LA PRIMERA REACCIÓN DE Héctor Espinosa cuando la señal de neutrinos apareció en el osciloscopio fue comprobar la hora con la mezcla de incredulidad y alivio de un atleta que acabara de correr la maratón. La segunda, lanzar un alegre corte de mangas en la dirección del reactor, propinándose una tremenda palmada en el bíceps, que dejó su brazo izquierdo ligeramente entumecido. La tercera, echar mano de su iPhone y escribirle un mensaje a Velasco, moviendo a toda velocidad los dedos sobre el teclado táctil.
Tenemos señal en el osciloscopio. RAN está en marcha.
Luego se dejó caer en la butaca. Los ojos se le cerraban de puro cansancio. Pensó en el viejo. Ojalá hubiera alcanzado a verle, saliéndose con la suya, con dos cojones, como le gustaba decir a él. Toda la operación había llevado menos de una semana. Un día para cargar los módulos en el camión. Otro para recorrer, a la velocidad de tortuga del transporte especial, los seiscientos kilómetros que separaban el laboratorio, vecino a San Francisco, de la central nuclear de San Onofre, a medio camino entre Los Angeles y San Diego. Uno más para poner a punto el hangar, cercano al reactor, cedido por la dirección de la planta. Dos para montar el aparato en la piscina, y otros dos para cablearlo, poner a punto la electrónica y arrancar la toma de datos.
Estaba contento. Contento y agotado. Cuando se levantó tuvo que apoyarse en el respaldo de la butaca hasta controlar la sensación de mareo que, por un instante, hizo bailar a su alrededor los estantes de armazón metálico, donde destellaban los diodos multicolores de los sistemas de control. La tentación de seguir dormitando hasta que llegara Velasco era muy grande. Pero quería realizar otra ronda de chequeos antes de que el rostro avinagrado del coronel apareciera por la puerta.
Armado con una libreta de notas salió de la pequeña barraca de control y se dirigió a la piscina en cuyo interior se hallaban los módulos de centelleador líquido. Parsimoniosamente, rodeó el perímetro cuadrado, de unos cinco metros de lado por diez de profundidad. El detector, un cubo de metacrilato de algo más de tres metros de arista, montado sobre un armazón de fibra de carbono, parecía un enorme dado reluciente. Toda la información se extraía mediante un apretado manojo de fibras ópticas que surgía del agua como el tentáculo de algún monstruo marino y reptaba a lo largo del piso de cemento sin lucir hacia la barraca.
¿Cuándo habían cambiado las cosas? Llevaba peleando casi una década, pero durante el primer lustro las trompadas le caían de todos los lados. De poco le había servido, al principio, que Livermore fuera el centro de investigación militar más importante de California, por no decir de todo el país. Los grandes recursos disponibles en el laboratorio sólo estaban al alcance de los proyectos estrella, los que contaban con el beneplácito de generales y congresistas. A Héctor Espinosa y su pretensión de controlar el combustible de una central nuclear a base de medir los neutrinos emitidos por las reacciones de fisión que ocurrían en el interior del reactor no los tomaba nadie en serio.
Hasta el día en que el senador Pullman asistió, por pura casualidad, a una de sus conferencias. Esa misma tarde el prohombre aparecía por su despacho, acompañado por el coronel Velasco, con su uniforme impecable, su cara picada de viruela y su mala leche. Le habían escuchado durante tres horas, Pullman relajado y cordial, Velasco tieso y mudo como una estatua, pero ambos pendientes de sus razonamientos. Le hicieron llenar una pizarra tras otra y hablar hasta quedarse afónico antes de darse por satisfechos.
Y de repente había plata en abundancia y el detector dejaba de ser una chatarra, construida a base de remiendos, para transformarse en la Enterprise. Los viejos foto-multiplicadores eran desbancados por diminutos objetos desarrollados en la estación espacial, el Kevlar sustituía a la cinta aislante, la fibra de carbono al aluminio, los microprocesadores a la jungla de transistores, resistencias y condensadores soldados a mano.
De repente la NASA le cedía sus ingenieros, la dirección de la central nuclear de San Onofre le ofrecía utilizar su reactor para poner a punto el radar de neutrinos y una comisión presidida por el mismísimo senador le exigía resultados.
De repente tenía al coronel Velasco danzando a su alrededor a todas horas.
—¿Qué hace todavía en el zulo, mayor? Debería estar descansando. Mañana le espera un largo viaje de regreso a Livermore.
Héctor dio un respingo, percatándose de que se había quedado adormilado, apoyado en la grúa que permitía manipular los módulos del detector. Cuando levantó la cabeza se tropezó con un rostro enjuto de mejillas perfectamente rasuradas, picadas por las diminutas marcas de una antigua viruela. Un rictus sardónico, que había aprendido a traducir como una sonrisa, torcía los finos y despectivos labios.
—Muéstreme la señal —dijo Velasco, dirigiéndose hacia la caseta donde albergaban la electrónica y los ordenadores.
Héctor le siguió. La curva característica de las reacciones de neutrinos en el detector seguía dibujándose en el osciloscopio.
—Ahí la tiene.
—¡Vaya! —dijo el coronel, estirando fastidiosamente las mangas de su uniforme de faena—. Felicidades. Parece que al final vamos a coger a esos clérigos de las pelotas.
—Irán no es el único país del mundo donde RAN sería útil —contestó Héctor, beligerante.
—¡Cierto! —exclamó el coronel—. Tampoco nos vendría mal controlar a los coreanos, los paquistaníes y los chinos. ¡Todo se andará!
—Hay otra manera de verlo. Si RAN fuera aprobado por la AIEA[1] se instalaría en todas las centrales nucleares del mundo. ¿Por qué empeñarse en utilizarlo para espiar a unos cuantos países cuando podría ser parte de los mecanismos de control para la no proliferación nuclear?
Velasco emitió un largo silbido.
—¡Magnífico discurso, mayor! —exclamó—. ¡Lástima que no podamos llamar a los ecologistas para aplaudirle!
Héctor apretó los puños, conteniendo la rabia. Soportar el carácter venenoso del coronel era parte del precio que había que pagar por el milagro.