Un país peculiar…
A mediados del siglo XVII, un pequeño grupo de calvinistas holandeses, bajo la protección de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, iniciaba el primer atisbo de colonización europea en la Bahía del Cabo. El asentamiento prosperó y los colonos no tardaron en desvincularse de la metrópoli. Dos siglos más tarde, los veinte mil descendientes blancos consideraban Sudáfrica su país de adopción. Habían abandonado su gentilicio holandés para denominarse a sí mismos «afrikáner». Y tal como habían dado la espalda a sus orígenes europeos, se la dieron a las comunidades ya asentadas en aquellos territorios, etnias hotentotes, bantúes y zulúes con su propia y compleja tradición cultural, pero con distinta piel. La piel se convertiría en una frontera infranqueable, durante siglos.
La expansión del Imperio británico, culminada en la primera mitad del siglo XX, fue el segundo hecho crucial en la historia de Sudáfrica. Expulsados ya en 1802 de las zonas costeras, los afrikáner capitularon definitivamente ante los ingleses después de tres años de feroz resistencia, que culminaron en su derrota de 1902. La titularidad de los inmensos recursos naturales, las industrias y la mano de obra sudafricana pasó a dominio inglés. La derrota exacerbó su orgullo: una delegación afrikáner compareció en pleno nazismo ante von Ribbentrop para juramentar su apoyo a las ideas nacionalsocialistas de supremacía de la raza blanca. De vuelta en Sudáfrica fundaron partidos de extrema derecha, como la «Júnior Gestapo», que no tardó en apadrinar actos terroristas en apoyo de Hitler: asesinatos en trenes nocturnos de voluntarios anglófonos del ejército aliado, quema y destrucción de poblados zulúes… Un par de décadas más tarde, dos miembros de la Júnior Gestapo, Vorster y Verwoerd, llegaron al Gobierno de la nación y forjaron la arquitectura del régimen que sembraría el terror durante años: el régimen que hoy conocemos como «apartheid», y que de algún modo vino a prolongar la irracionalidad y el sinsentido de la historia europea entre 1939 y 1945.
… y un escritor de culto
Escueto y sumario, este es el trasfondo histórico sobre el que se proyecta la figura del autor sudafricano James McClure. Nacido en 1939, de origen escocés, su ciudad de nacimiento y capital del estado de Natal, Pietermaritzburg, se convertiría a través de sus libros en un referente para la geografía de la novela policíaca, rebautizada como Trekkersburg (Ciudad Tractor). McClure abandonó Sudáfrica en 1965 porque, según sus propias palabras, como declararía años después, «El apartheid me parecía absolutamente repugnante, y no sabía cómo quedarme sin formar parte de él». Había sido profesor de instituto, compartido estudio fotográfico con Tom Sharpe en Pietermaritzburg, trabajado como periodista de sucesos para el Natal News, y pasado largas horas con agentes de la policía en comisaría y a pie de obra; había logrado dominar el afrikáans hasta el punto de publicar su primer texto (un artículo sobre las tallas zulúes) en este idioma, y había intentado, sin gran fortuna, escribir ciencia ficción a la manera de un Ted Sheckley. En Inglaterra retomó la carrera de periodista ya iniciada en Sudáfrica como «crime reporter», y en 1971 apareció su novela The Steam Pig, traducida a muchísimas lenguas y al español en 1988 como El cerdo de vapor. Había mucha ira y también una oscura nostalgia de exiliado en esa obra de feroz y sorprendente dureza, galardonada con el Golden Dagger Award de ese año y que abordaba por primera vez —seamos conscientes de lo que esto significa— el problema del apartheid en el marco de un género popular como es la novela negra. Años más tarde, McClure confesaría el motivo de que se hubiese inclinado por tal género: «No quería escribir el típico libro a lo Nadine Gordimer para personas que ya saben que el apartheid es una aberración, y sólo piden volver a oírlo una y otra vez. Tampoco quería escribir un Cry the Beloved Country, el libro de Alan Patón, libro conmovedor, sin duda, pero concebido en el mismo tono discursivo. La novela negra se filtra por otro canal. La gente la lee en principio para evadirse, para pasar un buen rato. Y ese era el terreno en que yo pensaba que realmente podía golpear con más eficacia a un público conservador».
De cerdos y huevos
Sin rebajarse ni un solo momento al sentimentalismo, el argumento de la primera novela de la serie El cerdo de vapor (The Steam Pig) gira en torno a un crimen cometido únicamente porque una familia blanca es «reclasificada» como negra, y porque a los patricios blancos que controlan los asuntos locales les inquieta hasta tal punto verse expuestos a la Ley de Inmoralidad —por haber dormido repetida e incesantemente con una mujer de «color»— que ceden al soborno y chantajean al propio hermano de la muchacha para que la asesine, cosa que acaba haciendo con el radio de una bicicleta. Sudáfrica había estallado en la mente de McClure: un lugar mefítico, pero un infierno ocasionalmente rescatable a base de repentinos y certeros golpes de humor. Los agudos diálogos, los secos incisos del narrador, chispeantes en ocasiones, demoledores casi siempre, el vuelo surrealista de las situaciones que imagina, revelaban una voz genuina y personal, a la altura de los clásicos del género. Para entonces, inicios de los 70, McClure sabía ya que, probablemente, no volvería nunca a Sudáfrica: pero Trekkersburg, la pareja de policía blanco y de policía mestizo, (esto es, el teniente Kramer y el sargento Zondi), la mafia de Trichard Street, el Santuario de los Pájaros, sus escenarios urbanos, todo ya estaba ahí, de una manera palpable. La saga prosiguió, y como en el caso de todo escritor exiliado, en una extraña carrera contra el tiempo: The Caterpillar Cop (1972), The Gooseberry Fool (1974), Snake (1975), The Sunday Hangman (1977) The Blood of an Englishman (1980) y The Artful Egg (1984). El lector español volvería a recorrer las calles de Trekkersburg con la publicación en 1989 precisamente de El huevo ingenioso, tal vez la más luminosa, y sin duda la más hilarante de toda la serie, donde la ironía y la pericia narrativa de McClure rayan a grandísima altura. El asesinato de una escritora rica y famosa, que recuerda punto por punto a Nadine Gordimer, es el desafío al que se enfrentan en esta entrega Kramer y Zondi. Por si fuera poco y para darle mayor realce literario, Naomi Stride es asesinada con una espada utilizada en una representación universitaria de Hamlet.
Buena parte del mérito de McClure estriba en la vasta galería de personajes menores que asoman a sus páginas, que nunca dejan de alimentar nuestro conocimiento íntimo de Sudáfrica a base de detalles nimios y reveladores; en El huevo ingenioso encontramos tal vez la más memorable de esas creaciones en la figura del cartero hindú Ramjut Pillay. Que sus detectives lean a Naomi Stride en el curso de su investigación no deja de resultar aleccionador y estimulante a la vez; es como si la narración se enfrentara una y otra vez contra el espejo en el que no quiere reflejarse.
La estrategia de jugar con dos casos simultáneamente es una constante en McClure, pero en esta ocasión reunir las dos caras del puzzle equivale casi a domar lo inextricable. Con su despliegue de situaciones y peripecias, con su ironía punzante, que avanza como una apisonadora sobre la sociedad sudafricana, El huevo ingenioso es algo así como el buque insignia de su autor. Novela admirada por un autor como Kingsley Amis, supuso su consagración inmediata en Inglaterra, Estados Unidos, Alemania, Suecia o Japón, y la traducción de novelas suyas a más de veinte idiomas. No ocurrió lo mismo en España, pese a la aparición, muy próxima en el tiempo, de El cerdo de vapor y de El huevo ingenioso en la magnifica colección Etiqueta Negra de la editorial Júcar. La publicación de obras de McClure se interrumpió ahí y sus ecos fueron muy escasos, por no decir inexistentes.
… al policía oruga
El leopardo de la medianoche es la traducción española de The Caterpillar Cop. El titulo original (literalmente El policía oruga) juega con un significado intratextual que no acaba de avenirse con un término medianamente aceptable en español, y se ha optado por otro significado, intratextual también, que el lector habrá comprendido una vez leída la novela y que, por otro lado, transfiere el protagonismo del investigador a la víctima. Cronológicamente es la novela que sigue a El cerdo de vapor y su año de publicación original es 1972. Al volver McClure al ámbito hispano con la publicación de El leopardo de la medianoche, tal vez no sea improcedente recordar que si su obra merece un lugar de honor en el campo de la novela negra es, sobre todo, por la saga del teniente afrikáner Tromp Kramer, del sargento bantú Mickey Zondi, —como ya se ha dicho, un equipo racial mixto tipo «Sergeant Pepper», como lo denominan los americanos— y de un largo y desvencijado Chevrolet negro, en servicio permanente por las calles de Trekkersburg. Sus novelas ofrecen una amplia visión periférica de Sudáfrica (el apartheid está ahí, y esos zulúes que abrillantan los suelos y sirven en las cocinas de los blancos dan buena muestra de cuanto hubieron de pagar las víctimas del sistema) pero destacan por su maestría dentro del género en que se enmarcan, y por ser la crónica de una extraña forma de amistad, a contracorriente de todos los prejuicios. Aunque la pareja Kramer-Zondi se antoje en principio inconcebible para un país en tensión racial permanente, no se trata de ninguna audacia imaginativa. Como explica una vez más el propio McClure: «Estas parejas de detectives eran muy habituales, y tiene su razón de ser: en el mundo del crimen que ellos investigaban, había un componente blanco y un componente negro. Al comparecer en el lugar de los hechos, el blanco debía interrogar a los dueños; el negro a los criados». Aunque no audacia imaginativa, sí es posible rastrear en la amistad que novela tras novela va fraguándose entre Kramer y Zondi una posibilidad de reconciliación entre ambas razas. Como si el propio autor fuera consciente de la progresiva pérdida de vínculos con la realidad sudafricana a medida que la serie avanzaba y él se distanciaba del país, McClure concluyó —de momento— la saga en 1991 con The Song Dog, una vuelta a los años 60, para recrear en cierto modo el caso en el que Kramer y Zondi habían colaborado juntos por primera vez.
El punto de partida de El leopardo de la medianoche tampoco es una audacia imaginativa. Efectivamente, el estado que tuteló el apartheid fomentó el nacionalismo y el odio a los comunistas e izquierdistas —liberales, los llamaban— mediante asociaciones o clubs como el descrito en esta novela y en el que, para su desgracia, milita con excesivo celo el joven Boetie Swanepoel. Durante el juicio seguido en 1989 contra Hendrik Strydom, causante de haber disparado sobre pobres transeúntes negros de una calle de Pretoria, provocando una matanza, el tribunal pudo escuchar un relato de circunstancias muy similares a las descritas en esta novela. Si su vida no hubiese quedado prematuramente truncada por una muerte violenta, y si no hubiese sido sólo un personaje de ficción, Boetie Swanepoel podría haber sido otro Strydom, en el peor de los casos, o quizá otro Kramer, en el mejor: un eficaz detective para el que el racismo y el apartheid no son sino un pretexto que permite compartir algunas bromas con su compañero de fatigas negro.
Aunque sin el barroquismo de El huevo ingenioso, El leopardo de la medianoche destaca como la novela más coherente y más sólidamente estructurada del conjunto de la serie. La cólera y la indignación, nos dice McClure, le espolearon a escribir esta historia, pero una vez más le encontramos rompiendo todos los esquemas y flirteando con el surrealismo en escenas dignas de Chester Himes, para reconstruir lúcidamente los condicionantes de toda una sociedad estancada en prejuicios de otra época, para liberar un humor que nos arrastra, para colocar repentinamente ante nuestros ojos el rostro más oscuro del racismo y de la intolerancia. Ahí es nada.
Ramón García
Luxemburgo, abril de 2005