Juego de niños

Todos los cielos el cielo, la gloria al alcance de mi mano, bendición infinita. Ahora ya no tiemblo; el plano no ha fallado ni un solo momento. Lo estudié durante semanas, memorizando todos y cada uno de los rincones de la casa, la ubicación exacta de puertas y ventanas para que ningún resplandor de luz pudiera confundirme, la orientación de las escaleras, la dimensión de las salas y los recorridos que habían de conducirme hasta aquí. No obstante mis manos temblaban al introducir la ganzúa en la cerradura y, cuando la puerta se abrió sin oponer resistencia alguna, un vacío absoluto golpeó mi cabeza.

Pero ahora ya no; ahora ya no tiemblo. Ni siquiera necesito acariciar la pistola que abulta en mi bolsillo.

Una linterna, sostenida por la fuerza inmensa del deseo que me trajo hasta aquí, avanza firme y segura recorriendo el cuadro zona a zona, y todo me parece tan sencillo como un juego de niños.

Desde el pie que aplasta los genitales del hombre asciendo lentamente y en diagonal, a lo largo de una gama de grises hasta llegar a la sonrisa de ella; una pincelada áspera y convulsa, un rojo que estalla en el ángulo superior izquierdo de la tela, equilibrada por otra pincelada roja de textura mucho más espesa: la sangre que gotea por la entrepierna de él y tiñe de rojo el ángulo inferior derecho del cuadro.

Me dejo hechizar por la mirada del hombre; mi linterna queda suspendida sobre esos ojos que apestan a goce inmundo de suicida y que ignoran por completo el dolor y la renuncia de ella. La mujer aparta los ojos de la humillación y el deseo de muerte de su amante e hinca todo el desespero de su mirada en su propio pie que mata y humilla. Ambos matan sin hacerse cómplices, sin alcanzar en la muerte el último e íntimo abrazo.

Con la lentitud de una pócima venenosa que recorre un río de sangre y se detiene juguetona en sus meandros hasta la inevitable paralización de los órganos vitales, empieza a invadirme una sensación idéntica a la que me estremeció al contemplar por vez primera la reproducción del cuadro en una revista de arte. De nada han servido mis esfuerzos por vencer la morbosa fascinación que ejerce la tela sobre mí; completamente ajeno a mi angustia, el falo se me endurece y abulta bajo los pantalones. Los ojos me escuecen y la vista se me nubla hasta que, tambaleándome como una marioneta, logro alejarme del cuadro y volverme de espaldas a él; la humillación y la muerte todavía taladran y queman mi espalda.

Huir, abandonar sin más dilación esta casa y renunciar para siempre jamás a la posesión de los cuadros. Los malditos cuadros. Mis pasos obedecen a la débil orden de huida procedente del cerebro y se dirigen presurosos hacia la puerta de salida. Avanzo cada vez más aprisa, pero en mi ofuscación, los datos que acumulé celosamente durante mi estudio de los planos se van difuminando; mi cerebro se tiñe de zonas gris perla; el gris perla se oscurece hasta hacerse casi negro. Negro al fin. Tropiezo con algo duro y pesado que traba mi retirada en una caída providencial.

Cuando vuelvo a enderezar mi cuerpo dolorido, el miedo ya no tiene sentido. Según mis planos, el segundo cuadro se halla en uno de los dormitorios del piso superior. Me oriento nuevamente en el espacio aprendido y, una vez visualizado, me encamino hacia las escaleras. Cuesta dar el paso inicial hasta acceder al primer peldaño, pero, una vez allí, todo se vuelve sencillo como un juego de niños. Mis dudas se pulverizan en la penumbra y permanece tan sólo mi deseo. El deseo de los malditos cuadros sin los cuales mi libido se aletarga en un tedio de rostros y cuerpos diversos, de gestos en cuya desgana late una soledad cada vez más densa. Ahora estoy solo en una casa desconocida, pero soñada, solo y enfrentado al ruido quedo de mis pasos en el enmoquetado de las escaleras. Si todo funciona según lo previsto, son pocos ya los metros que me separan de mi segundo objetivo. Sé que, cuando las escaleras se acaben, he de girar a la derecha y entrar, palpando a tientas las paredes y sin la ayuda de mi linterna, en la tercera puerta del pasillo. El juego de niños está a punto de culminar.

No vacilo antes de entrar en la habitación, pero nada más franquear el umbral y pese a que quien me proporcionó los planos de la casa me había asegurado una y otra vez que los dueños se hallarían ausentes esta semana, oigo un ruido leve de cuerpos agitándose que me hiela la sangre y corta mi respiración. El ruido de lo imprevisible. Alguien enciende bruscamente la luz y las pulsaciones de tres corazones se aceleran al unísono. Ellos, un hombre y una mujer, desnudos sobre la cama y con ojos de sonámbulos, miran al intruso que tan inoportunamente ha irrumpido en sus dominios. Demasiado tarde ya para huir. Los dos cuerpos, con los nervios y los músculos atenazados por el miedo, van separándose lentamente y las manos que se aventuraban por repliegues, montículos y protuberancias detienen sus caricias en gestos inverosímiles y ridículos. Una saludable carcajada libera de toda opresión a mi sistema nervioso. Boquiabierta, la atención de mis anfitriones se desplaza desde sus cuerpos al mío, al movimiento rápido y seco de mi brazo derecho y finalmente, al objeto fácilmente identificable que empuña mi mano. Negro, cargado y prepotente.

Mientras los supongo entretenidos en la contemplación del arma, mi mirada recorre la habitación en busca del cuadro; lo descubro colgado en la pared lateral que queda a mi derecha. Sin moverme del lugar donde me encuentro, dejo que mi cuerpo se restriegue y se introduzca en la tela para que mi piel sea capaz de discernir las diferentes calidades táctiles de las pinceladas: sensuales en las zonas en que los dos cuerpos fornicantes se unen y se confunden, y más ásperas las que conforman la figura solitaria del hombre que está sentado tranquilamente en un sillón. Pierdo la noción del tiempo en esos ojos que dominan impertérritos la escena, como si el combate carnal que se desarrolla ante él no le provocara la menor turbación. Cualquier emoción pasada, por muy violenta que hubiera sido, palidecería ante lo que siento frente a los dos cuadros que encierran los muros de esta casa.

Con todo, mi distracción no ha debido durar más de unos breves segundos tras los cuales, al fijar nuevamente mi mirada en la pareja, descubro que se ha producido una alteración importante en la actitud del hombre, un muchacho increíblemente hermoso y de edad parecida a la mía; sus ojos, lejos ya de expresar el temor que lo embargó unos minutos antes, disparan dardos de lujuria que sin lugar a dudas van dirigidos a mí. Con parsimoniosa lascivia y desnudándome un poco a cada paso, su mirada empieza a labrarse camino a través de mi cuerpo; se desliza desde mi ojos a mi torso, me lame las caderas, las manos, se detiene en el bulto cada vez más ostensible de la bragueta de mi pantalón y vuelve hasta su propio miembro, grande y erguido. Es un magnífico ejemplar de la raza de los falos, grueso, largo y con el prepucio delicadamente dibujado.

El muchacho se separa entonces de la mujer, baja del lecho y, gateando por el suelo, viene arrastrándose hacia mí hasta quedar arrodillado a mis pies. Su boca, sensual, golosa y ligeramente entreabierta, está a la altura de mi pistola. Con la suavidad de un gato, sus manos acarician mi entrepierna y la parte interior de mis muslos y, cuando intuye que mi pene ha alcanzado el grado máximo de disponibilidad, sus dedos abren mi bragueta, me bajan los pantalones hasta los tobillos, acarician mis piernas en sentido ascendente, juguetean en mis ingles y se introducen, hábiles y sin prisa, bajo mis calzoncillos. Una de sus manos sopesa mis testículos y explora mi falo mientras la otra se aventura entre mis nalgas, las separa, las pellizca, las masajea y finalmente, hace jirones la tela que cubría hasta ahora estas delicadas regiones de mi anatomía. Una boca roja, carnosa y hambrienta se dirige con pérfida lentitud hacia la cabeza de mi polla; la suave brisa de su aliento llega hasta mi piel y la humedece y la inflama. Dejo que mis dedos se enreden en sus cabellos oscuros y sedosos, pero, cuando sus labios se hallan a un milímetro apenas de mi miembro, sustituyo con gesto de prestidigitador el príapo por la pistola, tiro con brutalidad de sus cabellos e introduzco mi arma en su boca, dispuesto a hacerla volar en mil pedazos. Sus labios no registran temblor alguno y su semblante permanece inalterable. Inalterablemente hermoso. Hermoso hasta en el sometimiento y la humillación.

Me aliviaría pensar que el muchacho no hace sino interpretar un papel para seducirme y apartarme de mis propósitos, pero sé —lo veo en sus ojos, sus ojos constantemente clavados en los míos— que sus emociones están absolutamente desprovistas de todo fingimiento. Su entrega, su avidez de mí y su infinita capacidad para el riesgo son aterradoramente auténticas. Acabaré asesinándolo para que deje de perseguirme con su mirada, su deseo, su lascivia, su habilidad para excitarme y la suavidad de sus formas andróginas. Su tez es tan dorada y sus ojos y sus cabellos tan oscuros que lo bautizo mentalmente con el nombre de Bruno, tal vez para que su recuerdo no sea nunca anónimo. Mientras lo nombro una y otra vez en voz alta, él responde a mi extraña llamada chupando con lengua y labios el cañón de mi pistola, depositando su saliva sobre ese objeto insensible que se ha convertido ya en un mero accesorio decorativo de la escena. Al tiempo que cierro los ojos para no verlo más —pero lo veo en mi mente centuplicado—, tiro la pistola al suelo y retrocedo unos pasos, alejándome de él. Mi ceguera, sin embargo, no dura más que unos segundos y, cuando vuelvo a abrir los ojos, lo veo a gatas delante de mí, ofreciéndome un culo soberbio de nalgas perfectamente redondeadas y de carnes duras y prietas que se mueven al son del vaivén incitante de sus caderas. Durante unos instantes, cruza mi mente como un relámpago la sospecha de que tras tanto atrevimiento haya tal vez una intención oculta mucho más pérfida que la del mero engaño. Pero apartando a un lado esa funesta premonición y sin poder desviar la mirada del ano húmedo y receptivo que asoma entre las magníficas nalgas de Bruno, me descalzo y acaricio su raja con mi pie. Bajo los dedos que juguetean y se enredan en el suavísimo vello que lo cubre, puedo sentir con fuerza las palpitaciones de su ano. Todo mi cuerpo pugna por abismarse en las carnes y los agujeros practicables de Bruno, pero, antes, debo asegurarme de cumplir el propósito que me ha traído hasta aquí y hacerme con los cuadros para que todo se ajuste a un orden establecido de antemano por las leyes de mis deseos. Giro ligeramente la cabeza hacia la pared lateral derecha, y el cuadro vuelve a escupirme la violencia del hombre que observa a los amantes sin que emoción alguna deje huellas en su rostro. La imperturbabilidad de quien sabe que participó en una ficción que a su vez se desarrolla ante ojos ajenos. El cuadro queda desierto de amantes y de amor, de cuerpos desnudos y de sexos mezclados; permanece tan sólo la mirada fría y bien calculada para herir: su efecto es intencionadamente estremecedor.

Sé que Bruno ha interceptado mi mirada y, mientras lame el pie que pocos segundos antes quiso introducirse entero en sus tripas, siento la necesidad imperiosa de gritar que soy yo el ladrón y el intruso, que nadie más que yo puede exigir y agredir. Odio a Bruno porque en su locura me ha arrebatado claramente el dominio de la situación. Todo el dominio. Mi pie golpea al rostro que lo besa y lo mordisquea suavemente y me dirijo hacia la mujer que contempla angustiada e impotente la escena. Está incorporada en la cama desordenada y, sin apenas mirarla a los ojos, trepo encima de ella y, aunque no encuentro aquiescencia alguna por su parte, introduzco a la fuerza el miembro en su coño seco y reticente. Soy yo el malvado, soy yo quien golpea impunemente y sin contemplaciones. Taladro con furia su vulva pero no consigo arrancar de ella ni un solo estremecimiento de temor o de placer.

Sin obedecer a ninguna orden consciente de mi mente, mis ojos se extravían en el cuadro; el hombre clava en dirección a las dos parejas de desganados copuladores su mirada infecta, su mirada indiferente, sus ojos que no ven. Mataré al artífice de este engendro maligno que me obsesiona, torturaré al pintor que me condena a vivir espejismo tras espejismo.

De pie y desde el extremo opuesto de la cama, sin llevar a cabo ningún gesto destinado a interrumpir el coito que me ocupa, Bruno fija en mí su mirada, me absorbe, me engulle, me acapara entero para sí; yo me vuelvo nuevamente hacia la tela mientras persevero con ímpetu decreciente en mi absurdo empeño copulatorio. Bruno me acompaña en mi trayectoria visual; no puedo librarme de él: se apodera de mis gestos, los succiona; yo esquivo el sortilegio de unos ojos que lo comprenden y lo abarcan todo. Su vida no ha registrado la menor sacudida, como si hubiera sabido de antemano cuanto había de suceder. Lo detesto. Irradia una extraña serenidad que me paraliza. Lo asesinaría por el simple placer de ver una emoción asomarse a su rostro.

Incapaz de seguir hundiendo mi verga en la terca sequedad de la mujer que yace bajo mi cuerpo como un cadáver, me levanto en busca de mis ropas con la firme intención de huir para siempre de esta casa recién salida de una pesadilla. Intuyo que, si permanezco en este lugar un minuto más, una horrible maldición ha de abatirse sobre mí. Pero mientras me visto atropelladamente, bajo la eterna custodia de los ojos de Bruno, mi decisión se tambalea y, jurándome que será la última vez que lo haga, alzo una mirada llorosa hacia el cuadro. La imposibilidad de renunciar a él se hace evidencia y me abofetea; no puedo engañarme respecto al alcance de la obsesión que durante semanas me mantuvo encadenado a una revista abierta siempre por la misma página; conozco con exactitud el síndrome de abstinencia y la ausencia de medicinas capaces de arrancarme de cuajo esta adicción. Las lágrimas humedecen mis pestañas y a mí alrededor todo se hace más y más borroso hasta el total desvanecimiento de mis sentidos. Lo último que veo es una mirada imperturbable en el centro de una vorágine de pinceladas. Luego la nada y un profundo alivio a mi angustia.

Me despierto en los brazos de Bruno que ciñen mi cuerpo mientras su lengua lame delicadamente las gotas amargas que bañan mi rostro: mis labios atraviesan el espacio vacío que los separa de los de Bruno y mi lengua se revuelca en la carne húmeda y apetitosa de su boca. Cuando mis ojos vuelven a abrirse, secos ya de lágrimas pero mojados de besos, miro a mi alrededor y descubro que, durante mi desvanecimiento, alguien —tal vez la mujer, que ya no se halla en la habitación— ha colocado los dos cuadros junto a mis costados, tan cerca de mí, bendita sea, que no necesito estirar más de medio metro mis manos para tocarlos. Vuelvo a examinar el que se hallaba en el piso inferior y mis ojos se detienen en un detalle del que no me había percatado: en una de las esquinas inferiores hay un garabato negro e indescifrable con la firma del autor. Sé, porque así lo decía el texto de la revista, que la identidad del pintor permanecía misteriosamente oculta. Fue uno de sus amigos quien llevó a cabo los trámites necesarios para la exposición y la venta de las obras y todos los esfuerzos de los críticos de arte por desentrañar el secreto del nombre y la personalidad del nuevo talento resultaron infructuosos.

Ahora soy yo quien intenta discernir alguna letra en el trazo confuso pero una carcajada estalla violentamente cerca de mí; vuelvo un rostro atónito hacia Bruno y lo descubro desencajado por la risa, con las aletas de la nariz dilatadas y el cuello muy arqueado hacia atrás. Por primera vez una emoción ha asomado a su semblante pero mi ofuscación me impide gozar de ello; su alborozo se me antoja siniestro, como un látigo hundiéndose dolorosamente en mis carnes. Me mira unos instantes y su risa redobla y se amanera hasta convertirse en el ruido más abominable que me sea dado imaginar. Está sentado en el suelo y todo su cuerpo se estremece de hilaridad. Sé que no voy a poder soportarlo ni un segundo más. Me levanto, me aproximo a él, golpeo violentamente con mi pie descalzo sus genitales y los aplasto con fuerza hasta que algo cruje bajo mis dedos: un hilillo de sangre brota entre ellos y tiñe de rojo la entrepierna de Bruno; desde mi pie, ya inmóvil, mi mirada asciende lentamente a lo largo de su cuerpo hasta llegar a un rostro más hermoso que nunca: sus ojos, ebrios de placer, ya no son capaces de mirarme y de ver el dolor que me embarga.