CUESTIONES DE PROTOCOLO

JOZEF LINSEN SE PRECIA de conocerse bien a sí mismo, y lo cierto es que no ignora ni sus virtudes ni sus defectos más notables. Sin embargo y contra lo que se imagina, este conocimiento le sirve de poco para construir una imagen precisa de su personalidad. El suyo es un problema de medida, de falta de perspectiva, que le muestra un espejismo distorsionado de la realidad que le rodea.

Sabe, por ejemplo, que es elegante, y este conocimiento le lleva a creer que su presencia es imponente y grave. Se ve a sí mismo como un nuevo Petronio cuyo esmerado atuendo le granjea automáticamente autoridad y respeto, cuando no rendida admiración.

Nada más lejos de la realidad. La elegancia de Linsen es percibida por el resto del mundo como una característica maniática e irritante. Es cierto que viste trajes confeccionados a mano en las mejores boutiques de Milán y París. Que sus zapatos, del más fino cuero, relucen impolutos y su colección de corbatas es digna de un príncipe. Pero todo eso viene acompañado de una inquietud frenética y contagiosa, un continuo esquivar toda superficie que pudiera acarrear una mota de polvo, una ansiedad ante cualquier asomo de arruga en sus pantalones y camisas, cuya consecuencia es hastiar a todo aquel que le rodea. Linsen percibe la hostilidad a su alrededor, pero no es capaz de relacionarla con su dandismo, del que tan orgulloso está.

Algo parecido ocurre con su forma de actuar. Se ve a sí mismo como un buen gestor, capaz de enfrentarse resueltamente a los problemas —en realidad procura eludirlos excepto cuando está seguro de salirse con la suya—; capaz de imponer su voluntad si es necesario —pero no se da cuenta de que sólo lo hace cuando tiene la certeza de que se la impone a alguien más débil que él—; capaz, en fin, de actuar pragmáticamente sin dejarse arrastrar por convicciones fanáticas —realmente no tiene problema alguno en mudar de ideas con tanta facilidad como cambia de traje—. La realidad y su percepción de ésta divergen tanto que Jozef Linsen está convencido de que la enemistad que le rodea es el estado natural del ser humano.

No deja de ser notorio que alguien así haya ocupado la dirección del CERN durante cuatro años. Pero es que Linsen no carece de virtudes. Entre ellas, la más destacada es su extraordinaria habilidad para aprovechar las debilidades de los demás, acompañada por la convicción de que la vida es un bazar donde cada mercancía —la ropa de marca, los affaires sentimentales, el prestigio científico— tiene un precio que puede regatearse. De ahí que un buen comerciante como él haya realizado tan exitosa carrera.

Es cierto, sin embargo, que lleva una década conformándose con el puesto de subdirector científico, un cargo perfectamente inútil, dado que Helena Le Guin toma todas las decisiones importantes sin asesorarse jamás con él. Más bien lo contrario, a la directora le gusta tratarlo como una especie de secretario de lujo, e incluso, a veces, como un mero recadero. Alguien menos paciente hubiera renunciado tiempo atrás a seguir en la dirección, incapaz de soportar las continuas humillaciones a las que Le Guin le somete. Pero otra de las virtudes de este elegante prohombre es su tenacidad.

La tenacidad y, según piensa, la diplomacia —en realidad se trata más bien de hipocresía—. A decir verdad, se precisa nervio para despachar a diario con alguien a quien pretende reemplazar en tan sólo unos pocos meses.

Aunque…, ¿por qué no? No hay nada de malo en el tradicional ojo por ojo y ha pasado diez largos años aguardando su oportunidad para devolverle a Helena Le Guin las puñaladas que le debe.

Hay que admitir que la situación es incómoda. De hecho, en este momento, es perfectamente consciente de la expresión de disgusto que agria el rostro de la directora. Una expresión que Linsen considera permanente, sin darse cuenta de que es su presencia lo que la suscita. De ahí que concluya que Helena Le Guin es una mujer amargada, intransigente, esencialmente desagradable. Nervioso, ajusta el nudo de su corbata, estira un poco la pernera de sus pantalones y se dispone a hacer de tripas corazón a lo largo de lo que espera que sea una corta entrevista.

En este momento están cubriendo el primer punto de la agenda, el de los nuevos contratos. Linsen ha ido recitando nombres y cargos mientras la directora le escudriña con sus ojos hostiles, en silencio, haciendo girar una pluma entre los dedos. Es una Waterman de nácar, con plumín de oro, carísima, que Linsen envidia pero —se dice a sí mismo— no puede permitirse. Él, que se considera un hombre ahorrador y no es sino un avaro.

Cuando llega al nombre De Ávila, la directora parece salir de su letargo.

—Conciértame una cita con ella cuanto antes. Quiero darle la bienvenida en persona.

—Naturalmente —contesta Linsen, resentido por los tajantes modales de Le Guin, pero sin medir los suyos, demasiados serviciales.

—Otra cosa —dice ella, saltándose arbitrariamente el orden que Linsen había previsto—. El programa de la BBC. ¿Tenemos ya fecha?

—Si te parece bien, podríamos confirmarlo para la semana que viene. Me he permitido contactar con Carl Penrose y a él le vendría bien entonces.

Linsen no puede disimular una sonrisa de satisfacción. Uno de los aspectos que más le agradan de su trabajo y uno de los pocos frentes donde la directora le da un respiro son las cuestiones de protocolo. Ocuparse de éstas le da la ocasión de tratar con gente importante como Penrose, director del programa científico de más audiencia en el mundo. Linsen está convencido de ser el diplomático perfecto, la elegante encarnación del espíritu del CERN, prácticamente el embajador oficioso de la organización.

—De acuerdo. Espero que lo tengas todo preparado para entonces.

—Está todo previsto para que el programa sea un éxito —contesta Linsen. A continuación comienza a detallar el programa que llevará al equipo de la BBC primero a visitar la Esfera, luego a una excursión guiada por el laboratorio y finalmente a una entrevista televisada en directo.

—Gracias —interrumpe Helena, sin dejarle terminar su elaborada descripción—. Eso será todo.

—Hay un pequeño detalle —dice Linsen, que ha estado esperando desde el principio de la entrevista el momento en que va a permitirse el lujo de hacerle pasar un mal rato a la directora para compensar todos los desplantes que se ha permitido con él.

—Tú dirás.

—Se trata de Mauricio Gatto. El pobre hombre ha hecho otra de las suyas.

Linsen disfruta con la expresión de alarma en el rostro de la Le Guin y la manera en que se alza, rígida, de la butaca en la que se había recostado.

—¿Qué ha ocurrido?

—Ayer de madrugada se coló en la sala de control principal del LHC, hacia las tres de la mañana. Los operadores del turno de noche no deberían haberle permitido la entrada, pero están tan acostumbrados a verlo deambular por allí que no le hicieron ningún caso. Una hora más tarde detectaron una ristra de imanes superconductores a punto de colapsar. Alguien los había puesto en modo de prueba y forzado manualmente para que se sobrecalentaran… Tuvieron el tiempo justo de extraer el haz del acelerador antes de que el colapso de los imanes lo sacara de la órbita. Va a costar varios días recuperarse del accidente, y podía haber sido mucho peor si los imanes hubieran colapsado con el haz todavía circulando.

—¿Fue Mauricio quien alteró los imanes? —pregunta Le Guin. Linsen, que no es consciente de sus propios tics, no pierde detalle en lo que se refiere a las manías ajenas y disfruta constatando la desesperación con que la directora busca sus fetiches. Pasa el dedo por el capuchón de la pluma de oro, acaricia un libro de notas con gruesas tapas de papel de arroz, saca disimuladamente una pitillera de plata que abre y cierra, produciendo un clic cada vez, sin decidirse a extraer de ella un cigarrillo. Ha conseguido fastidiarle el día.

—No tenemos pruebas, pero toda la evidencia apunta hacia él. Lo cierto es que sería conveniente que se beneficiara de un retiro anticipado. Sus excentricidades empiezan a ser peligrosas.

—No se repetirá —dice Le Guin—. Me ocuparé en persona de dejarle muy claro que no tiene autorización para acercarse a la sala de control.

—Sin embargo, sugiero que iniciemos un expediente…

—No.

Linsen sonríe, encajando el monosílabo que ha explotado en sus oídos como un obús. La directora no se molesta en ofrecer explicaciones ni justificarse. Se limita a ejercer su autoridad, déspota e insensata, protegiendo a un chiflado. Pero llegado el caso su insensatez le beneficia. Puede usarla en su contra en las próximas elecciones.

La directora examina unos documentos, dándole a entender que le entrevista ha terminado. Jozef Linsen saluda ceremoniosamente y sale del despacho. A pesar del tanto que se ha marcado, el resentimiento le ahoga. Cruza el aparcamiento envenenándose con su propia bilis, salta al interior de su Mercedes y da marcha atrás sin mirar por el retrovisor. De repente, un batacazo seco y la sensación asfixiante del airbag rodeándolo. El pánico dura un segundo, lo justo para comprobar que no se ha hecho daño. Enseguida es sustituido por la furia. Sale del vehículo como una exhalación y se tropieza con un miserable Peugeot al que ha embestido en el morro, la trasera de su precioso Mercedes hecha cisco y un gordito apurado con barba zarrapastrosa y cara de lelo que le mira aterrorizado tras unas gafas de lentes de culo de vaso. Linsen le conoce vagamente. Se trata de John Carpenter, uno de los técnicos de Friedrich von Zhantier.

Y sin pararse un segundo a considerar que la culpa del accidente ha sido suya, Jozef Linsen se encara con el hombrecillo, dispuesto a hacerle pagar todos los disgustos de la mañana.