Ese autismo tuyo tan peligroso

Hoy es un día que ha nacido feo y estropeado de antemano. Lunes, creo. Los lunes deberían morirse de vergüenza por ser como son, o ahorcarse, o simplemente renunciar a su lugar en el calendario y desaparecer del tiempo de una vez por todas. Aunque, a decir verdad, no me parece que hoy sea un día especialmente más desafortunado que los treinta o cuarenta anteriores. Los lunes deberían tener el buen gusto de ahorcarse, pero también los martes, y los miércoles, y los jueves, y los viernes —nací yo, por ejemplo, una catástrofe larga e innecesaria—, y los sábados y, cómo no, los cochinos domingos: todos los días de la semana tendrían que irse al infierno en tropel y, aun así, no creo que nada cambiara en absoluto. Maldita sea.

Hoy, con todo, la malignidad del mundo exterior se ha hecho patente hasta en el rictus burlón y despreciativo de la vendedora de hortalizas. Cuando pago —porque siempre le pago lo que compro, ojalá reuniera la fuerza suficiente para enfrentarme con ella y no hacerlo— y me voy, cuchichea con la clientela —o mejor, cuchillea, porque tiene lengua larga y afilada como una navaja—, y todo para que luego me señale la gente por la calle. Y lo hacen, ya lo creo que lo hacen. Sin inhibirse. Y ponen caras de auténtico espanto, pero yo prefiero no inmutarme. Al fin y al cabo no deja de ser un dato anecdótico frente a los mil y un infortunios que se abaten cada día sobre mí. No tengo más que comprar la mercancía habitual en una tienda diferente cada vez y acabar así con el mareo que me provocan la murmuración y la sublevación moral del populacho, como diría Pablo. Pablo a quien quiero sepultar en el olvido en cuanto me sea posible. Pablo, un joven brillante y prometedor que escribía briosos alegatos denunciando la ola de puritanismo que nos invade en plena década de los ochenta. Pablo que no daba ni un duro por la castidad y la continencia y las buenas costumbres y las mayorías clamorosas y la evidencia y lo vulgar. Maldita sea su estampa. Se le estropeó el fuelle y huyó despavorido. Como todos. Auténtica moneda falsa.

Puedo decir, y hay un elevado porcentaje de veracidad en mis palabras, que abomino realmente a todo el mundo. He perdido el estado de gracia y toda posibilidad de recuperarlo en el futuro. Ayer soñé que un papel sucio, arrugado y lleno de mocos, me tiraba a la basura y se alejaba lanzando risas y chillidos alborozados. Se mire por donde se mire, y aun en el supuesto de que uno tenga muy buena fe y desee cambiar de ángulo visual y de perspectiva mental trescientas veces seguidas para estar seguro de formular un juicio perfectamente riguroso y lo más cercano posible a la objetividad, lo único que se puede decir es que resulta absolutamente desalentador, aunque sólo se trate de una experiencia onírica. Especialmente si la vida de uno en los últimos cuarenta o cincuenta días —no recuerdo la cifra exacta— se ha convertido en una experiencia puramente onírica.

Maldita sea. Maldito sea el día en que se me ocurrió que podía crear los climas adecuados, componerlos minuciosamente y tensar la trama y la urdimbre colocando amorosamente cada uno de los hilos, engarzando una a una las palabras y las frases como un mago riguroso y buen conocedor de las leyes que rigen su oficio. Y lo cierto es que he conseguido crear en tomo a mí un clima climatérico, detumescente, como si una mano tersa y joven intentara reanimar a un puñado de miembros alicaídos y ajados y sus propósitos se estrellaran una y otra vez contra el muro invencible de la rebeldía pasiva. Sin manifestaciones ni pancartas reivindicativas, sin obedecer a consigna alguna. Un ejército de miembros alicaídos y ajados, ávidos de una jubilación temprana y sin tropiezos. Jubilarse del deseo y lanzarse a los brazos cómodos y bienhechores de un climaterio avant la lettre. Filas y filas de falos fláccidos donde no alienta ya el menor anhelo. Filas y filas de vulvas resecas y saturadas donde ningún visitante será ya bien recibido. Veteranos todos ellos de la Guerra de la Cochina.

Cochina, zorrita, ninfómana, mal educada. ¿Tendré que recordarte nuevamente que no debes tomar un dulce a menos que quien te lo ofrezca haya insistido cinco veces seguidas? ¿Tendré que decirte otra vez que no debes aceptar ninguna dádiva sin mostrar después un agradecimiento infinito?

En este mundo, y creo que ya es un poco tarde para que alguien intente probarme lo contrario, todo se reduce a una cuestión de cantidades. Cantidades que, en ocasiones, no son precisamente inabarcables. Ni compartidas universalmente.

Alejémonos de la pasión porque la pasión no es sino un atentado a nuestra integridad y al deseo de perseverancia en nuestro propio ser que alienta en todos nosotros.

Apartémonos del exceso, porque el exceso siempre es enfermizo. No olvidemos que bastó un solo acto sexual para que fuéramos concebidos.

Amén.

Abomino a todo el mundo, pero no puedo engañarme acerca de la naturaleza de mi aborrecimiento; sé que no es sino la respuesta desesperada y deliberadamente arrogante al abandono del que soy objeto. Objeto, insisto, nunca víctima. Todavía puedo mantener la cabeza alta y tratar por lo menos de ser elegante. Objeto de abandono, sí. Pero elegante y con la cabeza bien alta. No me inclino, no me inmuto.

Ojalá pudiera reunir la fuerza suficiente para decir a la vendedora de hortalizas que sus legumbres —dado el uso peculiar que les doy— son mil veces preferibles a esos falos, ensoberbecidos, pero por desgracia demasiado retráctiles, cuyos servicios me niego a mendigar. Si he perdido el estado de gracia, prefiero arrastrar mi nueva situación —delicada, eso sí, muy delicada— hasta sus últimas y más desastrosas consecuencias. Voy a ser profundamente abyecta, capaz de revolcarme en el fango sin dejar que salga a flote ni el más insignificante de mis miembros. Para ser hermosa, la abyección debería rechazar todo síntoma de debilidad. La única abyección que deseo para mí es terca y arrogante. Y siempre quiere más.

«Autismo» diagnosticó Pablo al alejarse de mí. «Peligroso», puntualizó poco antes de dar el portazo tras el cual nunca más he vuelto a verlo. Ni ganas, maldita sea. El ostracismo, la soledad, la burla y el escarnio callejeros, la maledicencia y la injusticia se me antojan mucho más benignos que la cobardía.

Todos mis amigos, hasta los más queridos, han desertado de la Guerra de la Cochina; yo no les había pedido más que un leve alivio a mis ardores. Un alivio, insisto, nunca veintisiete alivios. Ellos debieron imaginar auténticas junglas de alivios y decidieron guardar sus partes pudendas en la caja fuerte de un banco sólido y seguro en el que sólo una computadora insobornable conoce la combinación.

Hubo un tiempo —glorioso y casi olvidado pese a mi juventud— en que podía permitirme el lujo de ser selectiva y declinar insinuaciones eróticas poco sugerentes. Ahora, en cambio, me he convertido en la flamante propietaria de mil acres de tierra cuya generosidad me ofrece mensualmente una cosecha tan abundante de NOES que en un futuro muy próximo me veré obligada a comercializarlos. Vender rechazo de segunda mano. Rechazo de segunda mano para personas mal abastecidas, personas a las que nunca nadie ha dicho NO. Y aunque es posible que el negocio resultara ruinoso, los pocos individuos que se atrevieran a adquirir el género apreciarían sin duda alguna el valor educativo de la experiencia. Aprender. Esa es la razón por la que estamos aquí, torpemente existiendo: aprender. Y miserias, en general.

Cuando hace unos meses empecé a escribir el maldito libro de relatos, la vida no me había dado aún ningún signo revelador de su auténtica esencia: ahora sé que es lo más parecido que conozco a un anticlímax.

Me he quedado sin un solo amigo y ni siquiera eso es lo peor: olvidaré sus nombres con placer. El único abandono que me hiere realmente es el de quien —tal vez de una manera casual e irreflexiva— vaticinó la causa, la raíz de todos mis males y de cuanto había de acontecer: mi excomunión del grupo humano, tan finito y limitado en su humanidad que cualquier intento de hacer saltar los límites en pedazos es necesariamente inhumano y abyecto.

Autismo. Peligroso. Dos palabras que me martillean dolorosamente las sienes.

Separemos cuidadosamente nuestra vida de la literatura; asentémosla en territorios bien delimitados: las fronteras son ambiguas y peligrosas.

Amén.

Pero yo no he podido cumplir esa ley; no he sabido demarcar, ni divorciar, ni posteriormente asentar. Lo atestigua una agenda telefónica con un sinfín de tachaduras que desatan vínculos y sepultan afectos. Lo atestiguan mis pobres manos, tan temblorosas como las de una anciana afectada por la enfermedad de Parkinson, agarrotadas y rígidas, incapaces ya de ahondar en la técnica del sucedáneo y del autoabastecimiento. No puedo administrarme placer: la dosis necesaria es demasiado fuerte y mi cuerpo no ha hecho sino debilitarse a lo largo de estos meses febriles.

Vivir en la frontera es peligroso. Lo atestigua la sonrisa burlona de la vendedora de hortalizas y lo corrobora el hecho de que en mi basura haya tan sólo un montón de vituallas fálicas podridas y bañadas en olor a región sacra. Región sacra hastiada de berenjenas. Berenjenas erectas hasta en la podredumbre. Un espectáculo triste y grotesco: la promiscuidad de la vida y la literatura.

Muy a pesar mío, creo que voy a tener que dejar de escribir relatos eróticos.