Pascualino y los globos
No son estos ni el momento ni el lugar adecuados para arrepentirme de mis pecados. Tengo por lo menos una buena razón para darme prisa y no caer en mi habitual y desmedida tendencia al erratismo discursivo. En este crucial momento en que toda una existencia se reviste de un último e irreversible sentido, casi bendigo a mi hado por haber tenido la feliz ocurrencia de proporcionarme una vida trivial y monótona. Porque, efectivamente, si mi vida no hubiera sido trivial, ahora me vería obligado a entretenerme en mil y un vericueto s para contarla y les aseguro que no tengo tiempo para detenerme en detalles ni en filigranas literarias. Me limitaré a construcciones gramaticalmente correctas y renunciaré a mis siempre prorrogados pruritos literarios debido a las adversas circunstancias que me oprimen en este mismísimo instante el alma y, lo que es peor, también el cuerpo.
Sí, señores, les ruego que me atiendan pues mi situación es francamente desesperada aunque quiero dejar constancia de que, pese a todo, no les pido socorro alguno, tan sólo un poco de atención. De todos modos y, como creo haber dicho ya, seré breve.
Tengo cincuenta y siete años y la idea de tener que recomponer mi vida tras haber llegado hasta el miserable punto donde ahora me hallo, se me antoja complicadísima y, sencillamente, les guste o no, me da una pereza inmensa. Además temo que por muchos esfuerzos que hiciera en esa dirección, me vería inevitablemente abocado al más estrepitoso fracaso. El motivo de mi pesimismo radica en la absoluta certeza de que voy a morir muy pronto, sin dilación. Es más, creo que ya estoy empezando. Juro que no estoy haciendo ningún tipo de comedia para llamar la atención, juro que lo mío es grave y que me queda muy poco tiempo ya en este valle de lágrimas. ¿Quieren que les diga lisa y llanamente cuál es el motivo de mi futura muerte? Pues, helo aquí sin más preámbulos.
Es posible que nunca hombre alguno se haya encontrado en una situación tan grotesca como la que ahora me abruma. Me encuentro echado boca arriba en una cama que no es la mía. Naturalmente, esto no sería excepcional si la cama en cuestión no perteneciera a una mujer de cuerpo superlativo, inmenso y blando, cuyo sexo estoy lamiendo. Para que yo pudiera llevar a cabo tan delicada misión, ha colocado la inmensidad sofocante que son sus nalgas sobre mi atribulado rostro. Desde el primer momento sospeché que me asfixiaría sin remedio; ahora, en cambio, la sospecha ha crecido hasta convertirse en ineludible certidumbre: me estoy asfixiando. El aire se ha enrarecido tanto que ya casi no puedo respirar: he aquí el motivo de mi prisa. Ustedes pensarán probablemente, y con toda la razón del mundo, que la solución a mi problema no deja de ser bastante banal y que me bastaría con abrir la boca y gritar: «¡Detente Daniela, por favor, que me ahogo!». Pero es ahí, precisamente ahí, donde está el meollo de la cuestión: cada vez que intento abrir la boca encima de la que Daniela restriega una y otra vez su vulva, la caricia involuntaria de mis labios le provoca más placer aún, con lo cual, su movimiento se hace más perentorio y el grado de mi asfixia aumenta notablemente. Por ello he decidido serenar mis ánimos y gozar de esta muerte lenta y elefantisíaca, amorrada a un sexo enorme que se me traga poco a poco y donde supongo que acabaré enteramente sumergido y con los pies colgando. Una excelente mortaja, sí señor. Y como al parecer el útero de esta mole humana, de esta catarata de carne succionadora, es lo suficientemente elástico como para albergarme enterito, es posible que la pobre no se enterara hasta unos días más tarde. Y yo ya estaría violeta y tieso, macerado en toda clase de jugos de globo gigante.
No querría de ninguna manera que se culpara a la pobre Daniela de mi muerte; ella no es más que el instrumento ciego e inconsciente de mi defunción. Que no recaiga pues la ira sobre ella porque fui yo, sí, yo, un hombre más bien raquítico y escuchimizado, quien la persiguió por toda la ciudad hasta conseguir, tras su inicial negativa, que se encontrara conmigo. Por consiguiente, la pobre tiene más alma de hermanita de la caridad que de sádica asesina.
He aquí los motivos que me impulsaron a los brazos y al coño de Daniela, a ese cuerpo incontenible, incompatible con sujetadores, bragas y fajas, cuerpo expansivo donde los haya, una deliciosa mole en la que hundirse, inhibirse de todo y morir. ¡Oh, Daniela, nunca sabrás cuánto te he buscado y cuánto te amo ahora, mi amor póstumo! ¡Mi última felicidad, tal vez la única!
La infancia suele ser el punto de inicio de toda frustración digna de llevar este nombre y la mía, es decir, la de Pascualino Fígaro La Pera, no constituyó excepción alguna. Creo haber dicho antes que mi vida entera ha sido absolutamente trivial, aunque tal vez la cosa habría sido muy diferente si no hubiera yo mostrado desde mis más tiernos años una lamentable falta de carácter. Mi primer amor serio, apasionado y profundo fue la literatura. Mi adolescencia sintió crecer una encomiable vocación de hombre de letras, pero desgraciadamente mi padre y mi madre no sólo juzgaron que la letra impresa era una ocupación muy poco rentable, sino que además ridiculizaron cruelmente mis pretensiones y se negaron a apoyar económicamente a quien ya imaginaban convertido en un bohemio empedernido. No tuve la fuerza suficiente para protestar, rebelarme y perseverar en mi empeño, a pesar de que mi fantasiosa abuela estaba dispuesta a ayudarme. Pero la imaginación de mi abuela no bastaba para financiar mi vida de artista ni mis estudios, de modo que opté por desentenderme de todo y prepararme para una profesión que ofreciera los codiciados frutos económicos a corto plazo. Elegí la banca por inercia y desidia, por debilidad de carácter y porque imaginé que semejante ocupación no presentaría excesivas complicaciones. Cualquier esfuerzo me intimidaba y me convertía en un ratoncillo asustado; cualquier dilema, por insignificante que fuera, me sumía en un pasmo depresivo que duraba semanas y semanas, hasta que conseguía que alguien decidiera por mí. Poco a poco descubrí que tal vez fuera este mi mayor talento, porque efectivamente, siempre conseguía que alguien me protegiera y tomara las decisiones en mi lugar. Fui desarrollando el método hasta perfeccionarlo por completo. A partir de entonces mi vida se despojó aparentemente de angustias y ni siquiera yo parecía reprocharme íntimamente aquel alarde de debilidad y cobardía, indecisión y pereza. Mi apatía era total. Llegó un momento en que ni siquiera tenía que decidir cómo debía vestirme o dónde me apetecía pasar las vacaciones: delegaba siempre en otros la responsabilidad de la elección y me acomodaba a todo. Esa es una de las razones por las que me gané una bien merecida fama de sujeto tolerante y fácil de tratar. Nunca combatí opinión ajena alguna y jamás agredí a los demás con imposiciones. Yo constituía un comodín agradable en la vida de cualquiera. Y fue así cómo me granjeé un montón de amistades rápidas, superficiales y que nunca implicaron compromiso alguno. Hasta tal punto he sido dócil y obediente que mis padres no tuvieron problema alguno para abortar el gran amor de mi vida, mi fulminante pasión por una bailarina de music hall, una belleza escultural que me obligó a perder la cabeza y la castidad. Apenas conocieron mis padres mis proyectos de inmediato e irreflexivo casorio, se convocó una junta familiar donde se me hizo entrar en razón sin escuchar las airadas protestas de la abuela, firme partidaria del amour fou.
Una vez más y sin grandes lamentaciones, claudiqué y abandoné a mi monumental Matilde. Desde aquel infausto día, mi abuela, hasta entonces mi única cómplice en la vida, me negó el saludo y la palabra. Pocos segundos antes de expirar me dedicó un último insulto y sorprendió a toda la concurrencia con un portentoso: «¡Imbécil!». Fue la última palabra que pronunció. Pero tampoco esto surtió en mí el menor efecto, y mi abulia fue acrecentándose día a día sin que nada ni nadie se dignara repararla o ponerle cuando menos alguna que otra limitación.
Como pese a esa fisura fundamental de mi carácter nunca me ha faltado precisamente inteligencia, mi carrera en el mundo de la banca fue espectacular. Los jefes me cubrían de todo tipo de alabanzas y felicitaciones por la eficacia y la brillantez de mi trabajo. Juro que yo no hice jamás esfuerzo alguno: me limitaba a cumplir las órdenes que se me daba sin tomar iniciativa alguna. Pero en el mundo de la banca resultan útiles los peones–pelele, hombres silenciosos, desprovistos de la más nimia sombra de una idea y convenientemente discretos y eficaces en su trabajo. Así fue cómo ascendí rápidamente hasta convertirme, a mis veintipocos años, en director de un prestigioso banco del país. ¿Lindo, verdad? Cualquier otro menos lúcido que yo se habría sentido terriblemente halagado y reafirmado en su personalidad, pero, para mí, aquella serie de vertiginosos ascensos hacia la cumbre representó más bien un incordio, sin llegar toda vez al rango de vía crucis puesto que cuanto más alto trepaba, menos decisiones vitales dependían de mí. Logré que mis subordinados, cuyo número crecía con el tiempo, se repartieran las responsabilidades y las tareas de decisión y, de ese modo, gané el afecto incondicional de todos ellos. Lo crean o no, me tenían por un jefe democrático que intentaba hacer partícipes a todos, portero del edificio incluido, de las decisiones más nimias. Y seguí subiendo sin tropiezos, sin que ninguna traba viniera a dificultar mi ascensión. Supongo que los obstáculos debían intuir que conmigo no había guerra posible, que me doblegaría siempre y que de esa manera el juego habría sido bastante aburrido.
Un buen día, inmerso en mi sempiterna abulia, conocí a una francesita chic que seguía con impecable buen gusto los dictados de la moda indumentaria parisina, pero carecía totalmente de imaginación. Sin embargo, tuvo la delicadeza y el buen gusto —otra vez— de llamarse Albertine, lo cual le valió un brillante matrimonio con el director de un banco prestigioso del país, o sea yo, es decir Pascualino Fígaro La Pera. Aquí reconozco que les debo a ustedes una pequeña explicación. Si el nombre de Albertine fue para mí determinante a la hora de pedirle que se casara conmigo fue porque Proust es mi escritor favorito y, al oír el nombre de la francesita, recordé el volumen de La recherche titulado Albertina desaparecida. Y Albertine no volvió a desaparecer de mi vida. Yo la había encontrado y conmigo se quedó, mal que me pese, aunque ahora me pese más Daniela que se enardece, que se bambolea en toda su mole, que me asfixia lentamente, que me devora con su coño, que me da el golpe de gracia, que me separa brutalmente de Albertine y del banco, de mis subalternos y de mis hijos. Sí, amigos, cometí el error de creer que el matrimonio con alguien llamado Albertine habría de ser a la fuerza transitorio. Pero literatura y vida no quisieron confundirse en mi caso, y Albertine, mi mujer hasta esta tarde, no desapareció nunca, pese a su inicial alarde de buen gusto francés; le faltó imaginación. Hasta para desaparecer del mapa hace falta una buena dosis de imaginación.
Sin embargo, durante mucho tiempo tuve la sensación de que la quería lo suficiente, o tal vez debería decir que, pese a lo mucho que me incordió su presencia en mi vida al cabo de unos pocos años de matrimonio, o sea de aburrida vida conyugal, nunca reuní la fuerza necesaria para plantearme a mí mismo una posible ruptura con aquella mujer completamente idiota. Nunca confesé a nadie mis verdaderos sentimientos acerca de mi vida íntima y mi trabajo, y, si he de ser franco, prefería no repetírmelo demasiado a mí mismo. Si aquella sensación desagradable hubiera llegado a convertirse en manía obsesiva, me habría visto obligado a tornar una decisión al respecto, yeso era lo peor que podía sucederme. Opté por adaptarme como pudiera a aquel tinglado. Y eso fue lo que hice. Al cabo de un tiempo, ni siquiera me acometían ya los antiguos accesos de angustia claustrofóbica y me conformé aparentemente con mi próspero destino de banquero exitoso y orgulloso padre de familia. En pocas palabras, era lo que suele llamarse un hombre ejemplar al que ningún fisco tenía nada que reclamar. Sólo mi abuela habría podido reprocharme algo, pero aquella voz de mi conciencia había muerto años atrás. A los cuarenta y tantos años, el panorama que se desarrollaba ante mi vista era plenamente satisfactorio; pocos esfuerzos tendría que llevar a cabo a partir de entonces. Creo que lo más complicado que he hecho en toda mi vida ha sido lamerle el coño a esta mole de mujer que aún se afana encima de mí robándome oxígeno.
Mis hijos habían crecido y siempre me dieron motivos para enorgullecerme de ellos; el mayor, profundo admirador de su padre, siguió mis pasos pero con la sutil diferencia de que lo hizo por voluntad propia y para triunfar en el mundo de los negocios, y el segundo, tan imaginativo como el anterior —ambos habían heredado las virtudes de su madre—, se lanzó a una brillante carrera de economista. En cuanto a la menor, una niña tan agraciada físicamente como su madre, no se le ocurrió nada mejor que casarse con un apuesto millonario a la tierna edad de diecisiete años y empezar a criar un montón de hijos a partir de los dieciocho.
Lo soporté todo sin un solo suspiro.
Ni siquiera intuí que la cosa acabaría en hartazgo repentino, en estallido de repudio hacia todo y hacia todos, pero así fue. Ocurrió inesperadamente sin que siquiera me lo hubiera planteado seriamente.
Fue el día de mi cincuenta y siete cumpleaños. Me levanté temprano, como en un día cualquiera, y acudí al banco. Todo olía a la misma trivial normalidad de todos los días. Todos los días y cada uno de ellos. Veinte mil ochocientos cinco días de abulia y tontería. De repente aquella rutina se me antojó el más complicado de los esfuerzos habidos y por haber.
Omitiré la descripción de las caras que saludaron con mal disimulada estupefacción mi dimisión como director de aquel prestigioso banco. No fui prolijo en explicaciones.
Aquella tarde, y por primera vez en mi vida, sentí que la abulia cedía terreno a un cosquilleo de felicidad en las aletas de la nariz, como si la fórmula química del aire que respiraba hubiera cambiado sustancialmente.
En mi casa me esperaba una fiesta sorpresa de cumpleaños preparada por mi inocente Albertine; había tenido la feliz ocurrencia de invitar a todos nuestros amigos, sin olvidar a uno solo. Al principio pensé en escabullirme y dejarlos sin homenajeado, pero el recuerdo de mi pasada abulia me detuvo en seco. Aparecí en el salón vitoreado por un concierto de tapones de champagne descorchados y de brindis eufóricos. Fingí participar en aquella comedia, pero la alegría ni siquiera me rozaba los dedos de los pies; aquel espectáculo histeroide me enfurecía. Hacia el final de la velada, uno de mis más íntimos amigos se acercó a felicitarme por el nacimiento de mi nuevo nieto y por el meteórico ascenso de mi hijo mayor en el mundo de la banca.
—Debes sentirte muy orgulloso, me dijo.
—¿Orgulloso, dices? —contesté yo—, ¿orgulloso de qué? ¿Orgulloso de haber malgastado mi vida en pamplinas, orgulloso por haberme casado con una idiota u orgulloso por haber engendrado a los tres hijos más gilipollas que nunca hayan hollado esta tierra? ¿Qué supones que debería enorgullecerme? ¿Tal vez la cara de imbécil irredenta que pone mi mujer al escucharme? ¡Necia, más que necia! —le grité a una Albertine cuyo rostro se desencajaba por momentos—. Por cierto querida, he presentado mi dimisión en el banco y he rechazado toda indemnización económica. A partir de ahora eres una mujer separada y pobre, además de idiota perdida. Lindo, ¿eh?
Lo último que oí fue el crujir del malestar de la concurrencia, las bocas que empezaban a cerrarse y un murmullo de sorpresa cuando me dirigí hacia la puerta y abandoné el dulce nidito para siempre jamás. Más tarde, aquellos ruidos cedieron paso a una voz conocida que me susurraba admirada:
—¡Lo hiciste Pascualino, lo hiciste, sabía que reaccionarías un día u otro, siempre lo supe, alabado sea Dios!
—Sí, abuela —repliqué— no tuve más remedio. ¿Has visto sus caras? ¿Has visto cómo me miraba la mujer más tonta del mundo? ¡Oh abuela, Albertine no desapareció, pero desapareció Pascualino! ¿Y sabes lo mejor de todo? Pues que no me ha dado ninguna pereza. Tomar esta decisión ha sido un juego de niños, tan simple, tan limpio y contundente…
Por fin me sentía libre de actuar a mis anchas y dar rienda suelta a mis deseos, mis maltratados y poco escuchados deseos. Como aquel que me acompañaba desde mi más temprana adolescencia, aquel extraño y reprimido deseo de abrazar el cuerpo de una obesa, de un globo humano. En mis sueños nocturnos, aquella obsesión había vuelto una y otra vez con creciente frecuencia. Y ahora era el momento adecuado para realizarlo y follar con un globo fláccido y seboso.
Paseé por las calles en busca del codiciado objeto de mi deseo, pero tardé bastante en encontrar exactamente lo que quería. Abundaban las mujeres entradas en carne y macizonas, pero lo que yo deseaba era un amasijo monumental de carnes blandas para hundirme en él y olvidar todo lo demás. Di vueltas y más vueltas y, cuando ya empezaba a desanimarme, surgió tras una’ discreta esquina uno de esos gigantescos globos andantes; se desplazaba pesadamente como maldiciendo a cada paso debido a aquel exceso de carnes. Era absolutamente exuberante. Ansioso y excitado, sin poder reprimir un instante más mi obsesión, me precipité sobre el globo; la mujer profirió un grito aterrado y se puso acorrer, en un desesperado intento de esquivarme. Pero una imperiosa llamada me impulsó de nuevo hacia ella: me excitaba el apresurado movimiento de la cascada de carne que eran sus hiperbólicas nalgas; se montaban la una sobre la otra, estrujándose entre sí. Yo alargué la mano hacia esas anheladas montañas, y la mujer globo, seriamente asustada ante lo que debía parecer la agresión de un psicópata, entró en una cafetería. Ni corto ni perezoso, la seguí hasta el interior del local: ¡carne, carne!
Cuando el globo se sentó, me apresuré a abordarla y me senté a su lado; la emoción prestaba alas a mi discurso, casi como ahora, pero con más oxígeno, infinitamente más. La retuve con un caudal ininterrumpido de palabras que la obnubilaron. Tan asombrada estaba ante semejante manifestación pasional que ni siquiera osó parpadear y, cuando llegó el camarero a preguntamos si deseábamos algo, el globo permaneció mudo y estupefacto. Era probable que nunca le hubieran declarado una pasión tan fulminante. Creo que hablé durante tres o cuatro horas seguidas sin concederle una sola frase; ni siquiera pudo decirme su nombre.
Más tarde, ya en su apartamento, descubrí que se llamaba Daniela yeso por casualidad. Mis palabras la habían halagado tanto que acabó cediendo a mis frenéticos ruegos. Mi placer llegó pronto. Apenas se hubo desnudado, un estremecimiento me sacudió desde la raíz de los cabellos hasta la punta de los pies, y eyaculé. Algunas gotas de esperma fueron a estrellarse blandamente en sus carnes. El segundo orgasmo sobrevino en cuanto toqué aquella inmensidad fláccida y temblorosa. El tacto blando y viscoso de su cuerpo me sumió en un trance del cual no creo haberme recuperado ni creo ya que lo haga. ¿Por qué tendría que hacerlo? ¿Qué placer podría proporcionarme recomponer mi vida ahora que he saboreado el más punzante e intenso de los goces, ahora que he vivido la más plena y auténtica felicidad? Me siento absolutamente incapaz de abandonar ahora este carnoso sepulcro. Será preferible que me engulla, que me ahogue y que el golpe de gracia final me sorprenda entre sus nalgas, bajo su coño. ¡Oh Daniela, mi ángel exterminador, mi asfixiante globo humano!
Ahora que me queda muy poca energía, pues mi ahogo se consuma poco a poco, aún me extasío palpando mi flan, a mi obesa perturbadora. ¡No la culpen de mi muerte, no la culpen, yo sabía lo que hacía, yo lo quise, yo muero en trance, en estado de gracia, gozando como nunca lo hice!