LA ESPUELA

—ME ALEGRO DE QUE HAYAS PODIDO VENIR, HIJO.

El senador vestía un frac hecho a medida, que le sentaba a la perfección. Héctor se sintió tan ridículo, enfundado en su traje corriente, como si hubiera asistido al cóctel vestido con el uniforme de faena.

Extraña manera de malgastar su última noche en San Francisco, pensó, perdiendo el tiempo en una fiesta para gente bien. Perra suerte. Podían haber salido, el grupo de siempre, a tomar una postrera ronda de cervezas por el barrio. La espuela, así llamaban los españoles a la copa que se bebe para el camino.

Al menos era una de esas recepciones donde la gente circulaba de un sitio a otro y no fue difícil encontrar una discreta esquina desde donde contemplar el espectáculo. El salón, con toda su profusión de alfombras orientales, arañas de cristal de Bohemia y columnas de mármol, impresionaba menos que el despacho de Pullman. Las conversaciones a su alrededor eran tan triviales como las de cualquier party. También le resultaba familiar la histeria con la que damas y caballeros pululaban entre los corrillos, depredadores con traje de gala a la caza de una oportunidad de negocio, un nuevo amante, un enchufe… Pero había caviar del Volga y champán francés. Héctor sorbió su copa, más entretenido de lo que se hubiera imaginado con el espectáculo.

No tuvo que esperar demasiado hasta que Pullman se acercó a él, desembarazándose por el camino, con exquisita elegancia, de un par de pelmas que le pisaban los talones.

—¿Preparado para el viaje?

—Con ganas de empezar el trabajo, señor.

—Buen soldado —dijo el senador, haciendo chocar el cristal de su copa contra la de Héctor.

La espuela, después de todo. Pero el champán se había recalentado y el trago le supo agrio. Un camarero uniformado como un capitán de granaderos se materializó a su lado con nuevas bebidas.

—Quería comentarte un par de detalles, muchacho. En lo que se refiere a la propuesta de incorporar RAN al protocolo de inspección de la AIEA. Comprenderás que mientras la operación en Irán no haya concluido habrás de ser muy discreto.

—¿Cuál será entonces mi cometido en Ginebra, senador? ¿Cómo voy a redactar una propuesta sobre algo que no puedo mencionar?

—Tu trabajo abarcará todo un paquete de nuevos sistemas para prevenir la proliferación nuclear. RAN es el más importante, pero hay otros que tampoco pueden descuidarse. Los detectores de neutrones, por ejemplo. Todavía no hemos conseguido una estandarización satisfactoria de las medidas. Quiero que te concentres inicialmente en ese problema.

Los ojos de Pullman eran dos inmóviles lunas de antracita. Héctor sintió un agudo pinchazo a la altura del diafragma.

—Estoy a sus órdenes —dijo, procurando no revelar sus emociones.

Pullman le tomó del brazo y tiró blandamente de él hacia la terraza contigua al salón. Las vistas de la ciudad eran magníficas, pero se le antojaron falsas, un montaje fotográfico, una ilusión. Como su célebre oficina en Ginebra y su proyecto frente a la ONU. Cartón piedra, humo. Pura fachada.

Un delgado estuche de madera había aparecido en la mano del senador. Contenía cinco puritos, alineados como rígidos cadáveres en su ataúd de cedro.

—Gracias, no fumo.

—Es una pena. Vienen de La Habana.

Al menos algo auténtico. Al viejo le hubiera encantado aceptar uno de aquellos cigarros.

—Como los que se fuma Fidel —hubiera dicho—. Es un cabrón, hijo. Pero un cabrón con pelotas.

—Otra cosa —dijo el senador—. Creo que sería conveniente que te acostumbraras a llevar tu arma de reglamento encima hasta nueva orden. Cosas de Velasco. Ya sabes lo paranoico que se pone con todo el asunto de la seguridad.

¿Cargar de nuevo con la pistola? Hubo un tiempo, durante su juventud, en que le gustaba llevarla bajo la camisa, pegada a los riñones. Afortunadamente el negro Príamo le quitó pronto la idea de la cabeza.

—¿Dónde vas con ese hierro, chico? ¿A quién le tienes miedo?

El negro Príamo tenía razón. Cualquiera que llevara un arma tenía miedo. El miedo era el oficio de Velasco y parecía empeñado en metérselo a él en los huesos. Se prometió a sí mismo que no lo conseguiría.

El senador cortó la cabeza al habano y lo encendió con un grueso fósforo que ardió como una antorcha.

—Nunca te he dicho que conocí a tu padre.

La frase quedó flotando entre ambos, como el humo del habano. ¿Por qué no le sorprendía? Quizá, a esas alturas, se esperaba ya cualquier requiebro de Pullman. O, quizá, algo en su forma de tratarle le había hecho intuirlo desde mucho tiempo atrás.

—¿Durante la crisis, señor?

Pullman asintió. No hacía falta precisar de qué crisis se trataba. Para toda la generación del senador no había habido otra que se comparara con la del sesenta y dos.

—Yo acababa de empezar. Era algo así como el mozo de los recados del presidente. Tenía los ojos bien abiertos.

Aquello podía haber acabado mal, muy mal. De no haber sido por unos pocos hombres, como tu padre. Deberías estar muy orgulloso de él, mayor.

—Lo estoy, señor.

—Lo sé, hijo, lo sé —dijo el senador, palmeándole los hombros—. Y estoy seguro de que, cuando llegue el momento, estarás a su altura.

* * *

Irene de Ávila titubea, sin decidirse a introducir la llave en la cerradura del apartamento número ocho, en el cuarto piso del número veintinueve de la rue de Lyon, como si el hogar de su infancia pudiera seguir existiendo todavía a condición de no empujar la puerta cerrada que tiene frente a sí.

Una sala de estar grande y luminosa con un techo allá en la estratosfera. El piano en un rincón —Leila sentada frente a las teclas—. Paredes pintadas de blanco. Una de ellas ocupada por un gran cuadro. Representa un hombre todavía joven, delgado, guapo, con el cabello hasta los hombros y una barba rojiza, terminada en una perilla puntiaguda. Está desnudo, los brazos cruzados frente al estómago, reclinado en una roca, la mirada perdida en el horizonte. No se sabe qué mira, pero su mirada rezuma nostalgia. En una esquina del cuadro, el garabato incomprensible con que firma Leila. El modelo es Raúl de Ávila. Irene recuerda el comentario de su madre cuando colgaron el cuadro. Fíjate en Raúl, dijo. Parece Ulises mirando al mar.

La nostalgia en los ojos de su padre. La nostalgia del viajero, distante de su patria. ¿Había dos ciudades más diferentes en Europa que Madrid y Ginebra? Irene recuerda las visitas a la gran metrópolis castellana, unos días por Navidad y tres semanas en verano, a menudo sin sus padres. Tres semanas convertida en la pequeña emperatriz de una urbe tórrida y semidesértica, sus más nimios caprichos atendidos por dos ancianos servidores. El cabello rojizo, la nariz insolente y el apellido hidalgo venían del abuelo Álvaro. El carácter optimista, la testarudez y los huesos anchos, de la abuela Belén. Los dos habían desaparecido con menos de un año de diferencia, demasiado pronto para dejarle otra cosa que el recuerdo de su cariño.

Irene duda, sin decidirse a dar la vuelta a la llave, atrapada en el torrente de la memoria, que viene crecido, llevando entre sus aguas revueltas los objetos que definen su infancia. El piano, los libros, la mesa de la cocina cubierta por los folios con los cálculos de Raúl, páginas y páginas de ecuaciones que a veces se traspapelaban, mezclándose con las partituras que rodaban por todas las esquinas de la casa, formando un solo mensaje secreto, escrito sólo para ella.

Ulises mirando al mar. Ginebra no era Ítaca, no para Raúl. Extraño Ulises, su padre. Siempre genial, siempre sonriendo, siempre distraído, siempre trabajando.

¿Trabajando en qué? Todos aquellos teoremas, minuciosamente organizados en carpetas de anillas, que se iban amontonando por toda la casa. De niña, Raúl de Ávila compartía en su imaginación, el altar de la gloria reservado a Hilbert, a Riemann, a Gauss.

¿Y Leila? Qué hogar para ella, exiliada de un país que se negaba a mencionar, sobreviviente de un horror del que jamás se hablaba en casa, del que sólo tenía vagas noticias, murmuradas a medias por su padre.

—Tu madre sufrió mucho, hija. Algún día te lo contará, cuando se sienta con fuerzas para ello.

Pero nunca había encontrado las fuerzas para contarle. Incluso cuando descubrió los recortes de periódico que todavía guarda. Las fotos de una Leila jovencísima, quizá de diecisiete o dieciocho años, tomadas en el Carnegie Hall. Leila vestida con un rutilante traje de noche, luciendo un collar de perlas, gruesas como huevos de paloma, sonriendo confiadamente a la cámara. Leila sentada frente al piano con la frente fruncida en un gesto de furiosa felicidad. Leila, saludando a una multitud fervorosa, puestos en pie en sus asientos. Era fácil imaginar el aplauso resonando en el Carnegie, en la Ópera de Viena, en el Ateneo de París. Bastaba leer los titulares, los recortes de la crítica, las frases halagadoras. La nueva princesa de los persas. El piano maravilloso de Leila Satrapi.

¿Satrapi? Leila firmaba incluso sus cuadros usando el apellido de Raúl. Irán era una palabra tabú en su casa.

—¿Por qué abandonaste tu carrera de concertista, mamá?

—Dejó de interesarme, cariño.

Ella había arrojado los recortes sobre la mesa, como un fiscal mostrando las pruebas del crimen al juez.

—¿Dejó de interesarte? ¡Aquí dicen que podías haber sido la mejor pianista del mundo!

—Algún día lo entenderás, hija.

El tabú había acabado por calar también en Irene. A su llegada a Nueva York pasó muchas tardes en la biblioteca pública, leyendo sobre la revolución islámica de mil novecientos setenta y nueve y sus consecuencias sobre la vida de mucha gente. Gente como la desconocida familia de la que Leila nunca hablaba.

Pero al cabo de cierto tiempo dejó de investigar en la hemeroteca y dejó de preguntar. También ella firmaba De Ávila, usando tan sólo el apellido de su padre. Afortunadamente sus genes se habían decantado por expresar el fenotipo de sus antepasados castellanos. De Leila sólo había heredado los ojos oscuros y las manos de largos dedos.

Nada la delataba.

* * *

Helena Le Guin consultó su reloj de pulsera, recreándose unos instantes en las elegantes manecillas que casi coincidían en las doce en punto. El reloj era un Patek Philippe, herencia de su padre y formaba parte de una pequeña colección de objetos personales, sagrados para ella, que incluían su pluma, la pitillera de plata, el Dupont de oro, el anillo de boda de su remoto y fracasado matrimonio, un libro de notas, encuadernado en piel, con gruesas hojas de papel de arroz, donde raro era el día en que no anotaba alguna reflexión con letra apretada y diminuta, aprovechando avariciosamente el espacio disponible en cada una de las escasas hojas todavía en blanco. Helena se sabía fetichista y aceptaba estoicamente esa faceta de su personalidad. No era una manía excesiva, teniendo en cuenta que correspondía a una mujer de cincuenta y dos años, sola, sin hijos y sin más vida que su trabajo.

Un pequeño placer solitario, como todos los que podía permitirse, el de recrearse en el uso de esos objetos, en la conexión entre ellos, nunca más evidente que en las horas finales de sus agotadoras jornadas. Adormecerse un instante contemplando la inmaculada esfera sobre el fondo azulado del reloj, cuyo color le recordaba los cielos de cierta ciudad junto al Mediterráneo. Extraer meticulosamente la pluma del estuche, escribir unas líneas en el cuaderno, recreándose en la pausada seguridad con que el plumín se deslizaba sobre la página, el suave sonido del oro rasgando el papel, el equilibrio perfecto del objeto de metal noble entre los dedos.

Cuando concluyó su anotación, confirmó de un último vistazo al reloj que ya era medianoche. Hora de marcharse a casa. «Casa», desde hacía más de una década, era una habitación doble, alquilada en el Hotel Continental de Ginebra.

—¿Para qué más? —dijeron por Megafonía—. «Casa» era un eufemismo que hacía referencia a una cama en la que derrumbarse cinco o seis horas cada noche. Una cama tan grande y fría como un océano.

—Estás cansada. Vete a dormir.

A esas horas los altavoces sonaban muy lejanos. Las luces se iban apagando poco a poco en la fábrica. Autocontrol había cerrado ya sus puertas, lo mismo que Estrategia, Táctica, Manipulación… Era tarde y el único departamento en el que todavía quedaba una tenue luz era el de la nostalgia.