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Poco a poco se fue extinguiendo el bullicio de los salones de la condesa.

Uno a uno, o por grupos, desfilaron todos los invitados. Sólo quedó en el salón, ya desierto y silencioso, la señorita Fanny C*, a la que la condesa llevó a su dormitorio, donde yo aguardaba anhelante e inquieto. Mantenían apacible diálogo.

Fanny

¡Qué contratiempo, condesa! Está diluviando y es imposible encontrar un coche.

Gamiani

Mi disgusto es tan grande como el vuestro, porque, desgraciadamente, hoy se han llevado mi coche al taller.

Fanny

Mi madre, al ver que no vuelvo a casa, se creerá que me ha ocurrido una desgracia.

Gamiani

No os inquietéis. Me he cuidado de avisar a vuestra madre, y ya sabe que pasáis aquí la noche. Hoy sois mi huésped.

Fanny

Es demasiada bondad. Os molestaré, seguramente.

Gamiani

Por el contrario, me proporcionaréis un gran placer. Gozo ya pensando en el deleite de esta inesperada aventura. Dormiremos las dos juntas en esta alcoba.

Fanny

No, no: os impediría dormir.

Gamiani

Me gustará mucho. Veréis qué bien lo pasaremos. Seremos por esta noche como dos colegialas muy amigas.

La condesa, para dar más valor a sus cariñosas palabras, besó suavemente a Fanny, luego dijo, poniéndose manos a la obra:

—Yo misma os desnudaré, mi doncella se ha acostado, y hemos de prescindir de sus servicios… ¡Querida Fanny, tenéis un cuerpo admirable!

Fanny

¿Os gusta?

Gamiani

¡Estáis admirablemente bien formada!

Fanny

Sois muy amable.

Gamiani

No, no; os hago justicia. ¡Qué blancura! Os envidio.

Fanny

Sin razón, porque vuestro cuerpo es más blanco.

Gamiani

No, hija… Desnudaos sin temor. Imitadme a mí y quitaos toda la ropa. ¿A qué viene esa timidez?… ¡Así!… Ahora contemplaos en ese espejo. París os habría dado la manzana sin vacilación y con justicia. ¡Ah, pillina, cómo sonríe viéndose tan hermosa! Tanta belleza merece el premio de un beso en la blanca frente… otro en cada mejilla… y otro más fuerte en la boca. ¡Sois adorable!

Los labios ardientes de la condesa se posaban lascivos en los encantos del prodigioso cuerpo de Fanny. La joven, temblorosa y confusa, recibía las abrasantes caricias sin comprender lo que aquellos arrebatos significaban.

Mis ojos contemplaron ansiosos a aquella pareja, llena de voluptuosidad y de gracia, en la que contrastaba el ardor imperioso de Gamiani con el tímido pudor de la asombrada muchacha. Yo me figuraba ver a un ángel puro y bello entre los brazos de una bacante ebria y fogosa.

Fanny

¡Basta, basta! Os lo suplico.

Gamiani

¡Oh, no puedo, Fanny mía! ¡Eres demasiado hermosa…! ¡Te amo, te adoro, me enloqueces!

Fanny pretendía, inútilmente, librarse de las lúbricas acometidas de la condesa. Cuando la joven pretendía protestar con sus tímidas palabras, los labios de Gamiani apretaban fuertemente los de Fanny. Cegada por el deseo, la condesa cogió fuertemente a la virgen entre sus brazos y llevándola hacia el lecho la tendió en él como si fuese una presa que quisiera devorar.

Fanny

¡Por favor!… ¡Me asustáis!… ¡Voy a gritar!… Señora, por Dios, me dais miedo. ¿Qué os pasa?

La condesa, doblemente enardecida, respondía a estas súplicas con besos aún más ardientes. Los abrazos de Gamiani apretaban con más fuerza la delicada carne de Fanny y los dos cuerpos se juntaban como formando uno solo.

Gamiani

¡Amor mío, no te resistas! ¡Entrégate, sé mía y toma mi vida!… ¡Toma el alma!… ¡Oh, cómo gozo!… ¡También tú te estremeces, pequeña!… ¡Ah, por fin quieres ser mía!

Fanny

¡No; me hacéis daño! ¡Por piedad!… ¡Me estáis matando! ¿Qué es esto? ¡Me muero!

Gamiani

¡Así! Aprieta tu cuerpecito contra el mío… ¡Más, más aún, niña mía! ¡Ahora te encuentro más bella! ¿Por qué mientes, embustera mía? ¡Sí, te gusta; eres feliz como yo! ¿Verdad que sí, gloria mía?…

Entonces se ofreció a mis ojos un inefable espectáculo. Gamiani, con la mirada encendida, los cabellos revueltos, enloquecida y furiosa, ondulaba y se retorcía sobre la joven cuyo cuerpo se había ido enardeciendo.

Las dos mujeres, fuertemente abrazadas, se devolvían frenéticas sacudidas, y sus suspiros ahogados iban seguidos de besos y de palabras de amor.

Crujía aún el lecho, cuando, extenuada y rendida, Fanny dejó caer ambos brazos, quedando inmóvil y pálida como un hermoso cadáver. Gamiani jadeaba, excitada por el deseo, sin lograr satisfacerlo.

Enloquecida, furiosa, se separó del lecho y fue a arrojarse en el centro de la alcoba, sobre la alfombra. Adoptando posturas lúbricas trataba de aumentar su enardecimiento, pretendiendo, rabiosa y lasciva, provocar con sus propios dedos el paroxismo del placer…

Este espectáculo acabó de trastornarme.

Hubo un momento en que, asqueado y furioso, pensé en presentarme a aquella mujer perversa, haciéndole sentir el peso de mi desprecio.

Pero la razón fue vencida por la carne, y, fuera de mí, feroz como una bestia, me arrojé furioso y enardecido, sobre el hermoso cuerpo de Fanny.

Fue tan súbita y tan afortunada la acometida, que pronto me vi triunfador, sintiendo bajo mi cuerpo agitarse y temblar de placer el delicado cuerpo de la muchacha.

Nuestras ardientes lenguas se cruzaban con frenesí. Nuestras dos almas no formaban más que una.

Fanny

¡Ay!… ¡Dios mío!… ¡Me matan!…

A esta queja, acompañada de un estremecimiento, siguió un prolongado suspiro y me sentí inundado por los favores de Fanny.

—¡Toma, Fanny mía! —exclamé yo enloquecido—. ¡Ya soy tuyo!… ¡Todo tuyo!

Fue mi tributo tan completo y tan copioso, que sentí como si se me fuera toda la vida.

Agotado, muerto en los brazos de Fanny, no me di cuenta de la furiosa acometida de la condesa, que envidiosa y colérica, se esforzaba por separarme de Fanny.

Las uñas y los dientes de Gamiani se clavaban en mi carne.

El contacto de las dos hembras enardecidas, aguzaba mi lujuria. Con los deseos multiplicados, me así fuertemente a Fanny, para no perder su posesión. Luego, sin perder aquella presa, empujé con fuerza a Gamiani, hasta que sus muslos quedaron abiertos y al alcance de mi boca.

—Ven, tú también —dije, dominando a la condesa—. ¡Apóyate sobre los brazos!

Gamiani obedeció adivinando mi deseo, y pude a la vez pasear mi lengua ardiente y activa sobre el sexo excitado.

Fanny, entretanto, acariciaba suavemente el pecho tembloroso de la condesa. Gamiani fue fácilmente vencida.

Gamiani

—¡Basta, basta!… ¡Es demasiado!… ¡Me ahogo! ¡Me mué…!

Y, sin poder acabar la última palabra, cayó pesadamente como un cadáver.

Excitada de nuevo, la adorable Fanny me echó los brazos al cuello, y con sus potentes piernas me rodeó la cintura.

Fanny

¡Ven!… ¡Ahora yo!… ¡Quiero ser tuya!… ¡Muy despacio!… ¡Así! ¡Párate!… ¡No; más suave!… ¡Así!… ¡Soy tuya! ¡Tuya!… ¡Ah!…

Nos quedamos silenciosos, rígidos, anonadados. Las entreabiertas bocas confundían jadeantes y abrasadoras, sus apagados alientos.

Poco a poco, fuimos volviendo a la vida. Cuando, pasado el enervamiento, nos incorporamos los tres, nos miramos como atónitos.

Gamiani, avergonzada de sus arrebatos lúbricos, se apresuró a cubrir su desnudez.

Imitóla Fanny, tapándose con las ropas del lecho, y, como un niño arrepentido tardíamente de su travesura irremediable, rompió a llorar.

Gamiani

¡Es usted un miserable! Todo lo que ha hecho esta noche es vil y cobarde.

Traté de defenderme.

Gamiani

Por lo visto, ignora usted que una mujer no puede perdonar a quien descubre sus debilidades.

Me pareció la mejor disculpa mentir una pasión invencible y callada que ella había enardecido con su indiferencia, hasta llevarme a la felonía y a la brutalidad.

Añadí que podía estar segura de que sabría guardar aquel secreto, cuyo conocimiento debía más a la casualidad que a mi atrevimiento.

—Confiad —dije— en que soy un caballero y que estoy agradecido. Jamás olvidaré estos momentos en que tan feliz he sido. Si hubo falta, discúlpeme mi pasión; pero, en lugar de recriminarnos inútilmente, pensemos sólo en los placeres que acabamos de gozar y en los que podemos gozar aún.

La condesa aparentaba un gran rubor, se cubrió el rostro con las manos.

Aproveché su estudiado silencio para tranquilizar a Fanny, que seguía llorando.

—Serenaos —le dije—. El placer gozado no justifica ese llanto. Sólo debemos pensar en la inefable dicha de hace un instante. Grábese el recuerdo de este gozo en nuestra memoria. Yo doy mi palabra de que no aminoraré este agradable recuerdo descubriendo a persona alguna mi aventura.

Estas palabras produjeron su efecto. Gamiani depuso su cólera; Fanny dejó de llorar.

Instintivamente nos abrazamos de nuevo, caímos sobre el lecho entrelazados y de nuestras bocas brotaron palabras excitantes y besos apasionados.

—Hermosas mías —dije resuelto—, que ningún pesar aminore nuestro placer. Pensemos que esta es la última noche que nos queda en la vida para gozar y aprovechémosla sin vacilaciones y sin temor.

Gamiani exclamó enardecida:

—¡Ya es tarde para arrepentirse! ¡Gocemos sin inquietud y sin límite! ¡Fanny mía, ven a mis brazos! ¡Ansío morderte, necesito agotarte hasta la médula!

—¿Y a mí no me deseáis, Gamiani? —dije, brindándome a la condesa—. ¿No es apreciable el placer que yo pueda dar? Estoy seguro de que lo agradeceréis cuando lo hayáis saboreado… ¡Échate!… ¡Quieta!… ¡Levanta las piernas!… Ven, Fanny, y ayúdanos. Guía con tu mano el arma con que quiero dar muerte a la condesa… No te resistas, Gamiani.

La condesa se agitaba, enardecida por los besos que recibía de Fanny; pero rehuía mis formidables acometidas. Ansioso de placer, y enloquecido por la resistencia de Gamiani, aproveché un movimiento que hizo Fanny para arrojarla con fuerza boca arriba, sobre el cuerpo de la otra mujer, y ataqué resueltamente. Un momento después, jadeábamos los tres, confundidos en un apretado grupo y abismados en un éxtasis delicioso y profundo.

* * *

Gamiani

¡Alcides, qué traición! Has preferido otra vez a Fanny, pero no te guardo rencor. Conmigo hubieras perdido el tiempo. Tengo la desgracia de ser anormal. No sé saborear un goce apacible. Sólo ansío lo extravagante y lo absurdo. Amo y busco lo imposible. Estoy condenada a continuas decepciones. ¡Qué triste sino! ¡Anhelar sin descanso, sin lograr verme saciada! Soy víctima de mis deseos… ¡Qué desdicha!

Eran sus lamentos tan sinceros y tan desesperados, que me sentí conmovido. La depravada Gamiani era digna de compasión.

Gamiani

Pero yo no soy responsable de mi desgracia. Cuando os cuente una parte de mi historia, os apiadaréis de mí. Mis vicios tienen disculpa.

Me eduqué en Italia y al cuidado de una tía viuda y joven.

Cuando cumplí los quince años, tenía de la vida la terrorífica idea que de ella da nuestra religión. Mi única preocupación era rogar sentidamente a Dios que me librase de los males del infierno.

Mi tía fomentaba este miedo, en vez de aleccionarme haciéndome amar la vida. Era una mujer adusta y poco cordial. No recuerdo ningún rasgo suyo de puro amor.

A pesar de su hosquedad, muchas mañanas me hacía acostarme en su propia cama, y apretándome contra su pecho, me decía palabras afectuosas. De pronto me atenazaba el cuerpo con sus muslos y se agitaba convulsa… Me parece verla en estos extraños momentos, en los que, agitándose y retorciéndose, echaba hacia atrás la cabeza riendo ruidosamente como una loca.

Yo la creía enferma y la miraba con pena y con miedo.

Una tarde celebró mi tía una larga entrevista con un fraile capuchino. Después me llamaron y el religioso me habló largamente en tono severo y ceremonioso.

—Hija mía —me dijo—, ya eres una mujercita y es seguro que no tardará en procurar tu conquista el demonio de la tentación. Es necesario que, para resistir a sus temibles ataques, procures ser pura y sin mancha; sólo así serás invulnerable a sus aguzadas flechas. Jesucristo sufrió grandes dolores para redimir a las criaturas. Con el dolor lavarás tus pecados. Prepárate para la expiación de tus culpas. Pide a Dios que te dé valor y las energías que has menester para la prueba a que serás sometida esta misma noche. Puedes retirarte, hija mía.

El discurso del fraile no me causó gran sorpresa, porque ya en otras ocasiones mi tía me había hablado de las penitencias indispensables para lavar por la tortura muchos pecados.

Sin embargo, cuando me vi sola, pensé con espanto en las palabras del fraile. Quise prepararme para la oración y no pude. El miedo al suplicio que me aguardaba me impedía elevar mi alma al cielo.

A medianoche entró mi tía en mi alcoba y me ordenó que me desnudase. Me lavó luego todo el cuerpo y me vistió una bata holgada y negra, rasgada a lo largo de la espalda.

Cubrióse mi tía con otra igual y salimos las dos de nuestra casa en un coche.

Al cabo de una hora me hicieron entrar en una amplia sala, tapizada de negro y vagamente alumbrada por una lámpara, que pendía del techo.

Mi tía me ordenó que me arrodillase. Luego me dijo:

—Prepárate para la oración y ten ánimo para sufrir todo el dolor con que quiera Dios favorecerte.

Se abrió una puerta y entró por ella un corpulento fraile.

Se acercó majestuosamente, musitó entonces algunas palabras y me levantó la túnica, dejándome las nalgas al descubierto.

La vista de mis carnes le arrancó al religioso un ligero suspiro.

Llevó su diestra a la parte que yo mostraba humillada y con miedo, durante largo rato la paseó con deleite, deteniéndose en las partes más secretas.

—¡Por aquí peca la mujer! —dijo con voz cavernosa—. ¡Por aquí debe padecer!

Al acabar estas palabras descargó sobre mis carnes unos rudos disciplinazos, dados con unas recias cuerdas anudadas y con aguzadas puntas de hierro.

Me abracé a un reclinatorio, pretendiendo sufrir el dolor y ahogar las quejas; pero el sufrimiento era tan grande, que eché a correr atemorizada y gritando:

—¡Piedad! ¡No puedo sufrir ese tormento!… ¡Tened compasión de mí!

—¡Cobarde! —dijo mi tía—. ¡Yo te daré ejemplo!

Rápidamente se quitó la túnica, y, completamente desnuda, se echó de bruces sobre el suelo y ofreció valientemente sus nalgas, esperando los azotes.

El fraile descargó implacable las ferradas disciplinas. Las carnes se abrieron y sangraron en abundancia.

Mi tía, serena y resuelta, le decía a su verdugo:

—¡Más fuerte! ¡Más!… ¡Más todavía!

Aquel espectáculo me trastornó, y, animosa y resuelta, dije que estaba decidida a ser también azotada.

Levantóse mi tía y me besó con pasión; el fraile me ató de manos y me cubrió los ojos con una venda.

De nuevo comenzó mi suplicio. El religioso, ya enardecido, me golpeó furioso; pero yo estaba como embotada y no sentía dolor ninguno.

A pesar de mi atolondramiento, me parecía oír voces confusas, azotes sobre cuerpos desnudos, gritos prolongados y suspiros denunciadores de placeres sexuales.

De rato en rato la voz de mi tía, alocada de voluptuosidad, se alzaba vociferante, dominando el brutal alboroto.

No tardé en comprender que el cruento espectáculo de mi tormento azuzaba los deseos y estimulaba la saturnal.

Cansado de golpear, acabó el fraile mi suplicio.

Largo rato estuve inmóvil, dominada por el espanto y resignada a morir.

A medida que iba recobrando ánimos, experimentaba un extraño desasosiego que inflamaba todo mi cuerpo.

Me agitaba, lasciva, anhelosa de satisfacer un inexplicable afán que me consumía.

De pronto me sentí cogida por dos brazos forzudos, al propio tiempo que me punzaba en las nalgas una cosa rígida y muy caliente. Aquel cuerpo extraño se deslizó luego hacia abajo, diestramente dirigido por una mano varonil y ardiente, y sentí un vivísimo dolor. Mis carnes se desgarraron y lancé un grito horroroso. Un coro de carcajadas siguió como un eco infernal a mis lamentos.

Mi nuevo verdugo pareció más enardecido, y empujando furioso, consiguió introducir por entero en mi ser aquella cosa tan dura, para mí desconocida.

Las musculosas piernas de mi enemigo se pegaban a las mías todas ensangrentadas. Nuestros dos cuerpos se estrujaban como si pretendieran fundirse en uno solo. Se crispaban mis nervios y mis venas se hinchaban.

El cuerpo duro que me había herido se agitaba ahora, dentro de mí, con tanto vigor y tal agilidad, que mi carne echaba fuego, como si lo que operaba en mí fuese un hierro candente.

Al dolor y a la inquietud siguió un delicioso éxtasis. Me creí transportada al paraíso.

Casi al mismo tiempo me inundó un licor viscoso y tibio que penetró en mis huesos y me llegó hasta la médula.

A este dulcísimo riego respondí con un fluido que brotó de lo más profundo de mi ser y era como lava ardiente.

Agitándome con frenesí di salida a aquel río hirviente y caí al suelo extenuada y gozosa.

Fanny

¡Es un relato diabólico!

Gamiani

No he concluido todavía. No me interrumpas. Mi inefable deleite se trocó luego en un horrible dolor. Fui maltratada horriblemente.

Más de veinte frailes cayeron sobre mí como fieras hambrientas.

Quedé desvanecida. Mi cuerpo, martirizado y sucio, quedó en tierra como una masa inerte.

Mis propios verdugos me llevaron medio muerta a una cama.

Fanny

¡Qué crueldad!

Gamiani

Sí, espantosa. Lo más horrible de aquella brutal aventura es que esta decidió para siempre mi desgracia.

Recobrada la salud y el juicio, pude apreciar la perversidad de mi tía y de sus lascivos compañeros, quienes, con mi martirio, habían satisfecho su lujuria.

Avergonzada y furiosa, juré odio mortal a aquellos miserables. Luego mi odio se fue agrandando hasta alcanzar a todos los hombres.

Desde entonces he encontrado odiosas sus caricias y he huido de ser nuevamente juguete de sus deseos.

Pero mi naturaleza era ardiente y, víctima de mis pastores, caí en el hábito repugnante y enervante del goce solitario. A este mal vinieron a poner remedio las doctas lecciones de lascivia de las monjas del convento de la Redención. Esta ciencia fatal, en que son maestras aquellas hermanas, me perdió definitivamente.

Al llegar a este punto de su relato, sollozó entristecida Gamiani.

Comprendí que mis caricias no lograrían satisfacer los deseos de aquella perversa. Me dirigí a Fanny.

Alcides

A ti te toca ahora hacernos tus confidencias. En una sola noche has sido iniciada en varios misterios. Cuéntanos cómo gozaste los primeros deleites sexuales.

Fanny

No me atrevo. Es vergonzoso.

Alcides

Por esta noche, y entre nosotros, puedes dejar tus pudores.

Fanny

No es pudor; pero, después de lo que hemos oído a la condesa, lo que puedo contar es insignificante.

Alcides

Mala excusa. Después de haberlo hecho todo, no hay razón para que nos ocultemos nada.

Gamiani

¡Habla, encanto mío! Toma un beso, dos, cientos, cuantos tú quieras, y enardécenos con tu relato. Te lo ruego yo y te lo pide tu enamorado Alcides, que de nuevo te amenaza con su dardo maravilloso.

Fanny

¡Oh, no!… ¡Por piedad, Alcides! ¡No puedo más!… ¡Gamiani… Alcides… dejadme!

Alcides

Si no nos recreas con el poema de la pérdida de tu doncellez, seré implacable.

Fanny

Si os empeñáis…

Alcides y Gamiani

¡Sí! ¡Sí!

Fanny

Os juro que llegué a los quince años completamente inocente, nunca se me había ocurrido pensar en las diferencias que pudiera haber entre los hombres y las mujeres.

Vivía feliz en mi ignorancia, hasta que un día caluroso sentí una necesidad imperiosa de estar sola y entregada por completo a mi contemplación.

Me destrencé el cabello, me aligeré de ropas y me tumbé en un sofá… ¡Me da vergüenza seguir!… Instintivamente empecé a desperezarme y a retorcerme. Sin darme cuenta, adoptaba las posturas más lascivas.

El sofá era de cuero, y su frescura, que contrastaba con el ardor de mi cuerpo, me producía una sensación muy agradable. Respiraba gozosa en aquel ambiente de soledad y de silencio, y poco a poco me iba sumergiendo en un delicioso éxtasis. Me parecía que empezaba a conocer una nueva existencia; era como un capullo que abre sus hojas bajo la acción de un sol primaveral.

Alcides

Estás inspirada, Fanny.

Fanny

Trato de pintar con exactitud mis sensaciones de aquellos momentos.

Con complacencia, tal vez orgullosa, iban mis ojos examinando mis formas. Mis manos se paseaban complacidas y suaves por todo mi cuerpo. Me acariciaron la garganta y después el seno. Fueron descendiendo poco a poco hasta llegar a mis partes más secretas, donde quedaron aprisionadas por una instintiva aproximación de mis muslos.

Aquel contacto me fue muy dulce.

Las palabras amor y amante acudían a mi imaginación con un sentido extraño que yo no acertaba a definir.

Hubo un momento en que me creí sola en el mundo, sin padres, sin parientes y sin amigos. Sentí un espantoso vacío.

Por fin me levanté del sofá. Estaba muy triste e inquieta.

Estuve largo rato pensativa. Luego volví a examinarme y, palpándome otra vez, acabé por preguntarme si todos aquellos encantos que yo era la primera en admirar no tendrían algún objeto, que yo ignoraba.

Mi inquietud iba en aumento y sentía un vago afán tan misterioso como irresistible. Yo quería con toda el alma algo que no sabía precisar.

Si alguien me hubiese espiado en aquellos momentos de inquietud, me hubiera creído loca. A veces reía insensata; otros momentos mis brazos se abrían cerrándose luego, como si quisieran estrechar a un ser imaginario. Este ser no existía, y, sin embargo, yo me daba cuenta de que mi cuerpo ansiaba el contacto de otra carne. Alucinada, me abrazaba a mí misma.

A través de los cristales se veía a lo lejos los árboles y la gente. Sentí un gran deseo de volar y perderme entre las hojas o de ir a revolcarme en el césped.

A un mismo tiempo lo quería todo y, fuera de mí, me tiré sobre los cojines.

Tomé uno y lo coloqué entre mis muslos, oprimiéndolo con fuerza. Luego cogí otro y lo abracé con locura. Tal era la sugestión de mis sentidos que llegué a figurarme que era el cojín un ser animado y querido, y le sonreía con amor y le besaba con deleite.

De pronto me agité gozosa, y luego quedé como anonadada. Asustada, me puse en pie sin saber lo que me había ocurrido.

Me sentí mojada. Creyendo que estaba herida, me arrodillé pidiendo a Dios que me perdonara si había pecado.

Alcides

Admirable inocencia. ¿No confiaste a nadie lo sucedido?

Fanny

No me atreví. A vosotros os debo la verdadera revelación de aquel misterio. Hace una hora habéis descubierto lo que era para mí un enigma indescifrable.

Alcides

Esa confesión me hace completamente feliz. Quiero darte una nueva prueba de mi inagotable amor. Gamiani, ayúdame; excita más mis deseos, para que inunde de fecundador rocío este capullo que hoy he convertido en flor.

Gamiani

¡Cuánta pasión! ¡Cuánto fuego! ¡Fanny mía, cómo gozas!

Fanny

¡Alcides, me matas! ¡Me mué…!

El goce nos enloquecía.

Hubo un reposo, impuesto por el cansancio, y las dos mujeres me obligaron a que les descubriera el secreto de mi iniciación sexual.

Alcides

He aquí mi relato.

Cuando yo nací, mis padres eran jóvenes y vigorosos.

Mi infancia fue dichosa. Me crie sin contratiempos y sin dolores.

A los trece años era ya un hombrecillo aguijoneado por los deseos lascivos.

Educado cristianamente y destinado por mis padres al sacerdocio, me esforzaba por dominar mis tentaciones carnales. Implacable, maceraba mi carne, que estaba constantemente excitada.

Me impuse un riguroso ayuno; pero, entregado a voluptuosos sueños, todas las noches se desahogaba mi naturaleza. Esto me producía un gran terror; me parecía que había cometido un gran pecado.

Obstinado en evitar estas noches de pecado, redoblaba las abstinencias y trataba con empeño de alejar de mi espíritu toda idea pecadora.

Esta lucha tenaz contra mi naturaleza me conturbaba y me abatía.

Las privaciones continuas y exageradas me debilitaron y mis sentidos adquirieron una gran excitación. Al perder energías, me hice más nervioso y más sensual.

Padecía frecuentes vértigos; me zumbaban los oídos y me parecía que cuanto me rodeaba daba vueltas a mi alrededor. Otras veces, era yo el que giraba, impulsado por una fuerza extraña e irresistible.

Siempre que veía a una mujer la admiraban mis ojos, iluminada por una luz viva y deslumbrante.

Estaba realmente enfermo.

Llevaba algunos meses en este estado en que todo lo veía falseado por mi fantasía, cuando una mañana sentí de repente en todos mis miembros una contracción violenta. Siguió luego un movimiento convulsivo como el que suele iniciar los ataques epilépticos…

Los otros síntomas de debilidad se acentuaban notablemente.

En momentos de indecible angustia, en los que me parecía que se me acababa la vida, se me presentaba un gran círculo negro que giraba vertiginosamente. Este círculo era, al principio, pequeño; poco a poco, se agrandaba hasta hacerse gigantesco. Cuando ya se había hecho enorme, brotaba de él una llama que parecía incendiarlo todo. Durante unos segundos caía a mi alrededor una copiosa lluvia de cohetes voladores, que reventaban a un tiempo envolviéndome en una intensa llama de grana y oro.

Extinguido el fuego, sólo quedaba una tenue luz, de la que súbitamente brotó un enjambre de diminutas mujercitas desnudas, blancas y transparentes, como si fuesen estatuillas de delicado alabastro.

Ingrávidas y ligeras, volaban hacia mí. Corrí a su encuentro; pero, antes de que pudiese alcanzarlas, huyeron burlonas y juguetonas.

Desaparecieron las mujeres impúberes para dejar paso a otro grupo de mujeres ya en la edad del amor y del placer.

Eran fogosas y vivarachas, de mirar incitador y con pechos abundantes y palpitantes; eran, las otras, pálidas y espiritualizadas, como las vírgenes de Osián.

Tenues gasas muy transparentes envolvían los cuerpos delicados y voluptuosos, todas parecían animadas por sensuales deseos, que parecían querer saciar entre mis brazos. En vano pretendía yo corresponderías estrechándolas entre los míos.

Loco de lujuria me agité en el lecho. Fuera de mí, me puse vigorosamente en pie, soberbiamente erguido mi juvenil príapo.

Ebrio de afanes, rugí soeces palabras de amor. A mis ensueños mezclé el recuerdo de mis lecturas clásicas y me pareció ver a Júpiter rodeado de fuego y a Juno acudiendo presurosa a empuñarle el rayo. Luego vi todo el Olimpo en celo, en alocada confusión.

Se me apareció después una alocada orgía. En una oscura caverna, en la que humeaban pestilentes teas, se acometían lúbricos y furiosos cien diablos de formas de machos cabríos, grotescos y lujuriosos.

Unos se arrojaban desde la cuerda de un columpio sobre una mujer, que esperaba boca arriba la diabólica caricia. Uno a uno la iban penetrando con su dardo retorcido y aguzado, produciéndole un goce súbito que se manifestaba en una convulsión horrible.

Otros, más traviesos y brutales, se divertían poniendo boca abajo y con la popa en alto a una beata vieja, a la que, riendo locamente, clavaban a martillazos un descomunal príapo entre las nervudas nalgas.

Otro grupo de diablejos se ocupaba en disparar un cañón, del que salía una verga descomunal que iba a clavarse en el sexo de una horrible y lujuriosa diablesa, que recibía gozosa el obsceno proyectil con los muslos bien abiertos.

Otros diablos tenían fuertemente atada de pies y manos a una insaciable diablesa y excitaban su lujuria gozando ante ella los más desenfrenados placeres.

La infeliz gritaba y se retorcía jadeante, vomitando espumarajos, ansiosa de un goce que no podía lograr.

Por todas partes se agitaban y bullían lúbricos y descocados diminutos diablejos que pellizcaban, mordían, chupaban, dando vueltas en corro. Me aturdían sus carcajadas y sus gritos, al propio tiempo que me enardecían sus suspiros, sus desmayos, sus excesos de lujuria.

En otro lugar más cercano y más prominente, unos diablos más graves se divertían parodiando las ceremonias de la religión católica.

Una monja, en cueros, caía arrodillada, con la mirada dulcemente perdida, ante un descomunal diablo, que llevaba una gran mitra caída sobre una oreja. El grotesco obispo ofrecía en la punta de su miembro agarrotado una blanca hostia, que la monja, en éxtasis, recibía con unción.

Unos pasos más allá, una diablesa recibía, para hallar el placer del bautismo, una oleada de vida que manaba de un príapo inagotable. Otra diablesa, fingiéndose moribunda, daba lugar a una profanación horrenda del sacrificio de la Extremaunción.

Un gran diablo, que era paseado en andas, sacudía orgulloso el recio signo de su virilidad, rociando a cuantos le rodeaban con su licor seminal. Todos se arrodillaban a su paso. ¡Era la procesión del Santo Sacramento!

Súbitamente suena una campana. A esta señal todos los diablos, grandes y chicos, machos y hembras, se toman por las manos formando un gran corro, que gira con frenesí. Los más débiles caen, y los que quedan en pie siguen girando en desenfrenado torbellino. Los cuerpos de los que están derribados hacen caer a los otros, y hay un momento en que todo es confusión y algarabía. Ya en el suelo, todos se acometen y se buscan, sin distinción de edades ni sexos, y hay una atroz mezcolanza de brutales aparejamientos. Tanta suciedad y tanta lujuria desaparece, por fin, barrida por una llama seguida de una humareda fétida y cegadora.

Gamiani

Tienes grandes condiciones de narrador, ¡bravo, Alcides! Ese relato merece ser perpetuado en un libro.

Alcides

¡Bah! De algún modo hemos de entretener lo que nos queda de noche.

Pero escuchad lo que sigue, que ya no es creación de la fantasía, sino de la realidad.

Caí aletargado. Cuando me repuse, tenía ante mí a tres jóvenes hermosas que mal velaban sus maravillosas carnes con sendas túnicas blancas.

Las tres estaban sentadas cerca de mi lecho. Pensé que seguía soñando; pero luego me advirtieron de que aquellas tres jóvenes estaban allí por disposición del médico, que, comprendiendo mi mal, quería probar el único remedio que podía curarme.

Tomé la mano de una de las jóvenes y se la besé con ansia. Era una mano carnosa y blanca.

A mis caricias correspondió la muchacha besándome en la boca con sus labios rojos y frescos.

El delicioso contacto me hizo estremecer de gozo.

En un rapto de demencia grité, dirigiéndome a las jóvenes:

—¡Hermosas mías, quiero gozar en vuestros brazos, gozar hasta el delirio, gozar hasta morir! ¡No me neguéis ninguno de los placeres que podéis darme!

Arrojé al suelo las ropas de la cama y me tendí a lo largo, colocando diestramente una almohada debajo de los riñones. Mi virilidad se mostraba desafiante y soberbia.

—¡Ven tú, graciosa morena, la del pecho recio y blanco! Siéntate a los pies de la cama y junta bien tus piernas con las mías. ¡Así! Acaricia suavemente mis pies con los delicados botones de tus senos. ¡Oh, qué gusto!

—¡Ven, ven —seguía diciendo, con palabras enérgicas y entrecortadas—; ven a mí para que yo coma tus ojos y tu boca! ¡Así te quiero! ¡Ponme aquí el dedo…! ¡Aquí! ¡Despacio!… ¡Más despacio! ¡Más!…

Al mismo tiempo se agitaban las tres mujeres, excitándome al placer.

Yo seguía frenético la dulce lucha, los lascivos movimientos y las forzadas posturas. De todas las bocas salían gritos, suspiros y frases entrecortadas; por mis venas corría un río de fuego; todo mi cuerpo se estremecía.

Mis manos se deleitaban oprimiendo dos recias manzanas de ardiente carne, o pasaban, crispadas y frenéticas, a buscar encantos más encendidos.

Luego mi boca reemplazó a mis manos; ávido de goce, lamía y mordía, y las palabras de súplica para que cesara en el juego deleitoso enardecían mi afán en lugar de contenerlo.

No tardó en llegar el agotamiento. Quedé como muerto y mi cabeza cayó pesadamente.

—¡Basta! ¡Basta! —supliqué, sin fuerzas.

Las tres jóvenes cayeron sobre mí pesadamente, sin sentido y jadeantes.

Gamiani

¡Qué placer habéis gustado, Alcides!… ¡Quién pudiera revivir vuestro relato!… ¿Y tú, insensible Fanny, no sientes envidia?… ¿Es posible que estés adormecida?

Fanny

¡Por piedad, Gamiani! No puedo más; aparta esa mano. Estoy rendida… muerta. Necesito dormir… ¡Dios mío, qué noche!

La pobre Fanny hablaba ya sin aliento. Huyendo de mis caricias y de las de Gamiani, se había encogido en un extremo del lecho.

Traté de reanimarla.

—No, no —dijo la condesa—. Pobre niña; comprendo su abatimiento. Feliz de ella que al fin se rinde; yo, en cambio, estoy más irritada que antes y siento un loco afán que me devora. ¡Esto es horrible! ¡Desear siempre, desear hasta morir, sin satisfacción y sin cansancio! El roce de vuestros cuerpos, las historias que me habéis contado, vuestro ardor, todo me excita y me enardece. Tengo fuego en la sangre y un infierno en la imaginación, y ¡desventurada de mí, ya no sé qué idear para saciarme!

Y se arrojó de la cama.

Alcides

¿Adónde vas, Gamiani?

Gamiani

¡Me abraso, no puedo más! ¡Necesito agotarme, morirme!

Rechinaba los dientes y sus ojos se agitaban espantosos en las órbitas. Su cuerpo temblaba como el de un endemoniado. Aquella mujer daba miedo.

Fanny se levantó, asustada.

Yo temí que la condesa enfermara, y procuré en vano calmar su ardor besando y acariciando las partes más secretas de su cuerpo.

Cansáronse mis manos y mi lengua de acariciar aquel cuerpo sin conseguir provocar el espasmo. Aquella furia agotada, pero no satisfecha, se retorcía rugiendo y sin encontrar placer.

Gamiani

¡Dejadme; es inútil! ¡Me voy!

Saltó nuevamente de la cama, abrió una puerta y desapareció.

Alcides

¿Adónde va? ¿Qué quiere?

Fanny

No sé; me da miedo. ¿Irá a matarse?… ¡Dios mío, ha cerrado la puerta!… ¡Qué gritos! Se ha ido a la alcoba de Julia.

Alcides

¿Qué busca?

Fanny

Encima de la puerta hay un hueco. Acerquemos el sofá y, colocando encima estas dos sillas, podremos verlo.

Desde nuestro mirador, pudimos contemplar un repugnante espectáculo.

A la luz mortecina de una lámpara, vimos a Gamiani, con los ojos desencajados, llena la boca de espuma y con los muslos ensangrentados, revolcándose rabiosa sobre un tapiz hecho con pieles de gato.

Está probado que la piel de gato excita la lujuria, a causa de la elasticidad que contiene.

Se arrastraba la condesa por la piel, y como si esta le comunicase una fuerza extraña y diabólica, sacudía las piernas en el aire y se mantenía casi recta sobre la cabeza en una grotesca e inverosímil cabriola. Luego se dejaba caer pesadamente, riendo con carcajadas estridentes y espantosas.

Gamiani

¡Julia, corre! ¡Ven! ¡Me vuelvo loca!… ¡Ven, ven; quiero morderte!

Se presentó Julia y ella le ordenó que se desnudara.

Hábil y dominadora, la doncella maniató fuertemente a Gamiani, que se dejaba hacer sin protesta.

Tomó luego otro largo bramante y sujetó con él fuertemente los pies de la condesa.

La lujuria de Gamiani llegó entonces al paroxismo. Aquella pobre mujer se agitaba rabiosamente.

Julia, sin demostrar la menor sorpresa, saltaba alrededor de su ama y se enardecía visiblemente.

Gamiani seguía ansiosamente con la mirada todos los movimientos de Julia, y su impotencia para intentar idénticos transportes era un nuevo acicate de su furia.

Gamiani

¡Medoro!… ¡Ven, Medoro!

Un enorme perro, que salió de un escondite, lanzóse sobre la condesa y empezó a acariciarle con su roja y aguzada lengua las partes más recatadas.

La condesa dejaba escapar ligeros gemidos, que, poco a poco y a tono con el placer sentido, se fueron convirtiendo en agudos ayes.

Era fácil calcular a simple oído la gradación del deleite que estremecía el cuerpo de la condesa.

De pronto gritó:

—¡Julia! ¡Julia! ¡Julia!

Respondiendo a aquella llamada, verdadero grito de angustia, acudió la doncella llevando en las manos un gran miembro varonil, admirablemente imitado y lleno de leche caliente que, al oprimir la camarera un resorte, saltaba hasta diez pasos. Con dos correas, se adaptó el lúbrico aparato al sitio conveniente. El garañón mejor provisto, en todo el ímpetu de su poder de macho, no habría podido ostentar tal grandeza, o por lo menos, tal grosor. Nunca llegué a pensar que aquel falo enorme lograse penetrar el cuerpo de Gamiani. Pero ¡oh, sorpresa!, cinco o seis empujones, de una desaforada intensidad, acompañados de delirantes gritos, bastaron para sepultar, para enterrar el formidable príapo. Se hubiera dicho que la condesa era una viviente representación de la Casani. (Escultura que representa a Casandra en el momento de ser violada por unos soldados, haciéndose célebre por la expresión de espantoso dolor que representa la víctima).

Las dos mujeres se entregaron a un acompasado ejercicio, ejecutado con perfecta maestría.

De pronto Medoro, libre ya, y bien conocedor del papel que en el lúbrico cuadro debía desempeñar, arrojóse sobre Julia, cuyas nalgas entreabiertas y oscilantes le ofrecían el más sabroso regalo.

Con tal habilidad se comportó Medoro, que Julia se detuvo de repente, quedándose rendida de placer.

Colérica por esa detención, que aumentaba su sufrimiento y retrasaba su goce, la desdichada Gamiani rugía palabras de ira.

Repuesta, Julia comenzó su ejercicio con nuevo brío.

Un movimiento brusco de Gamiani, seguido de un comienzo de sopor, advirtieron a la doncella que el momento esperado se acercaba.

Sus dedos oprimieron el resorte del príapo.

Gamiani

¡Basta! ¡Ah! ¡Por fin!… ¡Ay!… ¡Maldita lujuria!…

No tuve decisión para abandonar mi observatorio y presencié aquella escena brutal con la razón extraviada y los ojos fascinados.

Aquellos furibundos arrebatos me enloquecieron: ya no había en mí más que sangre encendida, revuelta con lujuria y desenfreno.

También Fanny parecía transformada.

Sus ojos muy abiertos se clavaban en mí; sus brazos rígidos se me tendían ansiosos; sus labios entreabiertos delataban la impaciente espera de una sensualidad delirante.

La tomé en mis brazos y la arrojé contra el lecho, en el que quedó con las piernas en arco y el sexo aleteante. Me eché furioso sobre ella. Nos abrazamos, animados de igual ansia, como dos fieras en celo. Nuestros cuerpos se oprimían, se estrujaban.

Fue aquel un brutal apareamiento de la carne y de los huesos; goce de brutos, frenético y abrasador, en que nuestros cuerpos, en lugar de semilla, daban sangre.

El sueño calmó nuestros ardores.

Al cabo de cinco horas de reposo bienhechor, desperté yo el primero.

El sol brillaba en todo su fulgor. Sus rayos alegraban la estancia y jugueteaban en dorados reflejos sobre los tapices y las sedas de la alcoba.

El poético y alegre despertar me devolvió el sentido de la propia dignidad perdida en aquellos momentos de la noche inolvidable.

Me parecía salir de una pesadilla y que tenía a mi lado, para confortarme, un pecho de lirio rosa, puro y dulcemente conmovido. Fanny, dormida, abandonada sobre el revuelto lecho, trocaba en realidad los ideales más bellos.

Reposaba graciosamente la cabeza sobre el curvado brazo, y todo su perfil se acusaba suave y casto como en un cuadro de Rafael.

Era un deleite incomparable ahitar los ojos en la contemplación de tanta belleza, y al propio tiempo avergonzaba pensar que una noche de impureza había bastado para marchitar la virginidad de quince primaveras.

Una sola orgía había mancillado toda una juventud, plena de belleza, de gracia y de lozanía.

Todo se había perdido. El alma cándida, protegida hasta entonces por la mano de un ángel, había pasado en un instante, y para siempre, en poder de un negro demonio de la concupiscencia, y este terrible y repugnante trueque se había operado sin ensueños, sin ilusiones, sin la disculpa de una caída por ceguera y por amor.

Fanny despertó sonriente y sin inquietud, creyendo encontrar, como de costumbre, al abrir sus hermosos ojos, sus tranquilos pensamientos, su inocencia y su virtud.