ESTÁ CONDUCIENDO DEMASIADO DEPRISA.
Sabe que debe reducir la velocidad. Aparcar el coche y reflexionar una vez más sobre lo que está a punto de hacer. Por un momento considera la posibilidad de dar la vuelta y regresar a casa con su mujer, con sus hijos, con su hermano. Marcharse lejos. Olvidarlo todo.
No puede. Sobre todo por ellos, no puede.
La mísera luz del alba ilumina los campos nevados que su Saab atraviesa, como en un sueño. Cruza el pueblo, dormido todavía, sin una luz que le sirva de consuelo. Derrapa en una de las primeras curvas que ascienden al puerto de montaña, pero endereza el automóvil de un volantazo y continúa, cada vez más deprisa, mientras la ansiedad, a medida que se acerca a su destino, se va condensando como una bola agria y densa en la boca de su estómago.
Tiene que llegar a tiempo. Antes de que el acelerador de partículas arranque de nuevo en tan sólo unas pocas horas. Cada minuto en que choquen los haces puede ser el que desencadene la catástrofe.
Las curvas van siendo cada vez más numerosas y más cerradas. Dentro de cinco minutos habrá llegado. Echa un vistazo de reojo al fusil de reglamento que ocupa el asiento del copiloto. Será suficiente para asustar a Friedrich. Posiblemente no sabe que cada reservista de la República Helvética guarda su arma en casa, pero no las municiones. Y aunque lo supiera. Nadie discute mientras le encañonan.
Por enésima vez repasa su plan, mientras negocia bruscamente una curva tras otra, dando bandazos a todo lo ancho de la carretera. Friedrich es muy madrugador; para cuando llegue a su casa estará a punto de levantarse. Llamará a la puerta, ocultando el fusil en su abrigo. No se resistirá. Sabe que no es un hombre valeroso. Le hará conducir de regreso al CERN. Le arrastrará hasta la sala de control. Obligará al operador a seguir sus instrucciones, amenazando con volarle la cabeza a su rehén en otro caso.
Tiene que detener el acelerador. No hay un instante que perder.
Después de tantas noches de insomnio puede visualizar las burbujas extrañas en su mente, tan nítidas y peligrosas como los copos de nieve que empiezan a golpear el parabrisas. Ve los dos haces de núcleos de plomo, circulando casi a la velocidad de la luz por el interior del tubo de vacío del acelerador. Los imagina chocando de frente, como dos enjambres de abejas que se embisten, cada insecto cargado con mil kilos de dinamita. Visualiza el diminuto infierno que se produce en cada colisión, millones de veces más caliente que el interior del Sol. La miríada de fragmentos tras cada explosión en miniatura, escapando en todas direcciones, como un planeta que estalla en mil pedazos. Y entre ellos, minúsculos y letales, los grumos de materia extraña.
Creándose y desintegrándose, cientos de ellos cada segundo.
La nevada comienza a arreciar. Los limpiaparabrisas barren la avalancha de copos, la mayoría de los cuales no tienen tiempo de tocar el cristal antes de ser desintegrados. Pero alguno llega, aunque sea de tarde en tarde. Son demasiado numerosos incluso para las feroces cuchillas forradas de goma. Quizá se estén produciendo decenas de miles de burbujas en el acelerador. Basta con que una alcance el helio que rodea los imanes superconductores para iniciar la reacción en cadena.
Una sola burbuja sería suficiente para desencadenar la catástrofe.
Los potentes faros halógenos iluminan una curva a la derecha, que se aproxima peligrosamente al ridículo quitamiedos y al precipicio que se abre más allá. Un sexto sentido le avisa que frene antes de abordarla.
No hace caso y, cuando alcanza a ver la placa de hielo en la carretera, ya es demasiado tarde.