Una mujer sorprendente
Relato gastronómico
Tiene el amor un variado repertorio de caprichos, entre los cuales la necesidad de constantes sorpresas es una fuente inagotable de trastornos pero también de afortunados resultados amatorios, si es que los amantes son capaces de satisfacer su mutua avidez de novedad y sorpresa. «Asómbrame» se susurran entre sí los más lúcidos, y ni ternura ni falsos romanticismos suelen visitados en tan solemne momento. Es de lamentar sin embargo que la capacidad de sorpresa no sea un bien infinito y derrochable y que la innovación en cuestiones amorosas se agote casi siempre demasiado pronto; entonces alborea el aburrimiento letal que inoculará a los amantes una extraña comezón de origen desconocido, una inquietud que tan sólo desaparecerá en presencia de la mismísima sorpresa. Y aunque la fauna humana no abunda precisamente en sujetos dotados de la capacidad de sorprender, son harto notables las excepciones que han jalonado la Historia. Verdaderos pozos sin fondo donde el asombro nos deleita sin desmayo.
La duquesa Pámfila de Castis era una de esas aves que tanto escasean y pasará sin duda alguna a la Historia como una mujer exquisitamente original, única y asombrosa por el ingenio que invirtió en la noble actividad de pasmar a cuantos la rodeaban. A pesar de haber sobrepasado ya la temible barrera de los cuarenta años, Pámfila no había perdido un ápice de su proverbial belleza; sabía además —porque su mente funcionaba tan bien como sus sentidos y sus encantos físicos— que no basta la hermosura del cuerpo para encandilar a un amante y obnubilarle la razón. Cultivó por ello su mente y aguzó pérfidamente el ingenio, arma a menudo más eficaz que unas buenas proporciones pectorales. Una larga experiencia corroboraba su conocimiento intuitivo de las leyes cambiantes y las tretas del amor.
Serafín, el cocinero de la duquesa, fiel servidor de la casa desde hacía mucho tiempo, y una trayectoria gastronómica jalonada de un sinfín de aciertos y sorpresas, se había convertido, con el paso de los años, en un elemento imprescindible en la estrategia de seducción de Pámfila de Castis. La duquesa prestaba una atención desmedida a la composición de los manjares con los que agasajaba a sus amantes, puesto que abrigaba la firme convicción de que un festín exquisito, estéticamente bien urdido y sutilmente afrodisíaco, tiene el mágico poder de ocultar las arrugas de la anfitriona. Cuando Pámfila dejaba de amar a un hombre, o simplemente se hartaba de él, su acta de divorcio era terriblemente original: ese día, en lugar de invitar al amante en cuestión a degustar delicados manjares, ordenaba a Serafín que preparara un tosco puré de patatas y una butifarra descuidadamente cocinada. Como semejante extravagancia se había convertido ya en una sólida tradición, que cotilleo s y amantes despechados habían difundido ampliamente, ningún hombre se llamaba a engaño cuando se encontraba ante la temida butifarra. Muchos de ellos ni siquiera probaban aquella fatídica comida y, silenciosos y cabizbajos, se alejaban de Pámfila, una mujer extraordinariamente original. Pero, por fortuna, las cosas no siempre se ajustaron a la rutina; un buen día, uno de los hombres despechados por vía de la comida significativa tuvo la feliz ocurrencia de propulsar butifarra y puré contra el rostro de Pámfila, quien, en lugar de enfurecerse y expulsarlo de su hogar, sonrió divertida ante tamaña osadía, se reconcilió inmediatamente con él y llamó a Serafín para que preparara una crema de cangrejos à la parisienne, lenguados al champagne y delicados hojaldres rellenos de frutas exóticas, todo ello acompañado con los mejores vinos y licores.
Serafín, a quien nunca había asustado la enorme responsabilidad de su misión en las cocinas de su ama y señora, cumplía su cometido con escrupulosidad de maníaco, seleccionaba el vino pertinente para cada uno de los amantes e inventaba nuevos platos, adecuados a los estados anímico s de la duquesa y a las diversas características de sus relaciones, siempre muy heterogéneas: comidas fuertes y muy sazonadas, ricas en contrastes y sabores agresivos para Sacha, el amante cosaco de la duquesa; cremas con grandes cantidades de licor para Arturo, el amante alcohólico y poeta; platos con mucho pathos para Bernardo, el amante psiquiatra…
Pero como el tiempo no perdona y Serafín había dejado muy atrás la edad del efebo de gloriosas piernas y mirada transparente y seráfica, Pámfila de Castis se había visto obligada, muy a pesar suyo, a contratar a un muchacho que hiciera las veces de pinche de cocina y se ocupara de aquellas tareas que exigen menos creatividad. Serafín quiso elegir personalmente a su ayudante; aquello disgustó a la señora, quien conocía de sobras las inclinaciones de Serafín y pensó que, si conseguía a un guapo muchacho, su rendimiento como cocinero corría el peligro de disminuir notablemente. A Pámfila siempre le había divertido tener un cocinero idumeo, pero ¿qué ocurriría ahora si Serafín se dejaba arrastrar por la tentación y pecaba con el pinche en la cocina? Horrorizada, la duquesa tuvo pesadillas en las que aparecían platos manchados de esperma, cremas mancilladas de orín y sudar, y postres ensangrentados. Pero su amor hacia Serafín la forzó a aceptar al pinche que este había escogido: un golfillo de quince años, de origen incierto y que hasta entonces había robado más de una cartera. Si bien era cierto que la belleza de aquel golfo acabaría por complicar las cosas, Pámfila, que no carecía de buenos sentimientos, especialmente en lo referente a Serafín —del que estuvo enamorada platónicamente y en secreto durante muchos años—, pensó que lo más justo sería conceder a pinche y cocinero un período razonable de prueba; si ambos se mostraban dignos de confianza, no pondría objeción alguna a la presencia del muchacho. Ahora bien, la fortaleza es una virtud que abandona la carne cuando la tentación es grande, y el devoto cocinero no tardó muchos días en obedecer a la voz que desde lo más hondo de su ser le ordenaba poner sus manos sobre las nalguitas del muchacho. Pero ¡ay!, aquella caricia no encontró predispuesto al cuerpo del chico y ni la perseverancia ni las mil y una picardías de Serafín lograron ablandar al golfillo, que también era hábil en el arte de zafarse de manos ajenas. Serafín no cejó en su empeño y el pinche tuvo que invertir creciente ingenio para resistir a tan tenaz asedio. En varias ocasiones el efebito contempló la posibilidad de largarse y dejar compuesto y sin novio al suspirante, pero el empleo como pinche y los ingresos que percibía resultaban demasiado tentadores para echarlo todo a rodar al menor contratiempo. Por ello Crispín —así se llamaba el muchacho— decidió perseverar en su actitud de fortaleza inexpugnable. Cada día era mayor su hastío ante la patética insistencia de Serafín y mientras cortaba pacientemente los ingredientes para las salsas exquisitas de Pámfila de Castis, ni un solo minuto dejaba Crispín de tramar astutas venganzas contra el viejo cocinero. Aunque el muchacho había practicado la prostitución en todas sus vertientes cuando vivía malamente en los barrios bajos de la ciudad, el lujoso ambiente que se respiraba en la mansión de la duquesa había hecho mella en él y lo había transformado hasta el punto de desear una vida honorable, como la que inocentemente suponía que llevaba la duquesa. Para colmo de males, el golfillo se había enamorado de Pámfila y sintió celos desgarradores al descubrir el afecto que esta sentía por Serafín. La tragedia se iba gestando en la febril imaginación de Crispín: si lograba que Pámfila despidiera a Serafín, él quedaría al mando de las cocinas ducales y tal vez fuera ese el camino que le permitiría acceder algún día al corazón y a la región sacra de Pámfila de Castis. Incluso cabía imaginar que llegara a casarse con ella. Semejantes expectativas eran mucho más de lo que el muchacho hubiera podido soñar en la época en que los bolsillos ajenos y los catres de alquiler por horas constituían todo su paisaje vital. Casarse con una duquesa, que además era hermosa y lo había enamorado, sería un destino precioso para un niño de la inclusa, un expósito de nacimiento. Sí, quería seducir a aquella mujer maravillosa aunque para conseguirlo tuviera que sembrar cadáveres, empezando por el del odioso cocinero, y atacando más tarde al resto de la servidumbre. Sin embargo el muchacho tenía cierta sensibilidad y, pese a su brillante historial de golfillo, todo derramamiento de sangre le parecía estúpido siempre y cuando existiera otro procedimiento para conseguir los mismos fines, de modo que decidió desprestigiar a Serafín ante la duquesa antes de tomar medidas violentas. No tardó en ocurrírsele un sistema que se le antojó bastante eficaz: contaminaría los platos pulcramente preparados por Serafín con cáscaras de frutos secos, pelos, pedacitos de papel de periódico, pimienta y sal en exceso. El único obstáculo susceptible de poner en peligro el éxito de sus maquinaciones era la vista de lince de Serafín, pero el golfillo redimido sabía que sus nalguitas atraían tanto al viejo cocinero que con frecuencia su atención se desviaba de los platos humeantes y olorosos para prenderse de los montículos gemelos que tan violentamente codiciaba.
Quiso el destino que aquellos días Pámfila de Castis anduviera despistada y poco apetente: su último amante acaparaba toda su atención. Bocasto era un hombre de boca casta, o de casta boca si se prefiere, lo cual significa que ningún beso había rozado sus labios. No me atrevería yo a afirmar que Bocasto hubiera inventado esa historia en su afán de halagar el prurito de originalidad de la duquesa, pero sea como fuere, el asunto de la boca virgen de besos enardeció por completo a Pámfila quien, poseída por aquella obsesión, se creía una moderna Salomé. Las connotaciones bíblicas añadían interés y morbo a una relación que, de no ser así, tal vez la habría aburrido al poco tiempo, como solía ocurrir. La entrega a esta pasión disminuyó el apetito de la duquesa que apenas se fijaba en lo que ingería, tan absorta estaba en Bocasto. Y aunque durante unos días encontró muchos pelos y porquerías similares en el interior de sus platos, apenas se fijó en ello, diciéndose que tal vez Serafín tenía la regla y estaba pasando malos momentos. Tampoco Bocasto se dio cuenta de nada o, en todo caso, fingió que aquellos manjares con sobredosis de sal y pimienta le parecían absolutamente maravillosos. Así suele ser el amor, mentiroso y falso cual duro sevillano. Por fortuna, la pimienta y la sal son condimentos afrodisíacos, de manera que una circunstancia teóricamente adversa no hizo sino estimular el ardor de los amantes.
El pobre Crispín estaba perplejo. ¿Cómo era posible que aquella mujer con fama universal de gourmet pudiera tragarse semejantes bazofias? Desesperado y deseoso de que sus sabotajes gastronómicos no pasaran desapercibidos, el muchacho decidió desechar toda sutileza. ¡Ojalá tuviera poder para conseguir que aquellas cremas delicadas despidieran olores fétidos y que su sabor fuera comparable al del estiércol! Cuando se rindió por fin a la evidencia de que no poseía semejante talento, empezó a urdir nuevas tretas hasta que, un día de feliz recuerdo que permanecerá en su memoria toda la vida, encontró lo que había buscado durante tanto tiempo.
Era aquel un día muy especial para Pámfila de Castis: Bocasto le había prometido que le dejaría besarle la boca si lograba sorprenderlo haciendo algo terriblemente original. Pámfila pasó todo el día cavilando nuevas anécdotas, inventando divertidas mentiras acerca de su pasado, escribiendo chistes que intentaba memorizar y confeccionándose un atavío imaginativo que estuviera a la altura de la situación. Creía haberlo conseguido ya cuando le sobrevino una horrible depresión. Había vivido demasiado y sabía que en la vida no hay tantas sorpresas ni tantas cosas por inventar. Le pareció que todas las fuentes de su imaginación se habían secado para siempre y que en el fondo del pozo sólo quedaban residuos de agua putrefacta y restos de líquenes en estado de descomposición. Recordó entonces que un día, cuando aún era muy joven y creía que la sorpresa la acompañaría allá donde fuere, se había prometido a sí misma que se suicidaría en el preciso instante en que sintiera que lo que realmente constituía la savia y la razón misma de su existencia se había agotado. Ahora se le antojaba que ese momento tan temido había llegado y que nada podría ya salvarla de una muerte irremisible y muy cercana; incluso empezó a hacer cábalas sobre el método de suicidio que elegiría. Arrinconó la indumentaria que había preparado para la noche y se envolvió en una sábana para llorar un rato.
Cuando Bocasto llegó, tan puntual como de costumbre, encontró a Pámfila llorando amargamente y envuelta en una sábana blanca, como una virgen: sollozaba y murmuraba entrecortadamente un balbuceo ininteligible. Poco a poco, la presencia de su amante logró calmarla pero no quiso confesarle sus cuitas; le dijo simplemente que un error imperdonable de la criada había echado a perder su vestido favorito. Bocasto sonrió divertido ante la falta de proporción entre el llanto y la menudencia que lo había provocado, propuso que cenaran y llamó a Serafín. El viejo cocinero había invertido diez horas en la confección del menú para la cena.
Por supuesto, momentos antes de que Serafín sirviera los platos a los señores, Crispín, antiguo golfo y ahora soñador de altos destinos envueltos en cachemira y seda natural, tuvo una intervención gloriosa y a la vez deplorable al depositar cierta cosa de naturaleza misteriosa en la fuente de la ensalada de tuétanos. Le bastó un leve meneo de culo y caderas para atraer hacia sí la atención del cocinero; extraviados en las dulces nalgas del muchacho, los ojos de Serafín no pudieron percatarse del gesto letal que introducía en la ensaladera un objeto de tamaño inferior al de un dedo meñique. Fue un trabajo sorprendentemente limpio, sin chapuzas.
Si la duquesa hubiera dejado esa noche las puertas de su habitación abiertas, su querido y leal cocinero, Serafín para más señas, habría podido contemplar una escena conmovedora. Pámfila, todavía envuelta en la sábana blanca que la hace parecer virgen pero no por ello menos imaginativa, ha asido la nuca de Bocasto y la cubre de besos que lo recorren desde el nacimiento de la espalda, se detienen en sus orejas, descienden por el cuello, trepan por sus mandíbulas, se deslizan por sus mejillas tiñéndolas de arrebol, se posan en las aletas de la nariz, en los párpados lánguidamente cerrados, en la delicada frente y las sienes, bajan de nuevo por la nariz y se detienen finalmente ante una hermosa boca que nadie ha besado y que a nadie besó. Bocasto abre sensualmente la boca, se humedece los labios con la lengua, tensa el cuello y echa la cabeza hacia atrás. Pámfila se halla completamente enardecida, húmeda y estremecida de deseo. ¿Besará hoy esa boca? ¿Será ella quien se lleve el ansiado trofeo?
Súbitamente la duquesa decide que van a cenar inmediatamente y, envuelta en su lienzo, se dispone a servir la comida. La dignidad y la elegancia con las que lleva la sábana son incuestionables; con infinita gracia, esta se entreabre un instante, un instante breve pero suficiente para que algo que se desplaza autónomamente abandone la ensaladera y se introduzca en el interior del atuendo improvisado de Pámfila de Castis que sirve la cena, pero cambia repentinamente de opinión con respecto a la naturaleza de su apetito y, como si respondiera a una urgencia erótica desesperada, le susurra a su amante que cenarán más tarde; se despoja lentamente de la sábana y aparece desnuda ante los ojos de Bocasto. Como este conoce ya de memoria el cuerpo de la duquesa, su atención no tarda mucho en desplazarse de los pechos redondos, opulentos, con grandes pezones erectos, hacia un elemento novedoso que se agita en la entrepierna de la dama. Bocasto se aproxima un poco para contemplar de más cerca la sorpresa y descubre embelesado que, en los labios de la vulva, vulva ducal y con pedigrí, vulva de diosa, Pámfila luce un adorno singular: un escorpión de tamaño ligeramente inferior a un dedo meñique. Bocasto se extasía ante la gracia con la que el escorpión mueve su aguijón, y abre con delicadeza las piernas de su amada para apreciar mejor los detalles y las sutilezas de la operación. Luego alza un par de ojos llenos de sincera admiración hacia el rostro de Pámfila, rostro que en estos momentos se tiñe de auténtico orgullo, orgullo por poseer una vulva tan apetecible. A Bocasto no le cabe ya la menor duda; profundamente impresionado y ansioso ya de entregar a semejante portento de originalidad el premio prometido, le dice en un amoroso murmullo:
—Querida, siempre serás sorprendente.
Fue una lástima que el discurso de Bocasto quedara interrumpido en este punto; un alarido horrendo le impidió mostrar más efusivamente su admiración hacia una mujer ciertamente original.
El día del entierro de Pámfila de Castis, una duquesa nada vulgar, un golfillo redimido, un cocinero ya entrado en años y un hombre de casta boca lloraban amargamente. Bocasto se ahorcó por idiota. Serafín y Crispín se hicieron amantes.