CAROUGE, PENSÓ IRENE.
La plaza, rodeada de farolas cuya luz amarilleaba en el frío de la tarde de invierno, camino del Café de La Bohéme.
Sus recuerdos.
Sábados de mercado deambulando por los tenderetes de libros viejos, antigüedades, porcelanas, acuarelas recién pintadas por los artistas locales. Noches de verbena en el mes de agosto, cuando la orquesta empezaba a improvisar, bien entrada la madrugada, al calor de la bebida gratis y la vista gorda que el ayuntamiento hacía a la fiesta callejera. Las quietas mañanas de domingo, sentada con André en una esquina de esa misma plaza.
Aquellos besos.
Las decrépitas mesas del Café de La Bohéme aún resistían los furiosos envites de la polilla. Una camarera con un pendiente en el labio inferior y una melena lacia y grasienta que le llegaba hasta la cintura los acomodó junto a un grupo de actores callejeros, todavía con los trajes de época puestos, que, poco antes, representaban, al abrigo del pórtico de la iglesia, las últimas escenas de Romeo y Julieta. Parecían estar todavía muertos de frío, frotándose las manos y pasándose una botella de absenta para entrar en calor.
Matthieu pidió un Cotes du Rhóne, que les trajeron a la vez que la carta junto con unos vasos grandes, de cuello ancho, poco apropiados para el vino. El novio de Corinne ofreció un brindis.
—A la salud de la hija pródiga.
Sus modales eran los de un seductor profesional. Parecía sacado de un anuncio de Calvin Klein, excepto por un ligero sobrepeso.
—¿Qué tal tu piso, reina? —preguntó Corinne, tras vaciar medio vaso del primer trago—. ¿Estás contenta?
¿Contenta? La palabra se quedaba corta para describir lo que sentía. Corinne, o para ser más exactos, una de las inmobiliarias propiedad de su familia, le había conseguido en alquiler el mismísimo apartamento en el que había transcurrido su infancia.
—Cariño —dijo—, no tengo palabras para agradecerte…
—Pues no las digas —interrumpió Corinne—. Ya sabes que haría cualquier cosa por ti.
—¡Vaya par! —exclamó Matthieu—. Os imagino de jovencitas. ¡Seríais el terror de los tíos! Anda, contadme algo sabroso —les pidió, pasándose la lengua por los labios, un gesto reconcentrado, goloso, que tenía algo de soez.
—¡A ti te vamos a contar! —rió Corinne—. Nada de eso, guapo, que mañana serías capaz de sacarlo en tu columna.
En ese momento llegó la camarera con los primeros platos. Perdiz a la moscovita para Matthieu, ensalada Niçoise para Corinne y salmón ahumado para ella. Matthieu aprovechó la ocasión para llenar de nuevo los vasos.
—¿Qué te parecería concederme una entrevista, Irene?
—Matthieu escribe la sección científica de La Tribune de Genève —puntualizó Corinne con la boca llena de lechuga.
—Aquí donde me ves tengo un máster en ingeniería química por el Politécnico de Zurich —dijo él—. Incluso trabajé una temporada en Dupont antes de dedicarme al periodismo. ¿Qué me dices?
—¿Una entrevista, yo? ¿Y de qué íbamos a hablar? ¡Venga, Matts, en el CERN sobran físicos de primera clase! La directora, sin ir más lejos.
—¿La conoces? —preguntó Matthieu.
—No…, quiero decir, no en persona. Pero conozco muy bien su carrera. ¡Es una mujer excepcional! Era catedrática en la Sorbona antes de cumplir los treinta. A los cuarenta y pocos, cuando asumió la dirección del CERN, acumulaba más citaciones premios que cualquier otro físico teórico. ¡Y no ha dejado de producir trabajos de primera clase, a pesar de estar al frente del laboratorio más importante del mundo!
—Pues a mí me pareció un cardo —afirmó Matthieu—. Hace ya más de un año que intenté entrevistarla. Consintió en concederme una cita, pero fue como hablar con una estatua.
—Puede que sea tímida.
—Más bien arrogante, diría yo.
En ese momento llegó la camarera del piercing en el labio con los segundos platos. Menú único, la chasse para todo el mundo. Irene se concentró en hincarle el diente al filete de ciervo. Se le había abierto el apetito y además le hacía falta echarse algo al estómago para evitar que el vino se le subiera a la cabeza.
—¿Y qué me dices de su fama de viuda alegre? —dijo Matthieu, volviendo a la carga—. Por lo visto le pega a todo. Tíos, tías, jóvenes, viejos… ¡En fin, supongo que un poco de cama ayuda a hacer carrera!
Lo dijo mirándola a los ojos, con aire casual, pasándose la lengua por los labios. Irene recorrió mentalmente su repertorio de exabruptos, buscando una barbaridad que estuviera a la altura del tono soez, de la mirada provocadora, de aquella lengua bífida.
No le dio tiempo. Corinne le propinó un flojo cachete a su novio, como una mamá mimosa que riñe a un niño consentido.
—¡Matts! No hables como un camionero. A Irene le gustan los chicos educados.
Matthieu juntó ambas manos en un gesto de falsa contrición.
—Perdón, perdón…, estaba de coña.
—Aunque hay que reconocer que la tía está como un tren. ¿Eh, reina? Y eso que ya tiene sus años. ¡Claro que hoy en día, lo que no arregle un bisturí!
—Hablando de peces gordos —intervino Matthieu—. ¿Qué me dices de Friedrich von Zhantier? Ése sí que es un tipo borde. Me colgó el teléfono sin contemplaciones. Por lo que tengo entendido odia a la prensa. ¿Le conoces, Irene? Según los rumores, va a ser el próximo premio Nobel.
—Si encuentra el plasma de quarks, no me extrañaría que se lo dieran.
—¿Quarks? —preguntó Corinne—. ¿De qué me suena la palabreja?
—De una línea del Finnegan’s Wake: «Three quarks for Muster Mark».
—Joyce. Qué horror. ¿Cómo conseguí pasar aquel examen?
—Copiándome a mí, preciosa.
—Explícanos ese asunto del plasma de quarks —pidió Matthieu, claramente interesado.
—La idea es muy antigua —dijo Irene—. Los antiguos griegos ya se imaginaban el universo compuesto de objetos elementales.
—Demócrito, ¿no? —dijo Matthieu.
—Exactamente. El concepto de átomo es tan viejo como él, casi tres mil años. Lo único que ha cambiado es nuestra percepción de lo que es elemental. Considerad el agua, por ejemplo. Para los griegos era uno de los elementos básicos junto con el aire, la tierra y el fuego. Para el científico moderno, el agua está compuesta de moléculas, que a su vez están compuestas de átomos, concretamente dos de hidrógeno y uno de oxígeno, de ahí el símbolo H2O. Cualquier compuesto, sustancia o aleación se reduce al final a una combinación de átomos.
—Hasta aquí lo entiendo hasta yo —dijo Corinne.
—Durante el último tercio del siglo diecinueve y las primeras décadas del veinte los físicos estudiaron la estructura de los átomos y comprobaron que todos ellos estaban compuestos de objetos más elementales. Una imagen algo inexacta pero muy gráfica de un átomo es imaginarlo como un sistema solar, con un pequeño núcleo que hace las veces de estrella, en torno al cual giran los electrones, similares a planetas. El átomo de hidrógeno es el más simple de todos, con un protón en el núcleo y un electrón orbitando a su alrededor. El helio tiene dos protones; el litio, tres, y así sucesivamente. Los protones están cargados positivamente, mientras que la carga de los electrones es negativa. Además, hay otras partículas en el núcleo, que llamamos neutrones y que son idénticas a los protones excepto porque no tienen carga eléctrica.
—Química de primero —dijo Matthieu, guiñándole un ojo.
—Sigue, sigue —dijo Corinne—. Esto es más entretenido que la Cábala.
—Allá por mil novecientos treinta los científicos creían que el mundo era tan sencillo, en realidad, como lo habían imaginado los griegos. En lugar de agua, tierra, aire y fuego, los objetos elementales eran protones, neutrones, electrones y unas partículas muy ligeras, llamadas neutrinos. Pero a lo largo de la segunda mitad del siglo veinte se realizaron una serie de experimentos en el CERN y otros laboratorios parecidos, como SLAC y Fermilab en Estados Unidos, que demostraron que protones y neutrones están compuestos a su vez por otros objetos más elementales, llamados quarks. Lo curioso es que hay dos tipos de quarks en la materia ordinaria, lo que nos lleva, una vez más, al viejo esquema de los griegos. Cuatro objetos básicos, agrupados de dos en dos. Los dos quarks por un lado, el electrón y el neutrino por el otro. La fuerza nuclear mantiene a los quarks atrapados dentro de protones y neutrones, y a éstos pegados entre sí en el núcleo atómico. La fuerza nuclear que confina los quarks en el interior de protones y neutrones es tan intensa que resulta casi imposible romperlos.
—¿Entonces el plasma de quarks? —preguntó Matthieu.
—Imagínate el interior de una estrella de neutrones. Se trata de un objeto tan denso que una cucharada de ese material pesa del orden de mil millones de toneladas, unas doscientas mil veces la masa del Titanio.
—¿Y esas cosas existen? —dijo Corinne.
—Ya lo creo. Normalmente aparecen entre los restos de una supernova.
—Estrellas de neutrones, supernovas… Me estás tomando el pelo, reina.
—¡Deja ya de interrumpir, Corinne! —cortó Matthieu. La impaciencia en su voz sonó como un latigazo. Corinne, imperturbable, le hizo un mohín de burla, pero Irene la conocía bien y notó cómo acusaba el golpe.
—Sigue, Irene —pidió él—. Es muy interesante.
Innegablemente a Matthieu le preocupaban mucho más sus explicaciones que a su díscola amiga, lo cual, a su pesar, no dejó de halagarla.
—Verás, en el interior de una estrella de neutrones la presión puede llegar a ser tan grande como para romper, por decirlo así, los protones y los neutrones. Cuando esto ocurre, los quarks pueden moverse libremente en una especie de sopa en lugar de estar confinados en el interior de los núcleos, como ocurre en la materia normal. Esa sopa es el plasma de quarks.
—¿Me estás diciendo que un experimento del CERN puede reproducir el interior de una estrella de neutrones? —preguntó Matthieu. No se perdía una. En cambio Corinne parecía haberse aburrido ya de la conversación, a juzgar por el estupendo bostezo que acababa de escapársele.
—No exactamente. El plasma puede formarse cuando se comprimen los protones a mucha presión o bien cuando se les calienta a temperaturas extremas. El LHC acelera núcleos de plomo hasta velocidades muy próximas a las de la luz. Cuando chocan los unos contra los otros, la energía que se genera sería la equivalente a calentarlos a una temperatura cien mil veces más elevada que la del interior del sol. De hecho, creemos que el plasma de quarks llenaba el universo cuando la edad de éste era de una millonésima de segundo. Por eso se le llama a veces el Aleph. Fue el estado originario de la creación, hace trece o catorce mil millones de años.
—¿Entonces el experimento Omega está tratando de rehacer, por decirlo así, las condiciones del universo primitivo? —preguntó Matthieu.
—Exactamente. Hasta cierto punto es como si en cada colisión de los núcleos de plomo que circulan por el LHC se formara un Big Bang en miniatura.
—Me lo imagino y se me ponen los pelos de punta —afirmó Corinne—. Yo creo que va a ser verdad que los físicos os cargáis el planeta. Un día alguien se equivoca y saltamos todos por el aire.
—Qué va, mujer —rió Irene—. No hay riesgo alguno.