Crucifixión del círculo
Puta arrabalera, quiste bien incrustado en mi cerebro. He marcado la séptima cruz en el calendario. Siete cruces, una tras otra. Siete cruces sin el alivio del círculo. Algunas cruces más y mi calendario se habrá convertido en un cementerio. Y a ti te enterraré en una memoria de archivo que nadie se dignará consultar; tu sudario será mi calendario, escrupulosamente marcado.
Cruces.
Círculos.
El tiempo se ha dividido entre tus presencias y tus ausencias: una cruz si no te veo y un círculo si me brindas el honor de tu presencia. El honor de tu presencia. Días tachados y días aureolados. Cruz círculo. Ahora acabo de marcar la séptima cruz consecutiva.
Siete cruces alineadas, siete días sin verte, sin tocarte, sin olerte, sin oírte, siete días obsesionado por una línea telefónica al extremo de la cual no apareces, siete días sumergido en el sonido estridente y reiterativo que estremece tu casa, pero absuelve a tu oído. Tengo el honor de tu ausencia, el honor de siete días marcando cruces en la más espantosa de las soledades, untándome el gaznate con los brebajes más variados, brebajes cuyo conocido y loado efecto —un progresivo alelamiento nirvanático, le vert paradis des amours enfantines, supongo— no consigue, pese a mi perseverancia, apartar de mí esa salpicadura de tinta espesa que borra todo lo demás. Tu rostro que ya es cruz.
Siete días masticando mi incredulidad ante tu terca ausencia, ante la ausencia total de señales tuyas.
He descubierto la inutilidad de sentarme frente al teléfono y mirarlo fijamente y con intención retadora; había imaginado, no sé por qué, que el truco funcionaría. Ahora este artefacto mudo se ha convertido en el más peligroso y pérfido de mis enemigos.
Habla mudito, cántame un tango.
Hace cuatro cruces me sentía perfectamente satisfecho de mí mismo; había logrado apuntalar y encorsetar mi ansiedad bien embutida en un recipiente hermético. El recipiente hermético tuvo el mal gusto de reventar como las tripas de un pollo, y el resultado, francamente hediondo, fue exactamente el siguiente:
Puedo vivir sin ti un máximo estipulado de tres días, setenta y cuatro horas de resistencia, tres magníficas cruces.
Presentaré mi caso al director del Guinness Book of Records. Una gran marca.
Podría jugar a la ruleta con mi calendario. Rojo negro, par impar, cruz círculo. Todavía no me atrevo a estudiar las constantes, los eternos retornos, los ciclos, la encantadora burleta de la cruz y el círculo. Si hoy tuvieras a bien concederme el privilegio de tu presencia, la última combinación sería CIRCULO CRUZ CRUZ CRUZ CRUZ CRUZ CRUZ CRUZ CIRCULO, o sea, me fustigas, me desazonas, me desordenas, me estropeas, te burlas de mí, gusanito, puta embustera, puta infecta, abyección con patas, pendoncillo vulgar. Tu pequeñez es ostensible y puntiaguda. Apenas abultas lo que un guisante y, sin embargo, como el guisante del cuento, tu pequeñez se hace dolorosa aún bajo siete colchones. Eres un tumor, una infección que muerde rápidamente y una por una a todas las células de un organismo antaño vigoroso. Creo que estoy empezando a odiarte. Y hoy no has venido.
Tal vez mañana.
Esta noche, mi delirio ha atestiguado una vez más lo mal preparado que estoy para la vida. En mi sueño infectado veo un sendero ribeteado de cruces. Cuento diecinueve antes de llegar al círculo. Me acerco convertido en un muñón, renqueante y mutilado de espera. Imagino el reflejo de mi imagen en un espejo y me sacude una náusea. Pero entonces te veo sonriente y apoyada en el círculo, mi bienestar, mi medicina, mis aguas termales. Se me funde el odio en una sonrisa enamorada de galán feliz porque ella lo espera sonriente, tentadora y apoyada en un círculo. Amor mío, mayúscula afectiva, serás mía en un círculo, amor de pecera, te tocaré las escamas; tú, agradecida, menearás la cola.
El día se enrosca, empieza a retorcerse para buscarse y morderse la colita. ¡Bendito día circular!
Pero súbitamente, al acercarme a ti, tu mirada se hace patética idiotez, esa idiotez de estafadora torpe, esa idiotez que te impulsa al engaño, embustera sin talento. Lo sé todo. Conozco el importe exacto de tus engaños, putilla lerda. Y ahora te veo acariciando el círculo con tu lengua, tu lengua puerca de otros círculos, tu lengua que chupa el broche prepucio que cierra la polla círculo.
Chúpala y muérete.
Hoy el teléfono ha sonado todo el día y he gozado indeciblemente resistiendo a la tentación de cogerlo. Su voz, impertinente y repetitiva, me ha timbreado la vida y ha entrecortado el tiempo con sus aullidos. Ha sido un día deliciosamente musical. Jadea, amor mío, jadea telefónicamente tu deseo de mí. Imagino muy bien tu ansiedad, tu avidez de besos, tu síndrome de abstinencia, tus temblores, tus piernas abriéndose y el coño exhibiendo sus excelencias, encantito mío. Pero hoy no entraré. No me impresionan tus tretas; sé que me engañas, puedo leerlo en tus ojos estremecidos y arrogantes al mirarme. Sé lo que quieres. Sé lo que buscas. Te precintaría el coño y besaría la cerradura, pero nada más. Cerrado al mundo exterior y a sus delicias, amurallado y aislado, tu coño sería coño muerto, encantito mío. ¿A quién podrías engañar entonces?
Súbitamente y sin pedirme permiso, el timbre de la puerta se ha puesto a tronar y retumbar por toda la casa. Soy inmensamente feliz. Desalojo los muebles de la habitación donde me encuentro para que el ruido produzca un eco en las paredes de la estancia vacía. El ruido redobla. Tengo el timbre más estruendoso que hallarse pueda en el mercado internacional de timbres y alarmas. Esencia de histeria colectiva, llanto, horror, bombardeo y mutilación auditiva. Gozo tumbado en el suelo, mis oídos más receptivos que nunca, henchidos de placer, llenos de ese sonido celestial que produce tu impaciencia, tus dedos tensos de espera, tu coñito ávido que hoy no visitaré. Espera, encantito mío, un rato más. Sé buena y persevera, mi embusterita sinfónica; me estás ofreciendo el mejor de los conciertos.
Cuando el ruido cesa me precipito a marcar una nueva cruz en el calendario y me siento heroico. Al infierno el círculo; a partir de ahora la vida sólo tendrá aristas. No te he visto. He renunciado al placer de las curvas. He sido capaz, lo he hecho. Por fin, encantito mío. Ahora podré dormir tranquilo y mañana será otro día. Mañana te abriré, encanto, te lo prometo. En cuanto llames, correré como una flecha hacia la puerta. Creo que ya empiezo a tener ganas de verte.
Verte círculo. Verte el rostro deformado a través de la mirilla. Todavía no quiero abrir la puerta y tal vez tampoco lo haga más tarde; podría poner otra cruz en el calendario y sentirme sepulturero. Después de todo ser funcionario del Estado, funcionario sepulturero, no me parece el más triste de los destinos.
Pero tú no dejes de llamar, puta arrabalera, hínchate a timbrear, jódete, por embustera, por intentar engañarme, llágate los dedos, gangrénate entera de impaciencia por verme. Aporrea la puerta con tus nudillos, pégale patadas, empújala hasta que ceda al ímpetu de tu cuerpo, puta querida, persevera en tu locura embustera, cerda inmunda, sigue mintiéndome. Habría seguido amándote, rendido a tus pies, si no me hubieras escupido embuste tras embuste. Demasiado evidente, hermosa mía. Aunque tal vez te siga queriendo lo suficiente como para abrir la puerta y permitir que continúes jugando un rato más. Pero sólo un rato. Ayer te prometí que hoy abriría, adorada farsante, te prometí que abriría para que me muestres tus preciosas ojeras, para besar tus párpados hinchados, tus ojos vidriosos, tu rostro macilento y tu cuerpo avejentado.
El espectáculo no tenía desperdicio. Un circo en un círculo. Aunque viviera cien años no volvería a tener el inmenso privilegio de contemplar unas ojeras tan hinchadas y amoratadas como aquellas. Se movía muy lentamente, afectando un cansancio exagerado, como si las agujetas no hubieran perdonado a un solo centímetro de su cuerpo. Luego se derrumbó teatralmente en un diván: la traducción de su mirada al lenguaje verbal sería aproximadamente esta:
No intentes follarme estoy ahíta ya sabes que no te necesito estoy saturada esta semana ha sido muy intensa tienes que entenderlo no intentes nada no lograrías que sintiera el mínimo placer.
Sobreactuaba la muy puta.
Un circo en un círculo.
Caquilla microscópica, orín de rata, mierdecilla de mosquito.
Una portentosa erección modificó el volumen, la textura y el talante de mi verga. Vergansiosa. Varios gestos rápidos bastaron para sacarla de su encierro y despojarme de todo atavío.
Ella puso mucho desmayo en sus ademanes y lanzó una contraofensiva verbal que no escuché. Prefería instalarme en la música celestial de su discurso primorosamente despojado de puntos y comas. El resultado era entrecortado y jadeante, muy acorde con su papel de mujer abrumada por mi insistente demanda erótica.
Fingió una enorme dosis de sufrimiento cuando de un solo trazo gestual le arranqué la blusa y dejé al descubierto dos pechos apenas perceptibles bajo una maraña de magulladuras y contusiones en las que, una vez más, su imaginación se había excedido. Setecientas cicatrices en un centímetro cuadrado de piel.
Mi polla se acercó a ella e inició un coqueteo frotatorio con aquel prodigio del body art. Setecientas cicatrices fustigándome la verga, ríos de sangre seca que recorrí uno a uno bajo su mirada triunfante, cicatrices auténticas labradas con la azada de sus propias manos. La falsificación estaba en sus ojos, en sus gestos, invadía su mente con un cosquilleo de felicidad y me atrapaba en un círculo.
Yo marcaba cruces, ella se decoraba de ENGAÑO.
Su cuerpo entero era ENGAÑO.
Seguí lamiendo morados con mi verga, enroscándome en sus simulacros de pasión, de mordiscos, de otros lechos y otros amantes. Sus contusiones gritaban NO ERES EL ÚNICO HAY OTROS QUE ME BESAN QUE ME RETUERCEN LA CARNE QUE ME MUERDEN QUE ME MARCAN EL CUERPO CON EL FUEGO DE SUS LABIOS DE SUS DEDOS DE SUS MIEMBROS.
NO ERES EL ÚNICO.
Mi excitación trazó una estela en sus pechos y comprobó estremecida la ausencia de uno de sus pezones.
—Lucas me mordió ahí, un chico muy ardiente, un arrancapezones ¿entiendes?, susurró ella con evidente orgullo.
Su nuevo embuste no me impresionó: pronuncié con la mayor serenidad el nombre y los apellidos completos del cirujano que le había extirpado aquella carnecilla; conocía incluso el importe exacto de sus honorarios.
Aquello no pareció turbarla en absoluto; se limitó a abandonar su falsa languidez para adoptar una actitud de tentadora profesional destinada a obligarme a perdonarla por el mal trago.
—Penétrame —murmuró sugestiva—; penétrame —clamó ciñendo su cuerpo al mío, lamiendo mi piel con la suya, describiendo con su sexo círculos en tomo a mi verga.
Mal trago, veneno y náusea treparon por mi garganta atenazándome los nervios, enloqueciéndome. Necesitaba resistir a la tentación de invadir su vulva con mi sexo; ansiaba dejarla insatisfecha y desierta, pero mi deseo se hacía cómplice del suyo y mi miembro aullaba y se estremecía, se acercaba al centro ígneo de ella, jugaba con su boca húmeda y sonriente y se enredaba en la maraña de sus rizos púbicos.
Logré detener mi verga pocos milímetros antes de lo irremediable pero el dolor se enseñoreó de mi cuerpo: abrí la boca implorando aire, mudo y con los ojos cerrados, jadeante y apretando los puños.
Vergansiosa, bergantín, eres mi puerto contaminado, mis malas aguas. Te encerraré en un círculo, puta embustera.
Cuando volví a clavar mi mirada en la suya, vi como ELLA se extasiaba en mi dolor; se sentía dueña, me sentía SUYO. Vomité y supe que no entraría nunca más en aquel puerto. Agua de cloaca, coño infecto, mi chica fiel maquillada de mala pécora, contusionada de Margaret Astor y con las ojeras hinchadas a base de amorosas inyecciones diarias.
La agarré del cabello, tironeé repetidamente y, cuando conseguí inmovilizarla, presioné una de sus ojeras con mi polla. Mi dolor fue insignificante comparado con el que ella debió sentir cuando su párpado reventó bajo mi miembro. Su boca, sin embargo, no profirió lamento alguno. Enardecido, arremetí contra la ojera abultada que seguía desafiándome, pero un orgasmo feroz sacudió mi cuerpo antes de que pudiera finalizar mi tarea: eyaculé en su ojo, sobre su ojera reventada; la cegué con mi esperma para evitar su mirada arrogante y satisfecha. Yo era el reo de aquella estudiantilla de primer curso de maquillaje, especialidad en Morbo y Decadencia. Me atrapaba con aquel coño que seguía contorsionándose en el aire cada vez más enrarecido de mi casa. Mi vida se había impregnado del olor denso y almizcleño de sus secreciones. Acerqué mi boca a su vulva y me salpicaron hilillos colgantes que sorbí uno a uno y con delectación; restregué mi rostro en su coño para anegarlo en la humedad de ella. Mi putilla licuefacta trazó círculos sobre mi cara mientras mi verga engordaba y crecía de felicidad. Nuestras humedades se aunaban; mi lengua describía círculos en su coño que trazaba círculos. Cruz círculo. Te encerraré en un círculo, puerca embustera, estafa ambulante.
La tendí en el suelo y trepé encima de ella; la promesa implícita en mi gesto relajó su cuerpo. Pude sentir la laxitud de sus músculos cuando le besé el cuello. Era suave y terso, de curvas delicadas; sus morados falsificados desfilaban ante mis ojos como un paisaje siniestro y hermoso a la vez; mis manos lo recorrieron milímetro a milímetro.
Mi deseo de ella era un aguijonazo que sacudía mi cuerpo con la brutalidad de un ataque epiléptico. Me ardían el miembro y la mente: una hermosa pira en homenaje al ENGAÑO. Había llegado el momento. Se estrechaba el círculo.
Ella me miró expectante, yo rodeé su cuello con mis manos. Poco a poco, sintió cómo el círculo se estrechaba en tomo a ella: la lamía, la comía, la atrapaba el círculo. La presión de mis manos al cerrarse sobre su hermoso cuello aumentaba suavemente, sin violencia. Te encerraré en un círculo, puta embustera.
Ella sonrió satisfecha hasta el final. Cuando retiré mis manos de su cuello inerte, me dirigí al calendario y marqué el círculo de rigor. Luego dediqué el resto del día a señalar con cruces los siguientes diez años de mi vida: TRES MIL SEISCIENTAS CINCUENTA Y DOS CRUCES tras el círculo. Una combinación interesante.