ESCALERA AL CIELO

ERA AGRADABLE PISAR DE NUEVO TIERRA FIRME después de cinco horas balanceándose en las aguas un poco picadas del lago. Agradable, recorrer los parterres del parque de la Grange con el sol del crepúsculo en los ojos. Sentarse en un banco de piedra frente a una explosión de rosas rojas y amarillas, sintiendo el tacto áspero del granito en las yemas de los dedos.

Aquel aroma a rosas, aquella gloriosa puesta de sol, la cascada de oro viejo derramándose sobre los hombros de Irene. Quizá si se concentraba lo suficiente, los otros dos desaparecerían, dejándole a solas con ella. Por si acaso cerró los ojos y formuló el deseo a Changó. Pero el orisha no estaba por la labor; cuando los abrió, ambos seguían allí. Corinne parecía cansada después de un largo día de exhibir su plumaje. O quizá simplemente aburrida porque nadie le hacía ningún caso. Matthieu tiraba de la lengua a Irene.

—… la probabilidad que obtengo de que se forme una burbuja extraña en el LHC es de una entre un millón de colisiones —decía ella—. Anoche terminé por fin el cálculo. Creo que es un resultado importante. Si estoy en lo cierto, el detector Omega puede percibir miles de esos objetos. Si no lo han hecho ya es porque deben de estar buscando en la esquina equivocada. Mi cálculo predice la distribución angular y dependencia energética de…, en fin, predice dónde buscar esa señal.

—¿Y se trataría de un descubrimiento importante? —preguntó Matthieu.

—¡Y tanto! —exclamó Irene—. Sería la primera evidencia directa de que pueden formarse objetos similares a un núcleo atómico, pero compuestos de materia extraña en lugar de materia ordinaria.

—Ahora sí que vas a tener que concederme una entrevista —dijo Matthieu—. No sea que te den el premio Nobel.

—No, hombre —rió Irene—. Se lo darán a Friedrich von Zhantier.

—Si no se carga el mundo antes con ese horrible experimento —terció Corinne.

—Tranquila, mujer. No hay riesgo alguno.

—Espera, espera —pidió Matthieu—. ¿No anda por ahí el libro de ese filósofo, Reeves, diciendo que las burbujas extrañas son un gran peligro para el planeta?

¡No!, pensó Héctor, recordando la conversación con Helena. El novio de Corinne era periodista y no le daba buena espina. Aquél no era un tema para tratar con él.

—¿Qué tal si nos vamos? —sugirió.

—Sólo un minuto —dijo Matthieu—. Irene, supongo que Reeves no tendrá razón, ¿verdad?

—¡Pum! —gritó Corinne, alzando los brazos al cielo—. Todos por el aire.

—¿Quieres callarte y dejarnos hablar? —rugió el periodista. Héctor apretó las mandíbulas, haciendo rechinar los dientes. Por muy boba que fuera Corinne, no se merecía el desprecio que envenenaba la voz de Matthieu.

—Se está haciendo tarde —insistió—. No tardarán en cerrar.

—Un momento, un momento —Matthieu les regaló una de sus sonrisas de galán a la vez que hacía una carantoña a la ofendida Corinne—. ¡Anda, Irene, no nos dejes en ascuas!

—Las burbujas extrañas sólo serían peligrosas si estuvieran cargadas negativamente. Si son positivas como la materia ordinaria, la repulsión eléctrica les impide acercarse a los núcleos de helio y, por tanto, no pueden reaccionar con éstos.

—¿De helio? ¿Por qué de helio?

—El tubo de vacío donde circulan los núcleos de plomo está rodeado de helio líquido, necesario para refrigerar los imanes superconductores del LHC. El escenario catastrofista de sir James es que un grumo de materia extraña sea lo bastante estable como para escapar de ese tubo e iniciar una cadena de fusiones en el helio, hasta que se forme un hipernúcleo de materia extraña, que a la larga acabaría por devorar el planeta. Pero eso es imposible si las burbujas están cargadas positivamente. Un núcleo de helio está formado por dos protones cuya carga es también positiva y, por tanto, la repulsión eléctrica impide que ambas partículas se acerquen lo suficiente para iniciar una fusión.

—Ya veo… —dijo Matthieu—. ¿Y las burbujas extrañas son siempre positivas?

—Yo creo que sí —contestó Irene—. Pero aún me queda bastante trabajo para demostrarlo.

—O sea que no estás segura.

—Todavía no. Pero no tardaré en estarlo.

—¿Nos vamos? —insistió Héctor.

—El celador nos está haciendo señas —dijo Corinne—. Van a cerrar el parque.

Tuvieron que apresurarse mientras el guarda les jaleaba con impacientes ademanes del brazo.

—¿Qué os apetece hacer? —preguntó Corinne—. ¿Tomamos un martini?

Irene sacudió la cabeza para alivio de Héctor.

—No, yo debo volver a casa. Tengo mucho trabajo.

—Te acompaño —se ofreció él.

—Vale, tortolitos —dijo Corinne, pegándose a Matthieu—. Sed buenos… Ya sabéis lo que quiero decir…

Echaron a andar casi a la carrera. Héctor se sentía de un humor pésimo después de llevar todo el día aguantando a la parejita. También Irene parecía preocupada e incomunicativa. Caminaron un rato en silencio. Había un buen trecho desde el parque de la Grange hasta casa de Irene, pero a la velocidad que iban no tardarían más de media hora en llegar. Comenzaba a oscurecer y se había levantado un poco de relente fresco. Irene se frotó los brazos desnudos sin dejar de andar, como si tuviera frío. Héctor se quitó la americana y se la puso sobre los hombros, satisfecho de su astucia. Después de todo no era tan complicado llevar el arma sin delatarse. Bastaba hacerse con una de esas carteras de mano, parecidas a un bolso de señora, que los españoles llamaban, tan gráficamente, una mariconera.

—Gracias —dijo Irene, arrebujándose en la chaqueta—. Me había quedado helada. Creo que tengo un poco de insolación.

—Demasiado yate.

—Me parece que no te caen muy bien mis amigos.

—Corinne me parece una nena malcriada. En cuanto a Matthieu, es un tiburón.

—A mí en cambio me ha parecido que estaba más encantador de lo habitual en él. Se nota que le interesa la física.

—¿Le interesa la física? ¿O chuparte información que le pueda ser útil?

—No seas susceptible. Es normal que le preocupe lo que hacemos en el CERN. De hecho, es bueno que así sea. Uno de los graves problemas del laboratorio es que conectamos muy mal con el público. Matts es un tipo listo. Personas como él pueden ser de gran utilidad para acercarnos a la gente.

—Lo que tú digas, hermana. Pero yo no me fío de él.

—¿Sabes? —dijo ella—. El otro día Corinne me mandó un recorte de prensa en el que aparece tu nombre. Mira, lo tengo aquí. —Irene rebuscó en su bolso y sacó una cartera, en cuyo interior había un recorte doblado varias veces sobre sí mismo de The United Nations Journal.

Habían alcanzado ya el jardín inglés. Irene se sentó en uno de los bancos que daban al lago, desplegó el trozo de papel y empezó a leer.

Una nueva iniciativa de la AIEA se ocupará de elaborar propuestas que permitan controlar, a escala mundial, la producción de uranio y plutonio, así como la seguridad de las instalaciones que los manipulen, en cumplimiento del tratado para la no proliferación de armas nucleares…

—Es un artículo horroroso —rezongó Héctor—. Pura cháchara.

—¿Te refieres a que no dan ningún detalle concreto? ¿No es lo mismo que haces tú?

—No hay mucho que contar. La mayor parte de los estudios que hacemos…

—¿Son demasiado complejos para que los entienda una pobre física teórica? Héctor, ¿somos amigos? Entonces no me tomes por tonta.

—Lo siento, Irene. Me gustaría contarte más. Pero no puedo.

Irene se levantó bruscamente del banco, arrugó el recorte de periódico, haciendo con él una bola, y lo tiró a una papelera vecina.

—Nadie te lo ha pedido —dijo.

* * *

Mister PESC carraspeó y se sirvió un vaso de agua, preparándose a oficiar la ceremonia. Una charada más. En torno a la mesa oval de la sala de reuniones de la ONU se agrupaba el Comité Ejecutivo al completo de la operación Alerta.

—Señores —empezó Mister PESC—, nos encontramos frente a una situación imprevista que exige una respuesta inmediata por nuestra parte. Coronel Velasco, por favor.

Vestido con un traje gris demasiado ancho y una corbata negra mal anudada, Velasco parecía el empleado modelo de una funeraria. Hubiera sido imposible encontrar a alguien más apropiado para transmitir las malas noticias.

RAN detectó el viernes una parada imprevista de la central de Bushehr. El reactor arrancó de nuevo anoche. La cantidad de combustible en su interior ha disminuido en casi un treinta por ciento, correspondiente al exceso que habíamos descubierto. La cantidad de plutonio que contendrían las barras faltantes es de unos cien kilos aproximadamente.

—Podría solicitarse una inspección extraordinaria de las instalaciones —intervino Gregoire— a fin de comprobar si ese plutonio se encuentra en el depósito de residuos radiactivos de la central. Si el secretario general lo autoriza, yo mismo estaría encantado de servir como mediador.

—Excelente idea, señor Gregoire —dijo Pullman—. Si todo el mundo está de acuerdo, por mi parte me complacería sobremanera contar con su ayuda.

Hubo un murmullo general de asentimiento. Héctor observó que Velasco y Dijstra intercambiaban una rápida mirada. El momento de dar el espectáculo se acercaba.

—¿Me permite una pregunta, mayor Espinosa? —pidió Dijstra.

Allá vamos, pensó Héctor.

—Naturalmente, señor.

—Es posible que el plutonio robado no se encuentre ya en la central nuclear, sino en algún depósito clandestino, probablemente en sus alrededores. ¿No podría RAN detectar su localización?

—Hemos estudiado esa posibilidad —contestó Héctor—. He preparado un informe.

—Adelante, mayor —dijo Pullman—. No nos tenga en ascuas.

Héctor conectó su Macintosh al proyector. Un instante después la pantalla mostraba un mapa aéreo de la zona con un círculo rodeando la central y una cruz marcando la localización de RAN.

Una localización falsa, claro estaba.

—¿Cuál es el mejor señuelo para cazar patos, mayor? —Velasco se había divertido de lo lindo haciéndole sentirse ingenuo como un monaguillo.

—¿Un pato de goma?

—Ni hablar. Ven el engaño a la legua. En cambio, un pato que no puede volar los engatusa siempre. Un pato cojo, eso es lo que vamos a utilizar.

Un pato cojo. No una simple imitación de un módulo RAN, sino un módulo en toda regla. Se trataba de uno de los primeros prototipos con los que habían experimentado en San Onofre, todavía operativo, aunque inútil en la práctica.

—Claro que eso da igual —había dicho Velasco tan satisfecho de sí mismo como cuando vestía su uniforme de gala—. El detector está activo, la alta tensión funciona, la electrónica está en marcha y el programa de adquisición muestra datos que parecen reales.

—Pero ¿cómo se transportó todo eso hasta Irán? ¿Cuándo?

—Pieza a pieza, a lo largo de los últimos tres años, empezando al mes siguiente de que se me asignara a este proyecto. Estaba instalado mucho antes de empezar la operación. Nos permitió comprobar que la infraestructura local funcionaba bien y tener preparado un señuelo que, como ve, ha resultado útil.

—¿Y por qué razón no se me informó? —preguntó Héctor, sintiéndose, para su sorpresa, más maravillado por el truco sibilino que ofendido de que nadie le hubiera puesto al corriente.

—Porque no era necesario —dijo Velasco. Héctor creyó leerle el pensamiento.

—Quien no sabe, no delata.

—Vamos a necesitar una presentación convincente para el lunes, muchacho —dijo Pullman—. Es imprescindible que el topo se trague el anzuelo.

Y estaba sucediendo, pensó Héctor, a juzgar por la atención con que todo el mundo le escuchaba.

RAN está instalado en una nave industrial en las afueras de Shiraz, propiedad de una compañía francesa. El detector puede registrar los neutrinos procedentes del plutonio hasta un radio de unos doscientos kilómetros, lo cual nos permite monitorizar el reactor de Bushehr, por un lado, y la región de las Montañas del Perdón, donde podría situarse un depósito clandestino. De acuerdo con mis cálculos podríamos localizar ese depósito en cuestión de un mes.

La mentira no podía ser más burda siempre que se tuvieran algunas nociones elementales de física. Para empezar, la cantidad de neutrinos que emitían las barras de combustible robadas, una vez extraídas del reactor nuclear, era ridícula, puesto que las reacciones de fisión que los producían en cantidades astronómicas se amortiguaban rápidamente. Para seguir, incluso si los cien kilos de plutonio estuvieran en plena reacción en cadena, el número de neutrinos disminuía con el cuadrado de la distancia entre la fuente y el detector. A doscientos kilómetros de la central haría falta un aparato cuarenta mil veces mayor que RAN para detectar neutrinos.

Velasco se había reído a gusto de sus preocupaciones.

—¿Todavía no lo entiende? Para casi todos los que van a escucharle el lunes, RAN funciona por arte de magia.

—Pero es tan obvio… —protestó Héctor.

—Qué ingenuo llega a ser a veces, mayor —dijo el coronel, dándole una palmada, por una vez amistosa, en el hombro.

* * *

—Señor Gregoire, nos encontramos de nuevo —dijo Rostam Sistani, sacudiéndole el brazo con tanta energía como si pretendiera arrancárselo de cuajo—. Venga, vamos a pasear. ¡Hace un día estupendo!

El general echó a andar con el vigor de un boy scout. Gregoire se precipitó tras él. La subida a la Dole, uno de los puntos elevados del Jura, era muy empinada y se encontró jadeando al cabo de diez minutos. Su larga zancada, muy eficiente en terreno llano, no le valía de nada en aquella cuesta abrupta. Además, aunque había tenido la precaución de calzarse botas de montaña cuando el intermediario le había informado de que su excelencia le invitaba a dar un «paseo por el campo», el remedio resultaba peor que la enfermedad. Las botas le apretaban los pulgares, rozaban contra los talones y se los laceraban malamente. Los guardaespaldas de Sistani, vestidos de paisano y con zapatos de domingo, lo estaban pasando igual de mal que él.

Era muy temprano y no se cruzaron con nadie durante la hora larga que les costó alcanzar la cresta. Gregoire se dejó caer, reventado, sobre un parche de hierba todavía húmedo de escarcha.

—Mire qué paisaje tan bello —dijo Sistani, inspirando de una sola bocanada la mitad del oxígeno de la montaña.

Tenía razón. A pesar de lo temprano de la hora, las nieblas matutinas se habían ya disipado y la vista del valle era soberbia. El lago Lemán formaba un largo huso, en cuyo extremo crecía la ciudad de Ginebra. Había ya algunos veleros surcándolo y el delgado penacho del Jet d’Eau se alzaba hacia lo alto como aquella escalera hacia el cielo de la canción de Led Zeppelin, la preferida de Adele.

Pero Adele había desertado a mitad de camino al paraíso, dejándole perdido entre dos pisos sin número, sin más opciones que reventar o esforzase hacia arriba, echando el bofe, persiguiendo a un hombre que más bien se le antojaba un semidiós con aquel rostro extraído de las piedras de Persépolis, la concentrada energía que parecía rodearle, la seguridad en sí mismo propia de quien posee la certeza de no equivocarse. La duda, después de todo, era la triste herencia de los desposeídos como él, sin otro faro que el de su propio instinto. Sistani era un creyente, al igual que lo era Shirin. La fe era su arma.

—¿Le ha cansado la subida? —preguntó el general, sentándose a su lado y propinándole unas palmadas consoladoras en los hombros—. Tiene que perdonarme. Crecí en las montañas de Alborz, mucho más altas que éstas. El paseo de esta mañana me ha recordado mi juventud y no me he dado cuenta de que subíamos demasiado rápido.

—No se preocupe —dijo Gregoire—. Me viene bien el ejercicio.

—También a éstos —aseguró Sistani, señalando a los guardaespaldas, que, un poco rezagados, parecían tan asfixiados como él—. Los jóvenes de hoy en día no valen para nada. ¿Sabe? Las montañas me salvaron la vida una vez. Durante la guerra con Irak. El enemigo atacó con gas venenoso y la única forma de ponerse a salvo era subir cuanto antes a un punto elevado. Había unas colinas en la vecindad. Unos pocos de mis hombres y yo mismo conseguimos llegar hasta lo alto, pero los iraquíes habían previsto esa vía de escape y dos de sus cazas nos ametrallaron. Sólo sobrevivimos mi ayudante y yo. Una bala le destrozó el pie y no podía caminar, pero Dios me dio fuerzas para llevarlo a cuestas hasta nuestras líneas. ¿Cree en Dios, señor Gregoire?

—No… —titubeó Gregoire—, no lo sé.

—Ningún hombre puede acarrear a otro durante cincuenta kilómetros con sus propias fuerzas. Hace falta un milagro. Cuando se es testigo de un milagro, se tiene fe.

—También salvó a una niña —dijo Gregoire—. Sacándola de las llamas.

—Fue otro milagro. Y si existen los milagros existe Dios, no lo olvide.

—Tengo novedades muy importantes que comunicarle —anunció Gregoire—. El monitor del que le informé en nuestra anterior entrevista…, RAN… —titubeó, indeciso. Quizá, se dijo, había cruzado la línea de no retorno tiempo atrás, pero en el instante en que delatara la localización del artefacto, su suerte, para bien o para mal, quedaba definitivamente echada.

—¿Sabe? —interrumpió Sistani—. He estado leyendo sobre esas partículas tan misteriosas, los neutrinos. Un tema apasionante. ¡Quién podía imaginarse que unos objetos tan diminutos contuvieran tanta información! Me dije a mí mismo que hay una lección que aprender de ello. Es un error despreciar lo que nos parece insignificante, ¿no le parece? El Corán enseña que la arrogancia nos lleva a la perdición.

Gregoire contempló la ciudad lejana. Desde aquella altura no se distinguía movimiento, tan sólo una fotografía estática carente de emociones. La arrogancia de los poderosos. Se preguntó si Sistani le había leído el pensamiento.

—Perdone por interrumpir —dijo éste—. Hoy estoy muy charlatán. Demasiado aire fresco.

Gregoire le observó de reojo, sentado a su lado, abrazándose las rodillas con una sonrisa de felicidad en el rostro cuyas facciones se confundían en su imaginación con las del héroe del grabado persa.

RAN ha detectado la parada imprevista de la central de Bushehr y la sustracción del exceso de barras de combustible. El secretario general de la ONU convocará al primer ministro en breve a una reunión para solicitar una inspección de la AIEA.

—¿Y qué razones alegará el secretario? —preguntó Sistani con una sonrisa guasona en los labios—. ¿Confesará la existencia de un artefacto espiando ilegalmente nuestro territorio nacional? ¿Dará cuenta de otra conspiración más de las potencias occidentales en contra de la República Islámica? ¡Estoy seguro de que el doctor Razavi tendrá un gran placer en charlar con él!

—Hay algo más —aseguró Gregoire—. Aparentemente RAN puede detectar la localización de la barras sustraídas en un rango de doscientos kilómetros o más, aunque por lo visto necesitará algún tiempo para ello.

—¡Ah! —exclamó Sistani sin hacer ningún esfuerzo por ocultar la expresión de contrariedad en su rostro—. Eso no son buenas noticias.

—Tengo otra que sí lo es —dijo Gregoire, sintiéndose exultante de gozo, como un niño que presenta los deberes bien hechos a su maestro—. Puedo proporcionarle las coordenadas exactas del escondite de ese detector de neutrinos.