VOLVER A EMPEZAR la partida desde cero era una perspectiva desoladora… sobre todo de una manera tan brusca, justo después de la detallada exposición de Kramer. Permanecieron junto a la bandera del tercer «green», como tres montañeros que la hubiesen plantado en la cumbre equivocada.
—Maldita sea… —exclamó Pembrook, como tras una larga disquisición consigo mismo.
—Sí, señor —le refrendó Kramer.
Zondi no dijo nada.
—Pero al final, ¿podían haber bastado dos minutos para cometer el crimen, teniente?
—¿Eh? Bueno, tenemos el caso del asesino del ascensor, en Durban.
—¿Oldroyd?
—El mismo. Entra con la tipa en el vestíbulo, sale en el quinto, y los que alborotaban en el sexto no se creen que esté ya muerta.
—¿No podría entonces…?
—¡Joder, por lo que más quieras, Pembrook! Oldroyd no tenía un plan deliberado, no pretendía engañar a nadie. Fue un crimen pasional. Fue arrestado esa misma noche. Lo único pertinente es el factor tiempo.
—Pero…
—No viene al caso, Pembrook.
—No es eso, señor; sólo quería poner en práctica lo que me dijo usted hace un momento y sugerir que estudiemos más de cerca a ese tipo, a Glen. Estaba presente cuando Boetie habló con Caroline, no sabemos cómo pudo reaccionar. A éste lo hemos pasado por alto durante toda la investigación… Tampoco, la verdad, es que yo lo considerase importante.
Kramer ya tenía abierto su cuaderno de notas cuando Pembrook dejó de hablar.
—Glen Humphries, Leafield Road 24, Greenside —leyó en voz alta—. Pasante en el bufete de abogados Henderson and Blackwell. ¿En marcha?
—¿Hacia dónde, señor?
—A ver al secretario, por supuesto… hay que averiguar si este tipo también pertenece al club. Hay que informarse. Mejor que vengas con nosotros, Zondi, por si tenemos que hacerles más preguntas a los caddies.
Zondi una vez más calló.
—Despierta, negro. ¿Qué te pasa?
—Estaba escuchando todos esos ruidos en la emisora del coche, jefe. Nunca había oído tantos mensajes.
—No me digas. Pues si tanto te preocupa, acércate y mira a ver qué pasa.
Sin más demoras, Kramer se encaminó hacia el local del club en compañía de Pembrook, que caminaba, ufano, a su lado.
Zondi se encogió de hombros.
EL INTERROGATORIO había terminado. El agente Hendriks, todavía aturdido, recibió autorización para sentarse.
El coronel Muller permaneció de pie, pero no tardó en salir precipitadamente. Llegó a la centralita justo cuando se acusaba recibo de la llamada desde el coche de Kramer.
—Démelo —ordenó, arrebatando violentamente el micrófono de las manos del operador—. Le recibo, Zondi. ¿Dónde está el teniente?
La voz de Zondi resonó en el altavoz de la pared: «No está aquí ahora, jefe: está muy ocupado».
El coronel hundió el dedo en el botón, para desconectar un momento la comunicación mientras profería un taco indigno de ser radiotransmitido. Como invitado de honor a la cena del Rotary club, no podía permitirse el lujo de perder ni un minuto más.
—Entonces anote este mensaje con sumo cuidado, Zondi —exclamó—, y páseselo al teniente tan pronto como pueda.
—Señor.
—Se refiere a una perra muerta —empezó el Coronel.
Y dirigió una mirada asesina al operador que, vencido por un ataque de risa, escupió un buen trago de té por la nariz, como un elefante.
MUY PREOCUPADO, el secretario dejó solos a Kramer y a Pembrook en la oficina.
—Encaja, ¿verdad, teniente? —exclamó Pembrook jubiloso—. Glen estuvo aquí por la mañana y por la tarde… mientras que Jarvis sólo jugó al mini golf la víspera ya muy tarde. Por cierto, qué vidorra estos pasantes, ¿no? El martes es día laboral para todo el mundo.
—Les dan horas para asistir a seminarios —replicó Kramer, mientras reposaba su pie en un viejo arcón—. Espera a que le entrevistemos antes de extraer más conclusiones. Puede que esté de vacaciones, ¿por qué no?
Pembrook continuó paseando de un lado a otro de la habitación, dejando como recuerdo sus huellas digitales en toda una hilera de copas de plata, y sembrando con la ceniza de su cigarrillo toda la moqueta.
—¡Venga, teniente! Si no tuviera usted la misma intuición que yo tengo, no le habría hecho tan pocas preguntas al secretario.
—Dijo que Glen estaba ahí fuera en su coche. ¿Para qué iba a preguntarle nada más?
—¿Puedo ir, señor? Quiero decir, el tipo podría intentar…
—¡Siéntate ahí, Pembrook! —aulló Kramer—. Si no me doliera el pie lo que me duele te daría una buena patada en el culo. ¿Cuántas veces tengo que decirte que debemos actuar con prudencia en este caso? No es de los que se resuelven a base de fuerza bruta: cometemos un error y se acabó todo. Hay que mantener la sangre fría hasta el final, ¿entiendes?
Desde la butaca llegaba la voz de Pembrook, murmurando:
—Encaja, encaja todo cojonudamente bien.
—¿Qué encaja? Sabemos que Glen estaba aquí, y que el cabrón es un gilipollas y un inestable que casi mata en cierta ocasión a un caddy porque silbó y lo desconcentraba. Te apuesto a que puedes encontrar a diez tipos como él en este sitio cualquier tarde de la semana.
—Pero también está que Caroline intentó evitar que usted lo interrogara, lo cual…
—Cierra el pico, Pembrook. Yo también veo cosas, pero de aquí en adelante nos atendremos a los hechos. Primero: ¿estuvo aquí Glen la noche en cuestión? Que sea él quien nos responda.
Se abrió la puerta y Glen Humphries, un cretino de aspecto muy, pero que muy asustado, compareció en la oficina.
ZONDI FUE SORPRENDIDO estirado en el asiento de atrás, sesteando con suaves ronquidos. No es que a nadie le importase lo más mínimo, pero el ruido de ambas puertas cerrándose simultáneamente lo despertó de golpe. Y al despegue casi instantáneo del Chevrolet siguieron sus disculpas.
—Joder, cállate, ¿quieres? —gruñó Kramer—. Si quieres dormir, duerme. Me importa un comino.
Bajaron por la plantación dando bandazos y derrapando.
—Es lo último que esperaría… —dijo Pembrook, como si se dirigiera a sí mismo.
Kramer se llevó temblorosamente un cigarrillo a la boca y aceptó el fuego de Zondi, sin una palabra de agradecimiento. Fueron las dos mismas gallinas de Guinea de antes las que sólo salvaron el cuello transformándose en balas de cañón. En la entrada del camino, una furgoneta de reparto tuvo que apartarse a la cuneta para esquivarlos. El conductor hindú se dio la vuelta y entrevió con mirada aún turbia cómo el Chevrolet se metía en la autopista.
Llegaron sanos y salvos al carril rápido.
—¡Fiuuuu! —susurró Pembrook, para su coleto.
—¿Qué pasa?
—Nada, señor. Sólo que…
—Mira, Pembrook, no me marees cuando no estoy de humor, ¿eh? ¿Qué demonios pasa?
—Bueno… esto, verá, teniente, ¿realmente estamos seguros de que fue allí, y ese día?
Nunca Kramer había escuchado una pregunta tan peregrina, estando los interrogatorios de rutina, que sin duda confirmarían la declaración del abogado Glen Humphries; y buena parte de sus estúpidas amistades que habían dejado rúbrica y fecha en el yeso de su muñeca rota. Eso era de por sí la prueba testifical de que, durante un periodo que abarcaba al menos las últimas tres semanas, el interesado no había sido capaz ni de atarse los cordones de los zapatos… Conque lo de estrangular a alguien con un alambre…
—¿Pembrook?
—¿Sí, señor?
—Si no te gusta cómo conduzco, puedes apearte aquí mismo y hacer todo el jodido camino a pata ¿vale?
Abrumado por quedar tan claramente en evidencia, Pembrook se arrebujó en el asiento farfullando una negativa.
—¿Puedo hablar? —dijo Zondi—. Tengo un mensaje del coronel.
—¡Lo que me faltaba!
—¿Jefe?
La ira le hacía peor efecto a Kramer que una botella de coñac antes del desayuno. Había perdido todo interés en lo que hacía y en lo que decía. Lo que no dejaba de ser agradable, pero potencialmente era muy peligroso si no conseguía canalizarlo pronto en su propio beneficio.
—Déjame que adivine… se ha presentado al cierre de la comisaría el asesino y lo ha confesado todo. ¿A que es el alcalde?
Zondi sonrió en el retrovisor.
Y Kramer levantó un poco el pie del acelerador.
—Está bien. Venga, habla.
—El mensaje por radio del coronel dice: «En relación con el cadáver de perro mencionado en la investigación por la muerte del adolescente asiático Danny Govender, arrestado hace tres días por sospechas de haber cometido robos en el barrio de Greenside, calle Rosebank Road, en la noche de anteayer. Detenido por considerarse que su relato eran patrañas para ocultar su auténtica intención. Danny Govender alegó que estaba investigando la muerte durante el fin de semana de un enorme perro, de hecho una perra más grande que él mismo».
—¿No lo estarás inventando, eh, negro?
—¡Lo juro por Dios!
—Continúa, pero te advierto…
—Más adelante el coronel dice: «Me llamó la atención cuando Govender alegó que el perro había sido estrangulado por un ladrón».
Zondi hizo una pausa para conseguir el efecto dramático; después continuó imitando más o menos el tono del coronel.
«En un principio el Departamento de Robos no mostró interés por la historia, pero esta mañana, y siguiendo órdenes mías, se pusieron en contacto con la oficina de las licencias para perros. Considero que puede ser una mera coincidencia el hecho de que el perro de la vecindad de más envergadura fuera una perra Gran Danés cruzada y perteneciente al capitán P.R. Jarvis. Sugiero que abandonen las teorías descabelladas sobre la familia y se centren en los indicios criminales. Un último punto: El Departamento de Robos parece haber pasado por alto el hecho de que el ladrón se salió con la suya pese al número de perros guardianes existentes en la zona. Lo que parece indicar que debemos centrar las pesquisas en un individuo blanco… que incluso podría vivir en Greenside».
Una expresión extraña cruzó por el rostro de Pembrook. Kramer la notó enseguida.
—Parece como si ya estuvieras al tanto de esto.
—¡No, teniente! Primera noticia.
—¿Cómo es posible entonces que el coronel sepa tan claramente que los Jarvis no tienen ningún perro en la actualidad?
—Pue… puede haberse puesto en contacto, como quien no quiere la cosa, con la oficina de licencias. Una mera llamada telefónica.
—Hummmm. Es posible, supongo. Siempre sabe más de lo que parece, el tío. ¿Qué opinas de esta teoría?
La voz entrecortada de Kramer hizo que Pembrook se volviese hacia él, sorprendido. Había una sonrisa inquietante en su rostro.
—Bastante descabellada, también —respondió con cautela. Si el ladrón era blanco y no tenía problemas con los chuchos, ¿por qué se cargó a la perra?
—Algunos perros no son amigos de nadie —le recordó Kramer.
—Pero cuanto más hostiles son, más difícil es acercarse a su cuello. Joder, ya veo a dónde quiere ir a parar el coronel, todos estos factores añadidos… Perro estrangulado, Boetie estrangulado, ladrón blanco identificado como merodeador, asesino blanco, coincidencias… que no acaban de encajar cuando uno lo piensa bien. Para empezar, ahora sabemos lo que el coronel todavía ignora: es decir, lo que Boetie vio en la piscina. No fue al merodeador a quien vio en ese momento, y Boetie estaba en casa cuando la perra fue asesinada. Mierda, es para volverse loco.
—No, no lo es —replicó Kramer—. Como bien acabas de decir, el coronel lo interpreta todo mal. Ha estado presente durante la audiencia, pero con la mente en otras cosas, siguiendo vagamente unas ideas. Pero todo está aquí.
—¿Cómo? Yo no veo nada que sirva.
El Chevrolet tomó un desvío y se apartó de la calzada. Un kilómetro después estaban en Greenside.
—¡Ya he caído, jefe! —exclamó Zondi mientras el coche enfilaba hacia el número 10 de Rosebank Road.
Pembrook se quedó realmente consternado, tanto que se volvió hacia el otro pasajero.
—O sea, que yo tengo una cabeza de chorlito —dijo.
—¡Eh! No es usted tan tonto, Pembrook. Usted acertaba cuando dijo que es casi imposible acercarse al cuello de un perro agresivo…
—A menos —terció Kramer— de que sea tu propio perro… y probablemente esté esperando a que le pongan el collar.
—¡No! ¡Otra vez Jarvis!
—¿Y por qué no? ¿No tenemos ya el segundo cuerpo que buscábamos? ¿Un cuerpo tan grande como el de un adolescente?
LOS SOCIOS DEL ROTARY de Trekkersburg nunca llegaron a escuchar el discurso del coronel sobre el papel fundamental de las fuerzas de policía como guardianas de la seguridad de la República, aunque poco les faltó para ello.
Los platos vacíos habían sido retirados, los puros distribuidos, y el café servido; el coronel estaba a punto de levantarse, preocupado por la curiosa sensación de que no había interpretado del todo bien esa intuición suya acerca del perro. En ese momento se abalanzó sobre él el director del hotel.
—Lo siento pero le llaman urgentemente de la comisaría central —dijo.
—¿Y qué demonios quieren?
—Alguien con una pistola. ¡Ya ha disparado dos veces! —¡Absurdo!
—Eso es lo que ha dicho el sargento que nos ha telefoneado. Han conseguido acorralarle en la sala de billar.
La segunda intuición del coronel en el día quedaba plenamente confirmada: el agente Hendriks había explotado.
EL ZUMBIDO DEL ABEJORRO sobre la malvaloca situada junto a la gran puerta de madera era tan suave e inaudible como una mecha encendida de bomba, pero Kramer lo oyó. El silencio envolvía Greenside; eran las primeras horas de una tarde soñolienta en un barrio tan civilizado que todo el mundo aguardaba dentro de las casas a que el calor cediese y los criados pudieran servir el té.
Pero de momento el calor era de justicia. Kramer podía sentirlo hasta las mismas entrañas, quemando como un trago de aguardiente.
—Terminemos con esto —exclamó, dibujando con las manos un gesto descarnado y brutal.
Con un sonido ronco y gutural Zondi manifestó su aprobación.
—¿No hablará en serio, verdad? —preguntó Pembrook.
—Directo y al grano, jefe —dijo Zondi, sonriente.
—¿Piensas que estoy loco?
—¿Entonces…? —farfulló Pembrook, inquieto.
—Hay muchas formas de escardar a un gato, hijo. Mira y aprende. ¿Sabes qué debes hacer?
—Mantener a las mujeres al margen y tratar de obtener la declaración de la señora Jarvis.
—¿Y tú, Zondi?
—Hablar con el jardinero.
Kramer golpeó con fuerza en la puerta, una sola vez.
La criada abrió con tal diligencia que casi se delata. Los cristales en forma de rombo de la vidriera tenían en su centro como una mirilla.
Zondi la interrogó. El capitán Jarvis estaba en su despacho. La señora Jarvis estaba en el cuarto de la costura. Caroline Jarvis aún estaba en cama.
—Olvídate pues de la hija por ahora —dijo Kramer mirando a Pembrook—. Me reuniré contigo en cuanto pueda. Zondi: que esta mujer te acompañe hasta el jardinero.
Kramer asió a Pembrook del brazo sin darse cuenta de la palidez repentina que le provocaba el apretón.
—Coño, no te me pongas blandengue —murmuró Kramer.
—Estoy bien, teniente.
—El cuarto de la costura está en el rellano. Que todo se quede tranquilo, y evita que Caroline complique las cosas. Venga, ¡andando!
Kramer le vio subir los primeros peldaños, después empezó a abrir todas las puertas del pasillo salvo la del salón, que como aún podía recordar, estaba a la derecha.
A la tercera va la vencida… Jarvis se levantó perplejo tras la mesa de su despacho.
—No se ponga de pie, caballero. Sólo he venido a hacerle unas preguntas.
—¡Esto ya es una broma pesada!
Pero Jarvis fue hundiéndose poco a poco en la silla. Quizá las piernas le flojeaban.
—Primera pregunta: ¿posee un arma de fuego?
—Varias.
—¿Dónde están?
—Los rifles bajo llave… el revólver en mi cuarto. ¿A qué viene la pregunta? Tengo licencia.
—¿Y su perro? ¿También tiene licencia?
—No tengo perro.
—Ya.
Kramer extrajo la factura que había obtenido a cambio de una docena de rosas rojas.
—¿Qué es? —preguntó Jarvis.
—El resguardo de una licencia para perros expedida a su nombre por el ayuntamiento de Trekkersburg. Caducada.
—Sí, me lo han dicho esta mañana —replicó Jarvis fríamente—, pero teniendo en cuenta que el animal murió hace una semana, no veo a qué viene todo esto. De hecho yo mismo…
—¿Sí?
Mientras esperaba a que Jarvis continuase, Kramer se acercó una silla y requisó una mesita en la que apoyó su pie lesionado. Desde donde estaba, no lejos de Jarvis, le llegaba la peste a alcohol de su aliento.
—¡Esto es intimidación! —dijo Jarvis.
—¿Interrogarle sobre la licencia de su perro?
—Déjeme en paz con eso. ¿Quién es usted, en realidad? ¿Servicios especiales?
—Eh… no, más bien un pluriempleado.
Kramer encendió un Lucky Strike.
—¿Y bien? —le desafió Jarvis, mientras sacaba un pequeño vaso escondido tras un rimero de libros.
—¡A su salud! —brindó Kramer.
¡Joder!, era muy raro. Sólo un auténtico psicópata podría resistir con tanta sangre fría a una situación pensada para desorientar a un sospechoso, pero en realidad el desorientado era ahora el propio Kramer. Había que estar loco para reaccionar con tanta naturalidad… para racionalizar las cosas con tanta calma, como cuando mencionó lo de los Servicios especiales. En otro nivel, sus reacciones eran las de alguien totalmente seguro de su situación; de nada serviría emular la treta de Boetie, mezclando indicios con suposiciones cuidadosamente escogidas. Para aquel tipo desalmado todo aquello no serían más que balas rebotándole en su dura piel de cocodrilo. A lo más que Kramer podía aspirar era a una cínica y confidencial confesión de culpa, sin desvelar indicio alguno sobre dónde hallar las pruebas concretas que pudieran incriminarle en un juicio. Para obtener ese tipo de información era preciso dejar de lado todo tipo de enfado, y esto a su vez requería un cambio de metabolismo, algo que elevase la temperatura corporal hasta el grado de ebullición en que se podían producir excesos verbales. Kramer tenía un plan que podría o quizá no podría funcionar, pero que en cualquier caso pasaba por que Jarvis volviera a su estado normal. Valía la pena intentarlo en cualquier caso.
—¿Piensa permanecer ahí sentado mucho tiempo, teniente?
—Sólo es un pequeño alivio para el pie. Me lo corté ayer.
—Siempre es desagradable. ¿Con qué se cortó?
—Con una hoz, para serle sincero.
Un extraño reflejo pasó fugaz tras el monóculo de Jarvis. A continuación se inclinó sobre su mesa de despacho.
—¿No cree que debería irse, teniente? ¿No veo por qué habríamos de echar a perder ambos la tarde?
—Esperaba que…
Se escucharon pasos deslizándose por el pasillo.
—Sólo un minuto, capitán Jarvis. Tengo una pequeña sorpresa para usted antes de irme.
Kramer abrió rápidamente la puerta, agarró una pileta de zinc que le pasó Zondi y volvió con ella hacia el despacho. El hedor insoportable que desprendía su contenido impregnó casi inmediatamente el cuarto.
—¡Dios santo! ¿Qué trae usted aquí?
Kramer dejó caer la pileta sobre la mesa con un ruido sordo.
Dentro había una forma, una forma alargada y reluciente como una ciruela, con pelos aquí y allá, cubierta por completo por una masa de gusanos tan compacta como los granos en el pudín de arroz de un orfelinato. En un extremo resplandecía una dentadura.
Fue sin duda ese olor lo que provocó en Jarvis una náusea incontenible, que le hizo vomitar violentamente mientras apartaba la cabeza, arruinando la manga derecha de su chaqueta de smoking. Buena parte de su comida —apenas digerida— acabó con más consideración en la papelera. Si el vómito tenía olor propio, sin duda resultaría indiscernible frente a semejante competencia.
Kramer respiró como hacía durante las autopsias y pasó a la siguiente fase. Levantó ligeramente la pileta y le dio algunas sacudidas. Los restos del perro muerto liberaron gases por ambos costados.
—¡Dios, Dios! —farfulló Jarvis, doblado y vomitando esputos secos.
Mientras, Kramer volvió a tomar asiento, atormentado por los dolores de su pie. Tendría que haber previsto el dolor a cada dos pasos que le causaría el transporte de la pileta. Y sin embargo se las arregló para mostrar interés por lo que ocurría.
—¡Joder, vaya mierda! —exclamó Kramer, socarrón—. ¿Dónde está ahora el orgullo del regimiento?
Esas palabras parecieron devolverle cierto color a las fatigadas mejillas de Jarvis. La sangre afluyó a su cabeza, parecía que estaba a punto de echar sebo por cada poro. Profirió un áspero chillido, y luego se abalanzó hacia delante.
La negra pupila de la «Smith & Wesson» le miraba desde el otro lado de la mesa, pero no consiguió acallarlo.
—¡Cerdo! ¡Bóer de mierda! ¿Cómo te has atrevido a traer algo así a mi casa?
Pensándolo bien, la incongruencia era realmente de por sí perturbadora: la pileta de los criados campeaba en medio de la bandeja barnizada de color rosa, tan limpia y brillante que se podría comer en ella, rodeada de bibelots elegantes como un tintero de plata, un florero de cristal para una única e inmaculada rosa, un pisapapeles de marfil labrado con gran esmero y la foto en un marco de cuero de una mujer joven con sus dos hijas.
—Coño, sí, hubiese sido mejor haber traído a Boetie, pero su madre no me hubiese dejado —replicó Kramer.
Jarvis se tambaleó por el impacto de esas palabras.
—¡Mierda! ¿Es que no hay límites para vosotros, asquerosos afrikáner? Primero la «Júnior Gestapo», y ahora esto.
—Pero usted no habría matado a Boetie si hubiese creído que de verdad trabajaba para nosotros —replicó Kramer con mucha calma.
—¿Ah, sí? ¡Demuéstrelo!
Ahí estaba: la fanfarronería temeraria que Kramer se había esforzado en provocar.
—La señora Jarvis nos ha sido ya de gran ayuda.
—¿Sylvia? No abrirá la boca mientras yo viva.
—No me tiente, capitán.
—Entiendo, un puro farol y mucha porquería, con eso quiere inculparme…
—¿Y entonces por qué habría decidido yo desenterrar a la perra? ¿No la vio al otro lado de la ventana? Eche un vistazo a la garganta del animal, ahora que la piel ha desaparecido.
—Pero Sylvia no podía saber nada más… esto no es suficiente, y usted lo sabe.
—Yo tengo más que suficiente. Debería haberla tratado mejor.
—¿Yo? ¿Por qué? Yo…
Jarvis luchó con su chaqueta un momento, y cuando consiguió quitársela la arrojó a una esquina.
—¿Cómo podría explicárselo, capitán? La señora Jarvis ha prometido ayudarnos con el caso Swanepoel si renunciamos a volver a abrir el caso Cutler.
—¡Está loca! De un modo u otro se ventilará todo en el juicio…
—No necesariamente. Ella confiaba en que usted, por la familia… bueno, ya sabe a qué me refiero.
—¿Y que me acusen de violación y asesinato de un niño? Dios Todopoderoso, ¿y qué ayuda sería ésa?
—Las constataciones médicas no confirman la teoría… y además está el elemento de la premeditación. Si quiere añadir algún otro detalle, quizás a mí se me ocurra una solución.
Jarvis parecía ya ajeno a toda aquella masa descompuesta que se presentaba ante él cuando se derrumbó sobre la silla, destrozado al comprender que había hablado demasiado. No estaba ya en su yo «anormal».
LA MÁQUINA DE COSER se negaba al pespunte. La madre de Pembrook había sido costurera, así que él pudo asegurarle a la señora Jarvis que no tardaría nada en dejárselo perfecto.
—Qué chico tan amable es usted —dijo ella.
Había estado todo el rato con los labios apretados, conteniendo un ataque de histeria, pero se había negado en redondo a declarar nada, por miedo a las represalias de su marido.
—Entiéndalo —la exhortaba Pembrook—, no es culpa nuestra que desde Nueva York hayan pedido una investigación suplementaria a través de Interpol. Pero le aseguro que no saldrá nada en los periódicos.
—¿Funciona ya? —preguntó ella, colocando su brazo sobre el hombro inclinado de Pembrook.
KRAMER LE PIDIÓ A ZONDI que se llevase la pileta; después le costó menos trabajo acercarse a la mesa arrastrando el pie.
—Por lo que me cuenta —le dijo a Jarvis—, parece que lo ha planeado todo a conciencia. Lo de la hoz, por ejemplo; la arrojó por la ventanilla de su coche justo en un sitio donde un negro pudiera encontrarla, y así supuso que nosotros nunca daríamos con ella.
—¿Y si ponen un anuncio en el periódico?
—¿En un país en que sólo una de cada cien personas sabe leer? Sería iluso. Y la forma en que llevó la hoz durante todo el recorrido, envuelta en plástico en un lateral de la funda de los palos… así no habría ningún resto de sangre, como bien ha dicho.
—Fui muy cuidadoso, sí —murmuró Jarvis, que ahora parecía haber perdido la mitad de su estatura—, yo también fui policía, ya lo sabe…
—Supongo que podremos encontrar el alambre del perro con un detector de metales.
—Estoy seguro de que no lo tiré a la basura… lo arrojé entre los setos, creo. La verdad, nunca pensé que ustedes…
—¿Cómo se las arregló para llevar a Boetie hasta allí?
—Un juego de niños. Le dije que yo también tenía mis sospechas, pero le dije que no podía exponerme a que alguien nos oyese…
—Eso explica lo del cigarrillo en el suelo —murmuró Kramer para sí—. Fue el propio Boetie quien lo tiró, deliberadamente, pues le pareció irrelevante.
Jarvis jugueteaba con un abrecartas.
—No hay forma de resolverlo sin relacionar los dos casos, teniente…
Sólo unos minutos antes, ese hombre gritaba encolerizado; y ahora estaba sentado ahí, entreviendo su futuro con frialdad como si en realidad fuese el de un extraño. Estaba más chalado que una mangosta epiléptica. No parecía darse cuenta de que le había dado a Kramer suficiente información para que éste solucionase el caso antes de la caída de la noche… siempre que, por supuesto, se trataran conjuntamente ambos casos. Pero, un momento, Kramer lo tenía casi, pero eso mismo empezaba precisamente a confundir al propio Kramer. Había que ocuparse de la declaración que corroborase el caso Cutler. Y estaban además las ganas que tenía de hacer sufrir un rato al cínico cabrón por todo lo que había hecho. A Kramer se le ocurrió de repente una idea que le gustó.
Se levantó.
—Capitán —dijo—, hemos pasado por alto una posible solución a su problema. Y en cierto sentido, también es una solución para nuestro problema. Veámoslo como una cuestión de honor, como en el ejército, si ve lo que quiero decir. Sería la forma de manchar lo menos posible el buen nombre de su familia, y se evitaría usted toda humillación.
Kramer cogió el revólver, que había dejado sobre la mesa, y abrió la recámara. Jarvis se inclinó para comprobar que estaba cargado. Luego Kramer volvió a cerrarlo, de un golpe seco.
—Por cierto, he de decirle —añadió Kramer— que las heridas en la cabeza son motivo de gran dolor para los que se quedan detrás. Y ahora, tras esta amistosa charla que hemos tenido, de la que informaré al coronel, que ya está a punto de llegar, me voy al lavabo. ¿Está claro, verdad?
Kramer volvió a colocar el revólver sobre la mesa, impasible.
Jarvis se levantó, con flojera en las piernas… Kramer lo había animado a beber durante toda la larga entrevista.
Se miraron en silencio, firmes, encogiendo el estómago, barbilla en alto.
—Teniente, ha hablado como un caballero —dijo Jarvis.
Kramer estrechó su mano. Salió.
PEMBROOK ESTABA MUY ORGULLOSO de su remiendo, pero también decepcionado al comprobar la poca atención que le prestaba el teniente cuando le explicó todo lo que había obtenido.
—Ha sido muy amable —dijo la señora Jarvis—. Mejor, mucho mejor que el bajito ése que suele venir cuando las cosas van mal.
—En ese caso —dijo Kramer—, haría usted bien en ayudarle con su declaración.
—¡Pero no puedo! Ya te he explicado por qué, simplemente no puedo…
—Vamos, señora, siéntese y ya verá que el agente Pembrook se lo pone todo muy fácil.
—Pero, teniente… ¡DIOS MÍO!
Había sonado una detonación abajo. Sólo una.
La señora Jarvis volvió a reír, con su risa histérica. Cuando la cosa pasó de castaño oscuro, Kramer le cruzó el rostro de una bofetada.
—¿Ha sido Peter? —preguntó ella, todavía con su amplia sonrisa.
Kramer asintió.
—¿Pero cómo…?
—En cuanto pueda, señora Jarvis, haga su declaración, por favor…
Pembrook miraba atónito a uno y a otro.
—Antes debo avisar a Caroline de que no se preocupe. No se marche, joven.
—Yo mejor que vaya a ver qué ha ocurrido ahí abajo —dijo Kramer.
Se separaron en el rellano.
ZONDI, QUE VENÍA CORRIENDO desde las dependencias de los criados, se encontró con Kramer al pie de la escalera.
—¡Guau! ¿Y ese disparo? —preguntó, alarmado.
—Jarvis. Examinemos los daños.
Kramer parecía absurdamente feliz, lo que no dejaba de inquietar a Zondi. Le siguió por el pasillo en dirección al estudio.
Y allí, al otro lado de la mesa, estaba el capitán Jarvis, desplomado sobre su silla, con una tremenda quemadura en la camisa, a la altura del corazón. En la mano derecha tenía una Smith & Wesson del 38, con distintivos cromados.
—¡Jefe, pero si es su pistola! ¿Pero cómo es posible?
—Debí de olvidarla después de la charla… qué imbécil soy. Ni siquiera me acuerdo.
—¡Respira todavía!
—Eso espero.
—¿Cómo dice jefe?
Incapaz de contenerse más, Zondi se precipitó y comprobó que no había el menor rastro de sangre.
Kramer sacó el dedo de Jarvis del gatillo y abrió la recámara del arma. La vacío y reunió en la palma de su mano un cartucho quemado y otros cinco proyectiles con la punta extrañamente atrofiada.
Balas de fogueo.
—Las llevaba ahí desde la gala en el colegio —dijo, con un brillo malicioso en los ojos.
A la memoria de Zondi acudió entonces el recuerdo del fantasma de pelo rubio que pudo disparar y no lo hizo cuando él estaba peleando a muerte con el hechicero libidinoso. Sintió algo frío deslizándose por la columna vertebral, y entendió lo de la lanza, y todo. Se estremeció:
—¡Está usted como una puta cabra, jefe!
—¿Por qué? Nunca hubo violencia en este asunto, nada más que jueguecitos de niños y amoríos a la luz de la luna.
Dicho lo cual, Kramer sujetó la rosa entre los dientes y vertió el agua del florero en la cabeza de Jarvis. Estaba demasiado caliente para que su efecto fuera inmediato, pero no tuvieron que esperar mucho.
—¿Dónde estoy? —farfulló Jarvis. Nadie esperaba que dijese nada original.
—Adivínelo —dijo Kramer.
Jarvis separó los labios trabajosamente.
—Mi despacho —murmuró.
—No —dijo Kramer.
—¿Dónde entonces?
—En el infierno —replicó Kramer—. Pero sólo es un aperitivo, ¿comprende?, mientras esperamos a que le pongan la soga alrededor del cuello. Después… ya se verá. Yo nunca pongo la mano en el fuego.
Jarvis abrió los ojos y no volvió ya a cerrarlos.
—¡¡Puta escoria afrikáner!! —masculló, con tanto odio en cada sílaba que Zondi se temía lo peor.
Pero Kramer estalló en una carcajada.
—No me eche a mí la culpa, capitán… échesela a míster «Aarvark».
Y pareció divertirle mucho su pequeño chiste.
Sólo Zondi lo pilló, y le hizo gracia. No en balde fue él quien le había mostrado al teniente que la primera palabra en cualquier diccionario de inglés era «Aarvark», el armadillo sudafricano, una palabra de puro holandés de Ciudad del Cabo.
— FIN —