Pincho moruno
Anochecía ya a mi llegada al castillo de Sir Adolph Vaine–Haze, una propiedad situada en el condado de York, a unos cincuenta kilómetros de la costa Este de Inglaterra. El castillo, construido en el siglo XVIII por John Vanbrugh, un arquitecto fiel a los preceptos del clasicismo, carecía del lujo de las edificaciones de la época del rey Jaime y tenía todo el aspecto de una mansión privada.
Si bien mi misión en aquel lugar no era otra que la de tramitar la venta del castillo a un amigo mío muy querido, Lord Alfted Campbell, no me faltaban motivos de índole personal para alejarme unos días de Londres; en aquella ciudad el aburrimiento había alcanzado cotas alarmantes y mi imaginación, irritada, me cubría de constantes e interminables reproches contra los que nada tenía yo que alegar. Por ello pensé que un viaje de tan inciertas perspectivas podía convertirse en un eficaz antídoto contra el tedio. Afortunadamente, no tardaría mucho en descubrir que no me equivocaba.
En Northallerton, la ciudad donde concluía mi recorrido en ferrocarril. Sir Adolph me sedujo por vez primera; había tenido la feliz ocurrencia de enviar un carruaje a buscarme a la estación y conducirme hasta el castillo. Aunque el viaje en aquel vehículo repercutió de manera harto nefasta en mi anatomía, habituada al suave discurrir de los automóviles modernos, agradecí la cortesía de mi anfitrión, un hombre cuya excentricidad era bien conocida por algunos de mis amigos. Como las ventanas del carruaje estaban revestidas por dentro con terciopelo negro no pude extasiarme en la contemplación del paisaje ni hacer cábala alguna sobre la velocidad a la que se desplazaba aquella anticualla, pero a juzgar por el lamentable estado en que quedaron mis riñones y mi columna vertebral, juraría que fue meteórica.
Fue Sir Adolph en persona quien vino a recibirme a la puerta del castillo; era un hombre de exótica belleza y bien entrado ya en la cuarentena, de nariz aguileña, ojos negros, muy oblicuos y brillantes, y pómulos extraordinariamente salientes. Más que su hermosura, me sorprendió lo curioso de su atavío: vestía una larga túnica blanca, y sus pies estaban completamente desnudos; el único adorno que lucía era un turbante, también blanco, que envolvía su cabeza.
Sir Adolph me hizo pasar a una sala inmensa, amueblada tan sólo con divanes y otomanas; en el suelo de la estancia había una gran cantidad de cestos repletos de frutas cuyo olor predisponía a la intimidad.
Un leve gesto de cabeza de Sir Adolph bastó para que su criado nos dejara a solas. Mientras nos sentábamos e iniciábamos una conversación ciertamente trivial pero relajante, noté que Sir Adolph miraba mi boca con extraña insistencia; de sus ojos emanaba una corriente de sensualidad a la que no pude sentirme ajena; me estremecí mientras su mirada acariciaba mis labios. Al advertir mi turbación, Sir Adolph cogió uno de los canastos, eligió un higo grande y maduro y lo acercó a mi boca. El higo estaba en la palma de su mano, tendida hacia mí en actitud invitadora. Sir Adolph se limitó a mirarme intensamente, sin pronunciar palabra. Me fascinaba aquel hombre, pero dudé unos instantes.
Cuando por fin llevé mi boca a la fruta, Sir Adolph retiró bruscamente su mano y, ante mis labios todavía entreabiertos, cerró el puño sobre la fruta; los hilillos rojos de carne de higo desbordaron entre sus dedos. Sir Adolph volvió a abrir la mano y hundió su boca en aquel mejunje. Estábamos tan cerca el uno del otro que el olor de su aliento confundido con el de la fruta llegó hasta mí y me trastornó. Él me miró y pareció verme por dentro, entera y desnuda; era como si yo jamás pudiera tener un secreto para aquel hombre. Sin apenas conocerme sabía más de mí que cualquiera de mis amigos.
—No debes dudar nunca ante el placer, o el placer se burlará de ti si se le antoja —murmuró Sir Adolph todavía muy cerca de mí—. Si lo rechazas, es posible que tarde en volver a insinuarse, querida. Aquí, en este lugar rodeado de campos y bosques, nuestros placeres son muy diferentes a los que se gozan en las grandes ciudades y mucho más simples también; no debes tener miedo. La fruta te tentó pero dudaste; sé que tu vacilación duró apenas unos instantes, pero cuando por in quisiste, el placer se burló de ti; recuérdalo la próxima vez.
Tras estas palabras, Sir Adolph llamó a su criado y le ordenó que me condujera a mis habitaciones.
Aquella noche también Morfeo se burló de mí; di vueltas y más vueltas en la cama sin que el placer del sueño me rozara siquiera. Mi cuerpo estaba tan tenso y anhelante que temí que fuera a estallar: el simple contacto con las sábanas me enardecía y las imágenes que acudían a mi mente me sumergían en un estado de insoportable embriaguez. Tambaleante y sudorosa, me levanté de mi lecho, decidida a correr en pos del causante de mis ardores. En mi delirio, recorrí un sinfín de corredores y habitaciones que destilaban densos aromas de frutas maduras. Cerca de una hora tardé en explorar el castillo palmo a palmo, pero ni Sir Adolph ni su criado aparecieron por parte alguna. Era evidente que ninguno de los dos se hallaba en sus aposentos. Pero ¿dónde entonces? Me dije que sólo quedaba una posibilidad y, venciendo mi temor a cometer una indiscreción, salí al jardín. Mis pasos en los senderos que bordeaban árboles y macizos de flores fueron los únicos que quebrantaron el silencio de aquel lugar. La oscuridad y el frío acabaron pronto con mi búsqueda; estaba segura sin embargo de que tampoco allí había nadie.
Con los nervios atenazados y completamente aterida, me desplomé en un banco de piedra situado frente a la fachada posterior del edificio; las ventanas me hacían guiños burlones, como si sólo ellas pudieran revelarme el paradero de Sir Adolph. Estuve un rato allí sentada, con la esperanza, cada vez más lejana, de que el frío apagara mis sentidos. Una lluvia incipiente empezaba a humedecer mis cabellos cuando el azar guio mi mirada hacia una pequeña puerta lateral, parcialmente oculta bajo una espesa mata de hiedras trepadoras y casualmente entreabierta en aquellos momentos.
El corazón me dio un vuelco y nuevamente mi respiración se volvió entrecortada y jadeante; me ardían los ojos y los labios y apenas podía controlar mis temblores. Ya en el umbral de la puerta, percibí una luz tenue al final de un largo pasillo y supe que no andaba desencaminada. El corredor me condujo a una gran sala abovedada y húmeda en cuyo extremo había una escalera de caracol. Me fui hundiendo sigilosamente en la progresiva oscuridad de la escalera hasta llegar a otra sala parecida a la anterior e iluminada tan sólo con la luz de cuatro candelabros. Mi mirada se detuvo en una puerta a través de la cual penetraba una luz más intensa. Agucé mis oídos y creí oír murmullos de agua que llegaban a mí, acolchados y tenues. Avancé hasta la puerta y desde allí percibí más nítidamente aquel ruido líquido; luego asomé cautelosamente la cabeza; lo que vi superaba con creces mis más brillantes fantasías. En el centro de una habitación grandiosa y ciertamente bella, con columnatas y arcadas donde ardían las llamas de más de un centenar de antorchas y con las paredes ricamente adornadas con zócalos de alicatado y yeserías, había una inmensa piscina iluminada desde su interior con luces azuladas. En el borde de la piscina, arrodillado, completamente desnudo y con su cabeza rasurada al descubierto, se hallaba Sir Adolph; su criado aguardaba en el interior de la piscina, inmerso en sus aguas hasta la cintura. Alrededor de la piscina había un sinfín de cestos llenos de comida.
Al principio la actitud de los dos hombres me pareció simplemente desconcertante; sus cuerpos no se rozaban y nada en sus gestos indicaba que existiera un vínculo erótico entre ellos. Mantenían las cabezas gachas y los ojos cerrados; de sus bocas salía un murmullo monótono, como si se hallaran absortos en una oración de acción de gracias. De sus semblantes se desprendía la gravedad y la concentración de quien se entrega a algún extraño ritual. Entonces Sir Adolph levantó la cabeza, abrió los ojos, tomó un puñado de algo que parecía carne picada y empezó a restregarlo suave y rítmicamente por su miembro. Sin hacerse rogar, la verga cobró impulso e inició una rápida ascensión en cuyo punto crucial Sir Adolph cogió varios higos y los fue engarzando en su miembro erecto hasta ocultarlo por completo a mi mirada. Con creciente estupor, vi cómo el criado se inclinaba ligeramente sobre la verga de Sir Adolph y comía los frutos que le tendía su amo. Mientras el criado se alimentaba de esa guisa, Sir Adolph inició una serie de movimientos rotatorio s con sus caderas al tiempo que se acariciaba las nalgas y los muslos. La luz oscilante de las antorchas danzaba en sombras de reflejos cobrizos sobre los dos cuerpos absortos en aquel extraño ágape y los cubría de fuego.
Mis dedos se adentraron en una vulva ardiente y húmeda para prolongar desde allí los mágicos hilos que unían al amo y al sirviente. Sospecho que debí gemir de manera ostensible cuando el placer me anegó porque hubo un momento en que Sir Adolph detuvo su movimiento y pareció dispuesto a girarse y buscar con la mirada el origen de algún ruido desconocido. Temerosa de ser descubierta, estuve a punto de esconderme, pero al ver que Sir Adolph dirigía de nuevo toda su atención hacia la degustación del criado, respiré aliviada y seguí observando.
El criado no rozaba siquiera el miembro de su señor, pero bajo la boca hambrienta y la lengua que chupaban y devoraban los higos, la verga, dura y embadurnada de rojo, temblaba de evidente placer; cada uno de sus estremecimientos encontraba un eco cómplice en mi interior. Habría querido apresar aquel hermoso miembro en mi vagina, lamerlo y succionarlo con las contracciones de mi carne hasta lograr que se derramara dentro de mí.
Pero no fue mi vagina quien recibió el esperma aquella noche; cuando la eyaculación de Sir Adolph llegó, una boca, todavía roja de higos, engulló todo aquel postre sin dejar que se escapara una sola gota.
El espectáculo había concluido: Sir Adolph se levantó, se vistió nuevamente con su túnica y se acercó a la puerta tras la que me hallaba oculta; pasó tan cerca de mí que tuve que contener la respiración para no ser oída.
De regreso a mis habitaciones un sueño agitado y salpicado de imágenes profundamente turbadoras se apoderó de mí; cuando desperté, apenas tres horas más tarde, recordaba vívidamente las escenas entrevistas en mis sueños: bocas voraces trepando por mástiles enhiestos y disputándose a dentelladas enormes pedazos de carne cruda, corros de vergas rodeando platos de comida bañados en esperma y multitudes de cuerpos revolcándose en piscinas rebosantes de cremas espesas y burbujeantes.
Al mirarme en el espejo, observé que el estado de mi rostro no podía ser más lamentable; estaba demacrada y ojerosa y mi mirada era digna de una auténtica posesa. Entonces tomé una firme resolución; aquel día almorzaría «en compañía» de Sir Adolph; lamería, besaría, mordería y masticaría todos los alimentos que él quisiera ofrecerme. De manera casi inmediata el hambre empezó a producir una agradable comezón en mi estómago.
Bajé al salón donde habíamos conversado la noche anterior y encontré a Sir Adolph leyendo en uno de los divanes; me saludó con una larga e intensa mirada y propuso que diéramos juntos un paseo de inspección por la mansión y sus alrededores; de esa forma podría yo conocer las peculiaridades del lugar antes de entrar en los pormenores de la operación de venta a mi amigo Lord Alfred. Sonreí para mis adentros al pensar que yo ya conocía, sin que Sir Adolph lo supiera, el aspecto más «interesante» de la vida del castillo.
En mi impaciencia por bajar a los sótanos, me fue absolutamente imposible retener imagen mental alguna de cuanto vi y oí durante nuestro recorrido por el castillo; soporté las largas explicaciones de mi anfitrión sobre mil y un detalles arquitectónicos como si del más infernal de los martirios se tratara. En algún momento llegué incluso a pensar que Sir Adolph había descubierto mi presencia furtiva de la noche anterior y que ahora se complacía irritando mis nervios.
Cuando mi resistencia se hallaba al borde del desmayo, Sir Adolph me informó por fin de la existencia de aquel bendito piso inferior y, mirándome fijamente con una expresión juguetona que se me antojó insidia pura, sugirió que bajáramos.
Mientras descendíamos lentamente por la escalera de caracol, iluminados por el haz de luz de una antorcha que portaba Sir Adolph, la humedad de la atmósfera fue ensalivando suavemente mi piel. Al llegar abajo estaba completamente empapada y traspuesta; el cuerpo de Sir Adolph emitía constantes corrientes de feroz sensualidad y la atmósfera cálida y enrarecida del sótano reforzaba una complicidad preexistente entre nosotros.
Sir Adolph me condujo a la sala en cuyo centro se encontraba la piscina y, tomándome suavemente por los hombros, me llevó hasta un rincón donde había un ataúd negro lleno de carne picada; junto a él se alineaban varios cestos que contenían toda clase de frutas. Mientras miraba aquellos instrumentos del placer de Sir Adolph, sentí cómo su mirada se deslizaba por mi nuca, mi cuello y mis hombros; me volví hacia él para dejarme devorar por sus ojos, brillantes, húmedos y lascivos. Sir Adolph se despojó muy lentamente de su turbante y su túnica y, sin dejar de envolverme con su mirada, me quitó el vestido. Entonces se arrodilló ante mí y, tras separarme delicadamente las piernas, me bajó las bragas con dientes y lengua. Su boca se hundió en mi sexo tan vorazmente que parecía que quisiera engullirlo; me recorrió entera sorbiendo mis jugos y escupiéndome su propia saliva para recogerla después con la lengua. Me lamía acompasadamente, en un vaivén suave unas veces y violento otras, sin olvidar un solo recoveco de mi vulva. Empezaba yo a contraer todo el sexo en tomo a su lengua en un intento de atraparla y aspirarla hasta lo más hondo de mis entrañas, cuando él, renuente a que alcanzara tan pronto el placer, retiró la lengua, se levantó, me tendió de espaldas en el ataúd y, tomando un puñado de carne cruda, la restregó por todo mi cuerpo y llenó mi vulva con ella. La textura de la carne era agradablemente esponjosa y resbaladiza; intenté hundirme más en el ataúd para que el abrazo fuera completo.
Sir Adolph tomó entonces un puñado de higos y me pidió que los engarzara en su verga; me ensalivé la mano y masturbé aquel miembro magnífico, duro y reluciente de deseo mientras encajaba el higo en su prepucio y lo teñía de pulpa rojiza. Vestí su polla de higos pero dejé que asomara el prepucio para sentir su roce contra mi carne. Luego hice que se sentara encima de mí; restregó sus nalgas y sus testículos contra mis pechos al tiempo que yo chupaba y pellizcaba suavemente aquel prepucio que apuntaba desafiante hacia mi boca.
Cuando el miembro empezó a temblar visiblemente, Sir Adolph se sentó encima del ataúd y, ayudándome a incorporarme para que también yo pudiera gozar al ver la penetración, me colocó encima de su pubis e introdujo la punta de su falo en mi vulva. Me taladraba lentamente, hundiendo la polla tan sólo unos milímetros a cada movimiento. Yo disfrutaba contemplando la suave penetración de aquella polla enorme, disfrazada de árbol frutal, Y meneaba impaciente mis caderas; ansiaba que se clavara en lo más recóndito de mi cuerpo.
Cada vez que la verga de Sir Adolph se hincaba un poco más hondamente en mi sexo, la carne picada se desplazaba en mi interior y acariciaba mi coño como una lengua inmensa y viscosa. También los higos, al reventar dentro de mí uno por uno, se mezclaban con la masa de carne y mi propia humedad y formaban un magma que me lamía y arrancaba de mi interior un concierto de sensaciones nuevas y placenteras.
Cuando los movimientos de Sir Adolph se tornaron más perentorios, la papilla de higos y carne adquirió una textura más cremosa; el miembro trituraba los alimentos con envidiable eficacia y arremetía con más fuerza a cada embestida. Sin apenas cejar en sus acometidas, Sir Adolph tomó con ambas manos una parte de la crema viscosa que ya desbordaba de mi coño y empezaba a deslizarse por nuestros muslos y me untó con ella el cuello, los hombros y los pechos. Mientras él me lamía, sentí que mi placer llegaba a pasos agigantados y aceleré el ritmo de mis caderas para unirme a Sir Adolph en el estallido final. También su polla intensificó el frenesí del galope.
Entonces una portentosa vorágine sacudió mi cuerpo e hizo brincar mi coño con violentas contracciones; Sir Adolph se sumó a mi placer, y su leche, al derrarmarse, inyectó de líquido caliente todo mi sexo; estaba tan llena que habría podido reventar.
Ambos caímos exhaustos el uno encima del otro, con nuestros cuerpos embadurnados y enroscados como lianas; despedíamos un fuerte olor a frutas maduras.
Aquel encuentro no sería sino el principio de una larga serie —todavía inconclusa— de días febriles que prolongaron mi estancia en el castillo mucho más tiempo del previsto.
Me vi incluso obligada a escribir a mi queridísimo amigo Lord Alfred Campbell una larga misiva convenientemente impregnada de sentimientos de culpabilidad y destinada a notificarle que se había quedado compuesto y sin castillo; lo adquirí yo misma como regalo de bodas para Adolph; hacía ya mucho tiempo que las deudas envenenaban sus finanzas. Algunos meses más tarde, Adolph y yo contraíamos matrimonio y ahora, dos años después del acontecimiento, la única nube que planea sobre nuestra felicidad es la amenaza constante de una fuerte indigestión.