mendigos del cementerio. Dos enterradores llevaron un ataúd sin pintar hacia la tumba vecina. El chantre terminó la oración tartamudeando. Benia echó la primera palada y pasó adonde Savka. Los abogados y las mujeres con broches siguiéronle como ovejas. Hizo al chantre oficiar la misa completa sobre Savka y sesenta cantantes corearon al chantre. Savka jamás había soñado con una misa así, crea a Arie-Leib, un viejo anciano.

Dicen que aquel día «Judío y medio» decidió cerrar el negocio. Yo no estaba presente. Pero que ni el chantre, ni el coro, ni la cofradía fúnebre pidieron dinero por el entierro, eso lo vi yo con los ojos de Arie-Leib. Arie-Leib es mi nombre. No logré ver nada más: la gente se retiró despacio de la tumba de Savka y se lanzó a la carrera como de un incendio. Salieron volando en faetones, en carros y a pie. Sólo los cuatro que vinieron en auto se fueron en él. El claxon tocó la marcha, la máquina se estremeció y partió.

—Ahí va el Rey —dijo a su paso Moisesito el tartajoso, el que me quita los mejores sitios en la tapia.

Ahora usted lo sabe todo. Sabe quién fue el primero en pronunciar la palabra «rey»: Moisesito. Sabe por qué no dio ese nombre a Grach el tuerto ni a Kolia el furioso. Usted ya está enterado de todo. Pero ¿de qué le sirve si sigue con las gafas sobre la nariz y con el otoño en el alma?…