HELENA LE GUIN SE CONCENTRÓ en la gran pantalla donde se proyectaban las imágenes grabadas a lo largo del día en diferentes puntos estratégicos del CERN. La cámara había captado una bonita toma de las veintitantas banderas que representaban los países miembros, ondeando contra el fondo nevado de las montañas del Jura. Carl Penrose se paseaba entre los mástiles, elegante y ceremonioso, con un micrófono en la mano y un sombrero de fieltro que le daba un aire estudiadamente demodé.
—Bienvenidos al Laboratorio Europeo para la Física de Partículas, más conocido en el mundo entero como CERN. Se trata de las siglas de Concile Européen pour la Recherche Nucléaire, el nombre original que se le dio a esta organización cuando se fundó, en mil novecientos cincuenta y cuatro, hace ya más de medio siglo. Desde entonces se ha convertido en el laboratorio de investigación en física nuclear y subnuclear más grande del mundo. Miles de experimentos se han llevado a cabo en estas instalaciones, donde se han realizado numerosos descubrimientos, muchos de los cuales han sido galardonados con el premio Nobel. Hoy en día el CERN alberga el mayor acelerador de partículas de la historia: el LHC.
La cámara empezó a alejarse de Penrose, elevándose poco a poco hasta enfocar el CERN y toda la región limítrofe en una magnífica vista aérea. Superpuesta a ésta se dibujaron una serie de anillos tangentes entre sí, los diferentes aceleradores que habían ido creciendo, cada vez mayores, a lo largo de cinco décadas. El Protón Sincrotrón, en su día una máquina futurista, reducido a simple telonero que inyectaba las partículas a su sucesor, el Súper Protón Sincrotrón, y éste, a su vez, mero comparsa del LHC. Rodear el perímetro de este último era una excursión de un día en bicicleta. O una fracción infinitesimal de segundo a bordo de los núcleos de plomo que viajaban casi a la velocidad de la luz por el interior del túnel, como una manada de caballos salvajes, contenidos a duras penas por las tremendas riendas de los imanes superconductores.
—Estamos en el aire en diez segundos —anunció el técnico de montaje.
—¡Concéntrate! —avisaron por Megafonía.
Helena sacó del bolso sus fetiches. El cuaderno de papel de arroz, la pitillera, el encendedor y la pluma. No es que pensara malgastar el poco espacio que le quedaba en su diario tomando inútiles notas, pero el tacto del papel y el peso de la pluma en la mano ayudaban. Un instante después Carl Penrose sonreía a las cámaras del estudio.
—Nuestros tres invitados a la tertulia de esta noche son Helena Le Guin, directora general del CERN; Friedrich von Zhantier, líder del experimento Omega, y sir James Reeves, destacado filósofo de la ciencia. Déjenme empezar por agradecerles calurosamente su presencia en este programa especial de la BBC.
—Es un placer —sonrió Helena.
—Un gran placer —repitió Reeves— y un gran honor para mí compartir esta tertulia con tan destacados colegas. —Su tono era suave, casi melifluo, la expresión del rostro sugería un conversador ameno y manso.
Friedrich, por su parte, se limitó a inclinar la cabeza; el rostro, rígido por la tensión; los labios, contraídos en una mueca a medio camino entre el sufrimiento y la exasperación.
—Desde hace algo más de tres años —dijo Penrose— ha entrado en funcionamiento el mayor acelerador de partículas de la historia. Sus objetivos científicos son explorar un rango desconocido de energía, buscando nuevas partículas y estados exóticos de la materia, como el plasma de quarks. Para ello el LHC puede acelerar protones o bien núcleos de plomo hasta energías muy superiores a las de todas las máquinas que le han precedido. Helena, permítame la primera pregunta. ¿Vale la pena el esfuerzo?
—¿Valía la pena lanzarse a explorar el Atlántico a bordo de tres carabelas? —contestó ella—. Se trataba de una empresa cara y quizá insensata. Colón esperaba arribar a la India, donde no hubiera llegado jamás, dadas las provisiones con que contaba. Si el continente americano no hubiera estado a mitad de camino, la aventura habría terminado en tragedia. Pero el nuevo mundo existía, para fortuna de aquellos aventureros y de todos nosotros.
»Algo parecido ocurre con la ciencia básica. Tenemos nuestros mapas y astrolabios, nuestras endebles carabelas y nuestra infinita curiosidad. Nos hacemos a la mar buscando las Indias, quizá para descubrir un nuevo mundo donde no lo esperamos».
—Una bella metáfora —dijo Penrose con una sonrisa—. Quizá el profesor Von Zhantier quiera añadir algún comentario.
—No soy hombre de metáforas —replicó Friedrich—, pero quisiera transmitir a la audiencia el enorme esfuerzo que supone un experimento como Omega.
Las espesas cejas de Carl se alzaron. Helena comprendió que se trataba de un gesto al realizador. Inmediatamente la pantalla empezó a proyectar las imágenes rodadas a lo largo del día.
¡Y qué imágenes! Omega tenía la altura aproximada de un edificio de cinco pisos. Nada muy sofisticado desde el punto de vista arquitectónico, el aparato consistía en una serie de cilindros concéntricos, por cuyo eje corría el tubo de vacío en el que circulaban los núcleos de plomo. Las colisiones entre los dos haces ocurrían en el centro del mecano. En cada choque se producía un infierno en miniatura, representado en la pantalla por una bola de fuego diminuta que al instante se enfriaba produciendo miles de partículas lo bastante estables como para ser registradas por los sofisticados sistemas electrónicos. En realidad Omega no era sino una gigantesca cámara de fotografías, capaz de capturar, en tiempo real, las huellas de esas partículas.
—Como pueden ver —explicó Friedrich—, se trata de un aparato enorme, tremendamente sofisticado y carísimo. Eso implica que nada puede improvisarse o dejarse al azar. El experimento Omega se asemeja a una compañía, cuyo objetivo es la producción de conocimiento.
—Un concepto interesante —dijo Penrose—, y bastante alejado de la visión del lego, que tiende a imaginar la ciencia casi como una aventura individual. ¿No habrá ya otro Einstein, profesor Von Zhantier? ¿Otro Enrico Fermi, otra madame Curie? ¿Se considera usted, si me permite el atrevimiento, un manager más que un genio?
—Me considero el líder de una gran empresa, si es eso a lo que se refiere —contestó Friedrich secamente—. En Omega trabajan alrededor de mil personas, entre físicos, ingenieros, informáticos y técnicos. Como en cualquier empresa, este personal está organizado en equipos con objetivos concretos, cumplen horarios de trabajo y están sometidos a estrictos controles de calidad. Como en cualquier empresa, realizamos grandes esfuerzos para maximizar la productividad y optimizar los recursos. La época en la que la ciencia era realizada por grupúsculos reducidos de amateurs pertenece a la historia. Los modernos experimentos requieren una organización ejemplar y una disciplina férrea para tener éxito.
Friedrich miró a su alrededor, desafiante.
—Gracias a esa organización y disciplina estamos a punto de confirmar un descubrimiento capital. El plasma de quarks.
Prevención de Catástrofes no había cesado de enviarle señales de alarma durante todo el discurso de Friedrich. Helena buscó a la desesperada una fórmula que le permitiera alejarse del terreno pantanoso en el que se habían metido el Übermensch y su arrogancia. No hubo tiempo. Sir James solicitó la palabra, blando como el merengue.
—Si me permite —dijo—, quisiera preguntar cuál es el interés para nuestra sociedad del plasma de quarks, al que tanto esfuerzo y tantos recursos humanos dedica el profesor Von Zhantier.
—¿Se atreve a poner en duda la importancia de ese descubrimiento? —interrumpió Friedrich, aniquilando a Reeves con la mirada—. ¿Y usted se llama filósofo de la ciencia?
La expresión de sir James pasó del merengue al flan con nata, trémulo, frágil, dulzón en exceso.
—Desde hace más de medio siglo —dijo cuando Penrose le hizo un gesto, a la vez disculpándose por la abrupta interrupción y solicitándole que continuara—, el CERN ha invertido enormes sumas en aceleradores cada vez más potentes, cuyo único producto, por utilizar la terminología de mi distinguido colega, ha sido un curioso zoológico de las llamadas «partículas elementales». Cada vez que se ha encontrado una de estas raras bestias hemos asistido al anuncio a los cuatro vientos de un gran «descubrimiento». Pero ¿se trata de nuevos descubrimientos, en el sentido que lo fueron el transistor o la penicilina, con un impacto crucial en las vidas de millones de personas? ¿O bien nos limitamos a dignificar una serie de hallazgos irrelevantes, excepto para unos pocos expertos, perfectos arcanos sin impacto en la sociedad ni relevancia alguna? ¿A quién puede importarle el descubrimiento de un electrón pesado, como el muón? Por no hablar de partículas como el Z o los W, cuya vida media es tan breve que sólo podemos inducir su existencia indirectamente. ¿En qué afecta al hombre corriente la existencia o no del bosón de Higgs, las partículas supersimétricas, el plasma de quarks?
—¡Sandeces! —exclamó Friedrich. Penrose levantó una mano, conciliador.
—Como pueden ver, queridos espectadores —dijo, dirigiéndose a las cámaras y a las decenas de miles de personas que estarían siguiendo el programa y escuchando desbarrar a Friedrich en directo—, los científicos no han perdido su proverbial talante apasionado.
¿Apasionado? Al paso que iban Von Zhantier no tardaría en estrangular a sir James. Helena fingió escribir algo en su cuaderno de notas sólo como excusa para hacer girar la pluma entre los dedos.
—Si me permites, Carl —intervino—, quisiera remontarme a cierto día de primavera de mil ochocientos ochenta y cinco. Un físico de la época, Wilhem Roentgen, estaba experimentando con un tubo de vidrio al vacío, entre cuyos dos electrodos había establecido un alto voltaje, cuando observó la emisión de un resplandor fluorescente, que atravesaba la pantalla opaca que cubría el dispositivo.
Helena se detuvo un instante. El viejo truco, igual de válido en el escenario y en las aulas, para aumentar el suspense.
—Roentgen se dio cuenta inmediatamente de que había descubierto un nuevo tipo de radiación, capaz de atravesar objetos opacos como el cartón e incluso el tejido que forma el cuerpo humano. Aun más, esa radiación podía proyectar una «sombra» de los objetos que atravesaba en una placa fotográfica. Poco después había obtenido la primera radiografía de rayos equis, correspondiente a la mano de su esposa.
»¿Qué hacía Roentgen, experimentando, solo, en su laboratorio? Sinceramente estaba jugando. Y ese juego, consistente en interrogar a la naturaleza y prestar devota atención a sus respuestas, es lo que llamamos ciencia básica.
Helena se irguió en el asiento y elevó un poco el tono de voz.
—Ciencia básica, motivada por la curiosidad, por la necesidad de comprender, por el placer de experimentar. Y no exenta de riesgos, dicho sea de paso, ya que la dosis de radiación que el propio Roentgen y otros pioneros recibieron fue muy alta.
»¿Valía la pena? ¿Tenía un impacto social? ¿Preocupaba al hombre de la calle? Roentgen descubrió los rayos equis, uno de los avances más drásticos de los tiempos modernos, una tecnología que, entre otras incontables aplicaciones, ha salvado millones de vidas.
—Bien hecho —dijeron por Megafonía—. Helena se recostó en el respaldo de la silla sin aliento, cerró un instante los ojos, tuvo la visión de una mujer vestida de negro, encorvada sobre sus probetas, trabajando de sol a sol, día tras día, jugándose la salud y la vida, poseída por el mismo afán insensato que animaba a Roentgen, que animaba, a pesar de todos sus defectos, a Friedrich von Zhantier. Era un fantasma familiar, presente en su vida desde niña, la sombra de madame Curie.
Va por ti, Marie, pensó.
—Una historia muy edificante, profesora —contestó sir James con su voz de monaguillo—, pero no veo una conexión evidente entre su ejemplo y el experimento Omega.
—La conexión es sencilla, querido amigo —replicó Helena—. Los rayos equis y el plasma de quarks son descubrimientos que el hombre realiza porque la necesidad de comprender la naturaleza forma parte de su carácter. Queremos saber de qué está hecho el universo, por qué brillan las estrellas, por qué estamos aquí. Esa necesidad de saber ha impulsado nuestra civilización. Es más, me atrevería a decir que nos define. Hubo un tiempo en que el fuego causaba terror a nuestros antepasados, mucho antes de que aprendiéramos a utilizarlo para darnos calor e iluminar la noche.
—Ciertamente, ciertamente —la sonrisa de Reeves era puro pastel de manzana. Manzana envenenada, claro estaba—, pero conviene no olvidar que la cruzada por el conocimiento nos ha llevado algunas veces a callejones sin salida. Los cabalistas de Praga tratando de animar al Gólem o los alquimistas de la Edad Media buscando la piedra filosofal son ejemplos de sabios cuya disciplina degenera hacia una vía muerta. En mi opinión es lícito preguntarse si la moderna física de partículas no está siguiendo los pasos de esos alquimistas.
—¿Alquimia? ¡El plasma de quarks es un nuevo estado de la materia, señor mío! —exclamó Friedrich.
—Que sólo se da en unas condiciones extremas como las que crea el LHC —puntualizó Reeves.
—De hecho, esas condiciones extremas se dan en otros lugares del cosmos —retrucó Helena—. Como, por ejemplo, en estrellas enormemente compactas, en las que la gravedad presiona tanto los protones y los neutrones que los quarks acaban por liberarse de la fuerza que los confina en su interior. El satélite Chandrasekar ha confirmado la existencia de dos de esos objetos y de acuerdo con nuestros modelos teóricos, podría darse el caso de que esas estrellas fueran muy abundantes en el universo. Quizá el origen de los quásares esté relacionado con las estrellas de quarks. Y los quásares son la fuente de energía más grande del universo; algunos de ellos radian el equivalente a una galaxia entera.
»No comprendemos todavía el origen de esos fenómenos maravillosos, pero creo que estudiar el origen de las luminarias más poderosas del cosmos va mucho más allá de la simple alquimia.
Helena observó la discreta sonrisa en el rostro de Carl Penrose. Estaba disfrutando de lo lindo con la escaramuza. Y lo mejor era que sir James se estaba llevando la peor parte.
—Sin embargo —dijo éste—, no debemos olvidar que nuestra curiosidad jamás debe llevarnos a arriesgar una catástrofe. Los científicos son los nuevos titanes de nuestro tiempo. Como Prometeo, hemos robado el fuego de los dioses para ofrecérselo al hombre. Pero algunos campos de la ciencia pueden ser hoy en día una caja de Pandora, que al destaparse libera toda suerte de cataclismos sobre esos mismos hombres que confían en nosotros. Es nuestra obligación ser enormemente responsables.
—¿Y quién no lo es? —intervino Friedrich, su tono de voz algo más moderado en volumen, pero no menos rudo—. En mi experimento observamos las normas de seguridad más estrictas. Le invito a que lo compruebe en persona.
—No me cabe duda, no me cabe duda. Pero ¿podemos prever todos los riesgos que Omega conlleva?
—¡Naturalmente que podemos! ¡No hemos tenido jamás un accidente!
—No me refiero a esos riesgos, sino a otros más… fundamentales. Por ejemplo, ¿podemos garantizar que el LHC no va a suponer una amenaza, ya no sólo para los científicos que lo utilizan, sino para todo el planeta? Si las condiciones que se dan en cada colisión no han vuelto a ocurrir desde el universo primitivo, con la excepción, quizá, de alguna estrella remota, ¿cómo sabemos que es seguro recrearlas? ¿Con qué probabilidad podemos excluir una catástrofe? Por ejemplo, la formación de cúmulos de materia extraña, que podrían disparar una reacción en cadena capaz de devorar el planeta.
Curiosamente Megafonía guardaba silencio. Aunque bien pensado, ¿qué iban a decir? El fariseo llevaba toda la noche guardándose su as en la manga, esperando el momento apropiado para clavárselo en el corazón.
—¡Majaderías! —gritó Friedrich.
—¿Majaderías, profesor? Hace apenas diez años el experimento ARPA que usted mismo dirigía pudo haber encontrado evidencias de esos estados, operando en el SPS, un acelerador muchísimo menos potente que el LHC.
—¡En absoluto! Esos rumores fueron propagados por un pobre hombre, un demente. Eran completamente infundados.
—¿Por qué, entonces, la dirección del CERN detuvo ARPA sin contemplaciones?
—Si me permiten, caballeros —interrumpió Helena, rezando en silencio para que Autocontrol evitara que sus rasgos delataran la descarada mentira que estaba a punto de soltar—, esa decisión se tomó por razones estrictamente prácticas. Como usted mismo ha recalcado, sir James, el SPS era un acelerador mucho menos potente que el LHC y no estaba garantizado que ARPA consiguiera demostrar la existencia del plasma de quarks. Preferimos apostar por completar la construcción del nuevo acelerador y el experimento Omega. Creo que fue una decisión acertada, a la vista del descubrimiento que casi tenemos en la mano.
—¿Y qué me dice del riesgo de que también se produzca materia extraña en el LHC, Helena? —preguntó Reeves—. ¿Cómo podemos garantizar que no se están produciendo esos grumos letales mientras hablamos? ¿Pueden demostrarme que es absolutamente imposible que estos objetos existan?
—La probabilidad, sin duda alguna, es muy pequeña —contestó Helena, sintiéndose como quien camina por arenas movedizas.
—¿Sin duda alguna? ¿Es esa una buena respuesta? ¿Sabemos calcular exactamente esa probabilidad? Porque si estamos hablando de la destrucción del planeta, el único resultado aceptable es la certeza absoluta de que la probabilidad de producir burbujas extrañas es nula. En otro caso afirmo que el experimento Omega debería detenerse de inmediato.
—¡Usted no sabe lo que dice! —gritó Friedrich.
—Al contrario, lo sé perfectamente. Les estoy exigiendo que sean responsables en mi nombre y en el de toda la humanidad.
En nombre de toda la humanidad nada menos. Si el ego de Friedrich no cabía en Ginebra, el de sir James podría ocupar toda la galaxia.
—Le diré lo siguiente —resopló Friedrich—. Hemos barrido nuestros datos buscando evidencias de esos estados. ¡No hay nada de nada, igual que no lo había en ARPA! ¡No tiene derecho a venir aquí a propagar rumores infundados! Su único objetivo es meter miedo a la gente. ¡Si hay algún irresponsable en esta sala, señor mío, es usted!
—El hecho de que no los encuentren no prueba que no existan, profesor —afirmó sir James, que a su vez observaba a Friedrich como si se tratara de un troll—. Quizá no saben dónde buscar.
—¿Qué insinúa? ¿Se atreve a acusarnos de incompetentes? —rugió Friedrich.
—Caballeros, por favor —intervino Penrose—. Un poco de calma.
—Una de las prioridades de la División de Teoría del CERN ha sido calcular la probabilidad de que se produzcan burbujas extrañas en Omega —intervino Helena, mintiendo a la desesperada—. Puedo asegurarle que los cálculos preliminares arrojan una probabilidad compatible con cero, confirmando los resultados negativos del experimento Omega.
Una mueca a medio camino entre la sorpresa y la burla se dibujó en los plácidos rasgos de sir James. Claramente no se había tragado la descarada patraña que acababa de elaborar.
—Ah —dijo—. Es la primera noticia que tengo. ¿Puedo preguntarle quién se está dedicando a tan importante proyecto?
—La persona más apropiada para ello —respondió Helena—. Se trata de la doctora Irene de Ávila, recién llegada al CERN, procedente de Harvard. Como quizá sepa, querido amigo, es la coautora del modelo teórico que explica la formación de estrellas de materia extraña. Creemos que su modelo puede extrapolarse a las condiciones del LHC, permitiendo una predicción teórica absolutamente fiable.
Las luces de alarma se habían encendido y las sirenas podían escucharse en todo el recinto de la fábrica. No quería ni imaginarse la cara que se le habría puesto a la muchacha si estaba siguiendo el programa. El Departamento de Bulos y Patrañas se estaba luciendo aquella noche.
—Ya veo —dijo Reeves—. Y supongo que esos trabajos se publicarán en breve.
Las sirenas escandalizaban tanto que resultaba difícil pensar. No le quedaba otro remedio que navegar entre Escila y Caribdis. Si contestaba dando largas reconocería que los cálculos no eran tan sólidos como pretendía. En caso contrario, sir James sólo tenía que llamarle en unas cuantas semanas y preguntar por un artículo inexistente. Al menos una cosa estaba clara. Tenía que telefonear a Irene de Ávila apenas saliera de aquella sala.
—Yo diría que es cuestión de algunos meses. Comprenderá que se trata de un cálculo delicado, que es necesario revisar concienzudamente.
Esta vez, al menos, parecía que parte del azúcar en el rostro de Reeves se había transformado en sacarina. En ese momento Carl hizo sonar la campana que daba por terminado el asalto.
—Un debate muy interesante, queridos amigos —dijo Carl—, que, sin embargo, debemos interrumpir en breve. Nuestro tiempo se acaba. Helena, me gustaría invitarla a que nos ofreciera una última reflexión.
Helena sonrió agradecida. Los ojos de Carl, fijos en ella, decían todo lo que su comedido rostro no expresaba.
—Sir James, no le quepa duda de que la política del CERN es la de minimizar todo tipo de accidentes, incluyendo el de crear, accidentalmente, un peligro como el que usted describe. Si el riesgo que hemos discutido esta noche no fuera despreciable, no dudaría en dar la orden de detener el LHC.
»Por otra parte, discrepo de su percepción de que la física que Omega estudia es inútil, innecesaria o irrelevante. El ejemplo del descubrimiento de los rayos equis, entre otros muchos, nos enseña que es imposible saber qué sorpresas nos reserva la naturaleza.
»Es cierto que uno de los titanes abrió la caja de Pandora, liberando todos los males del mundo. Pero también es verdad que el fuego de Prometeo nos liberó de la tiranía de los dioses.
Helena miró directamente a la cámara.
—Yo, sir James, creo en ese fuego sagrado.