VIRGILIO EN EL INFIERNO

CUANDO REGRESÓ A LA ENTRADA DEL TÚNEL, encontró a Ebrahim encorvado sobre la radio de campaña. No hacía falta entender el farsi para comprender, por el tono angustiado de su voz, que estaban en apuros.

—Nos están buscando —dijo cuando cortó la comunicación al cabo de un par de minutos.

—¿Qué ha ocurrido?

Ebrahim se encogió de hombros.

—Posiblemente los soldados que nos detuvieron ayer dieron parte, alguien ha empezado a tirar del hilo y le ha costado poco descubrir que no había ninguna misión arqueológica prevista estos días. ¡Soy un imbécil! Les di demasiada coba. Se lo pasaron tan bien que aún se acordaban del profesor chistoso a la hora de redactar su informe.

—Aun así —dijo Héctor— sería un informe rutinario, una vehículo de la universidad camino de las tumbas reales. ¿Qué les ha hecho sospechar?

Ebrahim negó con la cabeza. Parecía más furioso que asustado.

—Con un depósito clandestino lleno de plutonio Rostam Sistani sospecha de todo. ¡No debí haber permitido que vinieras!

—Olvídate de eso ahora. ¿Crees que saben dónde buscarnos?

—Es un milagro que no hayan caído aún en la cuenta. Espera. ¿Oyes eso?

Era el inconfundible ruido de un helicóptero. Ebrahim se levantó de un salto y corrió al fondo del túnel, de donde regresó al cabo de un instante con dos automáticas, que Héctor reconoció como Makarov, de fabricación rusa. Venían equipadas con un silenciador. Le alargó una de ellas y un par de cargadores.

—No podemos quedarnos aquí. Cuanto más tarden en localizarnos, más efectivos pondrán a peinar la zona.

Como para confirmarlo, un tercer jeep pasó zumbando por delante de la cueva.

—Estamos atrapados —murmuró Ebrahim.

* * *

Los timbrazos parecían llegar desde otra galaxia. Irene alargó el brazo, tanteando a ciegas en busca del teléfono, preguntándose quién podía querer algo de ella. Boiko no llamaba nunca y Corinne había desaparecido en unas vacaciones indefinidas. Igual que Héctor. La forma en que todo el mundo había desertado, se dijo, mientras descolgaba trabajosamente el auricular.

—Dígame.

—¿Irene?

Era Helena Le Guin.

—Al aparato —dijo. El timbre del teléfono parecía seguir sonando en su cabeza. No, peor. Las campanas de la catedral de Notre-Dame, la planta de producción de General Motors, las turbinas de un Airbus competían por machacarle las pocas neuronas que le quedaran vivas.

—Irene, quiero hablar contigo. Llevo varios días intentando localizarte.

¿Qué hora era?

¿Hora? No sabía en qué día vivía. ¿Martes? ¿Jueves? ¿Cuánto hacía que no pasaba por el CERN?

—He estado indispuesta —balbuceó.

¿Indispuesta? Más bien colocada, borracha, fumada, alucinando.

—Nada grave, espero.

También lo esperaba ella. Por el momento apenas podía dominar la náusea; sus tripas eran una ciénaga inmunda; su garganta, el Valle de la Muerte; su cabeza, una cantera en la que explotaba un cartucho de dinamita tras otro.

—¿Podríamos vernos hoy? Si lo prefieres, podemos darnos cita en la ciudad. ¿Te parece quedar en la cafetería de Les Berges? Es un hotel muy agradable, junto al lago. ¿En una hora?

¿Para qué? Pero no tenía ánimos de discutir con ella. Bastante le costaba seguir con los ojos abiertos.

—Allí estaré.

Levantarse de la cama le costó un esfuerzo heroico. Hacerse a la idea de que eran las seis de la tarde todavía más. Recomponer los fragmentos desordenados de la última semana le fue imposible. Se arrastró a la cocina como pudo, tomó un vaso de leche y lo vomitó en el fregadero, sin tiempo de llegar al retrete. ¿De dónde habían salido todas aquellas botellas vacías?

Consiguió encadenar tres proezas consecutivas. Ducharse. Lavarse los dientes. Beber agua.

Su humor se aproximaba al cero absoluto. Las imágenes de los últimos días —¿o habían sido meses?— se agolpaban en su mente. Los cuerpos amándose desesperadamente, como sabiendo que el extraño paraíso definido por las cuatro paredes de un piso vacío y una lata que contenía polvo blanco no podía durar. Las madrugadas en las que se despertaba del sopor inducido por la mezcla de alcohol y coca para encontrarse con unos ojos negros que la contemplaban, serenos e inescrutables. Boiko, por todo lo que sabía, no necesitaba dormir y era inmune al veneno que se metían cada noche. Apenas salían de casa, como no fuera a L’usine. La ropa se le caía, había adelgazado cuatro o cinco kilos y las ojeras le llegaban hasta el suelo. Su cerebro, aquella constelación que parecía explotar las primeras veces que la cocaína la invadía, parecía devorado por un agujero negro que se expandía velozmente, dejándola silenciosa y sin voluntad.

No podía seguir así.

Con un esfuerzo se dirigió hacia la puerta agarrando lo primero que pilló, sin pensar que acudía a un sitio elegante. Sus vaqueros zarrapastrosos, una camiseta de tirantes, las zapatillas de deporte y su pequeña mochila. Mientras bajaba las escaleras se las compuso para recogerse el pelo todavía mojado en una cola de caballo. La luna de un escaparate, bajando por la rue de Lyon, le devolvió la imagen de una yonqui flaca, pálida y mal vestida. El portero disfrazado de almirante que custodiaba la puerta de Les Berges la detuvo a la entrada del hotel, preguntándole con falsa amabilidad qué se le había perdido allí a una pordiosera como ella. Helena Le Guin apareció con el tiempo justo de evitar que la echaran con cajas destempladas.

Irene se dejó arrastrar hacia un cómodo diván en una encantadora esquina de un local que se le antojó tan esnob como los modales de la directora.

Valiente juez de los demás estaba ella hecha. Una mendiga con la camiseta llena de lamparones y el corazón como un campo de minas.

—Se te ve desmejorada —dijo Helena, componiendo una expresión seria, de madre preocupada—. ¿Has ido al médico?

—No es nada —respondió Irene, evitando mirarle a la cara—. Creo que necesito un descanso.

—De eso quería hablarte precisamente. Pero antes quería pedirte disculpas por mi intervención durante tu charla. Irene, lo único que pretendía era ganar tiempo. Evitar que sir James nos hundiera. Friedrich se había marcado un débil farol y no me quedaba más remedio que apoyarle para evitar que Reeves saliera de la sala afirmando que el director del experimento Omega del CERN mentía.

—No tienes que darme explicaciones.

Helena se acercó más a ella y bajó la voz.

—Tengo novedades. Me temo que no son buenas.

Irene se echó hacia atrás, rehuyendo la proximidad de la directora. Conocía sus trucos y no iba a dejarse engatusar una segunda vez ni por su voz tenue ni por el sincero violeta de sus ojos.

Helena reparó en su maniobra. Su barbilla tembló un poco. Sacó su pitillera del bolso, pero no llegó a abrirla. Se limitó a pasar los dedos por la superficie de plata bruñida, como sacándole brillo.

—Después de tu charla decidí ordenar un análisis independiente de los datos de Omega. Estaba convencida de que Friedrich mentía. Le pedí a Archibald Ross que el grupo de Oxford estudiara la región que predice tu modelo. No han encontrado nada. Me temo que no hay burbujas extrañas en esa zona.

—¿Te temes? ¿No es lo que querías? ¡Estupendo, entonces! La jovencita imprudente se equivocaba y no hay riesgo alguno para el LHC. ¡Tal y como afirmaste en público!

—De eso se trata. No te imaginas lo culpable que me siento. Yo…

—Déjalo ya, ¿quieres? —cortó Irene—. Trabajé en ese problema porque me interesaba, no porque tú me lo pidieras. Si mi modelo es incorrecto, la culpa es mía, no tuya… No eres mi madre, Helena. No necesito que me compadezcas.

Ahora sí. Helena sacó un cigarrillo de su pitillera y se lo puso en los labios. Irene contuvo el impulso de pedirle uno.

—¿Has mandado tu artículo a Science? —preguntó Helena.

—No, todavía no —dijo Irene.

—Quizá valdría la pena que lo revisaras… Puede que haya algún error…, alguna aproximación incorrecta.

Irene asintió con la cabeza, incapaz de hablar. Quería salir de allí cuanto antes. Marcharse a L’usine. Ver a Boiko.

¿Quería verlo? ¿Realmente?

A menudo, a lo largo de las interminables noches a su lado, había intentado hablarle, tender un puente entre ambos. Pero todas sus palabras habían caído en un pozo de devoto silencio. Boiko la escuchaba sin pestañear, sin interrumpir, pendiente de su voz, como alimentándose de ella. Pero él no tenía nada que decir. Al principio había pensado que era una cuestión de tiempo, que Boiko callaba por timidez o por no saber expresarse. Pero había acabado por convencerse de que si no hablaba nunca de su pasado era porque el pasado no existía para él. Si no mencionaba el futuro era porque el futuro le tenía sin cuidado. No comprendía otra cosa que el ahora, el instante del beso, de la raya, del negocio turbio que, como todo lo demás, despachaba rápidamente y sin volver a pensar jamás en ello.

Con Héctor, el presente había sido un trámite insatisfactorio, una estación de paso hacia la promesa de un futuro compartido. Una promesa falsa, pero preferible al éxtasis en el que su voluntad se aniquilaba.

—Irene, hazme un favor —dijo Helena—. Tómate un respiro. Vete a casa un par de semanas. Necesitas recuperarte. Verás las cosas más claras cuando vuelvas.

Tenía razón. Era imperativo que escapara de allí. Del maldito apartamento, que nada tenía que ver con su hogar perdido. De la ciudad nocturna por la que merodeaba como un vampiro. De la yonqui que la perseguía en los escaparates.

De Boiko.

Era algo que había sabido siempre, pero durante las últimas semanas su mente había opinado una cosa, y su corazón, otra. Pero no podía seguir con él. El abismo que les separaba era infranqueable.

Tenía que marcharse. Empezar de nuevo. Recomponer los pedazos rotos de su vida.

—Ven a verme cuando vuelvas. No es el fin del mundo. Dentro de un año nos estaremos riendo de todo esto.

Pero Irene no la escuchaba. Lo único que quería, ahora que había caído en la cuenta, era huir cuanto antes.

Volver a casa.

* * *

¿Atrapados? No, pensó Héctor. Había una salida. Hacia el cielo.

—La Puerta del Paraíso —dijo—. Podemos subir por allí y llegar hasta Persépolis por el sendero del que me hablaste.

El rostro de Ebrahim se iluminó sólo para volver a ensombrecerse casi de inmediato.

—No lo conseguiríamos —objetó—. Nos están buscando con helicópteros. Es una caminata de más de diez horas por una cresta pelada, totalmente expuestos.

—¡Podemos intentarlo! —exclamó Héctor, tomándole por los hombros—. Es mejor que quedarse aquí, aguardando a que nos cacen como ratas.

Ebrahim asintió con la cabeza.

—Es verdad. Al menos arriba estaremos al aire libre. No quiero morir en un agujero.

—¡No te van a capturar! Mañana a estas horas estaremos dándonos una comilona en Shiraz.

—Te creo —afirmó Ebrahim—. Vamos a empaquetar una mochila. No hay tiempo que perder.

Su amigo empezó a sacar objetos del saco de campaña, extendiéndolos frente a ambos como un vendedor en el Bazar. Luego fue seleccionando, uno a uno, los que necesitaban. Cuatro barritas de chocolate, una pequeña cantimplora con agua, un GPS, una brújula, una linterna, un mapa topográfico… En el bolsillo lateral puso la pistola y dos cargadores.

—Voy a marcar el camino hasta Persépolis en el mapa. En caso de que nos separemos te será fácil orientarte con la ayuda del GPS o la brújula.

—No seas cenizo —dijo Héctor—. No nos vamos a separar. Eres mi guía aquí, ¿recuerdas?

Ebrahim alzó los ojos hacia él. Había tristeza y algo más, que se le escapaba, en ellos.

Duró sólo un segundo. Ebrahim se colgó la mochila a la espalda.

—Vamos —dijo—. Tú irás delante. Yo te seguiré de cerca.

Héctor asintió, flexionando los dedos, sintiendo cómo la adrenalina iba subiendo sus pulsaciones y tensando sus músculos. Era extraño. Debería sentir miedo y, en lugar de eso, se sentía exultante.

Empezaron a subir. Los primeros metros fueron tan fáciles como si llevara toda la vida ascendiendo por paredes verticales, pero los antebrazos empezaron a torturarle pronto. Cuando pudo abrir las piernas en cruz, apoyándose en ambas paredes y relajarse un poco, los dedos eran pura mantequilla.

—Estoy reventado —jadeó.

—No pienses en ello y sigue escalando.

La pared fue estrechándose poco a poco a medida que ascendían y la claustrofobia empezó a torturarle. Resbaló en un par de ocasiones sólo para sentir que la mano de Ebrahim paraba su pie y lo guiaba hasta un hueco apropiado o uno de los estribos que cada vez abundaban más. ¡Y ése era el hombre frágil! Hubiera sido incapaz de superar la chimenea sin su ayuda.

—¿No estás cansado, Ebrahim?

—Alza los brazos por encima de la cabeza. Un poco más arriba ya no es posible. Déjame que guíe tus pies.

Héctor Espinosa no hubiera caído jamás en la cuenta, pero Rafael Robles era un hombre letrado y recordaba los pasajes de la Comedia en los que Virgilio acompañaba a Dante en su descenso a los infiernos. Excepto que su viaje era en dirección contraria y el único poeta que recordaba en ese momento era Hafiz. Hafiz, guiando sus pies, ayudándole a ascender al cielo.

—¿Cuál es tu verdadero nombre, Ebrahim?

—¡Eres un insensato, Rafael! Sigue subiendo y cállate la boca.

—¡Me llamo Héctor, amigo mío! Me llamo Héctor Espinosa.

Estaba exaltado, ebrio, con el sudor cegando sus ojos, una pared de piedra rascando su nuca y otra a un milímetro de su nariz; los brazos, alzados como un prisionero; los dedos, reventados, buscando agarres como desesperados animales husmeando la roca.

—¡Sube! ¡Sigue subiendo, Héctor! ¡Casi has pasado!

¡Luz! ¡Luz de repente! ¿Era eso nacer? ¿Era eso lo que se sentía cuando la cabeza salía por fin de ese otro túnel en el que empezaba la vida? Una arista le había hecho un corte bajo el párpado y la sangre, mezclada con el sudor, le corría por el rostro. Los pulmones se expandieron desesperados por una bocanada de aire fresco. Los dedos tocaron algo metálico y lo aferraron como a un pecho materno. Era una escalerilla oxidada, puesta allí treinta años atrás para que él la encontrara.

—¡Coge la mochila!

—Héctor aferró el paquete que asomaba por la boca de la chimenea recién superada, se lo echó a la espalda, secándose los ojos y el rostro con la manga de la chaqueta antes de inclinarse hacia la Puerta del Paraíso para tomar las manos de Ebrahim apenas aparecieran.

Pero las manos de su amigo no aparecían.