CIUDAD DE ESPÍAS

GINEBRA, DE NOCHE, no tenía nada que ver con las ciudades que Héctor conocía. Ni con Miami, ni con San Francisco, ni mucho menos con Nueva York. Caminaba de regreso a su apartamento, por calles ya casi vacías, maravillado por la sensación de recorrer un decorado, demasiado elegante y pulcro para ser real. La mezcla de razas era tan abundante como en cualquier otra ciudad cosmopolita, pero había algo raro en toda la gente de color con la que se cruzaba. En Miami los paquistaníes conducían taxis, los árabes abrían restaurantes de comida rápida y los morenos perdían el tiempo en las esquinas. En Ginebra todos parecían millonarios. En Nueva York los adolescentes con la cabeza llena de gasolina y las venas espesas por el crack aceleraban sus carros entre dos semáforos, picándose para averiguar quién tenía más pelotas y menos sesos. En Ginebra también, pero los carros eran Jaguars, Mercedes, Porsches, Ferraris. En San Francisco no era raro ver dos tiznados pasándose una china de hachís. En Ginebra tampoco, pero llamaba la atención que a un palmo de ellos fumaran, indolentes, sus guardaespaldas.

Caminaba a paso muy vivo y el sudor le corría por la espalda, empapándole la camisa. Sintió deseos de quitarse la chaqueta. Imposible. La cartuchera donde llevaba su pistola, a la altura de los riñones, quedaba a la vista sin ella. Renegó por lo bajo, repitiendo un conjuro aprendido de la agüela que traería siete años de mala suerte al que lo escuchara. Cargar un arma le fastidiaba sobremanera, le recordaba la mirada circunspecta del negro Príamo y la forma en que le hizo sentirse un cobarde.

—¿Dónde vas con ese hierro, chico?

Se estaba haciendo tarde. Cruzó el puente y enfiló la calle que conectaba la orilla del lago con la estación de ferrocarril. Estaba desierta, excepto por unos haraganes remoloneando cerca de la entrada al centro comercial y un trío que caminaba unos metros delante de él, dos chicas con ganas de fiesta que tomaban por el brazo a un tipo envarado, el cual no perdía de vista al grupo de gandules, bastante numeroso, que con poco esfuerzo podían interceptarles el paso y darles un susto.

Las chicas, en cambio, no parecían apercibirse de la mala facha de la pandilla. Una de ellas, una rubia flaca con unos vaqueros ceñidos y botas de tacón alto, les hizo una mueca como de burla. La otra se rió con ganas, agitando una caballera color cobre, que le caía por encima de los hombros. Niñas bien que no se enteraban de nada para andar provocando tontamente a aquellos tipos. El hombre que las acompañaba parecía más alerta y empezó a tirar del brazo de la rubia, arrastrándola hacia la entrada del centro comercial, cuando la pandilla se puso en movimiento. En cambio la pelirroja se quedó rezagada, sin percatarse de la maniobra. Héctor apretó el paso, apresurándose para alcanzarla antes de que lo hicieran los golfos que ya estaban empezando a desplegarse, avanzando hacia la chica, escoltando al que parecía el líder, un rubio vestido con vaqueros y cazadora oscura.

Por si acaso Héctor llevó la mano bajo la chaqueta, a la altura de los riñones, soltó el cierre de la cartuchera y quitó el seguro a su automática.

* * *

Irene paseó la mirada por los carteles luminosos que titilaban en las azoteas de los edificios, pregonando marcas de relojería, compañías de seguros, firmas bancarias. La gran masa del lago, interponiéndose entre las dos riveras, absorbía parte de la luz que destellaban los neones, reflejándola delicadamente en el agua. Una Ginebra invertida, de colores marinos, se difuminaba contra el cielo. Olía a brea, a la madera de los viejos yates que todavía abundaban en el embarcadero, soplaba una brisa gélida que venía del lago.

Se sentía bien.

—Dábamos este mismo paseo casi todas las tardes al salir del colegio —la voz de Corinne se parecía al aroma de su perfume caro, aplicado sin mesura alguna—. Recorríamos todo el jardín inglés y luego el embarcadero hasta llegar frente al Jet d’Eau. Más allá era territorio enemigo.

Irene contempló la gran lanza, que arrojaba al cielo sus millones de litros de agua a una velocidad cercana a los doscientos kilómetros por hora. La iluminación halógena, muy potente, creaba un efecto mágico que se difuminaba sobre el amplio penacho de espuma.

—Territorio enemigo —repitió, siguiéndole la broma a su amiga—. Muy arriesgado.

—A ver si lo he entendido —dijo Matthieu, mostrando su dentadura de veinte quilates—. Ginebra era una peligrosa ciudad donde se daban cita todos los espías de Europa, ¿no?

—Eso es —asintió Corinne—. Y por las tardes deambulaban a orillas del lago, dedicándose a sus turbios negocios.

—Nosotras éramos agentes de la Interpol y teníamos como misión controlarlos de cerca.

—Ya veo —dijo Matthieu—. ¿Y puede saberse cómo identificabais a los sospechosos?

—Muy sencillo. Era cuestión de mirarles fijamente a los ojos. Las dos a la vez, sosteniéndoles la mirada. La gente se reía o nos saludaba, algunas veces nos decían alguna cosa… Pero los espías apartaban la vista, inquietos; algunos se ponían la mar de nerviosos.

—No me extraña. Me imagino cómo me pondría yo si de repente me miraran fijamente dos crías descaradas. Además, seguro que llevabais falditas cortas, enseñando los muslos.

—¡Mats! —protestó Corinne.

—Había quien te aguantaba la mirada sin pestañear —dijo Irene—. Ésos eran los más peligrosos.

—Pero, bueno. ¿No se os ocurría jugar con muñecas, como todo el mundo?

—¡Espera! Vamos a probar —gritó Corinne.

—¿A estas horas? Pasan de las doce y media. Me temo que en el embarcadero vamos a encontrar pocos espías.

—Vamos hacia el puente de Mont Blanc. Ahí siempre hay gente.

—¡Vaya dos! Estáis zumbadas.

La primera pareja con que se cruzaron era un matrimonio de turistas japoneses de mediana edad. Irene y Corinne avanzaron hacia ellos, tomadas del brazo, buscando sus ojos, haciendo un enorme esfuerzo para no desternillarse. Matthieu las seguía, algo rezagado, pretendiendo no conocerlas. Los turistas, tras un segundo de vacilación, se echaron a reír, saludándolas con la mano. La segunda presa fue una mujer joven, vestida a la manera, a la vez elegante e informal, que Irene llamaba, para sus adentros, «la bohême Genevoise». También ella rió, mandándoles un beso con la punta de los dedos.

—Pocos espías esta noche —dijo Matthieu.

Cruzaron el puente y enfilaron por la rue du Mont Blanc, camino de Cornavin, la estación central de ferrocarril de Ginebra, en cuyo aparcamiento Matthieu había dejado su Peugeot descapotable. La calle tenía un aspecto muy distinto al que Irene recordaba, más desértico, más sórdido. Era cierto que su memoria se correspondía siempre con la media tarde, cuando todos los restaurantes de comida rápida, las tiendas de souvenirs, los bazares y las relojerías baratas estaban abiertos, la hora en que la calle bullía de turistas y desocupados. Pero había algo más que la falta de gente, algo ominoso que flotaba en el ambiente. Las aceras estaban más sucias de lo que deberían, por ejemplo. Reparó en una cabina telefónica descuajaringada, el auricular colgando como un ahorcado de la caja destrozada. No había casi nadie y la poca gente con que se cruzaban andaba deprisa y mirando al suelo.

Irene conocía la sensación. La había vivido antes, muchas veces, en determinados barrios de Boston o de Nueva York y sabía muy bien lo que quería decir. Sin embargo, todo su ser se revelaba contra aquella idea. Que Nueva York tuviera barrios malos era casi una tautología, al menos antes de Giuliani. ¿Pero Ginebra? Ginebra era la ciudad más tranquila del mundo, la ciudad donde un perrito atropellado era noticia en el periódico, la ciudad donde el nivel de delincuencia se aproximaba a cero.

O al menos eso llevaba creyendo todos los años en que no había estado allí.

Estaban ya cerca de la entrada principal del centro comercial cuando reparó en un grupo de jóvenes agrupados alrededor de la escultura en granito, representando una esfinge tumbada, que había al final de la calle, a unos diez metros de las puertas de la estación. Eran seis o siete con aspecto vagamente caucásico y modales que no parecían muy amigables. Uno de ellos, vestido con vaqueros y una cazadora de piel, de color negro, estaba sentado a horcajadas sobre la estatua.

—¿Qué ocurre cuando el viajero no sabe responder a la pregunta de la esfinge, papá? —preguntó una Irene de diez años, cogida de la mano de Raúl en una tarde cualquiera de su infancia.

—La esfinge salta sobre él y le devora, mi niña. Por eso tiene cara de mujer, pero cuerpo y garras de león.

—¿Y por qué lleva el pecho desnudo?

Raúl no había sabido responder a esa pregunta, pero la esfinge le había ignorado, perdonándole la vida, al igual que ignoraba al tipo de la cazadora que tan irrespetuosamente la montaba.

Corinne también había reparado en el grupito y aún tenía ganas de gresca.

—¡Esos! —exclamó, excitada—. Fíjate en el de la cazadora. ¡Está como un tren!

—¡Corinne, déjate de bobadas! —masculló Matthieu con voz tensa.

Pero Corinne estaba embalada, había fijado la mirada en el jinete de la esfinge y ya estaba componiendo su expresión provocadora.

—Menudo pedazo de espía, ¿eh, reina? —cuchicheó sin apartar la mirada de él.

¿Espía? Irene reparó en el rostro melancólico, enmarcado por guedejas rubias, incongruente con los tremendos hombros, abultados como los de un delantero de fútbol americano, con armadura incluida. Más que espía, parecía un centauro, mitad querubín, mitad bestia.

Más bestia que querubín. Su respuesta a la mirada de Corinne fue un gesto burlón, levantando la barbilla y alzando los tremendos hombros.

Como si ese gesto fuera una orden, un tipo grande y obeso con el pelo recogido en una cola de caballo que estaba sentado en el pedestal de la estatua se levantó de un salto y echó a andar hacia ellos, arrastrando los pies como un matón de feria.

—¿Tiene ganas de marcha la nena? —preguntó mientras se acercaba.

Los otros le imitaron entre risotadas, hablando entre sí en una jerga que recordaba al ruso. Tan sólo se quedaron rezagados el rubio y un tipo fornido, calvo, con mejillas muy coloradas.

Irene notó cómo Corinne se estremecía. Matthieu la cogió del brazo y tiró de ella hacia la puerta de entrada de la estación.

—¡Si serás imbécil! ¡Vámonos de aquí!

Sólo entonces el querubín desmontó la estatua y se acercó, seguido del calvo, sin darse mucha prisa. Corinne y Matthieu tuvieron que darse una indigna carrerita para alcanzar las puertas del centro comercial. Su amiga se tenía bien merecido el susto.

—¡Corre, Irene, corre!

Súbitamente se dio cuenta de que no era una simple espectadora de la función, sino parte del espectáculo. Peor, se había quedado sola en el escenario, cercada por la pandilla que avanzaba hacia ella con el rubio en el centro.

—¿Y tú? ¿También quieres juerga tú? —dijo el gordo de la coleta, haciendo ademán de adelantarse.

Sin dejar de sonreír y casi sin mirarle, el rubio le propinó un empujón que le habría tirado al suelo si el calvo no lo hubiera sostenido.

—No ser maleducado, Klaus —dijo el rubio.

La sonrisa era lo que más inquietaba de él, precisamente por lo angelical. Irene intentó en vano tragar saliva. Una vena en su sien comenzó a palpitar, sincronizada con los martillazos que el corazón le daba en el pecho.

Y, sin embargo, una parte de su mente no se perdía detalle, como si no hubiera renunciado del todo al papel de espectadora, demasiado interesada por el drama para preocuparse por que la sacaran a escena. Reparó en el curioso talismán que colgaba del cuello del rubio. Parecía el símbolo de la radiactividad. Si lo que quería significar era peligro, venía muy a cuento.

Echó a andar, tratando de rebasarle por la izquierda, aprovechando el hueco que dejaban sus compinches, algo rezagados.

—Tengo que irme —dijo, procurando que no le temblara la voz—. Mis amigos me esperan.

—Tus amigos tenían prisa —contestó él, echando una mirada despectiva hacia la puerta de la estación—. Quédate un rato con Boiko.

Irene apretó el paso, pero el rubio se movió mucho más rápido que ella, tomándola del brazo. Se quedó paralizada un instante, contemplando la manaza que la aferraba, en cuyo dorso había tatuada una cabeza de serpiente. Ni siquiera trató de zafarse, consciente de que sería más fácil liberarse de unos grilletes de acero. Sin embargo, los gruesos dedos apretaban lo justo para retenerla sin lastimarla.

—¿Le dices a Boiko tu nombre?

Irene trató de evitar que le temblaran las rodillas. Seguramente sus amigos estarían telefoneando a la policía en ese mismo momento. Sólo tenía que mantenerse tranquila y seguirle el juego.

—Me llamo Irene. Suéltame, por favor.

—Boiko te invita a una cerveza. ¿Quieres?

—En otra ocasión. Es tarde y estoy muy cansada.

La tenaza que le aprisionaba el antebrazo se abrió, liberándola, a la vez que el bello rostro se inclinaba hacia ella como para besarla en la mejilla. Irene no se movió, asombrándose de no estar tan asustada como debería.

—¿Otro día? ¿Mañana? —susurró él en su oído.

En ese instante alguien la tomó del brazo. Irene se estremeció, pero el recién llegado la apretó contra sí firmemente, obligándola a ponerse en movimiento.

—Se acabó la fiesta, ¿okay? —dijo en inglés con acento americano, su voz neutra, casi casual.

—¿Y tú, tovarich? —exclamó Boiko—. ¿Qué quieres tú?

Sin embargo, se quedó inmóvil, descolocado con la inesperada intervención del recién llegado. Era un hombre alto y delgado, moreno, trajeado. Sonreía mientras su mano izquierda tiraba con fuerza de ella hacia la puerta de la estación. Irene reparó en que llevaba la derecha apoyada en la cadera, por encima de la chaqueta, como sosteniendo algo.

Pero el tal Klaus todavía tenía ganas de gresca y se apresuró a obstruirles el paso.

—No tan deprisa, colega.

El americano siguió avanzando sin soltarla. El gordo le detuvo, aferrando con ambas manos las solapas de su traje.

—Te he dicho que no tan deprisa.

Sin previo aviso la cabeza del americano se proyectó hacia delante, como un ariete. Irene escuchó el chasquido de un tabique nasal al romperse.

El gordo dio dos pasos hacia atrás, tambaleándose, tratando de taponar con las manos la hemorragia en su nariz.

—¡Vamos! —apremió el americano, tirando de ella, pero sin levantar la voz.

Estaban a un paso de la puerta, pero varios de los pandilleros corrían hacia ellos. Una orden tajante les detuvo en seco. El americano se giró hacia Boiko, llevándose la mano derecha de nuevo a los riñones, como si temiera perder algo oculto bajo su chaqueta. Boiko repitió el gesto de alzar la barbilla, mitad desafío, mitad burla.

—Ya nos veremos por ahí, ¿eh, tovarich?

—He telefoneado a la policía —gritó Matthieu nada más verlos entrar.

Irene le miró como si lo viera por primera vez. La cara, congestionada; los labios, femeninos; los mofletes, un poco rollizos, colorados, no sabía si por el miedo o la ira. Se le ocurrió que no envidiaba a Corinne. No la envidiaba en absoluto.

—¿Estás bien? —preguntó el americano.

—La policía va a llegar de un momento a otro —continuó Matthieu, que parecía incapaz de controlar sus nervios—. ¡Menudo lío! ¡Os habéis portado como unas auténticas estúpidas!

Irene le ignoró y se giró hacia el héroe de la noche.

—Gracias. Nos hemos llevado un buen susto.

—Otra vez ten más cuidado. Esos de ahí no eran buena gente.

Lo dijo con voz seria, pero con una risa zumbona bailándole en los ojos. ¡Y qué ojos! Enormes, fosforescentes, de un intenso color esmeralda.

—Me llamo Irene —dijo ella, tendiéndole la mano.

—Héctor —dijo él, ofreciéndole la derecha, que todavía llevaba pegada a los riñones—. ¿Eres americana?

—Mi padre es español, crecí en Ginebra, estudié en Boston… ¿Y tú?

—Yo soy cubano —dijo Héctor, cambiando al castellano—. Cubano de Miami.

—¿Y te dedicas a salvar tontas en apuros en tus ratos libres?

—¡Ahora tendremos que declarar! —interrumpió Matthieu—. ¡Y a lo mejor pasarnos dos horas en comisaría! Todo por insensatas.

—Con tu permiso —dijo Héctor, ignorándolo—, tengo que irme.

—¡Espera! —exclamó Irene—. Yo… —atolondradamente buscó algo que decir, sin dar con nada sensato—. Gracias de nuevo. Has sido muy valiente.

—No te metas en más líos —contestó él, propinándole un amago de pellizco cariñoso en la mejilla a modo de despedida. Irene se quedó petrificada, boquiabierta, viéndole alejarse con zancadas largas y elásticas.

—¡Tía! —exclamó Corinne—. ¡Te lo has ligado!

Irene la miró azorada, consciente de que había enrojecido hasta las orejas. Matthieu seguía furioso, con la vista fija en el suelo.

—¡Corinne! —masculló—. Ya está bien de sandeces.

Tenía sus razones para no encontrarse a gusto. Don Juan no se había destacado por su valor aquella noche.

—No te pongas así, Mats —lloriqueó ella.

En ese momento aparecieron dos parejas de policías. Matthieu explicó rápidamente lo que había pasado. Dos de ellos salieron rápidamente a la calle y volvieron al cabo de unos instantes.

—No hay nadie ahí fuera.

—Tendrán que acompañarnos a la comisaría —dijo el que llevaba la voz cantante.

—¿Es necesario? —preguntó Matthieu—. Estamos muy cansados y afortunadamente no ha pasado nada…

El policía tampoco parecía muy emocionado ante la posibilidad de tramitar una denuncia a aquellas horas.

—Como ustedes quieran —dijo—. Buenas noches.

Mientras bajaban hacia el primer sótano del aparcamiento Corinne pasó el brazo por encima de los hombros de Irene, atrayéndola hacia sí.

—Nena —murmuró en su oído—, te has ligado a los dos tíos más buenos de Ginebra en la misma noche.

Corinne no tenía remedio. Pero lo cierto es que ella tampoco. Se había portado como una tonta imprudente, debería sentirse avergonzada de sí misma. Y en lugar de eso se sentía excitada y de un humor estupendo, disfrutando de la libertad en su primer día fuera del convento.