L’USINE ESTABA MÁS LEJOS de lo que recordaba. Después del altercado con Héctor, Irene había decidido acercarse al garito de sus tiempos adolescentes. La casa se le caía encima y el tugurio, con su fauna variopinta y su permanente barullo, era un sitio como otro cualquiera para distraerse.
Necesitó casi veinte minutos a buen paso para llegar y casi otros tantos para subir las escaleras, sorteando a los numerosos clientes que se sentaban en los escalones a falta de mejor sitio. En el segundo piso sonaban los Sex Pistols. Casi un clásico y tirando a suave, comparado con el espanto que emitían los altavoces de la planta baja. L’usine no había cambiado gran cosa. Las mismas paredes, tiznadas de humo y espesas de pintadas. Los antiguos bancos de matarife, pintados de colores chillones, alrededor de los cuales se hacinaban los parroquianos, defendiendo a codazos un centímetro cuadrado donde depositar su cerveza. Unas pocas mesas de hierro oxidado, desparramadas al azar por la pieza, alrededor de las cuales se sentaban los pocos privilegiados que habían tenido la fortuna de hacerse con ellas.
Una de ellas, la mejor situada, cerca de una ventana donde los cristales habían sido reemplazados por tablones de madera clavados contra el marco, estaba vacía. A pesar de la batalla que se libraba a su alrededor por cada metro disponible de espacio, nadie se acercaba a ella.
Entendió por qué cuando reparó en el hombre que se dirigía hacia allí, con un vaso en la mano. Lo primero que registró al verlo fueron sus manos tatuadas. Luego el rostro de boy scout, enmarcado por bucles rubios y la cicatriz, corriendo por su pómulo.
Era el jinete de la esfinge. Y también él la había visto.
—¡Irene! ¡Ven con Boiko!
Extraño, pensó Irene, observándose a sí misma en uno de sus habituales desdoblamientos de personalidad. Un tipo así no podía traerle otra cosa que problemas. Lo lógico era salir por piernas inmediatamente. Y, sin embargo, no se movía. Estaba tan excitada como una novicia que acudiera a una cita clandestina con el arzobispo.
¿Por qué no? Boiko no parecía agresivo, al contrario. Costaba sustraerse al encanto de su sonrisa llena de candor. No arriesgaba nada, la policía pasaba la noche acampada en torno al garito, asegurando que a nadie se le ocurriera desmadrarse fuera del redil. Con toda su bravuconería underground, L’usine era tan segura como un convento de carmelitas.
—¿Tú tomas algo? —preguntó Boiko cuando llegó a su altura. Su francés era torpe y fuertemente acentuado, pero sus modales no carecían de una cierta elegancia—. ¿Una cerveza?
—Una pequeña. Tengo que irme enseguida.
—¿Te espera tu novio? ¿Mi tovarich americano?
—No es asunto tuyo.
Boiko sonrió, encantado con el desplante.
—Me gusta. Mujer brava. ¿Amigos?
La mano que le tendió podría aplastarle la cabeza como un higo maduro y, sin embargo, la había retenido, semanas atrás, sin apretar, sin hacerle daño, sin que ella se rebelara, como no se rebeló esta vez, cuando volvió a retenerla. Fue sólo un instante antes de tomar su cerveza y ofrecerle un brindis.
—Daj Bog nev poslednij raz —dijo Boiko—. Porque no última vez que bebemos juntos.
Irene hizo chocar su vaso contra el suyo y dio un sorbo. La cerveza sabía a aguarrás, pero le sentó bien.
—¿A qué te dedicas cuando no andas dando sustos a los transeúntes?
—Boiko es soldado. Soldado de fortuna.
—Ya veo. Un mercenario.
—No, no mercenario. Mercenario obedece al patrón. Boiko no tiene patrón. Patrón paga, negocio acaba. No sueldo. No amo. ¿Entiendes?
—No sé si quiero entenderte.
—Tú trabajas en el laboratorio grande. ¿Qué cosas haces allí?
—¿Cómo sabes dónde trabajo? —preguntó Irene entre halagada e inquieta.
—Boiko sabe muchas cosas —contestó él con aquella extraña manera de referirse a sí mismo en tercera persona—. ¿Tú me explicas?
—Soy física teórica. Mi trabajo consiste en… —Irene se detuvo indecisa. Si ya era difícil entenderse con Boiko hablando de fruslerías, ¿cómo explicarle a lo que se dedicaba?
—¿Armas? —preguntó él; sus ojos negros chispeaban curiosos—. ¿Neutrones? ¿Antimateria?
—¡No, no! —exclamó Irene, riéndose de buena gana—. ¡Nada de armas! ¡Somos inofensivos, hombre!
Boiko negó con la cabeza. La viva imagen de un negociante avispado sin intención de dejarse colocar gato por liebre.
—¿Entonces los aceleradores para qué sirven?
Era un diálogo de sordos, pero la cerveza y aquella conversación de chiflados habían conseguido mejorar su humor.
—Otro día te lo explico, ¿de acuerdo?
—¿Mañana?
—No puedo salir todas las noches. Estoy muy ocupada.
—¿Haciendo bombas?
Así que además de ser una colección ambulante de músculos, su extraño amigo tenía sentido del humor.
—Eso mismo. Una bomba tan grande como para destruir el planeta.
—Bueno —asintió Boiko, ecuánime—. ¿Pero antes nos vemos?
—Quizá —dijo Irene, ignorando las protestas de la monja boba—. Pero ahora me voy a casa. Estoy muy cansada.
—Boiko te acompaña.
—Es muy tarde. Me parece que voy a tomar un taxi.
Afortunadamente había una parada en la misma puerta de L’usine. Justo al lado del coche de policía, de guardia permanente toda la noche.
Hicieron falta casi diez minutos para alcanzar la barra del segundo piso. Bajaron hasta la calle en sólo treinta segundos. Había un campo de fuerza rodeando a Boiko que hacía que el mar de gente se apartara a su paso. También el grupo de adolescentes que se agolpaban en la parada, disputándose los escasos taxis, pareció diluirse apenas llegaron.
Boiko le abrió la puerta del coche. Llevaba una camisa de seda de color rojo, bonita, a pesar de su color chillón, que podía pasar, con mucha imaginación, por uno de esos jubones medievales que vestirían otros hombres como él en una época en que alquilar la espada sería un negocio habitual, casi respetable.
—Hasta la vista —dijo, tendiéndole la mano.
Boiko la atrajo hacia sí sin esfuerzo alguno y la besó en los labios.
* * *
Después de tres meses de reuniones diarias, casi siempre a deshoras, la sala de operaciones empezaba a resultarle a Héctor un lugar familiar, casi agradable, a pesar de los marines montando guardia al final del pasillo, la iluminación demasiado intensa que emanaba de los anticuados tubos fluorescentes y el tufillo a sótano flotando en el aire, mezclándose con el del café que provenía de la jarra panzuda, colocada sobre el hornillo eléctrico situado en una esquina de la habitación. Junto a la cafetera, un pequeño refrigerador, por cuyo ínfimo volumen competían las latas de cerveza de Popov, las Coca-Colas que solían beber Velasco y Dijstra y las botellas de té frío de las que parecía alimentarse Geldman. Encima de la nevera había un microondas, en cuyo interior parecía estar librándose una batalla campal en ese momento, debido a las explosiones de las palomitas de maíz que el ruso había puesto a calentar. Un equipo de VCR permitía celebrar videoconferencias, a las que a menudo se conectaba Mister PESC o el propio Pullman cuando se hallaba en Nueva York, San Francisco o Washington. Finalmente el sistema informático que aseguraba la conexión ultrasegura con el barco nodriza frente a las costas de Irán.
Por supuesto Velasco sabía lo que se decía cuando le aseguró que las reuniones en la ONU, con burócratas, secretarios y taquígrafos, no eran más que una charada. Todas las discusiones importantes tenían lugar en aquella sala, todas las decisiones relevantes se tomaban allí.
Héctor se acomodó en una de las butacas desperdigadas por la sala. Dijstra, Pullman, Popov, Geldman y Mister PESC se habían instalado ya, mientras Velasco conectaba su anticuado ordenador portátil al proyector.
Velasco. Desde que los datos de RAN habían confirmado un exceso de combustible en el reactor, el coronel se había transformado en una presencia constante en su vida, una sombra pegajosa que cada vez se inmiscuía más en sus asuntos.
—Tenemos que hablar, mayor.
—Usted dirá, coronel.
—Su amiga… Irene de Ávila.
—¿Qué pasa con ella? —No le había sorprendido que Velasco estuviera al tanto de su relación con Irene. A esas alturas ya sabía cómo se las gastaba.
—Da la impresión de que se la está tomando muy en serio, ¿no?
—¿Permiso para hablar francamente, señor?
—¿Desde cuándo lo necesita?
—Creo que mis relaciones personales son asunto mío.
—Se equivoca. Todo lo que atañe a la seguridad de esta operación me concierne.
—¿Puedo preguntar qué tiene que ver Irene con la seguridad, señor?
—Nada, siempre que sus conversaciones con ella no aborden, ni remotamente, el tema de RAN.
—Descuide.
Velasco le miró de frente, algo que rara vez hacía. Sus ojos eran pequeños, acerados y tristes.
—De hecho —dijo—, sería mejor que pospusiera sus relaciones con la chica hasta que la operación haya concluido.
—¿Es una orden?
Velasco meneó la cabeza, pesimista.
—Lo sería si el senador hubiera seguido mi consejo.
Lo peor de todo era que no le faltaba razón. Su relación con Irene no podría dejar de ser una mascarada mientras la operación siguiera en marcha y lo único que conseguía cortejándola era complicarse la vida y complicársela a ella. De hecho, si el coronel adivinara hasta qué punto le importaba la muchacha, ni siquiera la tolerancia de Pullman conseguiría convencerle para que le permitiera seguir viéndola.
Afortunadamente, Velasco estaba demasiado ocupado con el parte del día para preocuparse de leerle el pensamiento.
—Creemos que los conspiradores tienen la intención de desviar el exceso de combustible en el reactor hacia un depósito clandestino durante la parada prevista a finales de año. No pueden dejarlo en el depósito de la central, porque serían descubiertos por los detectores de neutrones de los técnicos de la AIEA en la próxima inspección obligatoria.
—Neutrones, neutrinos —murmuró Geldman con su voz grave de rezador profesional de letanías—. ¡Todo me suena a lo mismo!
Una carcajada recorrió la sala de reuniones, aliviando en algo la tensión.
—No se parecen en nada, señor Geldman —dijo Héctor—. Los neutrinos son partículas muy ligeras, que apenas reaccionan con la materia. En cambio los neutrones son uno de los ingredientes fundamentales del núcleo atómico, idénticos a los protones excepto por el hecho de carecer de carga. Las barras de combustible quemado son extremadamente radiactivas y los emiten en grandes cantidades.
—Amén —rezongó el rabino.
—De hecho, nuestro primer intento, cuando concebimos RAN, fue detectar esos neutrones —continuó Héctor—. Sin embargo, los muros de contención del reactor son tan espesos que pueden absorber la mayoría de ellos, mientras que nada puede detener a los neutrinos.
—Es esencial que el plutonio no salga de la central de Bushehr —aseguró Velasco—. Si el depósito clandestino se encuentra donde pensamos, es casi inexpugnable. Miren esto.
Una serie de fotografías se sucedieron en el proyector. Las más antiguas, datadas unos cinco años atrás, mostraban una serie de campos de cultivo corriendo paralelos a un risco montañoso. Una segunda fotografía, un año más tarde, mostraba una zona en la que los sembrados habían sido sustituidos por maquinaria pesada. Había un boquete de considerables dimensiones, claramente visible en la pared rocosa. En la última, fechada hace unas pocas semanas, toda evidencia de excavaciones había desaparecido y un campamento militar, fuertemente armado, ocupaba los antiguos terrenos de labranza.
—El enclave se encuentra en la cara oeste de una cadena montañosa llamada las Montañas del Perdón —dijo Velasco—. Persépolis se encuentra a unos veinte kilómetros al oeste, al otro lado del macizo. Como pueden ver, la localización es ideal. Las Montañas del Perdón proporcionan una defensa natural contra un posible ataque. El campamento está muy bien equipado, incluyendo misiles antiaéreos y un perímetro de seguridad minado de unos dos kilómetros de radio. Sería muy difícil destruir el depósito con armas convencionales.
—Creo que es el momento de poner a Razavi sobre aviso y pedirle de nuevo que permita la inspección extraordinaria —sugirió Pullman—. La evidencia proporcionada por RAN es incontestable. No tendrá más remedio que acceder.
—No estoy de acuerdo —murmuró Geldman, retorciéndose las manos—. Eso nos obligaría a descubrir nuestras cartas y no tenemos pruebas de que podamos fiarnos de él.
—¿No es usted demasiado cauto, señor Geldman? —preguntó Mister PESC.
—Estoy obligado a serlo —respondió el rabino—. Israel sería el primer blanco de los terroristas persas si consiguieran el plutonio.
—El ministro Razavi representa el sector más moderado de la República Islámica, señor Geldman —dijo Mister PESC—. No creo que sea razonable considerarlo un terrorista.
—La República Islámica es un enemigo declarado de mi país —replicó Geldman—. Moderado o no, el señor Razavi milita en el bando contrario al nuestro.
—¿Qué sugiere entonces? —preguntó Mister PESC, claramente exasperado.
—Aumentar la presión sobre el ministro para que acceda a la inspección de la AIEA. Lo mejor sería desenmascarar la conspiración públicamente.
—¿A qué presiones te refieres, Simón? —preguntó Pullman—. ¿Qué más podemos hacer que no hayamos probado ya?
—Quizá ayudaría la amenaza de que Rusia rescinda todos sus contratos con Irán —dijo Popov—. No creo que le interese, dado que han pagado diez años de combustible por adelantado.
—Es una pena —suspiró Pullman—. Hubiera preferido confiar en Razavi.
—Te haces viejo, Henry —dijo Geldman mientras estrangulaba su sombrero.