Dos socios inolvidalbles
o El erotismo de la lógica
1
Watson empezó a considerar seriamente la posibilidad de una retirada. Su cuerpo se había agitado vanamente y sin convicción en un penoso esfuerzo por gozar. Sintió cómo su verga se retraía, completamente ajena al juego, ensimismada e indiferente al orificio húmedo y expectante que la reclamaba para sí. Watson oyó la airada protesta del otro cuerpo ante el súbito abandono sin que lo rozara el más leve sentimiento de culpa. Era extraño, muy extraño realmente. Su cuerpo no había gozado, y su alma, sin embargo, se sentía ligera, inesperadamente feliz.
La dicha no tardó en conducirlo a una taberna donde el whisky presidió aquella insólita celebración. Pero ¿qué era lo que celebraba?
De una cosa estaba seguro Watson: era imposible que aquel episodio significara su definitivo ingreso en las filas de los hombres climatéricos. A sus cuarenta y cinco años, se tenía por un hombre joven todavía, vigoroso y dotado de una disponibilidad erótica sorprendente. ¿Cuál podía ser entonces el motivo de su repentino desfallecimiento? Desfallecimiento que resultaba más incomprensible aún si se tenía en cuenta el talante profundamente sensual que lo embargaba desde hacía unos días.
Watson advirtió que su verga se había endurecido bajo el pantalón y que una creciente lascivia se apoderaba de él. ¿Acaso era objeto de alguna chanza por parte de su sexo? ¿Se habría vuelto onanista?
Pero el siguiente whisky trajo consigo una revelación. Los efluvios del alcohol devolvieron a su memoria una escena que lo había sumido en una profunda turbación.
Su miembro se encabritó bajo el recuerdo de una polla magnífica, entrevista durante apenas tres segundos a través de una puerta que el insidioso azar había dejado entreabierta. El falo de Holmes enhiesto bajo el agua fría de una ducha matutina. El falo de Holmes desafiando el chorro de agua. Holmes lavándose la polla, una puerta entreabierta y Watson palpitando de deseo en una taberna inglesa.
«Polla limpia, polla de ducha», susurró Watson para sus adentros.
2
«Será hermoso. Será un reto perpetuo a tu ingenio.
»Apuesta y revuélcate en una serie interminable de signos, indicios, detalles significativos, análisis, deducciones lógicas, y tratados de semiótica. Vacíate de todo y aliméntate de signos. Estructúrate en razonamientos.
»Apuesta y gana, juega y seduce. Deslumbra. Demuestra que todo es explicable y que ningún enigma escapará a las finas redes que teje tu astucia. No vaciles nunca, no dudes.
»Apuesta y gana».
¿Dónde lo había conducido aquel noble afán suyo de desmenuzar la vida, de sondearlo todo con su implacable bisturí de sabueso inmerso en los mil y un vericuetos de la lógica?
Apuesta y gana.
En la semipenumbra que invadía la habitación, la existencia se había’ reducido a sus aspectos más grotescos y vulgares.
Apuesta y gana.
Nunca había sentido angustia tan persistente como la que se había adueñado de él aquella tarde. Su vida se había desarrollado con la frialdad y la precisión de una ecuación. Sus archivos personales estaban vacíos de precipicios y de vértigos. La única pasión que había besado sus labios era la lógica. La lógica era la más dulce, la más insidiosa y la más brutalmente adictiva de las drogas.
Apuesta y gana. Juega y seduce.
Pero ahora la dosis cotidiana empezaba a dejarle un sabor amargo en la boca. Angustiado, Holmes chupó ávidamente su pipa y sus labios dejaron una marca húmeda en la superficie lisa.
«¿Dónde se habrá metido Watson, maldita sea? Son ya más de las siete y una buena conversación con ese callejeador impenitente suavizaría mi angustia. Tomaré una ducha mientras espero. Una ducha y una buena cena con champagne francés».
3
«Polla limpia, demasiado limpia. ¿Quién se atrevería a mancillarte?».
Watson se preguntó cómo y cuándo se había incrustado en su estúpido cerebro el fantasma de la virginidad de Holmes. ¿Le habría hecho Holmes alguna insinuación, algún conato de confesión en ese sentido, o bien era él mismo quien había fabulado toda la historia?
«Polla virgen, polla limpia, indecente capullito celosamente reservado para el beso de los gusanos. ¿Acaso imaginas que un buen lengüetazo en la cabeza de tu polla acabaría con tus proezas deductivas?».
Lo cierto era que, pese a la estrecha amistad que los unía y al sinfín de ocasiones en las que Watson se había extasiado en la exposición de los detalles más suculentos de sus aventuras amorosas, Holmes jamás le había confesado idilio alguno.
«Ni en sueños se ha adentrado en grietas voraces esa pollita lógica, polla casta, flor de ducha que sólo el agua ha lamido».
Watson no intentó siquiera detener su imaginación; corrió en pos de aquel miembro magnífico hasta ceñirlo con sus labios; lo sintió crecer bajo la sabia presión de su boca; mordisqueó el suave prepucio y lo rebañó a lengüetazos. Luego se alejó como si fuera a dejarlo en la inopia erótica; la verga de Holmes, insatisfecha y alarmada, clamó por sus labios y su lengua; la verga de Holmes rendida y brincando hacia su rostro, trémula y palpitante, pero dura, caliente y resplandeciente en su avidez virgen.
Ensuciar la polla bienoliente de Holmes, mancillarla con el olor y la humedad de su saliva, descomponerla a besos. Le escupiría en la polla, se la cubriría de deseo babeante y viscoso, la mancharía cuanto pudiera, se la restregaría por todo el cuerpo y finalmente permitiría que siguiera ostentando su voracidad virgen, insatisfecha y mendicante.
«Polla suplicante, candidata primeriza al placer, pollita necesitada de mimos, pollita que induce al abandono tras el enardecimiento».
Seducción y abandono antes del goce final. El placer último había de ser sólo suyo.
«Abandonar a Holmes, Holmes traspuesto, quebrantado, petrificado de tensión, seducido al fin».
La posibilidad de iniciar a Holmes y prometerle implícitamente un placer que no habría de llegar jamás condujo la polla de Watson al punto crucial de ascensión y dureza.
Martirologio de bragueta. El miembro necesitaba huir del contacto súbitamente desagradable de los calzoncillos.
«Emerger al aire libre, mortificar la castidad de Holmes, desmelenar su libido».
¿Se convertiría al fin ese hombre en un pedazo de carne hambrienta y lujuriosa? ¿Iniciaría una desmelenada carrera de atleta sexual?
Pero Watson sabía muy bien que ese Holmes posible, ese hipotético Holmes hábil en lides eróticas y semejante a un potrillo desbocado ya no podría interesarle. Prefería la casta flor de ducha, mancillar su limpieza patológica, rebozar en suciedad aquello que Holmes tan minuciosamente limpiaba bajo la ducha fría cotidiana. Holmes restregándose la polla con esponja y jabón espumoso, penitente de su insobornable racionalidad, más que hombre, raciocinio ambulante.
«Polla inmaculada, polla torpe en el amor».
Watson no pudo contener un estremecimiento en el que, una vez más, lo abyecto y lo sublime ratificaron su pacto de eterna complicidad.
Ver a Holmes comportándose torpemente, aunque sólo fuera una vez, Holmes enternecedor y protegible, Holmes roto, Holmes antítesis de sí mismo.
Sí, necesitaba adelantarse a Holmes. Hacía muchos años que, agazapado en las sombras de una personalidad menos ávida de fulminantes demostraciones de astucia, había esperado el momento de seducir y romper aquella forma regular, sin fisuras ni turbulencias.
El ansiado momento se acercaba voluptuosamente. Watson pagó sus seis whiskies, salió de la taberna y se dirigió a la casa que, desde hacía cierto tiempo, compartía con su inefable socio, Holmes el sabueso, Holmes el rastreador de pistas, Holmes el husmeador de cloacas. Un buen olfato que nunca había olido de cerca una buena polla.
4
Una mano pequeña, huesuda y nerviosa accionó la manecilla del grifo del agua fría. Ruido de agua y de ansioso desnudarse. Unos pies chapotearon en la bañera. Un cuerpo delgado y maduro se instaló bajo un grueso chorro de agua fría.
¿Tres, cuatro segundos?
El lapso de tiempo durante el cual la mano huesuda, pequeña y nerviosa pareció dudar ante la esponja fue brevísimo. Una vez apartada la esponja del centro de sus preocupaciones, la mano se dirigió con decisión hacia una polla que empezaba a alzarse bajo el grueso chorro de agua fría. La mano asió el miembro y ejecutó para él una serie de movimientos suaves al principio pero ritmados in crescendo. La ascensión de la verga fue soberbia; la altura no parecía darle vértigo alguno.
El ruido del agua se mezclaba con un ostensible jadeo, y la esponja y el jabón, momentáneamente despechados, espiaban la escena desde un apartado rincón de la repisa de la bañera.
5
«Polla imperturbable».
Si Holmes decidiera un día lavarse su miembro en un río o en un océano, Watson se haría pescador para cobrar la anhelada pieza. Príapo entre príapos. Rey de bastos.
Bizqueaba de placer en su camino a casa, se relamía los labios al imaginar la sorpresa de Holmes ante su gesto claro y perentorio de deseo.
¿Dónde estaría el maldito sabueso, el roedor de enigmas ajenos, mirón vocacional por antonomasia? ¿En la ducha tal vez?
Watson sonrió para sus adentros; de nada iba a servirle a Holmes su escrupulosa higiene; su polla se ensuciaría lo suficiente como para tomarle gusto a la porquería y no obstante seguir enarbolando su absurda bandera de virginidad. No quería verle alcanzar el placer. Se lo escamotearía hasta el final; lo prefería casto y no tenía la menor intención de ser testigo y causa de su eyaculación ni de oler aquel semen que nunca se había dignado a derramarse.
Imaginó por un momento el caudaloso torrente que formaría el estallido de aquel deseo amordazado durante tantos años y una náusea se instaló en su garganta.
A pesar de ello, aceleró su paso hacia aquella libido bien custodiada por la más escrupulosa de las vestales. Eran ya muy pocos los metros que lo separaban de su oscura venganza. Apetecida venganza sobre un hombre al que había amado demasiado, un hombre al que, en su fascinación, se había sometido en múltiples sentidos.
«Quebrantarlo. Ensuciarle la polla».
Ahora había llegado su turno.
Watson se detuvo ante el umbral de la puerta de su casa. Una mano larga, elegante y sensual extrajo de su bolsillo un manojo de llaves, seleccionó una y la introdujo en una cerradura en la que no alentó la menor recalcitrancia; se abrió sin reparos ante su ímpetu.
John Watson era una bomba a punto de estallar; recorrió la planta baja de la casa pero no halló lo que buscaba.
Apenas llegar al piso superior, John Watson, convertido más que nunca en una sombra, su silueta tomada penumbra por los últimos estertores solares del día, supo que la buena fortuna había posado en él su más tierna mirada: a través del leve resquicio de la puerta del cuarto de baño asomaba la luz. ¡Cuánta luz era capaz de irradiar una simple ducha! ¡Y cuán armonioso era el ruido que el chorro de agua producía al caer!
Se detuvo unos minutos tan sólo, pero eran minutos de esos que tienen la virtud de convertirse en siglos.
Una mano larga, elegante y sensual empuñó finalmente un picaporte que ignoraba su papel fundamental en la comedia.
Cuando la puerta del baño se abrió, Sherlock Holmes, detective de gran reputación, tuvo una oportunidad única de contemplar a un John Watson, su inseparable socio, auténticamente estupefacto.
Cuando la misma puerta se abrió, John Watson retrocedió unos pasos al tiempo que sentía ese enorme privilegio que puede ser a veces el dolor lacerante: en aquel preciso instante, una nubecilla de esperma de fabricación reciente abandonaba la polla de Holmes el Limpio y se estrellaba silenciosamente en el fondo de la bañera. Sherlock Holmes tenía su propio método para ensuciarse la polla.
Aunque decididamente desmoralizado, John Watson supo encajar la derrota y saludar la salva con un escueto:
Oh God, what a jolly mess![1]