TEMPLO DE LA CIENCIA

IRENE QUERÍA LLORAR, pero sus ojos no atendían a razones. Daba igual que su estómago se hubiera encogido hasta formar una pelota pequeña y dura como un albaricoque, que su garganta estuviera tan reseca como si se hubiera bebido el mar, que una pachanga desafinada recorriera sus intestinos.

¿A qué imbécil se le ocurriría asignar los sentimientos al corazón? De todas sus vísceras, era la única indiferente a la angustia que la asfixiaba. Seguía a lo suyo, batiendo sesenta veces por segundo.

Sístole y diástole. Sístole y diástole.

Y ni una lágrima. Eran las diez de la noche, llevaba horas frente al ordenador, pretendiendo dar los últimos retoques a su artículo, en realidad, buscándose excusas para no mandarlo a Science como se había jurado que iba a hacer mientras escapaba a la carrera de la sala de conferencias del CERN.

La voz serena y los ojos tristes de Helena Le Guin mientras mentía. Ella lo sabía, Von Zhantier lo sabía, Reeves lo sabía, quizá todo el auditorio sabía que la directora general estaba mintiendo.

Eran científicos. ¡Científicos, por Dios! Supuestamente la ciencia era objetiva. El suyo no era un oficio como la política o la literatura, donde todo valía. La verdad no era relativa ni admitía matices, no era una cuestión de gustos ni de opiniones igualmente respetables. Los físicos no escribían versos, sublimes para unos y abominables para otros. Ella había parido un modelo, una teoría capaz de predecir fenómenos concretos. ¡Sus predicciones podían comprobarse!

No bastaba con apelar al principio de autoridad. Von Zhantier no había mostrado un resultado, un gráfico, una tabla, un maldito número que la contradijera. Se había limitado a fanfarronear, golpeándose el pecho velludo.

¡En el auditorio del CERN! ¡En una conferencia pública en el mismísimo Templo de la Ciencia! ¿Por qué no le habían apedreado?

De hecho, llovía sobre mojado. Todo aquello había ocurrido ya antes. Le había ocurrido a Corrado Gatto.

¿Y a cuántos más? ¿Así es como funcionaba el sistema? ¿Aniquilando a quien se atreviera a llevar la contraria a los intereses creados en la ingente Fábrica del Conocimiento? ¿La habrían tratado igual si su teoría hubiera confirmado el inminente descubrimiento del plasma de quarks? ¿Si su resultado hubiera añadido otro mantra a la cantinela de los sumos sacerdotes?

Irene reparó en el paquete de Marlboro nuevo, el presente que cada día le dejaba su pobre vecino. Sin pensárselo dos veces lo agarró, salió de su despacho y recorrió a toda velocidad el pasillo en penumbra hasta llegar al despacho de Mauricio.

Lo encontró encorvado sobre una diminuta esquina de su mesa, la única que no estaba cubierta por estratos de basura. El pelo lacio le caía sobre el rostro ocultándolo casi completamente. Escribía furiosamente sobre una gruesa libreta de tapas negras mientras murmuraba por lo bajo. Un cigarrillo se consumía encima de un plato de café en precario equilibrio, que a su vez reposaba sobre una columna de medio metro de papel amarillento.

Irene dudó sobre cómo abordarle. Había sido un impulso insensato. ¿Qué pretendía, llorarle en el hombro a aquel pobre hombre?

—Pasa, pasa. Conmigo estás a salvo.

Mauricio tenía una voz de barítono grave y melodiosa. Habló sin levantar la cabeza de su libreta, sin parar de escribir en ella.

No se le ocurría nada que decir, pero no parecía que fuera necesario mantener una educada conversación con alguien como él. El único problema era encontrar una esquina en aquella jungla donde acomodarse. Tras pensarlo un poco optó por sentarse sobre una caja de cartón, repleta de libros.

—No te preocupes por esos necios. Yo te protegeré.

Si algo no podía negarse, pensó, es que se buscaba extraños paladines. Abrió la cajetilla de Marlboro y sacó un cigarrillo. Mauricio le señaló una caja de cerillas, que apuntalaba una de las alas de un acueducto de papel. Irene se hizo con ella con la precaución de un arqueólogo explorando un yacimiento a punto de derrumbarse.

—Has sido muy valiente hoy —dijo Mauricio.

Todavía sin apartar la mirada de la libreta, su mano izquierda escaló la colina sobre la que bailaba el plato de café con el cigarrillo casi consumido y se lo llevó a los labios. Justo a tiempo. La pila de papel se derrumbó hacia un lado y cayó al suelo mientras el plato rodaba bajo la mesa. La onda expansiva tumbó también el acueducto que Irene acababa de dejar sin cimientos, pero cuando el polvo se posó, el aspecto general del despacho no se había alterado lo más mínimo.

—Estoy orgulloso de ti.

—Gracias —acertó a decir Irene, agradecida.

Como si todo estuviera ya dicho, Mauricio continuó con su tarea, febrilmente, sin prestarle más atención. Irene se concentró en su cigarrillo. Loco o no, se sentía mejor allí de lo que se había sentido en toda la tarde.

—Pretenden que fue un accidente, pero yo sé la verdad. Él mató a mi hermano.

Súbitamente todas sus tribulaciones le parecieron triviales comparadas con las de aquel pobre hombre. ¡Qué extraña vida la suya! Tras la muerte de Corrado sin nadie que velase por él, su mundo se reducía a un despacho cochambroso, toneladas de papel viejo y sus cálculos, posiblemente tan dementes como él. Y, sin embargo, no parecía infeliz, trabajando día y noche, sin salir de su guarida. ¿Trabajar en qué?

Según Helena, era un genio o lo había sido antes de que la enfermedad le destruyera. ¿Qué hacía entonces, qué garabateaba en sus libretas de tapas negras? Había docenas, idénticas a la que usaba para escribir en ese momento, desparramadas por el despacho. ¿Cálculos sin sentido, incoherentes como el mundo imaginario en el que vivía?

Finalmente Mauricio pareció darse por satisfecho. Cerró la libreta y se giró hacia ella, apartando, con una mano cubierta por un mitón de lana, el pelo grasiento que le caía sobre la cara. La mancha violácea que ocupaba casi toda su mejilla derecha conspiraba con la boca deformada por la parálisis facial, lo que creaba el efecto de una careta horrible que sólo dejaba al descubierto unos ojos límpidos y vivaces.

—Helena no quiere escucharme —dijo Mauricio—. Esa máquina es un instrumento del diablo. Hay que destruirla. Pero es preciso ser cautos. Él mató a mi hermano.

Mauricio no se andaba por las ramas. No estaría mal. Destruir el LHC, quemar el CERN, volver a casa.

—Toma —dijo Mauricio, tendiéndole la libreta en la que había estado escribiendo—. Ahí tienes la prueba.

Irene cogió la libreta, mitad por curiosidad, mitad por no ofenderle.

—¿No la necesitas?

—No —aseguró Mauricio, golpeando con los dedos su enorme frente—. Está todo aquí.

* * *

Héctor consultó su flamante Rolex. Eran ya las seis de la tarde. Llevaban más de diez horas en Persépolis y, como había sospechado, el detector de neutrones no registraba señal alguna.

—¡Nada! Exactamente la curva debida a la radiactividad natural.

Ebrahim se encogió de hombros estoicamente.

—De acuerdo —dijo—. Mañana intentaremos acercarnos al depósito.

De regreso a Marv Dasht, Ebrahim detuvo el vehículo en un promontorio desde el que se dominaba la explanada sobre la que se había alzado la antigua ciudad. Una luna casi llena iluminaba el paisaje, invocando espectros, dibujando la ilusión de los palacios que se alzaban sobre la llanura antes de que las llamas los consumieran.

—¿Por qué lo haces, Ebrahim? —La pregunta se le escapó a Héctor de los labios sin pedirle permiso.

El rostro del espía, en la semipenumbra, parecía más desvalido que nunca. A la mierda la discreción, pensó Héctor. Aquel hombre se la estaba jugando para ayudarle. Quería saber algo de él.

—¿Por qué trabajas para nosotros?

—Tenemos que regresar —contestó él.

Hicieron el camino de vuelta en silencio. Diez minutos más tarde aparecieron las primeras luces de la ciudad.

—Intenta dormir —dijo Ebrahim—. Mañana saldremos muy temprano.

—Discúlpame si te he importunado —dijo Héctor—. Intento entenderte mejor, eso es todo.

—Te lo agradezco, Rafael. —La voz del espía era tenue, casi transparente, como la Persépolis que Héctor había imaginado bajo la luz de la luna—. Soy yo quien tiene que pedirte disculpas. Hace demasiado tiempo que hago esto. Hubo un tiempo en que entendía mis motivaciones. Ahora ya no estoy seguro de ellas.

* * *

Tuvo el tiempo justo para atrapar el autobús de las once y media de la noche. Como era su costumbre, bajó en la estación de Cornavin y se encaminó hacia su casa.

Excepto que sus piernas no la querían llevar allí.

¡Su casa! El hogar añorado durante largo tiempo, el paraíso perdido que tanto había llorado, que tan feliz había sido de poder recuperar.

Cuatro paredes sin nada dentro. El número veintinueve de la rue de Lyon se había esfumado el día que se marcharon, el día que abandonaron la ciudad y su niñez.

Cuatro paredes delimitando la soledad más absoluta.

Cuatro paredes que se le caerían encima apenas cruzara el umbral de la puerta. ¡Si al menos pudiera llamar a Corinne!

Pero Corinne la había abandonado. Igual que Héctor, igual que Helena. Justo cuando no podía soportar ni un minuto más de soledad.

Cuando quiso darse cuenta, estaba en L’usine.

Subió hasta la segunda planta, pidió una cerveza en la barra y se sentó con ella en la mesa cercana a la ventana, vacía a pesar de lo abarrotado que estaba el local. Sacó la cajetilla de Marlboro y se dispuso a fumársela entera antes de volver a casa.

Aún le quedaba más de media cuando Boiko se sentó a su lado.

* * *

A través de la ventanilla tintada que le permitía observar desde la trasera del Mitsubishi sin ser visto, Héctor contempló, no sin incredulidad, cómo los guardias que controlaban el acceso a la carretera, a la salida de Persépolis, abrían la barrera sin detenerles. El brazo de Ebrahim saludó por la ventana del conductor. Uno de los soldados se llevó la mano a la gorra. Su guía manejó tranquilamente hasta la primera curva, pero aceleró apenas perdió de vista a los soldados.

Cinco minutos más tarde se cruzaron con un jeep descubierto con dos soldados dentro. El brazo volvió a saludar. El jeep pasó de largo, pero unos minutos más tarde Héctor escuchó el ronco bramido de un motor acelerando tras ellos y un par de pitidos secos.

El Mitsubishi se detuvo. Los soldados, empuñando fusiles ametralladores, se acercaron al asiento del conductor. A pesar de que se habían tomado la molestia de dar la vuelta para detenerlos, no parecían particularmente tensos, a juzgar por la forma en que sus armas colgaban de las bandoleras, con el cañón apuntando al suelo. Uno de ellos le miró. Héctor esbozó un saludo antes de caer en la cuenta de que el soldado sólo veía un cristal oscuro.

Ebrahim dijo algo en farsi con tono cordial, casi festivo. Ciertamente tenía nervio. Uno de los soldados musitó algo, Ebrahim le tendió unos papeles e intercambiaron unas cuantas frases en su lengua rápida y chasqueante. Un brazo de uniforme señaló la trasera. Héctor se apartó de la ventanilla, sentándose frente a los controles de la cámara y se concentró en contener sus nervios.

—Si nos detienen, lo normal es que se conformen con mis credenciales —le había dicho Ebrahim antes de salir—. En caso de que insistan en examinar la trasera, simula estar trabajando. Les ofreceremos el espectáculo del profesor extranjero que no se entera de nada y todo irá bien.

En ese momento, sin embargo, no las tenía todas consigo. Pero las puertas no se abrían. Héctor escuchó risas. Cuando miró por la ventanilla, vio que Ebrahim sacaba un paquete de tabaco y ofrecía a los soldados, que estaban desternillándose. Héctor se maravilló del absoluto control sobre sí mismo que mostraba el hombre que tan frágil le había parecido dos días atrás.

Finalmente los guardias saludaron, llevándose la mano a la visera de la gorra. Ebrahim tendió la suya y estrechó la de ambos, alargándoles de paso la cajetilla. Los soldados desaparecieron de su campo de visión, charlando en su incomprensible farsi y todavía riendo de vez en cuando. Un instante más tarde oyó el motor alejándose.

El cristal tintado que separaba la cabina del conductor de la trasera bajó suavemente para mostrarle el rostro ecuánime aunque un poco pálido de Ebrahim.

—Menudo susto —dijo Héctor—. ¿No habías dicho que no nos detendrían en este tramo?

—No es lo normal —respondió Ebrahim—. Deben de haber recibido órdenes de ser más estrictos. Pero no se les veía muy motivados. Tenían más ganas de fumar y darle a la lengua que de registrarnos.

—¿Cómo has conseguido que no abrieran la trasera?

—Oh, me he acordado de la historia del arqueólogo que descubre la momia de una cortesana en Persépolis. La momia en cuestión está un poco descarnada después de dos mil años, pero las mujeres persas tienen fama de fogosas y el arqueólogo es un jovencito todavía virgen que se conforma con cualquier cosa.

—¿Les has contado eso? ¿A los soldados?

—Eran un par de críos con ganas de reírse un poco —dijo Ebrahim—. Les ha encantado que el profesor les hiciera tanto caso. Mientras no lleguemos al cruce con la carretera de las tumbas reales no se pondrán suspicaces.

Llegaron a la bifurcación diez minutos más tarde. Ebrahim miró su reloj.

—Son las seis menos cuarto —dijo—. Dentro de media hora habrá demasiado tráfico. Hay que decidir si vale la pena.

—Tú eres el experto. Mis órdenes son fiarme de tu criterio.

—Mi criterio me dice que debemos dar la vuelta —contestó Ebrahim—. Mi corazón me pide intentarlo.

—El mío también.

Los dedos de Ebrahim tamborilearon sobre el volante. Héctor observó sus manos, menudas como las de un niño, los hombros estrechos y huesudos, los ojos grandes y sombríos.

—Si me enseñas a manejar el detector, iré yo solo. Te llevaré de vuelta a Persépolis y Moshem te dejará en tu hotel. Podemos darnos cita dentro de tres días en la tienda de Esfandiari.

Héctor recordó las órdenes de Velasco.

—No corra riesgos innecesarios, mayor.

Pero el coronel no era la única sombra danzando a su alrededor. No había llegado tan lejos para darse la vuelta.

—Vamos juntos —dijo.

—Así me gusta, hijo —murmuró Diego Espinosa en su oído.