DRAGÓN NOCTURNO

CARPENTER SE SENTÍA BIEN DE NUEVO. Concentrado, alerta y protegido, rodeado por las grandes pantallas de cuarzo líquido que definían su espacio vital.

Se pasó la lengua por las encías, donde todavía quedaba un leve rastro de su «dentífrico». Le debía el truco a Boiko. Esnifar no le iba bien, no buscaba colocarse, no era un adicto al subidón que producía la coca en grandes cantidades. Al contrario, detestaba la sensación de falta de control, la inseguridad, las obsesiones que le asaltaban cada vez que exageraba la dosis. Por no decir las secuelas físicas. Su corazón respondía mal a cualquier exceso. Llevaba ya varios sustos a cuestas. Boiko había sido testigo del último, la misma noche que mandó al imbécil de Linsen al hospital por un par de semanas. Pero ¿quién no hubiera hecho una excepción para celebrar las buenas nuevas?

Excepto que no podía permitírselo. Cuando comenzaron las palpitaciones, era ya demasiado tarde. Siguió el mareo, los vómitos, un sudor frío abrazándole como una amante escapada de la tumba.

Afortunadamente Boiko había comprendido que la cosa iba en serio y un cuarto de hora más tarde le estaban intubando en la UCI del Hôpital de La Tour. Afortunadamente todo había quedado en un susto. Su médico de cabecera era un buen amigo y la política del hospital era de una discreción absoluta. Pero el mensaje no podía haberle quedado más claro.

—Tienes el corazón débil, John. La próxima vez quizá no tengas tanta suerte.

—No habrá próxima vez, Philippe. Te lo garantizo.

—Has estado a un pelo del infarto. Tienes que cuidarte.

—Lo haré, quédate tranquilo.

—Quizá deberías considerar unas vacaciones en un centro…

—No soy un toxicómano. No necesito que me hagan un lavado de cerebro.

—John, no es sólo la adicción. Deberías perder peso, cambiar de hábitos… Piénsalo.

No había nada que pensar, se dijo, mientras controlaba los procesos que circulaban por la granja de ordenadores, una rutina tan familiar que sólo requería el diez por ciento de su atención. Los trabajos no tardarían en finalizar. Antes de irse a casa sabría si la red neuronal funcionaba o no.

No había nada que pensar, no tenía intención alguna de encerrarse en una cárcel con horarios prefijados, arrogantes doctores que le dieran palmaditas en el hombro y le trataran como a un deficiente mental, enfermeras estiradas que le arrearan como ganado a lo largo de la rutina del día. Comida de dieta, charlas para subnormales y la compañía de colgados de todo tipo. Por no hablar de la imposibilidad de trabajar durante el tiempo que durara la sentencia.

Los trabajos empezarían a salir de la cola en cualquier instante. Carpenter empujó su butaca de ruedas hacia atrás, saliendo a regañadientes de su cápsula protectora y se dirigió, resoplando, hacia el cuarto de baño con un neceser en el que llevaba un cepillo de dientes y una pequeña lata de Nivea, en cuyo interior había mezclado su «dentífrico». Pasta de dientes y la cantidad justa de coca.

—Tú necesitas tirón largo. Boiko sabe cómo.

Al llegar al cuarto de baño se enfrentó primero con el pequeño suplicio de orinar. Philippe llevaba una temporada dando guerra con su próstata, pero no podía meterse en una operación en ese momento. No había nadie en Omega que pudiera sustituirle.

Friedrich lo sabía perfectamente. Se lo había dicho muchas veces.

—Dependo de ti, John. Eres mi brazo derecho. Como Corrado.

Corrado, siempre Corrado. El jefe lo nombraba tan a menudo que a veces tenía la sensación de verlo caminar al lado de éste, su sombra confundiéndose con la sombra de Friedrich von Zhantier. Otras veces, en cambio, le parecía sentir su aliento en la nuca, su mirada penetrante estudiando sus programas. Aprobando su trabajo. No creía en fantasmas, pero si creyera no les tendría miedo, al menos no al de Gatto. Era una presencia amable. Un amigo silencioso y fiable. Como Boiko. Qué importaba que fuera una sombra. ¿Quién no lo era?

Después de orinar se dirigió al lavabo. Abrió la lata de Nivea, untó el cepillo de dientes con la pasta y la aplicó cuidadosamente a sus encías. Primero una capa fina, en la encía superior, justo encima de los incisivos, que absorbió rápidamente, pasando la lengua una y otra vez por ella. Inmediatamente se sintió mejor. A continuación aplicó una segunda capa, concienzudamente, a lo largo de ambas encías. El efecto debía durarle un buen rato. La coca se absorbía poco a poco con aquel truco, dándole un ligero empujón, una ayuda, sin secuelas.

Él no necesitaba la nieve para alucinar o ponérsela dura. Nunca le había interesado lo primero y hacía años que había renunciado a lo segundo. Cada uno era como era. Su cuerpo siempre había sido un lastre que llevar a cuestas. A cambio, su cerebro era un toro bravo como el que acababa con Juan Gallardo en Sangre y arena. La coca le ayudaba a sentirse mejor, eso era todo. Más optimista, menos agobiado por la maraña de acontecimientos que se enredaban a su alrededor. Sobre todo cuando tenía que hablar en público. No se le daba bien, le ponía nervioso sentirse el centro de la atención de una audiencia, tendía a tartamudear, a liarse explicando conceptos triviales, a perder el control sobre su acento que revertía al cockney de su infancia. Quizá por eso Friedrich solía ser reticente a que presentara los resultados de su trabajo en las conferencias anuales.

—No te preocupes por esas menudencias. A Corrado le traían sin cuidado.

Y, sin embargo, pensó John, a él le resultaba cada vez más insoportable que fueran otros los que se lucieran con sus ideas, presentándolas como suyas, sin darle crédito alguno. Pero el jefe le quitaba importancia.

—Lo que cuenta es la marca. Corrado era el Versace de la física, aunque nunca saliera al escenario.

Los trabajos iban acabando uno tras otro. Satisfecho, lanzó un programa que analizaba el resultado de cada uno de ellos y creaba un gráfico que iba refrescándose online a medida que iban llegando nuevos datos. Mostraba la abundancia de la hipotética señal de burbujas extrañas que la red neuronal iba encontrando. Las fluctuaciones todavía eran altas, pero el gráfico parecía oscilar en torno al cero, como era de esperar…

¿O no? A medida que barría la región de bajos ángulos la curva iba separándose más y más del valor nulo. Carpenter entró en un ciclón de actividad, lanzando desde sus tres pantallas un control tras otro, tecleando códigos que le permitieran comprobar pasos intermedios, chequeando resultados de referencia, modificando al vuelo los parámetros de la red. El sonido de sus dedos sobre los teclados era similar al tableteo de una ametralladora; los movimientos con que su butaca giraba entre los terminales, precisos como si pilotara una nave espacial.

Una hora más tarde no había lugar a dudas. La señal de las burbujas era enorme. Tenía miles de sucesos en la DST. ¡La teoría de Irene de Ávila era absolutamente correcta!

Era una de esas situaciones en las que tenía sentido permitirse una segunda visita al cuarto de baño.

* * *

Se despertó con la sensación de que algo iba terriblemente mal.

Su Rolex le informó de que eran casi las siete de la mañana.

¿Las siete? ¿Cuánto tiempo llevaba durmiendo? Debería haberse levantado no más tarde de las cuatro para controlar las medidas del detector y regresar a Persépolis antes de las seis. ¿Qué había pasado?

Se puso en pie de un salto, ignorando el dolor de cabeza y la sensación de náusea en su estómago. Ebrahim estaba sentado cerca de la entrada principal del túnel con lo que parecía una pequeña radio de campaña entre las piernas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Héctor.

—Problemas.

Como para confirmarlo, el zumbido de motores, seguido de dos jeeps con ametralladoras montadas en la parte trasera.

—¿Por qué no me has despertado antes?

—No han parado de pasar desde antes de que amaneciera —Ebrahim señaló con la barbilla la carretera—. Imposible salir. Pensé que valía la pena que descansaras un poco más.

—¿Qué vamos a hacer?

—De momento ocúpate de tus medidas. Mientras seguiré intentando contactar con Moshem. Lo primero es decidir si todo este tráfico es pasajero o si hay algo más.

¡El detector! En lugar de comprobar las medidas antes de irse a dormir había caído fulminado por el alcohol y la devastadora tristeza que Ebrahim había desparramado sobre él. Velasco tenía razón. No era más que un novato estúpido, de quien nadie en su sano juicio debería fiarse.

Se levantó de un salto, controlando la sensación de náusea que se apoderó de su estómago vacío y corrió al Mitsubishi. Con un clic del ratón activó la pantalla que registraba los resultados de las medidas.

¡Tenía una señal! El pico de neutrones resaltaba sobre el ruido de fondo tan nítidamente como las columnas del Palacio de los Reyes sobre la llanura de Persépolis. El exceso correspondía a muchas decenas de kilos, el espectro de energía era el apropiado y la señal era máxima en la dirección del depósito, de donde provenían los neutrones. No había duda posible.

Sin perder un instante sacó del bolsillo interior de su chaqueta una pequeña barra de memoria, la insertó en el ordenador y copió todos los datos en ella.

Tenía las pruebas. Ahora sólo necesitaban salir de allí.

* * *

Friedrich observa de reojo a Corrado mientras su Porsche se desliza, sin prisa, a lo largo de la carretera que une San Genis con Gex. Su amigo está contento. De hecho Friedrich no lo ha visto así en toda la década que lleva apareciéndosele. Es la primera vez que sonríe abiertamente y el resultado es un poco molesto. Corrado nunca fue un hombre de mucho sonreír y se nota, su rostro no reconoce la expresión y se distorsiona, las líneas que lo forman se disuelven para recomponerse de nuevo en el siguiente instante. Sin duda el ectoplasma no es capaz de retener los gestos que no eran habituales en vida. Es un poco inquietante la imagen de esa cara borrosa que se forma y descompone continuamente, pero Friedrich lo da por bien empleado. Está contento de haberle dado una alegría a su viejo compañero, aunque signifique haber dado su brazo a torcer.

—Ya ves que no tengo reparo en reconocerlo. Tenías razón en lo de las burbujas. Carpenter ha encontrado una señal.

Parece que el fantasma ha desistido de sus intentos de sonreír, harto de disolverse continuamente, y sus facciones expresan ahora su típica nostalgia. Pero las señales telepáticas no pueden estar más claras.

—¿Lo ves? —parece estar diciéndole—. ¿Por qué dudaste de mí? Sabías que nunca me equivocaba.

—No debiste presentar ese resultado sin consultarme —contesta Friedrich, aunque intenta que su tono no suene recriminatorio. Después de tantos años ¿a quién le importa esa antigua rencilla?

—No me lo hubieras permitido —transmite el fantasma, que hoy consigue comunicarse con una nitidez extraordinaria, como si la estática que dificulta las transmisiones con el más allá hubiera desaparecido.

—Sí, es cierto —suspira Friedrich—. No te lo hubiera permitido. Estábamos a un paso de encontrar el plasma y la prensa… ¿No lo entiendes todavía, a estas alturas?

El fantasma de Corrado le hace saber que no está de acuerdo. Terco, como siempre. ¿Qué se esperaba? Si las personas no cambiaban en vida, mucho menos iban a cambiar después de muertas.

—¿Por eso te empeñaste en anunciar el resultado sin mi consentimiento? —Friedrich se siente un poco dolido, decepcionado por el inesperado egoísmo de su amigo de toda la vida, pero disimula. A fin de cuentas es agua pasada. ¿Qué ganaría recriminándole su actitud a un fantasma? Es notorio que los espectros no aprenden, no saben hacer otra cosa que aparecerse en sus lugares habituales, buscando la compañía de los vivos, incapacitados para interaccionar con el mundo material excepto por la tenue proyección de su traslúcida figura. Por si acaso, comprueba, como siempre, que su mano atraviesa el Lacoste color beige que viste Corrado.

—Eran mis resultados —se obstina Corrado. Aunque sus labios no se despegan ni su rostro abandona la expresión melancólica, el mensaje que le llega a Friedrich es rotundo, casi áspero—. La única presentación que pude dar en años.

—No digas eso. Si no dabas más es porque no querías. Nunca te gustaron las presentaciones públicas.

Corrado parece asentir. Friedrich sabe que lleva razón. Él siempre fue mucho mejor orador que su segundo y, además, era el director del experimento. ¿Qué sentido tenía que Gatto perdiera su tiempo dando conferencias?

—¿Qué vas a hacer ahora? —pregunta el fantasma.

—La bruja —contesta Friedrich, rabioso—. La bruja quiere arruinar Omega, como hizo con ARPA. Robarme mi premio. Nuestro premio. No voy a permitirlo.

Corrado parece impresionado por su vehemencia. Durante un tramo aparece y desaparece a intervalos tan agitado como él mismo.

—Te echo de menos —dice Friedrich—. Nada me gustaría más que traerte de vuelta, celebrar juntos el éxito. Nadie va a impedírmelo esta vez. Carpenter sabe callarse. Es un buen soldado.

—¿Y Ross? —parece preguntar Corrado—. Ross te odia. Seguramente conspira con la bruja.

—No van a conseguir nada. Carpenter ha creado una DST filtrando las burbujas. Ross y sus niños de Oxford pueden estudiarla todo lo que quieran. No van a encontrar nada.

—Le debes mucho a Carpenter. Deberías permitirle exponer en la conferencia de la Sociedad Europea de Física. Se lo ha merecido.

—Lo pensaré —dice Friedrich, contemporizador.

Es mentira. Una mentira piadosa. Están a menos de un minuto de la curva donde Corrado se desvanece siempre y no quiere dejarle con mal sabor de boca. Pero lo cierto es que no tiene ninguna intención de asignarle una charla tan importante a un conferenciante tan mediocre como Carpenter. El pobre hombre haría el ridículo, por no mencionar el patinazo que supondría frente a Oxford. Pero nada cuesta darle a entender a Corrado, como le ha dado a entender a Carpenter, que lo está considerando. Ambos tienen la tendencia a tomar un «quizá» por un «sí», pero también es cierto que saben conformarse cuando resulta ser un «no». John andará unos días cabizbajo y tristón, pero, siendo quien es, se hará pronto a la idea. A fin de cuentas tiene mucho que agradecerle. Sin su ayuda seguiría siendo un mero programador, uno más de los técnicos que trabajan en su gran fábrica.

Friedrich se despereza, acaricia el volante y estira los dedos, disponiéndose a acelerar en unos pocos metros más. Corrado ya se está difuminando. Como siempre, nota el aguijonazo de la soledad. Todas esas decisiones que tiene que tomar cada día, tan fáciles de criticar y tan difíciles de asumir. ¿Tanto cuesta comprender que si permite que el funesto Archibald Ross se gane un crédito inmerecido es por el bien del experimento?

Pero Corrado ya se ha esfumado y a Friedrich no le gusta hablar solo. La primera curva de la ascensión al Col está ya encima. Se concentra, pisa el acelerador y el Porsche sale volando, chirriando las ruedas en cada giro, veloz como un dragón nocturno.