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Era ya media noche. En los lujosos salones de la condesa Gamiani, resplandecientes y perfumados, danzaban las juveniles parejas a los acordes de una mágica orquesta.

Las refulgentes joyas aumentaban el encanto de los elegantes trajes de variados colores.

Encantadora, graciosa, desvivíase la condesa por atender a todos sus invitados, y en su interesante rostro se traslucía la alegría que saboreaba gozosa por el éxito de la fiesta. Por todas las felicitaciones y para todos los cumplidos galantes tenía la dama una sonrisa, pregonera de su júbilo.

Yo, reducido, como siempre, a mi papel de frío observador, había notado varios detalles que me impedían ver en la condesa todos los méritos que le ponderaban sus ciegos admiradores.

No fue para mí labor difícil aquilatar su valía de mujer de mundo; pero deseaba conocer ( íntimamente a Gamiani, analizando con el escalpelo de mi razón su ser moral.

Confieso que una fuerza misteriosa parecía estorbar este propósito y sentía como vergüenza de aquel empeño de descubrir el misterio de la vida de aquella mujer enigmática y extraña.

Joven aún, inmensamente rica, bella, sin familia y con pocos amigos verdaderos, Gamiani podía considerarse como un caso raro en la sociedad elegante en que vivía.

Ciertas particularidades de la extraña vida de la condesa eran comentadas con explicable malicia.

Juzgábanla unos mujer fría y sin pasiones; teníanla otros por artista y desengañada de la vida, resuelta a frenar sus sentimientos y sus pasiones para ahorrarse nuevas amarguras.

Me propuse conocer el secreto de aquella vida; pero nada conseguí.

Aburrido, cansado del mal éxito de mis observaciones, estaba ya a punto de abandonar aquella empresa, cuando la casualidad vino en mi auxilio.

Un viejo libertino que asistía a la fiesta, dijo con cierto desdén, refiriéndose a Gamiani, que pasaba por nuestro lado:

—Es una sacerdotisa de Safo.

Aquellas palabras fueron para mí una revelación. ¡Ya no existía misterio!

Mi ansiedad de saber, había quedado satisfecha; pero al propio tiempo se había apoderado de mi espíritu un afán inquietante y malsano. Ante mis ojos se presentó de repente un verdadero mundo de imágenes monstruosas y lascivas.

En vano procuré alejar de mí aquella horrible visión, lujuriosa y violenta, que excitaba todos mis sentidos en orgiásticos delirios.

En un anhelo de lujuria insaciable y brutal se me antojaba ver a la condesa, lúbrica y desnuda, entre los brazos de otra mujer, con la cabellera en desorden; rendida y atormentada por un placer sólo a medias conseguido.

Mi sangre era de fuego; el corazón me latía con fuerza y, no pudiendo sufrir el enardecimiento de mis sentidos, caí fatigado en un sofá.

Cuando conseguí reponerme, me tracé fríamente un plan, para espiar a la condesa.

Dispuesto a realizar mi propósito, determiné vigilar a Gamiani en su misma alcoba.

Advertí que desde la puerta de cristales del tocador de la condesa se veía bien su lecho y, oculto entre unas ropas que pendían de una percha, me dispuse a esperar pacientemente la hora de las curiosas revelaciones.

La espera no fue muy larga. Acababa de esconderme en mi observatorio, cuando Gamiani entró en el tocador, seguida de su doncella, una joven morena y esbelta.

La condesa despidió luego a la doncella, diciéndole:

—Julia, puedes acostarte. No necesito esta noche tus servicios. Si oyes ruido en mi dormitorio, no te inquietes.

Estas palabras fueron para mí como el anuncio de algo importante, que justificaba mi indiscreción y mi osadía.