—¡EBRAHIM! DATE PRISA.
—Escúchame, rafeeg.
Lo supo antes de que siguiera hablando. Quizá lo había sabido desde que vio aquella luz hundiéndose en sus ojos.
—¡Sube! Ya me dirás lo que quieras luego.
—Me llamo Karim. Karim Asfhar es mi verdadero nombre.
—Cuéntamelo aquí arriba —suplicó Héctor—. Sólo te falta un metro. Veo tus manos. ¡Déjame ayudarte!
Con un esfuerzo tocó las puntas de los dedos de Karim sólo para sentir cómo se retiraban, animales asustados reptando hacia el interior de su madriguera.
—¡Héctor, escucha! Tenemos muy poco tiempo. No puedo subir contigo. Los soldados están buscando un vehículo con un hombre solo. Si lo encuentran, se darán por satisfechos y podrás escapar. Tienen mi descripción. No saben que me acompañabas.
—¡Y qué! Estamos en esto juntos. No quiero que te sacrifiques por mí.
—Alcanzarás la cima en un par de horas. Ten mucho cuidado escalando la fisura. Me gustaría guiarte, hermano, pero es imposible. Tienes que seguir solo. Sé que lo conseguirás. Descansa cada vez que encuentres un estribo en la pared. No mires nunca hacia abajo, ¿me oyes? Eso es lo más importante. No mires hacia abajo o el vértigo te hará caer.
Las lágrimas, corriendo por las mejillas, abriendo surcos entre la sangre seca.
—¡Karim! ¡Ven conmigo!
—No tengas miedo. Llegarás arriba, igual que llegué yo sin Ramin. Apenas alcances la cresta encontrarás unas rocas que forman una pequeña cueva. Duerme si puedes. Economiza el agua. Ponte en marcha con el crepúsculo. Ya no estarán buscándote para entonces. Hay luna llena, podrás ver bien. Con el mapa y la brújula no te perderás. Llegarás a Persépolis al alba. Moshem estará esperándote.
—¡Hermano! ¡Podemos conseguirlo juntos! ¡No me abandones!
Pero Karim se le escapaba, descendiendo velozmente, de regreso a los infiernos.
* * *
El avión para Nueva York llevaba retraso. Irene decidió aprovechar para curiosear por las tiendas libres de impuestos. Se detuvo frente al escaparate de una joyería. Había dos clientes en el interior de la tienda. Una muchacha morena, vestida con un atuendo similar al suyo, vaqueros, camiseta y unos zapatos deportivos. Excepto porque los vaqueros eran Ralph Lauren; la camiseta, Dolce & Gabbana; los zapatos, Beatrix Ong, y el reloj que se estaba probando, un Longines de oro. Su rostro, mientras lo hacía, reflejaba un tedio tan monumental como si estuviera picando facturas en la caja de un supermercado.
El otro cliente era un hombre de unos treinta años, que en ese momento extendía su American Express Gold al obsequioso joyero, pagando por un estuche que, por el tamaño, debía de contener un par de pendientes. Mientras el joyero trajinaba con su tarjeta, el hombre se dio la vuelta, como si sintiera la mirada de Irene en su nuca.
Irene reconoció el rostro. Sin pensarlo dos veces se apartó del escaparate y echó a andar a paso vivo, manteniendo todo el rato la mente cuidadosamente en blanco.
—¡Irene! ¡Espera!
Se detuvo, petrificada. Se giró, como quien encara una estampida. André corría hacia ella.
—¡Irene! ¿Eres tú?
No era una aparición, los espectros no acusaban el paso del tiempo y el André que tenía delante apenas conservaba algún trazo del adolescente de sus recuerdos. Una cuidada barba usurpaba el territorio donde antaño reinaba el acné. Estaba ya casi totalmente calvo. Había engordado bastante.
Cinco minutos más tarde se hallaban sentados en una cervecería alemana, el primer local que les salió al paso. André pidió una Pils y encendió un cigarrillo, ofreciéndole la cajetilla. Irene la rechazó, no sin esfuerzo, y pidió una Coca-Cola. Estaba en dique seco hasta nueva orden.
¿Era necesario que preguntara? Había ensayado la escena innumerables veces durante todos aquellos años.
—¿Por qué dejaste de escribir?
Pero le daba pereza. Una pereza que aumentaba a cada instante, mientras André —¿era tan charlatán entonces?— se aturullaba tratando de condensarle sus andanzas de una década en la media hora escasa de la que disponían antes de tomar sus respectivos aviones.
Había estudiado Económicas. Trabajaba para una compañía de actuarios de Zurich. Viajaba mucho, pero el salario era bueno. Estaba a punto de cumplirse un año desde su boda.
—¿Regalo de aniversario? —dijo Irene, señalando el estuche que André todavía llevaba en la mano.
Él lo abrió, mostrándole unos pendientes engarzados en dos hipertrofiadas perlas.
—¿Te gustan?
—Son preciosos. A tu mujer le van a encantar.
—Se llama Erika. Es pianista…, como tú.
—¡Pobre de mí! Dejé el piano hace siglos. Ahora me dedico a la física teórica…, igual de inútil, pero más prosaico.
—¡No es posible! Eras…, eras maravillosa, Irene.
—Era una aficionada mediocre.
André negó con la cabeza, apretando los labios. Era un gesto infantil, como el de un niño enfadado con su maestra. Todo él se le antojaba pueril.
Hora de partir, se dijo.
—Oye, tengo que irme enseguida.
—Quizá podamos vernos cuando regreses. A Erika le encantaría conocerte.
—Claro. Te mandaré un correo.
—¡Estupendo! Cuento con ello, ¿eh?
André pidió la cuenta. Irene terminó su Coca-Cola y se dispuso a levantarse, despedirse, liquidar el encuentro civilizadamente.
—¿Por qué dejaste de escribir, André?
La mirada de cordero degollado que precedía la ristra de excusas tontas. ¿Es que no iba a aprender nunca a callarse la boca? ¿Qué más daba en todo caso?
—Olvídalo. Son tonterías. Yo…
—Nunca me lo he perdonado —dijo él. La expresión contrita de su rostro era cómica. ¿Qué ganaba haciéndole pasar semejante apuro?
—De verdad. No tiene importancia.
—Escucha, yo…, un momento —la mano diminuta de André apretó su antebrazo—. Déjame contarte. Cuando…, cuando te marchaste, fue muy duro para mí.
¿Duro para él? ¿Cómo pensaba que se sentía ella, exiliada en una ciudad extraña, sin un solo amigo?
—Te…, te echaba mucho de menos. Corinne también. Empezamos a pasar mucho tiempo juntos. Hablábamos de ti a todas horas. Poco a poco nos fuimos encariñando y…
No, pensó Irene. No. No con André.
—No sigas, por favor.
—No me atreví a confesártelo, Irene. No sabía cómo decírtelo. Fue todo tan… inesperado.
¿Inesperado? ¡Tan predecible como los ciclos de la luna!
—Éramos unos críos. No te agobies.
André estaba casi llorando. Resultaría cómico, de no ser por el vendaval de sentimientos que soplaba en su interior. Vergüenza ajena, rabia, alivio. Sobre todo alivio.
Las Variaciones Goldberg. Tendrían diez o doce años cuando Corinne había acudido a su casa un sábado por la mañana. Era algo inusitado; los fines de semana su amiga del colegio se trataba con otro tipo de niñas, hijas de gente adinerada como sus padres. Aquel sábado, sin embargo, no debía de tener mejor plan. Irene estaba en mitad de su clase con Leila. Corinne se sentó en el sofá mientras ella practicaba las Variaciones Goldberg.
Al día siguiente anunció su intención de convertirse en una virtuosa.
Al cabo de una semana, en la enorme buhardilla que usaban de cuarto de juegos había un piano de cola, un Shimmel nuevo, cuyo precio excedía el salario de tres meses de su padre, listo para la primera clase de su amiga.
—¿Cómo os fue? —preguntó Irene.
—¿Cómo nos iba a ir? Se cansó enseguida de mí. Ya la conoces.
¿La conocía?
Claro que sí. Le había pasado con ella lo que no iba a permitir que le pasara con Boiko. La había amado entonces, cuando niñas, como le había amado a él durante las semanas infinitamente largas que parecían haber transcurrido desde su fracasada charla en el CERN. Pero el amor infantil no sobrevivía la infancia. Siempre lo había sabido.
—Nunca llegó a segundo año de piano —dijo, distraída—. Un Shimmel, un maravilloso Shimmel desperdiciado.
—No te sigo —dijo André, azorado.
—No tiene importancia. De veras que no la tiene.
Y era cierto. No la tenía. Ya no.
Más tarde, mientras el avión ganaba altitud, alejándose de Ginebra, Irene tuvo la sensación de que también ella ascendía, escalando por encima de las nubes, alto, alto, cada vez más alto, como un globo que ha soltado todo su lastre y ya nada le retiene a la tiranía del suelo.
* * *
El rostro era familiar. Nariz aguileña y mentón prominente, rematado por una perilla entrecana. Unos ojos calmados e inteligentes, fijos en él, preocupados.
El nombre que acompañaba al rostro acudió a su memoria. Esfandiari.
La habitación le resultaba desconocida. Parecía un dormitorio. Estaba tumbado en una cama. Había un armario de madera y un perchero. Un sofá, una silla y una mesita con un samovar encima.
No tenía ni idea de lo que estaba haciendo allí.
—¿Me escucha, Robles aga? —la voz del relojero era tan amable y pausada como sus ojos—. ¿Sabe quién soy?
Héctor alzó la muñeca con dificultad, mostrándole el Rolex.
—Mi reloj… —balbuceó con dificultad.
—Eso es. Esfandiari, ¿recuerda?
Héctor intentó alzarse. En vano. Se mareó apenas levantó la cabeza y tuvo que dejarla caer de nuevo en el colchón. Karim, pensó, qué le había ocurrido a Karim. Una mujer entró en la habitación. Traía un vaso entre las manos. Llevaba la cabeza descubierta. Se inclinó sobre él, ayudándole a alzarse un poco, murmurando algo en farsi, acercándole el vaso a los labios. Algún tipo de infusión. Estaba caliente. Quería más. De repente cayó en la cuenta de que tenía mucha sed.
—Beba poco a poco. Le hará bien.
¿Por qué estaba allí? Tenía las manos vendadas. Se las había despellejado escalando la roca, clavando los puños en la fisura que ascendía a lo largo de la pared, incrédulo como un bárbaro Tomás que necesitara hundir una y otra vez la mano en la llaga abierta en la piedra. Ni por un instante pensó que lo conseguiría. Había comenzado a subir porque no había otra vía de escape, porque se lo debía a Karim, porque quería ver a Irene de nuevo, pero diez metros más tarde, con las manos sangrando y los brazos sin fuerza, estaba convencido de que en el siguiente movimiento vendría el traspiés que daría con él en el fondo de la garganta.
Acabó de beber, dejó caer la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Había atravesado la Puerta del Paraíso, pero el Paraíso nunca había estado más lejos. Ciento cincuenta metros golpeando con sus puños desnudos a un gigante de roca. Y siempre, en el último instante, cuando sus fuerzas se agotaban, cuando los pies resbalaban, sin voluntad para seguir sosteniéndose en la roca, aparecía un estribo, un anclaje, una escalerilla, recordándole que Karim le protegía.
En algún momento había dejado de sentir miedo. Su cuerpo se pegaba a la pared, como si quisiera fundirse con ella, mientras sus brazos repetían una maniobra ya automática de tan repetida. Al llegar a la repisa donde la pared cambiaba de pendiente y la escalada se hacía más fácil, sus nudillos estaban en carne viva; los pantalones, desgarrados a la altura de las rodillas; los pies, destrozados; la garganta, reseca por el esfuerzo sobrehumano. Y no le quedaba una gota de agua.
A partir de ese momento sus recuerdos se tornaban borrosos y fragmentarios, como si hubiera soñado el largo camino a lo largo de la cornisa. El calor asfixiante durante las largas horas del mediodía, encogido en el precario refugio que ofrecía el hueco entre tres pedruscos, oyendo el batir de las aspas de los helicópteros por encima de su cabeza. El silencio, reptando hacia él acompañado del frío al caer la tarde. La caminata infinita a lo largo de la noche, los tropezones, las llagas en los pies abiertos, la sed, la sed, la sed. El bendito mapa de Karim. La bendita brújula de Karim. La bajada por el sendero de cabras, dando traspiés, revolcándose por el polvo cada cuatro pasos. El puesto de guardia, donde un soldado dormitaba a las cuatro y media de la mañana. La tierra en la boca, arrastrándose entre rocas inclementes, con la pistola amartillada, rogando para que el muchacho no se despertara. Persépolis al amanecer.
El sudor helándose sobre su piel, en el hueco donde las ratas habrían dado cuenta miles de años atrás de los restos de Artajerjes.
Aguardando la llegada del sol, acosado por los fantasmas. Delirando. La sed. Una procesión de borrachos encabezados por una prostituta prendiendo fuego a los palacios de los reyes. La boca llena de llagas. Jeeps cargados de soldados patrullando entre las ruinas. La sed, la sed, la sed. Karim buscándole entre las sombras.
Moshem. Moshem a su lado, ayudándole a caminar. ¿Cómo le había localizado? Un milagro más entre los muchos del día. Karim dijo que le encontraría. Se lo debía también a Karim. El tacto fresco del cuero en el interior del Mercedes. La bendición del agua en los labios. El pinchazo de una aguja hipodérmica en su muslo. Después nada.
—Está todavía agotado, Robles aga. Vamos a darle otro calmante. No se preocupe, cuidaremos de usted.
—Ebrahim… —consiguió murmurar—. ¿Qué…, qué le ha pasado?
—Duerma ahora.
La voz de Esfandiari, muy lejana. Una mano de mujer en la nuca. Dos píldoras, tragadas a duras penas. ¿Por qué le estaban drogando? Había alguien más en la habitación. Con un esfuerzo sobrehumano consiguió alzar el tronco y focalizar la vista en el hombre semioculto por el dintel de la puerta. El rostro era familiar. Velasco le había mostrado fotografías. No debería estar ahí. ¿Deliraba? El hombre se acercó hasta la cama, cojeando ostensiblemente, apoyándose en un bastón cuyo pomo plateado era un águila de doble cabeza.
—Ebrahim ha muerto, señor Robles.
—¡No! —gritó Héctor, pero sólo escuchó un murmullo casi inaudible, como el de una radio sin volumen. Los ojos se le cerraban. ¿Le habían envenenado?
¡Escapar! Tenía que escapar como fuera. Tanteó ciegamente el borde de la cama hasta sentir la presión en sus hombros, obligándole a tumbarse.
¡No! No así, tumbado boca arriba, como un enfermo. Quería levantarse. Al menos morir de pie.
Hizo un último intento por alzarse, empleando todas sus fuerzas.
Después la oscuridad, misericordiosa.
—Un hombre valeroso —dijo Sayed Sohrab Razavi compasivamente.