DIAGRAMAS DE FEYNMAN

IRENE RECONOCIÓ A CORINNE apenas franqueó la puerta de acceso a la terminal de llegadas del aeropuerto de Ginebra. El mismo estilo de pelo, rubio paja, cortado a lo garçon, jersey de lana de cuello vuelto, vaqueros ajustados, botas de caña alta y agudos tacones que exageraban su figura, ya de por sí espigada. La alegría que se reflejaba en su rostro era todo lo que necesitaba para sentir que el viaje había merecido la pena.

—¡Corinne!

—¡Irene, reina!

Su amiga olía a perfume caro, administrado sin demasiada sensatez. No era difícil imaginársela camino del aeropuerto, propinándose un botellazo de Channel cuando hubiera bastado con un par de gotas. La abrazó, feliz.

—¡Pero si estás monísima! —gritó Corinne—. ¡Y esa melena! ¿Desde cuándo eres tan pelirroja? ¡Te lo has teñido!

—¡Qué me voy a teñir! Es mi pelo de siempre.

—¡Pues pareces una modelo, guapa!

Era Corinne, no cabía duda. Diez años no la habían cambiado en absoluto.

—¡Vaya! Menos mal que le gusto a alguien.

Corinne agitó la cabeza con falsa pesadumbre.

—¡Ay, señor, qué voy a hacer contigo! ¿Sigues igual de pasmada que siempre? Bueno, déjalo en mis manos. Enseguida te encuentro novio.

—Mujer, ya me apañaré…

—¿Apañarte tú? Si no fuera por mí, no te habrías comido una rosca en tu vida.

No, no había cambiado en absoluto. Llevaban un minuto juntas y ya se las había compuesto para arrancarle una costra, seca desde hacía tanto tiempo que había olvidado que tenía. Pero al César lo que era del César. Fue ella quien se lo presentó.

—Dime, ¿qué ha sido de André? ¿Mantienes contacto aún con él?

—No…, la verdad es que… ¡Bah! —Corinne agarró firmemente su maleta—. Anda, vamos. ¿Quién se acuerda de ese pesado ahora?

—¿Las pasmadas como yo?

—¡Venga, no seas ceniza! Espera que te presente a Matthieu. Nos está esperando fuera; no hay quien aparque en este aeropuerto. ¡Vas a alucinar!

Irene se colgó del brazo de su amiga, adormilada tras el largo vuelo nocturno, confundida por el barullo que las rodeaba, ligeramente mareada por el penetrante aroma del perfume, sin acabar de creerse que se encontraba de nuevo en casa.

* * *

Héctor Espinosa pasó su tarjeta de crédito por la máquina que controlaba el peaje. Cuando se alzó la barrera, pisó el acelerador de su Chrysler y enfiló hacia la quinientos ochenta, camino de Livermore. El tráfico, que había sido bastante fluido durante la larga noche manejando desde San Onofre, comenzaba a espesarse, pero eran todavía las seis de la mañana y no quedaban más de cuarenta millas hasta el laboratorio. Llegaría con tiempo para franquear los controles de seguridad, e incluso le quedaría un rato para repasar su informe a la comisión.

Aunque no necesitaba otro repaso. Se sabía la lección de memoria.

RAN son las siglas de un dispositivo que llamamos Radar de Neutrinos —murmuró en voz baja, repitiendo, al pie de la letra, el contenido de la primera transparencia—. Se trata de un aparato que puede montarse en la vecindad de cualquier central nuclear, capaz de detectar los neutrinos que se producen como consecuencia de las fisiones en el interior del reactor.

El truco para hacerlo bien era no acojonarse. Pretender que se trataba de una más de sus clases en la escuela de ampliación de estudios del ejército, imaginar que su audiencia estaría compuesta por suboficiales bisoños en lugar de congresistas, generales del Estado Mayor y técnicos del Pentágono.

—La característica esencial de RAN es su portabilidad. Tras ocho años de trabajo hemos perfeccionado una técnica que nos permite poner a punto el detector rápidamente. Además, puede operar indefinidamente y sin apenas mantenimiento.

No tener miedo. Igual que en el ring cuando el oponente era más grande que uno. El viejo siempre decía que los combates no los vencía el más fuerte, sino el más valeroso.

—Para el boxeo hacen falta cojones, hijo.

Cojones nunca le faltaron a Diego Espinosa. Dio un buen combate incluso cuando la leucemia acabó por tirarle a la lona. La agüela veía en él su vivo retrato.

—Eres igual que tu padre, m’hijito.

A la altura de Castro Valley los cinco carriles de la autopista se habían embotellado casi totalmente, obligándole a concentrarse en manejar en el océano de metal que le rodeaba. Finalmente se acomodó entre una furgoneta con las barras y estrellas de la bandera pintadas en los flancos y un deportivo armado de tubos de escape relucientes como cañones de escopeta mientras las transparencias seguían pasando una tras otra en su cabeza.

—Las reacciones de fisión en un reactor nuclear producen, además del calor que puede transformarse en energía eléctrica, trillones de las partículas que denominamos neutrinos. Imagínenselas como el producto de desecho de las desintegraciones radiactivas. Son neutras, muy ligeras y casi no reaccionan con la materia. Se comportan como fantasmas, capaces de atravesar los muros de contención del reactor y escapar al exterior sin que nadie pueda detenerlas.

Estaba menos nervioso de lo que esperaba. Aunque bien pensado, ¿por qué había de estarlo? Se había preparado durante ocho años para el asalto de esa mañana y estaba seguro de ganarlo.

—La composición del halo de neutrinos que emite un reactor es proporcional a la cantidad de elementos radiactivos que se encuentran en su interior. En consecuencia, un aparato capaz de detectarlos puede monitorizar las cantidades de uranio y plutonio en su interior.

Había sido un largo camino desde que llegó a Stanford sin otras credenciales que sus galones de teniente, sus guantes de boxeo en el petate y una beca de ampliación de estudios de las fuerzas armadas.

—El detector RAN es capaz de detectar dichos neutrinos y por tanto proporcionar una radiografía, por decirlo así, del contenido radiactivo del interior del reactor.

Largo y difícil. Un cubano de Miami al que el ejército pagaba los estudios era persona non grata en la universidad más elitista de toda California. Los cursos de doctorado eran difíciles, y la ayuda de los estirados profesores nula. Impartía clases en la escuela de formación de suboficiales, merodeaba por la biblioteca tratando de rellenar las lagunas de su deficiente formación y se pasaba los fines de semana en el gimnasio, batiéndose el cobre con otros mestizos como él. De cuando en cuando llamaba a la agüela y le lloraba sus penas. Ella murmuraba conjuros a Changó, encendía velas a santa Bárbara y le prometía su mediación inminente.

Todavía no se explicaba cómo había conseguido poner en marcha RAN, de dónde había salido la inspiración para convencer primero a sus mandos y luego a los burócratas de Livermore. Y aún más inexplicable le resultaba el golpe de suerte que había cruzado al senador Pullman en su camino. La agüela, en cambio, lo tenía claro.

—Viste, m’hijo —decía cuando le contaba—. Changó siempre cumple.

* * *

Helena Le Guin estacionó su Audi en el espacio reservado para ella, próximo a la entrada principal del colosal edificio esférico, en cuya sala de reuniones debía encontrarse esa mañana con Friedrich von Zhantier. No había otro automóvil en el aparcamiento, Friedrich aún no había llegado y Helena estaba segura de que se retrasaría, como era su costumbre. Debería haberle dado cita en su despacho para evitarse el plantón, pero en ese caso habría estado irascible y claustrofóbico, lo cual hubiera dificultado todavía más tratar con él. Al menos la sala de reuniones de la Esfera era lo bastante amplia como para contener el ego y los exacerbados nervios del gran hombre.

Decidió dar un paseo por los alrededores del edificio mientras aguardaba. En realidad lo que decidió fue fumar un cigarrillo, saltándose la laxa regla establecida por el Departamento de Prohibiciones.

—No se permiten más de diez al día.

Sacó un Camel de su pitillera y lo encendió con su fino Dupont de oro, inhalando avariciosamente la primera bocanada. Mientras fumaba, dejó vagar la vista por la enorme construcción, de casi cuarenta metros de diámetro, fabricada a base de vigas de madera pulida conectadas entre sí, formando una serie de arcos circulares que se ensamblaban en un especie de arca de Noé esférica. Helena se había pasado años renegando por el gasto que había supuesto el engendro, mitad monumento, mitad museo, pero, finalmente, tenía que reconocer que el Palacio del Equilibrio, como lo había llamado pomposamente la oficina de relaciones públicas, cumplía su cometido. No tanto por las exposiciones que albergaba como por lo hermoso que era. Tenía algo de templo o de ágora, se erguía justo al lado del CERN pero fuera de su perímetro, como proclamando su condición de territorio neutral, de espacio compartido con el resto del mundo.

Dio otra calada a su cigarrillo, reteniendo el humo en los pulmones durante unos segundos antes de dejarlo escapar. La imagen de un café en Alejandría acudió a su mente. Alfombras sobre el suelo de cemento, cojines para acomodarse, mesitas bajas donde colocar el vaso de té, el plato de dátiles. Una sisha, la tradicional pipa de agua egipcia, para dos. El aroma del tabaco adormeciéndola. Los versos de Cavafis, recitados por una voz que no quería recordar.

—Espabila —avisaron por Megafonía—. Friedrich no tardará en llegar.

Buscando un asidero que le permitiera centrarse, reparó en el nuevo mural que corría a lo largo del vestíbulo principal de la Esfera, flanqueando las puertas de acceso con un gigantesco fotomontaje.

No era un mal trabajo. Mostraba una fotografía aérea del CERN bajo el letrero Laboratorio Europeo de Partículas Elementales. Helena estudió la figura familiar, un alargado triángulo isósceles de un kilómetro de base por cuatro de longitud, ponderando las razones por las que se había construido atravesando la frontera entre Suiza y Francia.

—El CERN, señores delegados, pretende transgredir unas fronteras que pronto serán obsoletas en la Europa que se avecina.

Mentiras, por supuesto, tanto la patraña de la nueva Europa como las altruistas motivaciones que alegaba en sus discursos. Todo se reducía a los intereses económicos de Francia y Suiza. Pero eran mentiras piadosas, mentirijillas. ¿Cuántas de ésas habría largado, sin pestañear, en los diez años que llevaba a los mandos?

Diez años que parecían habérsele escurrido como arena entre los dedos, aunque si lo pensaba bien no eran tantos comparados con las casi tres décadas que se habían esfumado desde que puso por primera vez los pies en el laboratorio con su contrato de becaria en el bolsillo, una maleta llena de libros y la cabeza llena de pájaros.

Parecía imposible que hubiera sido alguna vez la muchacha que todos los días pedaleaba los ocho kilómetros que separaban la aldea de Thoiry y el CERN, veloz como un meteoro en la cuesta abajo, camino del laboratorio, sudando a mares cuando escalaba la larga pendiente de regreso a su habitación alquilada en una de las antiguas granjas del pueblo, situado al mismo pie del Jura. Parecía imposible que hubiera entonces más alquerías que apartamentos residenciales y su trayecto cotidiano en bicicleta discurriera entre viñedos y campos de maíz. La última vez que había visitado Thoiry no se veía otra cosa, a ambos lados de la carretera por la que circulaba su Audi, que casitas idénticamente sosas, apretujándose las unas junto a las otras como subsecretarios aguardando la visita de un ministro.

Y, sin embargo, el CERN había cambiado poco. La fotografía mostraba un laberinto de edificios levantados sin orden ni concierto durante casi sesenta años. Recordaba una barriada industrial, rodeada de viñedos que a duras penas aliviaban la sensación de ghetto. El edificio principal, uno de los más antiguos, mostraba el estilo burocrático de mil novecientos cincuenta, aunque la estructura original había casi desaparecido, engullida por los múltiples anexos construidos a lo largo de medio siglo. Ese mismo esquema se repetía por doquier. El resultado era una mezcla caótica de funcionalidad y mal gusto. Las zonas más periféricas del laboratorio estaban ocupadas por hangares que albergaban áreas experimentales, almacenes y talleres. En el centro del triángulo se alzaba una colina artificial en la que solía pastar un rebaño de ovejas, bajo cuyas patas, a unos pocos metros de profundidad, corría el perímetro del venerable protón sincrotón, el primer gran acelerador del CERN y el único localizado en el interior del recinto vallado del laboratorio.

Luego vino el SPS, más tarde el LEP y finalmente el LHC. Máquinas cada vez más potentes, anillos de colisión cada vez más grandes y nombres que nunca dejaban de recordar un modelo de electrodoméstico.

—No es una lavadora, señor ministro. Es un acelerador de partículas.

El túnel subterráneo a lo largo del cual se había construido el LHC tenía casi treinta kilómetros de perímetro y abarcaba prácticamente toda la comarca, desde las montañas del Jura hasta el lago Lemán. Los protones lo recorrían en algo más de una diezmilésima de segundo.

—¿Valía la pena? —preguntaron los altavoces.

Helena se encogió de hombros. No eran pocas las madrugadas en que se despertaba, con la boca seca y la respiración agitada, tras haberse pasado la noche tratando de justificar el titánico esfuerzo y el derroche económico a un batallón de políticos trajeados.

—El LHC nos permitirá descubrir partículas supersimétricas, predichas por nuestras teorías de Gauge.

—¿Qué es una partícula supersimétrica, directora?

—Demostraremos la existencia del bosón de Higgs.

—¿Cuántos millones dijo que costaba su máquina?

—El origen de la materia, señores delegados…

—¿Cree usted que las burbujas extrañas suponen un riesgo para el planeta?

Todavía tuvo que quemar diez minutos curioseando entre las exposiciones que ocupaban parte del vestíbulo antes de que apareciera Friedrich von Zhantier, enfundado en su abrigo, con un gorro de piel calado hasta las orejas y una pistola cargada en la expresión de su rostro.

—¡Friedrich! —exclamó Helena, procurando que su voz sonara lo más cordial posible—. Me alegro de verte.

El futuro Nobel inclinó formalmente la cabeza, eludiendo estrecharle la mano. Helena constató un hecho que nunca dejaba de sorprenderle. Friedrich era un hombre atractivo, de frente amplia y barbilla firme, cubierta por una breve y aristocrática barba plateada. Tenía una melena leonina y ojos apasionadamente azules. Pero había algo más, una especie de máscara invisible que torturaba sus facciones dándole al rostro un aire fanático.

—Lamento el retraso —dijo, con un tono de voz que dejaba clarísimo que no lo lamentaba en absoluto.

—No tiene importancia —contestó Helena—. ¿Vamos? He pedido que nos preparen un refrigerio.

El desayuno que les aguardaba en la sala de reuniones era tan aburrido como la arquitectura de las casitas que brotaban como hongos en los pueblos dormitorio que rodeaban al CERN. Café flojo, cruasanes fríos y un sucedáneo de zumo de naranja que apartó sin probar. Friedrich en cambio lo despachó de un trago y luego arremetió contra la patisserie. Helena se contentó con unos sorbos de café, mientras el Übermensch despedazaba sin piedad los infortunados cangrejos de hojaldre.

—Ayer me entrevisté con Sandro Calvetti —dijo cuando Friedrich pareció darse por satisfecho, después de devorar cuatro cruasanes—. Acordamos proponer el programa de alta intensidad al Consejo del CERN.

—Me alegro —contestó Friedrich, aunque su expresión no manifestaba regocijo alguno—. Cuanto antes lo hagamos, antes tendremos un descubrimiento.

Aquella arrogancia, la falta de tacto, no accidental, en su manera de expresarse. Como de costumbre no pensaba ponérselo fácil, pero iba a necesitar algo más que desplantes para descolocarla.

—Háblame de la señal del plasma de quarks. ¿Cómo va todo?

—¡Estupendamente! —la máscara que deformaba el rostro de Friedrich pareció relajarse, sus ojos chispearon, excitados, comenzó a rebuscar distraídamente un lápiz en sus bolsillos.

Resultaba extraño, pensó Helena, la manera en que aquel simple gesto les acercaba, proclamando que ambos hablaban el lenguaje de la física, tan incomprensible para un lego como la escritura cuneiforme y a la vez el esperanto en el que se comunicaban los habitantes de la nueva Babel que era el CERN. Había visto ese mismo gesto repetido incontables veces en reuniones, en conferencias, en las conversaciones informales que se desarrollaban en media docena de idiomas en pasillos y laboratorios. Bastaba darse una vuelta entre las mesas de la cafetería para encontrar servilletas y manteles de papel cubiertos por los diagramas de Feynman que representaban las partículas elementales y sus interacciones, cada diagrama semejante a un arbusto exótico o a un raro coral, a la vez icono y regla nemotécnica, capaz de abstraer un cálculo que podía ocupar docenas o centenares de folios.

Helena le tendió un bloc de notas y un bolígrafo. Friedrich garabateó en el papel tres diagramas correspondientes a las reacciones que el experimento estaba buscando.

—Combinando las distintas señales del plasma podemos mejorar la evidencia estadística hasta casi el noventa y cinco por ciento. Estamos prácticamente en el umbral del descubrimiento. Bastará con un par de meses a alta intensidad para que no haya dudas.

—Te felicito de todo corazón. Es una gran noticia.

Von Zhantier la miró directamente a los ojos.

—No me has hecho venir sólo para felicitarme, ¿verdad? —dijo.

Helena apeló a todas las reservas de coraje que tenía disponibles.

—Friedrich, necesito un nuevo informe para el Comité Científico, confirmando la ausencia de burbujas extrañas.

Friedrich la miró fijamente. El hielo que se formaba en sus ojos debía de estar a una temperatura cercana al cero absoluto.

—¿Qué pretendes? —dijo con una voz que parecía salir directamente de su hígado—. ¿Repetir tu hazaña de hace diez años? ¿Arruinar de nuevo mi experimento?

—Al contrario. Te deseo un gran éxito, puedes estar seguro. El laboratorio lo necesita tanto como tú.

—Entonces ¿por qué insistes con ese cuento? Sabes que no encontramos ninguna evidencia en los datos. Carpenter en persona se ha ocupado de ese análisis.

—Lo sé, lo sé…, pero me gustaría un estudio más participativo, en el que se involucren tantos grupos como sea posible. Sería bueno que trabajaran independientemente y…

—No me expliques cómo manejar mi experimento —cortó Friedrich, alzando la voz.

—Claro que no —contestó Helena, bajando la suya—. Estoy segura de que vuestra charla ante el comité no podrá ser más convincente. Más vale que lo sea si queremos pasar pronto a alta intensidad.

—¿Me estás amenazando?

—En absoluto, querido amigo. Si todos jugamos limpio estoy segura de que nos aguarda un gran éxito.

—¡Jugar limpio! ¿Tú me hablas de jugar limpio?

Podría partirla en dos, arrancarle los brazos de cuajo con la misma facilidad y ausencia de remordimientos con que había despedazado los cruasanes. Helena rebuscó disimuladamente en su bolso hasta encontrar la pluma. El peso del objeto familiar en su mano la tranquilizó un poco. El odio que emanaba de Friedrich era tan intenso que dolía físicamente.

—¿Imagino que eso es todo?

Asintió con la cabeza, sin ánimos para hablar. Von Zhantier se levantó de un salto y salió de la sala de reuniones, dando un portazo.

Helena esperó un rato, haciendo girar la pluma entre los dedos, hasta sentirse mejor. Después salió de la sala, montó en su Audi y cruzó la carretera que separaba el recinto de la Esfera de la puerta principal de entrada al laboratorio.

El guardia de la garita le hizo una seña para que se detuviera. Autocontrol reforzó sus efectivos, obligándola a no impacientarse. Las placas diplomáticas de su automóvil deberían haber bastado para que el guardia le franqueara el paso, pero la empresa de seguridad era nueva, el pobre diablo llevaría tan sólo unos días de servicio y todavía no se habría habituado a las reglas. Bajó la ventanilla y sonrió lo mejor que pudo. El guardia le devolvió una mirada cansada.

—Su documentación, por favor.

Así que ni siquiera conocía su cara. ¿Y qué esperaba? El CERN había cambiado dos veces en el último año de empresa de seguridad a fin de reducir gastos. La que había ganado el último contrato pagaba salarios tan miserables que no podía esperarse gran cosa de los nuevos empleados.

Pacientemente abrió su bolso, sólo para constatar que había olvidado su tarjeta de acceso en el despacho.

—Me temo que no la llevo encima —dijo, haciendo un esfuerzo deliberado por no perder la sonrisa—. Soy Helena Le Guin.

El guardia la miró, indiferente. Posiblemente tampoco hubiera reaccionado de haberle dicho que se llamaba Juana de Arco.

—No puedo dejarla pasar sin verificar su identidad. ¿Puede darme algún teléfono para corroborarla?

—No debería ser necesario —dijo Helena—. Este coche lleva placas diplomáticas. Normalmente no hay razón para detenerlo.

El guardia titubeó, indeciso. No era más que un muchacho. Llevaba un cigarrillo sujeto en el arco superior de la oreja. Azorado, lo tomó y se lo puso en los labios.

—Verá, señora, mis instrucciones…

Helena sacó el encendedor de su bolso y le dio fuego, disfrutando de la manera en que las pupilas del chico se agrandaban.

—Adelante —dijo él, agitando torpemente el cigarrillo recién encendido—. Pero otra vez no olvide su documentación.

—Descuide —dijo Helena—. ¿Puedo preguntarle su nombre?

—Furtado, señora. Pablo Furtado.

—Gracias por su amabilidad, Pablo.

Entre tanto se había formado una considerable caravana de automóviles, haciendo cola para entrar. Se oyeron un par de pitidos secos de algún impaciente con malos modales.

Pablo Furtado sonrió tímidamente y le hizo una seña para que avanzara.